En un artículo escrito por un historiador de la psicología, que yo creí satírico pero que quería ser riguroso, leí que un oscuro discípulo de Freud había conjeturado en un opúsculo que el público tose en los teatros porque es el único lugar donde está prohibido. Encontraba en esto una transgresión erótica que hubiese, sin duda, complacido a su maestro.
El texto, uno de esos tediosos ejemplos de prosa académica, reservaba, como si quisiese redimirse un instante de toda la morralla de citas y frases ortopédicas, una referencia fascinante: «recogiendo la idea de Juan de Panonia de que los ángeles custodios tapan la boca a sus protegidos». La cita enviaba a un tomo de la Anglo-American Cyclopaedia (New York, 1917). Tardé unas horas en desesperarme buscando el libro, pero Google me dio, después de hacer un montón de búsquedas excéntricas, un resultado perseguible. El The Rare Theological Ideas, de Weston Preisner, habla de un Juan de Palonia, de profesión angeólogo (ocupación que alguna vez tuvo que tener prestigio), quien solo nos ha legado un tratado intrascendente. Si es cierto que estos dos nombres corresponden al mismo hombre, la idea procede del De officium angelorum, donde se enumeran los trabajos de las tres tríadas de ángeles que sirven a Dios.
El argumento de Panonia es sencillo y se fundamenta en una lectura dudosa del capítulo once del Evangelio de Lucas, donde se lee una misma palabra («spiritus») para el Espíritu Santo (versículo trece) y para los espíritus inmundos (versículo veinticuatro). Con seguridad, Panonia no conoce el griego, pero es capaz de jugar (trabajosamente) con los significados del latín para afirmar que el espíritu tiene que ver con la respiración. De ahí deduce dos consecuencias admirables: que los espíritus entran a través de la nariz y la boca y que a un ser de naturaleza espiritual solo puede retenerlo algo también vaporoso. Si los ángeles de la guarda no nos evitan tropiezos ni nos apartan de otros peligros físicos (porque el espíritu no puede sujetar a la materia) y como Dios no hace nada inútil, la ocupación de estos ángeles debe de ser, sin duda, similar a la de una mascarilla.
Para adornar su especulación, Panonia añade fantasías fisiológicas: cómo el alma, al agitarse violentamente contra las vísceras de la respiración («viscera spiritus»), produce la tos para escupir a los espíritus inmundos que entran por la boca. Una explicación análoga (el alma produce picores) le basta para explicar los estornudos. Quizás debemos atribuir a estas conjeturas la costumbre de protegerse con el nombre de Cristo y de la Virgen cuando alguien estornuda cerca. Esta, como otras formas de superstición, persiste por la cortesía o por la costumbre.
Fascinado por estas ideas asombrosas, pasé días leyendo o buscando. Tuve noticia de una polémica escolástica sobre si Cristo había tosido alguna vez, que libraron Aureliano, coadjutor de Aquilea, y Euforbo. Aureliano sostuvo que Cristo recopiló todos los padecimientos de los hombres y, por tanto, ni la tos ni la fiebre le fueron ajenas, sujetando su argumento en una profesión del Concilio de Toledo: «Nuestro Señor Jesucristo, el cual tuvo hambre y sed, y dolor y llanto, y sufrió todas las molestias corporales, hasta que fue crucificado por los judíos y sepultado, y resucitó al tercero día. Y conversó después con sus discípulos, y cuarenta días después de la resurrección subió a los cielos».
Desconocemos la exactitud de los argumentos de Euforbo, porque su obra lo acompañó en la hoguera y solo ha perdurado citada en sus refutaciones. Sabemos que negó que Cristo pudiese ingerir espíritus impuros porque no podían acercársele (le reprocharon entonces las tentaciones del desierto). Luego afirmó que Cristo nunca enfermó porque los males del cuerpo son causa del pecado. Después negó el dolor y le preguntaron por la crucifixión. Entonces sus palabras lo perdieron.
La Vida de médicos ilustres, escrita por monsieur de Gras, médico personal del Gran Delfín de Francia, menciona a Maurice de Vallouise, un médico rural que, en mitad de una epidemia, prescribió a sus pacientes un jarabe que provocaba una terrible halitosis. «Lo similar se corrige con lo similar». Esta doctrina ha perdurado hasta nuestros días. Más allá de esta anécdota, el artículo sobre el médico de Vallouise menciona una preocupación de la época: que las enfermedades menores atraen a las mayores. El argumento recuerda a unos versículos de Lucas (los mismos que había citado Juan de Panonia): «Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: “Volveré a mi casa, de donde salí”. Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final ese hombre se encuentra peor que al principio». Sería ocioso afirmar que los médicos franceses del XVI habían tenido noticia de un liviano tratadillo medieval sobre los ángeles. Más bien debemos pensar que se cita a Lucas porque se cree que fue médico.
¿Cómo terminó un discípulo menor de un neurólogo alemán teniendo noticia de todas estas ideas admirables? Desconozco su biografía y no se le conoce más aportación que la de las toses (el autor del artículo me ha respondido lacónicamente que solo sabe lo que ha publicado). Podemos conjeturar que ese libro perdido, la Anglo-American Cyclopaedia, contenía un artículo prolijo y fascinante, que recogía estas averiguaciones y otras genealogías asombrosas: doctrinas elevadísimas e inútiles.
Confieso que he encontrado en estas ideas estrambóticas un enorme consuelo. Había escuchado a John Cage decir que no hay que despreciar ningún sonido, pero esta idea me parecía carente de teología y geometría. Era, me acuso de ello, uno de esos coléricos que aprietan las manos contra los reposabrazos cada vez que escuchan un ruidito durante un concierto. Más de una vez me he encarado durante los descansos con alguien que va al teatro a exponer todos los síntomas de la tuberculosis. Ahora soy un hombre nuevo: cuando en algún auditorio un coro de toses (sopranos, mezzos, tenores, barítonos y bajos) ameniza alguna música delicada, respiro hondo y pienso en Juan de Panonia, en los ángeles, en Euforbo en la hoguera, en la íntima satisfacción sexual de los que tosen, los fármacos que producen halitosis y en dónde habrá un tomo de la Anglo-American Cyclopaedia.
Ya que ahora es un hombre nuevo, con mucha aproximación al estoicismo, me pregunto cómo reaccionaria al sentir un móvil sonar en medio de un solo, y me parece que la conjetura de ese discípulo de Freud también se aplicaría en estos casos: suenan porque está tácitamente prohibido. Gracias por la lectura.
Ejemplo. Este artículo debería estar escrito en uno de los lenguajes de Tlön.
Pensaba que el artículo iría por algo como lo que dice este, hay gente que dice que se tose más en conciertos de ópera y música clásica porque los instrumentos no están amplificados y nuestro cuerpo reacciona así, aparte de ser contagioso:
https://www.bbc.com/mundo/noticias/2013/01/130129_salud_tos_concierto_clasica_gtg
Pero bueno, la gente dice muchas cosas. Gracias por el artículo, con teología, geometría, decencia y buen gusto.
Todas somos hijas de Borges, Joaquín, salvo los necios, que andan conjurados ;-). Gracias!