En un mundo estrecho para pioneros, huérfano de héroes y donde toda posibilidad de aventura parece desterrada a los confines de la ciencia y del espacio, un californiano de treinta y un años hizo algo por primera vez. En la mañana del 3 de junio de 2017, Alex Honnold escaló El Capitán, una pared de granito de novecientos metros de altura y lisa como tapa de piano, sin cuerdas ni seguridad alguna. La mole, en el valle de Yosemite (Estados Unidos), es una de las paredes más codiciadas por los escaladores, el sueño de toda una vida, pero nunca había sido sometida por la fuerza, la destreza y el control del miedo de un ser humano en solo integral, como es conocida dicha modalidad. Camiseta roja, pantalones cortos negros, pies de gato y una bolsita de magnesio para secar el sudor de las manos.
«La montaña no parecía tan amenazante esta mañana. Todo ha sido igual a las otras veces. No llevaba mochila y las sensaciones al escalar han sido alucinantes. No arrastrar sesenta metros de cuerda durante todo el ascenso me ha hecho sentirme fuerte y fresco. Creo que podría repetirlo ahora mismo», dijo Honnold a National Geographic, recién descendido de las alturas. Parece un farol, pero nada en Honnold lo es; finalizada la entrevista, se fue a entrenar a su furgoneta, diseñada para poder colgarse durante horas y fortalecer sus dedos, muñecas y brazos. «Entreno cada día y hoy es un día más». Su gloria, reciente y deslumbrante, es la consecuencia de una obsesión: escalar como nadie se había atrevido a hacer hasta ahora.
«Si sigue con esto es evidente que va a morir joven, porque ese tipo de escalada es muy expuesto y no admite el más mínimo fallo», dice Sebastián Álvaro, alpinista y creador y director durante casi tres décadas de Al filo de lo imposible. «Sin estar entre las diez personas del mundo que más grado de dificultad logra superar, sorprende lo mucho que está dispuesto a arriesgar. Su fortaleza es psicológica; hacerlo sin cuerdas, en paredes que están más allá de la vertical y con un vacío aterrador que te atrae». Un pedazo de roca que se quiebre —a veces, de unos pocos milímetros—, arena que haga resbalar la zapatilla, un error de cálculo o apenas una duda en el momento equivocado se pagan con la vida.
«Es la llegada a la Luna de la escalada en solo integral», dijo Tommy Caldwell, compañero de faenas y amigo de Honnold, en cuanto supo de la hazaña de El Capitán. La irrupción del californiano en el Olimpo de las montañas es deslumbrante. Demasiado tímido en su adolescencia como para pedir a otros que le dejaran usar sus cuerdas y equipos, empezó a practicar la escalada más desnuda, pura y aterradora. «Para mí todo tiene que ver con la preparación. Cuando estoy en la vía es solo una cuestión de ejecución», explica Honnold en su libro Solo en la pared (Desnivel, 2016). Primero, ensaya sus escaladas con cuerdas, descendiendo desde la cumbre hasta los puntos más complicados, donde repasa cada movimiento. Luego, en la soledad de su furgoneta, memoriza cada paso, cada agarre, los posibles fallos a los que puede enfrentarse y hasta su propia muerte: «Me vi a mí mismo rebotar contra un saliente abajo y caer, rompiéndome la mayoría de los huesos mientras me golpeo contra la montaña como un muñeco de trapo. Y luego, desangrarme en la base».
Madrugada del 3 de junio. Honnold desayuna lo que acostumbra: avena, arándanos y semillas de chía. Camina hacia la base de El Capitán de noche, mira hacia arriba y empieza su sinfonía de agarres y contorsiones. Superados los primeros quince metros, cualquier caída es fatal; ha entrado en la Zona de la Muerte. Tardará tres horas y cincuenta y seis minutos en subir el equivalente a dos veces el Empire State hasta la punta de su antena, en hacer lo que otros tardan tres o más días con cuerdas y seguridad. La primera sección, conocida como Free Blast, es difícil, de pura adherencia de los pies de gato sobre una piedra lisa, inhumana. «Mentalmente muy exigente y muy inseguro, tienes que confiar mucho en los pies», dirá Honnold.
Nacido en Sacramento, California, en 1985, el oeste norteamericano era un paraíso por descubrir: los parques de Zion, Joshua Tree y, sobre todo, Yosemite, cuna de la escalada moderna. Su padre, profesor de inglés, reservado y de pocas palabras, le llevó a un rocódromo con diez años y luego, en largos viajes en coche, a las competiciones nacionales donde empezó a destacar. Su muerte repentina de un ataque al corazón destruyó el camino planeado por Honnold, que abandonó sus estudios de Ingeniería en Berkeley para dedicarse en cuerpo y alma a su única pasión.
Volvió a Sacramento, le pidió la furgoneta familiar a su madre, hizo algunos arreglos para hacerla habitable y empezó, una por una y tras un entrenamiento espartano, a conquistar todas las cumbres que sus ídolos de los sesenta y setenta habían alcanzado con cuerdas y seguridad. En menos de diez años ha conseguido subir en solo integral y por primera vez Astroman y Rostrum (en un solo día, como ya había hecho su ídolo Peter Croft en el 87), Moonlight Buttress, Half Dome y ahora El Capitán. Su determinación, casi rayana en el autismo, hizo que, salvo en el último caso, no avisara a nadie para confirmar las hazañas. El nombre de Honnold, apodado «No Big Deal» —algo así como ‘No Es Para Tanto’—, ya reconocido entre el círculo de escaladores norteamericanos, hizo que nadie pusiera en duda las ascensiones.
