A los guionistas de Hollywood no se les suele exigir estar versados en la disciplina de la guerra. De hecho, no se les suele requerir ni haberse documentado en profundidad, ni haber leído sobre estrategias bélicas, ni tan siquiera haber echado una partidilla al Command & Conquer en el ordenador o al Risk durante alguna fiesta de pijamas. A los escritores de blockbusters normalmente solo se les demanda saltear el metraje con espectáculo, que no se corten al chapotear en los clichés y que se tapen los oídos y canturreen en voz alta si los asesores históricos contratados por el estudio se ponen a refunfuñar. Porque, por lo general, la única aproximación de los guionistas de Hollywood a la estrategia bélica pasa por frotarse el perineo con las páginas de El arte de la guerra de Sun Tzu, algo nada sorprendente por parte de un colectivo que todavía cree que en España lo tradicional es combinar el poncho con el sombrero mexicano.
Pogo of war
En la pantalla, dos ejércitos enfrentados se encaran en los extremos de un extenso campo de batalla calentando motores antes de iniciar la escaramuza. Lo gracioso es que el plan de ambos bandos para afrontar el combate consiste en lanzarse a correr contra el enemigo chillando como desquiciados para darse de todo menos abrazos, como si aquello fuese un concierto de Exodus. Esa es la brillante estrategia de los orcos en El Señor de los Anillos y Warcraft: el origen, de las criaturas fantásticas de Las crónicas de Narnia y El retorno de la momia, de los culturistas espléndidos que trotan por el 300 de Zack Snyder y de las huestes de varias decenas de películas protagonizadas por gente muy arraigada en lo medieval.
Pero lo cierto es que a lo largo de la historia de la humanidad dicha maniobra ha demostrado ser escasamente efectiva y demasiado suicida. Porque, incluso cuando los fusiles y las armas de fuego aún no habían sido inventados, solo a los mandos militares más cafres y con menos luces se les habría ocurrido que era buena idea enviar a sus tropas amontonadas (el cine suele combinar en el mismo pack a la infantería con la caballería y los soldados equipados con armas de largo alcance) a corretear por el prado para acabar estrellándose contra un oponente que, de ser ligeramente listo, sería capaz de componer una barrera defensiva con la que triturar al enemigo sin excesivas dificultades.
Curiosamente, esta técnica kamikaze de cargar contra el adversario a lo loco sí que se puso algo de moda en el mundo real cuando comenzaron a aparecer en escena las primeras armas de fuego. Porque aquellas primitivas pistolas requerían de tanta dedicación para ser recargadas después de cada disparo como para que algunos oponentes, como los escoceses más asilvestrados, adquirieran la costumbre de arremeter a lo bestia contra sus enemigos durante el margen de tiempo del que disponían entre el primer tiro y el segundo.
La visión que suelen ofrecer los films de este tipo de escaramuzas está más centrada en ser molona y lucir en la postal que en respetar la autenticidad o la lógica. Porque, a diferencia de lo que suele predicar Hollywood, los militares más importantes no tenían por costumbre comandar las primeras líneas de ataque, sino que resultaban más útiles acampando en la zona más alejada de los espadazos, la caballería ligera se utilizaba para flanquear al enemigo durante la gresca, en lugar de para cometer la insensatez de atacar al trote y de cara contra formaciones más poderosas, cada enfrentamiento no se daba por finiquitado cuando todo el bando rival era masacrado por completo, sino cuando las milicias decidían rendirse (algo que solía ocurrir bastante antes), los combatientes no se tomaban la molestia de empalar a sus enemigos en el campo de batalla para que la silueta luciese bonita durante el atardecer y el escenario tras la confrontación nunca lucía espadas clavadas en el suelo y costosas armaduras abandonadas sobre la pradera.
En algunas sagas concretas de ficción los ejércitos se fueron adiestrando a lo largo de las entregas: a la altura de El Señor de los Anillos: el retorno del rey los orcos ya habían abandonado el ataque en plan cabestro, optando en su lugar por establecer formaciones organizadas y desplegar tácticas con más seso, como debilitar las defensas enemigas a base de ataques aéreos previos. Aunque en aquella película Aragorn y compañía también perfeccionaron sus estrategias gracias al que probablemente sea el mejor fichaje posible en términos militares: una tropa de fantasmas inmortales.
Burn, baby, burn
La acción cinematográfica no suele pensárselo mucho a la hora de introducir el fuego como opción para calentar la batalla. En El arte de la guerra, Sun Tzu dedica uno de los capítulos a lo de ponerse fallero durante las contiendas, una serie de recomendaciones que arrancan así: «Existen cinco formas diferentes de atacar con fuego: la primera consiste en quemar a los soldados en su campamento, la segunda en quemar sus almacenes, la tercera se basa en quemar sus suministros, la cuarta en quemar su arsenal y la quinta en arrojar el fuego sobre el enemigo». A Tzu le preocupaba más caminar de puntillas en la dirección del viento para prenderle fuego a la Quechua del oponente que lanzar sobre el ejército enemigo una lluvia de proyectiles en llamas. Pero lo primero aburriría a la audiencia y lo segundo le da bastante vidilla al combate.
En el mundo real prender fuego a las flechas no resulta demasiado práctico durante la refriega. Porque empapar el proyectil en líquido inflamable reduce el rango de tiro y la velocidad al aumentar el peso de la flecha, y también obliga al arquero a disparar de manera más contenida para que la llama no se apague por el camino. Lo mismo ocurre con aquellas saetas cuyas puntas son recubiertas con telas o algún otro material inflamable, con la desventaja añadida de que de que en esos casos el dardo lo tiene más difícil para clavarse en el enemigo. La solución a algunos de estos problemas pasa por utilizar flechas con el palo más largo y delgado, para evitar convertir el arco y los dedos de su portador en churrascos, o con la punta especialmente diseñada para clavarse en el objetivo mientras aún están ardiendo.
Pero a la ficción todo lo anterior le da bastante igual, porque las lluvias de flechas en llamas avivan muy bien el show y suelen aparecer con sorprendente frecuencia cuando las batallas ocurren con nocturnidad. Los chaparrones de fuego rociaron secuencias en Juego de tronos, El último samurái, Braveheart, Acantilado rojo o El primer caballero. En Robin Hood: príncipe de los ladrones, el propio Kevin Costner ya amenazaba al público con una flecha en llamas desde el póster oficial.
Stronghold: the movie
Asaltar un castillo medieval es una operación que suena heroica, invoca la épica, tiene pinta de lucir mucho en la pantalla del IMAX y se presupone bastante común a lo largo de la historia. Pero lo cierto es que tratar de tomar una fortificación durante el Medievo era una de las últimas maniobras que consideraría llevar a cabo cualquier estratega con frente suficiente como para contar un par de dedos. Porque en numerosas ocasiones salía más a cuenta acorralar el lugar, para esperar pacientemente a ver cuál de los dos ejércitos era el primero que empezaba a morirse de hambre, que intentar atravesar un muro de roca cuya principal razón de existencia era precisamente el no ser atravesado por un ejército. Las cosas comenzaron a cambiar a finales del siglo XVII, con la llegada de la artillería pesada y con las legiones de Luis XIV de Francia pillándole el punto a lo de colarse en baluartes ajenos gracias al buen hacer de gente como el brillante ingeniero militar Vauban, un hombre que se había especializado en asediar y defender fortificaciones.