Entregado al sacerdocio del abismo, Honnold no bebe café, no toma drogas, no prueba el alcohol. En una entrevista reciente, un periodista le preguntó si podría estar mucho tiempo sin escalar. ¿Un mes? «¡Un mes! Pensé que por mucho tiempo te referías a tres días», respondió. Algunas entradas del diario que lleva desde que empezó están anotadas con emoticonos. Una cara sonriente, otra triste cuando cree que podría haberlo hecho mejor. Solo algunas veces refiere estados de ánimo y situaciones límite, como un momento al final del Half Dome, muy cansado y con dudas, a la vista de decenas de turistas en la cumbre, que él define como «mi infierno íntimo».
«Descubrí que si tenía algún don en particular era de naturaleza mental, la habilidad para mantener el control en situaciones que podrían convertirse en estresantes», comenta en su libro. Jane E. Joseph, neurocientífica cognitiva en la Universidad Médica de Carolina del Sur, se interesó por él y quiso estudiar su cerebro. Durante una resonancia magnética, Joseph hizo dos experimentos con Honnold. El primero, un estudio de su amígdala —encargada de enviar la información que, luego, la corteza cerebral traduce en lo que llamamos miedo— mediante el visionado de cerca de doscientas imágenes inquietantes o excitantes: cadáveres con caras desfiguradas y ensangrentadas, niños ardiendo, una mujer que se depila, etc. El segundo, centrado en la recompensa y la producción de dopamina, un neurotransmisor que despierta las sensaciones de placer y deseo. Comparado con un sujeto de control —otro escalador de su misma edad sometido a las mismas pruebas—, el resultado fue asombroso: el cerebro estaba sano, pero la amígdala no presentaba actividad. En el segundo experimento, solo podía concluirse que estaba despierto y viendo la pantalla. Honnold rechaza que no sienta miedo: «Para mí, la cuestión crucial no es cómo escalar sin miedo —eso es imposible—, sino cómo lidiar con él cuando se desliza por todas tus terminaciones nerviosas. No me gusta el riesgo. No me gusta cruzar la raya continua. No me gusta jugar a los dados».
Conquistado el Half Dome, Honnold se marcó, en secreto, un nuevo objetivo. Durante los dos últimos años ha viajado por el mundo para preparar la subida a El Capitán. Una vista rápida a su cuenta de Instagram dibuja la ruta: Australia, Nueva Zelanda, Angola, Chile, Ecuador, Irlanda, Suiza, Francia, Noruega, Marruecos, Kenia y Chile. Con patrocinadores como The North Face y una creciente atención mediática en Estados Unidos, Honnold iba a dar la campanada definitiva.
Al otro lado del teléfono, le pido a Carlos Suárez, escalador, alpinista y saltador base español, que me comente algunas de las secciones de la ruta seguida por Honnold. Suárez coronó El Capitán por esta misma ruta hace veinte años en escalada libre (con cuerdas que no se usan para progresar, sino en caso de caída). Tardó cinco días con sus correspondientes vivacs:
Hay un largo que es el Hollow Flake, una especie de chimenea muy estrecha, donde no te cabe todo el cuerpo, como si la pared te escupiera y requiere de mucha técnica. Es un tramo muy aéreo.
Luego hay un boulder (un punto de pura explosividad), donde estás haciendo palanca con el pulgar izquierdo para alcanzar otro agarre con la mano derecha. Son dos o tres agarres, pero son minúsculos. Eso, psicológicamente, es brutal.
Pasado el Cap Spire hay un tramo, el Teflon Corner, en el que los pies van en adherencia y las manos en agarres pequeños. Muy vertical, muy aéreo. El pie de gato tiene que tener la goma con la temperatura y el tacto adecuados, no sirven unos nuevos o unos muy gastados.
Hacia el tramo final, Freerider [la vía seguida por Honnold] se escapa un poco de la clásica ruta Salathé. Ahí hay una travesía que a mí me hizo devolver. No me había pasado nunca. No es muy difícil, pero es muy aérea, y yo llegué con mucho estrés y nervios en el estómago. Ahí aprendí que no es lo mismo estar a trescientos o cuatrocientos metros que a ochocientos.
Por fin, lo que llaman Offwidth, otra chimenea de fisuras romas, que no tienen agarres muy concretos, muy precisos, y hace que vayas muy incómodo. Tienes que tener mucha técnica de fisura, mucha técnica de granito. Es muy difícil cuando llevas ochocientos metros y todavía toca hacer esos cuatro largos para llegar a la cima. Muy difícil, sobre todo si subes encadenado [de una vez, como Honnold] y sin cuerda.
Hay una foto en la cumbre que le hizo su amigo Jimmy Chin, que ha grabado el documental Free Solo para National Geographic sobre la proeza. Honnold se ha quitado la camiseta y los pies de gato y luce una ligera sonrisa. A un paso, el abismo. Abajo, el punto de inicio, casi invisible, de su aventura. «Cuando caminaba hacia la base estaba todavía oscuro. Vi a un oso alejarse. Creo que le asusté».
He visto la película y aunque sabes que lo consigue estás con el corazón en un puño
Deportivamente una de las cosas más grandes que se han hecho, si no la que más. Tremendo, tremendísimo. Es muy difícil compararla con cualquier otra gesta deportiva.
Madre mía! De solo leerlo me causa vértigo. Cómo es posible que estos muchachos no lo tengan? Tal vez lo sufren pero saben dominarlo? El único artículo que no veía la hora de terminar, y por eso no le daré las gracias al autor (debidas, por cierto).
Impresionante, el artículo y aún más impresionante, la película? Documental?. No entiendo de escalada, pero me ha gustado mucho y ya cuando llega a la meta me he hemocioda. A mi me gusta la aventura y nunca lo hecho. Pero creo que estoy a tiempo para experimentar un poco, Rapel?