En el cine es habitual ver asedios medievales donde ambas partes las pasan putas porque eso da juego y vidilla a la narración. Pero en algunas ocasiones las maniobras realizadas por los implicados pasean por terrenos absurdos: en El rey Arturo (2004) de Antoine Fuqua, el bueno de Clive Owen interpreta a un Arturo de Bretaña (una mente militar brillante en el mundo real) que toma la poco lúcida decisión de abrir las puertas de la recia muralla donde se refugia para enfrentarse al enemigo en las distancias cortas. Aunque cierto es que tampoco sería muy normal exigirle demasiada lógica o sentido común a una película que considera que un bikini es el atuendo apropiado para salir a guerrear. En el film fantástico La gran muralla, un numeroso ejército apalancado en la Gran Muralla china tiene que hacer frente a oleadas de monstruos emperradas en cruzar al otro lado de la fortaleza. Lo gracioso es que entre las tropas defensoras existe un destacamento encargado de contener a los invasores de la manera más insensata, imprudente e idiota posible: haciendo puenting, lanza en mano, desde el borde de la tapia con la idea de pincharle el culete a alguno de los millares de monstruos que se apilan en la linde de la muralla. En Los caballeros de la mesa cuadrada los héroes afrontaban los asaltos de castillos de la manera menos recomendable: sin ejército y a pie (o a coco, más bien). Mención especial para sir Lancelot (John Cleese) por llevar a cabo en solitario el asedio a un castillo (totalmente pacífico) más exitoso jamás filmado:
Lo cierto es que en este tipo de enfrentamientos la ventaja inicial suele estar de parte de quienes juegan al tower defense desde la facción atrincherada. En el caso de la saga El Señor de los Anillos, los continuos asaltos por parte de la pandilla de orcos tenían sentido si se analizaban con la lógica de Mordor: Sauron podía permitirse intentar asediar fortalezas al comandar tropas que superaban ampliamente en número a las de los héroes, y en el fondo a él le daba bastante igual perder a miles de sus minions por el camino porque de empatía con las vidas de los peones andaba siempre escaso:
Hasta que veáis el blanco de sus ojos
Se sospecha que el norteamericano coronel William H. Prescott fue el mando militar que popularizó la frase «No disparéis hasta que les veáis el blanco de los ojos», al comunicársela a sus tropas en la batalla de Bunker Hill ocurrida el 17 de junio de 1775 durante la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos. Los americanos se las veían contra las tropas británicas, y la orden de Prescott pretendía que los soldados no desperdiciasen la escasa pólvora disponible, que utilizaban con unos mosquetes especialmente imprecisos.
Lo famoso del lema ha propiciado que la orden se contagiase rápidamente entre las trincheras del celuloide y cintas como La isla de la venganza, Zulú, Pequeños guerreros, Toys o Harry Potter y el cáliz de fuego incluyen en su metraje variantes de la frase. En la comedia sesentera Carry On Up the Khyber alguien ordenaba: «No disparéis hasta que veáis el blanco de sus ojos», y otro alguien replicaba: «Yo solo puedo ver lo rosa, ¿eso ya vale?». Pero no todas las cintas bélicas donde aflora la frase utilizan como excusa la escasez de munición, sino que convierten la orden en un guiño descarado de los guionistas al cliché, o directamente en un recurso para añadir tensión y vistosidad al propiciar que los contendientes se rellenasen de balas en la cercanía.
Bang bang (my baby shot me down)
En el terreno de la artillería, el cine también ha elaborado una armería propia basada en convenciones espectaculares pero fantasiosas, y a estas alturas ya le resulta demasiado difícil recular. El público se ha acostumbrado a ver cómo cualquier avión o helicóptero es capaz de perseguir a los espías trajeados y a los soldados embarrados que corretean en tierra firme, tiroteándolos con rosarios de balazos que al impactar en el suelo dibujan dos líneas paralelas perfectamente alineadas. Ocurre en Cuando éramos soldados, Patton, Los cañones de Navarone, Batman, varias entregas de la saga James Bond, Indiana Jones y la última cruzada o Las aventuras de Tintín: el secreto del unicornio. Pero, en realidad, las aeronaves lo tienen bastante difícil para vislumbrar a cualquier persona que no circule envuelta en un tanque, en un barco, en un coche o en otro tipo de vehículo que sea visible desde los aires. Y los disparos efectuados desde cualquier avión o helicóptero nunca perfilan un rastro ordenado en el suelo, porque la inestabilidad de algo que viaja a toda hostia por el cielo tiende a provocar lo contrario: que el espacio existente entre atacante y objetivo se vea salpicado de proyectiles desordenados, algo que se puede comprobar tirando de YouTube. Por el contrario, en el cine hasta los aviones equipados con una única metralleta tienen la fantástica capacidad de dibujar sobre el suelo sendas compuestas por un par de trazas de disparos perfectamente alineadas.
Las pantallas también gustan de fantasear mucho con el comportamiento de las armas de mano. Las balas reales no producen esos fogonazos tan absurdamente exagerados cuando son disparadas, sino que son mucho más discretas con los chispazos. Disparar un lanzacohetes pesado desde dentro de un vehículo probablemente supondría dejar hecho puré a alguno de sus pasajeros. Los disparos del cine nunca parecen afectar demasiado a la audición de los implicados en los tiroteos. Contar hasta diez tras haberle quitado la anilla a una granada es la peor de las ideas si se tiene en cuenta que ni las propias granadas saben realmente contar hasta la decena. Un disparo de rifle o escopeta, a diferencia de lo que han dictaminado los tiroteos de película y las balaceras de videojuego, no tiene realmente la potencia suficiente como para catapultar a una persona por los aires. Y los disparos de verdad siempre vienen acompañados de un retroceso que los films ignoran completamente. Unos rebotes del arma que lograrían que Matt Damon tuviese problemas con su pistola en Infiltrados en caso de empeñarse en agarrarla como lo hace en alguna escena, que harían que lo de llevar una pistola en cada mano fuese de todo menos práctico y que recolocarían todos los huesos del cuerpo de cachas como Arnold Schwarzenegger cuando disparasen ametralladoras de tamaños demenciales sujetándolas con una mano.
Aunque quizás el detalle más importante sobre las armas de fuego que suele ignorar la acción del cine y la televisión es la manía que tienen sus tiradores de colocar en todo momento el dedo en el gatillo del arma, algo que nunca se debería de hacer excepto en un tipo de situación concreta: en el momento exacto en el que se dispara. A veces hay algún personaje que se ha molestado en tenerlo en cuenta, pero son casos completamente aislados.
Otro detalle curioso es la herencia etimológica retroactiva que han propiciado las armas de fuego: películas como El reino de los cielos, El Señor de los Anillos o incluso Frozen tienen a todos sus arqueros lanzando sus flechas ante la orden «Fire!», una expresión que en realidad nació tras la aparición de las pistolas, los rifles y el armamento basado en la pólvora. Algunas películas como Troya o Gladiator sortean el asunto sustituyendo ese anacrónico «¡Fuego!» por un «Loose» en su versión original.
En el espacio nadie puede oír tus gritos
Es cierto que como especie todavía no estamos muy versados en conflictos intergalácticos. Pero, incluso teniendo eso en cuenta, parece que el conocimiento de las normas del espacio exterior que puede tener un niño de cuatro años cuando trastea con sus juguetes anda más cerca de la realidad que la perspectiva homogénea del guionista hollywoodiense estándar. Y eso que todo se reduce a tener en cuenta un único detalle: que el espacio exterior no es un terreno plano, sino un enorme campo de juego en tres dimensiones.
Existe una presunción inconsciente a la hora de imaginar refriegas espaciales, una que se basa en que la superficie de batalla solo tiene dos dimensiones y quienes navegan por ella actúan en consecuencia: cuando en una película o serie de ficción dos gigantescas naves espaciales se arriman para enfrentarse siempre lo hacen encarándose, sin tener en cuenta que en realidad se desplazan por un espacio tridimensional sin las limitaciones de la gravedad, y que por tanto sería una coincidencia colosal que ambas astronaves estuvieran alineadas en el mismo ángulo exacto. Esta interpretación errónea del espacio como un lugar plano se ha contagiado y aceptado como válida en el género desde los tiempos de Star Trek, favoreciendo situaciones disparatadas: mandamases de gigantescas naves charlando entre sí tras colocar cada vehículo con el parabrisas apuntando al contertulio, mapas intergalácticos que a menudo carecen del eje z y que siempre se olvidan de que los planetas cambian de posición constantemente por culpa de su órbita, bandos que son capaces de establecer barreras en alguna zona del espacio (ocurre en La amenaza fantasma o en Star Trek: la serie original) componiendo lo que sería el equivalente galáctico a ponerle puertas al campo, pilotos que se ven obligados a atravesar ensaladas de asteroides que sería más sencillo rodear y tácticas de guerra basadas en estrategias de dos dimensiones.
Las peleas peliculeras entre las naves pequeñas también utilizan reglas completamente ajenas a la lógica espacial y se limitan a fotocopiar los (muy terrestres) tiroteos y combates aéreos de cazas y aviones imitando su principal maniobra para vencer: colocarse tras la cola del enemigo para volatilizarlo a base de disparos. Otra cosa que no se tiene nunca en cuenta en los enfrentamientos extraterrestres es la ubicación de la artillería en el aparato, porque un cañón colocado en el morro del vehículo espacial (y apuntando en la dirección en la que este se desplaza) sería muy poco práctico al desacelerar nave con cada uno de sus disparos.
La ficción también ha forzado la precariedad tecnológica, y en esos futuros peliculeros donde la hipervelocidad viene de serie en cualquier nave no existe ni rastro de los misiles teledirigidos o de algún tipo de armamento capaz de abollar enemigos situados más allá del campo de visión inmediato. Esto último estaba ligeramente justificado por la necesidad de dotar de cierta presencia a las batallas, porque un misilazo que tardase una hora en recorrer varios cientos de miles de kilómetros hasta su objetivo no resulta tan emocionante como contemplar a un par de cruceros galácticos encarados, bien arrimaditos y agujereándose la chapa mutuamente. Se trata de unas convenciones tan arraigadas en la cultura popular como para que resulte llamativo el hecho de que algunas series, como por ejemplo The Expanse, se atrevan a desafiarlas.
La ausencia de aire en el espacio es otro detalle del que la ciencia ficción cinematográfica siempre se olvida cuando construye sus astronaves. Porque los vehículos espaciales que estamos acostumbrados a ver zumbar por la pantalla pocas veces tienen un diseño acorde con el entorno en el que se mueven: al no tener que lidiar con la atmósfera terrestre, todas esas naves espaciales realmente no necesitan alas ni están obligadas a adoptar formas aerodinámicas.
Numerosos espectadores de Star Wars: Los últimos Jedi se apresuraron a señalar y debatir un gambazo curioso de la película de Rian Johnson: el plan rebelde de cargarse un destructor estelar enemigo sobrevolando su superficie y bombardeándola con racimos de explosivos. Lo que inquietaba a los cazadores de gazapos era la ausencia de lógica en la maniobra, incluso dentro de las concesiones a la ciencia ficción, porque ¿cómo era posible dejar caer un montón de bombas sobre cualquier otra cosa en un entorno donde no existe la gravedad y los objetos no caen hacia ningún lado? Ante ese curioso patinazo, los responsables de mantener la coherencia de esa saga donde la peña se pelea con espadas láser se cubrieron las espaldas aclarando en el libro Star Wars: Los últimos Jedi. Diccionario visual que aquellas bombas estaban equipadas con imanes capaces de arrastrarlas hacia la nave enemiga, sin necesidad de implicar a la gravedad en todo el proceso. Aunque dentro del universo Star Wars resultaba ridículo buscarles lógica a las estrategias militares en general: estamos hablando de una serie de películas donde las naves no son capaces de flanquear o rodear al enemigo (Los últimos Jedi), donde el malvado Imperio considera que unas motos voladoras son el vehículo ideal para atravesar un bosque frondoso (El retorno del Jedi) y unos lentísimos robots gigantes cuadrúpedos, el transporte idóneo para caminar sobre un planeta helado (El imperio contraataca), donde las fuerzas militares se despliegan en terrenos incómodos y muy alejados del objetivo (La amenaza fantasma), donde la infantería considera normal que les encomienden corretear en campo abierto ante una artillería que puede masacrarlos alegremente (El ataque de los clones y La venganza de los Sith) y donde una poderosa arma de destrucción del tamaño de un planeta tiene un conducto de ventilación que conecta con el propio núcleo explosivo de todo el invento.
El desastre de la guerra
La guerra cinematográfica está saturada de estrategias ridículas: flechas de madera disparadas contra armaduras, militares legendarios que esperan hasta el último segundo para ordenar el ataque cuando no existe razón alguna para estar exquisitos con el timing, vaciladas espartanas, alergia a llevar casco durante el combate, arqueros formando filas en lugares visibles donde se convierten en la mejor diana posible para los proyectiles enemigos, soldados con armamento moderno combatiendo a campo abierto (un enfoque que, como dejó claro la Primera Guerra Mundial, tiende a generar más cordilleras de cadáveres que éxitos), helicópteros que deciden aproximarse todo lo posible al blanco al que disparan y aviones que vuelan a altitudes extremadamente bajas para bombardear la zona, guerras actuales que se olvidan del apoyo aéreo, pistoleros que consideran las coberturas como un engorro o ejércitos galácticos que desfilan como la infantería del siglo XVI y que, a pesar de estar compuestos tan solo por unos cuantos miles de miembros, son capaces de conquistar planetas enteros.
Pero existe una razón por la que a los guionistas no se les exige estar versados en la disciplina de la guerra: porque el público ha venido a divertirse. Todo lo anterior son detalles curiosos que tan solo un insensato enarbolaría como argumento para denostar una película. Y nos hemos sentado ante la pantalla para pasarlo bien, aunque las maniobras estratégicas de Hollywood chirríen, aunque se driblen las leyes más básicas de la física o aunque el brillante (y enteradillo) militar que cada uno de nosotros lleva dentro se retuerza en la butaca.
Faltaron las batallas y carreras a caballo a través de bosques en plena noche sin luna, desde que se inventó la luz eléctrica ningúna persona tiene la más remota idea de lo oscuro que es un bosque en la noche, y las batallas en invierno como se ve en Gladiator cosa que era imposible por la falta de suministros… y en el espacio no se escucha ninguna explosión, ni ruido de cohetes ni nada de eso… salvo Gravity y 2001 A Space Odisey, no recuerdo otra que tome en cuenta eso… en fin…
Curiosamente, en Los Últimos Jedi sí respetan ese silencio espacial en la escena clave de la película, cosa rara de ver en Star Wars, jeje. Aunque yo creo que es más por efecto dramático que por rigor científico.
Aunque no es una película, añadiría la laureada batalla de los bastardos en GOT, todo un monumento al despropósito en el campo de batalla.
El bloqueo al que la Federación de Comercio somete al planeta Naboo en La Amenaza Fantasma (Si es a eso a lo que se refiere el artículo con lo de «barreras en el espacio») a mí no me chirría. Se entiende que el perímetro de naves tiene como función detectar intrusos o fugas y mandar cazas a derribarlos, no pretende ser una muralla de naves en plan literal.
A mí de Star Wars, lo que más me ha llamado siempre la atención es que no dispongan de un sistema de comunicación a larga distancia. Todo lo que no esté al alcance de radio necesita de un mensajero que vaya al encuentro del destinatario en persona.
Bueno, habiendo hiperespacio tiene todo el sentido del mundo porque una nave llega antes que cualquier señal de radio interestelar. Otra cosa sería usar Jedi/Sith a modo de repetidores telepáticos, rollo los astrópatas de WH40k
Ha tocado un tema en el cual hay más preguntas que certezas, en especial modo sobre las batallas antiguas. Dejando de lado la necesidad de espectáculo de Hollywood, me he siempre preguntado cómo hacían para escuchar las órdenes dentro del descomunal fragor de gritos de incitación, ayes de dolor y golpes de armas y escudos dentro de una multitud de hombres, si su jefe quería cambiar de estrategia. Tal vez las únicas órdenes eran aquellas más cercanas, dadas por suboficiales para un grupo no mayor de diez o veinte personas, con el fin de mantener la posición y dando el ejemplo exponiéndose además de incitar a sus subalternos, o sea que la única estrategia de los ejércitos era avanzar en orden (y no con furores hollywoodianos) y llegados a las manos, esperar a ver quien se cansaba primero de dar palos. Bastante pedestre, poco épico y heroico. Quizás por esto no se ven las formaciones de honderos en las pelis de romanos y griegos, grupo temible por sus punterías, pero de baja extracción social. Les bastaban una cuerda y un pedazo de cuero, y a romper cascos y cabezas de lejos según los historiadores antiguos, de quienes tampoco hay que confiar demasiado, ya que, en fantasía, nada podían envidiar a Hollywood: según Tácito (o Plinio) las legiones de Cayo Mario, que trataban de frenar la bajada de miles de teutones y ambrones con familias y enseres en el 3ro.AC, sin perder la formación y evitando el combate, tuvieron que escuchar indignados cómo esos gigantescos bárbaros se burlaban mientras desfilaban frente a ellos, preguntándoles qué tenían que decirles a sus mujeres cuando llegarían y conquistarían Roma, y así, mientras se alejaban tan orondos, les daban las espaldas, siempre mofándose en… latín, una lengua que solo los romanos conocían. Gracias por la lectura.
El ya mentado Sun Tzu explicaba en el Arte de la Guerra que los ejércitos se comunicaba con tambores y banderas. De ahí que el abanderado siempre haya sido una posición especialmente honorífica y bien tenida: si el de la bandera salía corriendo, sus soldados perdían la capacidad de emitir a y recibir señales del resto del ejército y, en consecuencia, solían hacer lo mismo.
“Ante ese curioso patinazo, los responsables de mantener la coherencia de esa saga donde la peña se pelea con espadas láser se cubrieron las espaldas aclarando en el libro Star Wars: Los últimos Jedi. Diccionario visual que aquellas bombas estaban equipadas con imanes capaces de arrastrarlas hacia la nave enemiga, sin necesidad de implicar a la gravedad en todo el proceso”
Y esos imanes no sentían atracción hacia el metal de la nave desde donde eran lanzadas las bombas…vaya.
Es curioso que ante una incoherencia argumental la solución para los genios que confeccionan el diccionario sea dar una explicación aún más irracional.
Una de las escenas más absurdas que recuerdo en los últimos años es en Batman, el caballero oscuro 2, al final hay una pelea entre buenos y malos, están todos perfectamente armados hasta los dientes, se encuentran y no se les ocurre otra que liarse a mamporro limpio. Lo más lógio, por supuesto.
Creo que detrás de ello estaban los guionistas del pressing catch…
Me gustó mucho el artículo. Añadiría lo de los combates aéreos de aviones. No se ven muchos en películas, pero cuando salen se parecen a los que deberían ser cuando se inventaron los primeros aviones: persecuciones por el aire y disparos casi a quemarropa. Cuando los actuales cazas disparan unos contra otros sin siquiera verse (con munición dirigida), desde distancias tan grandes, que, entiendo, visualmente no es atractivo.