Arquitectura Arte y Letras

Altius, altius, altius

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Edificio Flatiron. Fotografía: Rob Sinclair (CC).

Construyamos una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo. Nos haremos famosos.

Génesis 11:4.

Antes de que hiciera llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra por sus graves e irreversibles pecados, el dios colérico y tornadizo que se representa en el Antiguo Testamento ya hizo gala de su volcánico carácter cuando el ser humano quiso construir una gran torre, el primer rascacielos de la tradición judeocristiana. Si se lee literalmente ese fragmento del Génesis, la verdad es que no se encuentran motivos para que Jehová quisiera, dicho sin rodeos, putear a los humanos por edificar en vertical. El análisis tradicional explica que YHVH quiso castigar a los hombres por su prepotencia, pero puesto que ya sabemos lo que evoca un esbelto edificio, todo lo que no sea una interpretación freudiana con tintes castradores se antoja insuficiente y tendenciosa. 

Aunque este primer párrafo pueda parecer un ejemplo de libertinaje por «falta de respeto a la religión», resulta más interesante la primera acepción del término. Esa ansia por construir más y más alto, ese «desenfreno en las obras», se ha dado desde el origen de los tiempos en varias culturas (pirámides, zigurats…), e incluso más tarde, cuando el recuerdo de la ira divina que propició la creación de las escuelas de idiomas perdió fuerza, la propia sociedad cristiana impulsó la construcción de catedrales cuyos pináculos, agujas y cimborrios pugnaban por llegar simbólicamente al cielo, por dignificar a su deidad o por emitir señales a civilizaciones extraterrestres, según distintas versiones. No obstante, muchos ortodoxos que en el primer tercio del siglo XX seguían a rajatabla las enseñanzas de la Biblia, creyeron estar reviviendo en sus carnes una reedición de la Torre de Babel. 

Torre de Babel versión art déco

Desde el año 1913 hasta 1930, el Edificio Woolworth era, con 241 metros, el más alto del mundo. Inspirado en la arquitectura gótica europea, su promotor Frank Woolworth se vanagloriaba de haber pagado a tocateja la construcción de la denominada Catedral del Comercio. Pero su récord iba a ser batido ampliamente a finales de los años 20 porque se estaban construyendo dos rascacielos que tenían proyectado superar esa cota: la sede del Banco de Manhattan y el Edificio Chrysler. El primero de ellos, hoy denominado Edificio Trump, se las prometía muy felices cuando, sobre plano, su altura final de 283 metros superaba la cifra que había anunciado el segundo. Pero el Edificio Chrysler se guardaba un as en la manga… o mejor dicho: se guardaba una antena gigantesca en el hueco de las escaleras. En un proceso constructivo complejo pero ejecutado limpiamente en 90 minutos, aquel miércoles 23 de octubre de 1929 emergió de las tripas del rascacielos en obras, emulando la famosa escena en el barro de Lucía y el sexo, la aguja, enhiesta y brillante, alcanzando 319 metros de altura y rompiendo el techo de todas las estructuras construidas por el hombre hasta entonces (incluida la Torre Eiffel) para disgusto del Banco de Manhattan, que veía minimizado su esfuerzo (1). Lo que parecía una proeza que iba a estar en boca de todo el mundo al día siguiente, se eclipsó por una noticia de alcance: el colapso de la Bolsa de Wall Street el 24 de octubre de 1929, el denominado Jueves Negro, lo que para ciertos fundamentalistas fue un castigo divino no solo por haber osado a competir por tocar el cielo con una estructura que ni siquiera guardaba un parecido reverencial con las catedrales góticas, sino por batallar con soberbia por llegar más alto que nadie (2).

Poder es querer (tener un rascacielos)

Y es esa soberbia mezclada con libertinaje, ese desenfreno por autoproclamar el poder, lo que ha impulsado la construcción de la gran mayoría de rascacielos que buscan aparecer en los libros de récords. En este sentido, la construcción del Burj Khalifa en Dubái ha sido toda una exhibición de fuerza puesto que sus promotores querían que alcanzase una cota que perdurase. Así, su cúspide está a unos 828 metros del suelo; es decir, casi un 50% más alto que el anterior tope (3) o lo que se dice ganar sin necesidad de foto-finish. Y el Burj Khalifa seguirá siendo el número uno hasta que cristalice la idea del año 1956 de Frank Lloyd Wright de la Torre de Una Milla (cuyos bocetos recuerdan bastante al Burj Khalifa, por cierto), que parecía que en su momento iba a retomar Norman Foster en Tokio y que ahora tiene en mente una corporación árabe, o hasta que los chinos quieran dar un puñetazo en la mesa llevando a cabo alguno de los proyectos kilométricos que tienen danzando desde hace tiempo.

Pero esa mentalidad falocéntrica que promueve la construcción de esbeltas construcciones que funcionen como faro que proclame el lugar donde se ostenta el poder, da lugar a casos que si se piensa bien son absurdos, como por ejemplo el Centro de Proceso de Datos del Banco Santander, en Cantabria. Se trata de una construcción rodeada de fuertes medidas de seguridad, un búnker en realidad, y que guarda en su interior servidores con archivos informáticos tanto de dicho banco como de cualquier empresa que pague un canon; es decir, información valiosísima y confidencial. ¿Y cómo se remata este complejo que debería tener un aire discreto donde conviven vistosos volúmenes de acero corten con más perímetros vallados que el Área 51? En efecto: con una torre, de altura moderada (65 m) eso sí, pero que, al estar en un alto, se ve a decenas de kilómetros de distancia. Se da la casualidad de que la torre de comunicaciones está coronada con un cartel luminoso con el símbolo de dicha entidad financiera, que parece una llamarada, por lo que popularmente se le conoce como «el ojo de Sauron» y se dice que se ve desde el despacho del propio Emilio Botín en el paseo Pereda de Santander. Los que estén familiarizados con la obra de Tolkien reconocerán que esto sí que es un símbolo de poder con todas las letras, por lo que no es extraño que haya más rascacielos con cierto parecido con la fortaleza de Mordor, como por ejemplo la Torre Bankia en Madrid (250 m), el Kingdom Centre en Riad (302 m) o el Centro Financiero Internacional de Shanghái (492 m), que cuentan con sendas aberturas en su coronación que parecen un ojo. De hecho, en el proyecto del rascacielos de Shanghái el agujero tenía forma circular recordando aún más a una pupila, pero se cambió a la forma trapecial actual porque «evocaba la bandera de Japón», según la versión oficial. Un nuevo caso para los amantes de lo conspiranoico. 

En todas partes cuecen habas y construyen rascacielos

Pero el ímpetu por llegar más alto no es un mal endémico de los países capitalistas, sino que también se dan casos tanto en Corea del Norte como en la antigua URSS. En Pyongyang se encuentra el Hotel Ryugyong que, con unos 330 metros de altura, es el edificio más alto del país. La construcción estuvo parada durante varios años debido a la escasez y restricciones que sufren las tierras del Amado Líder. Y es que, por la noche, apenas pueden iluminar las calles, pero ahí tienen un trípode colosal para que se alojen los pocos y controlados turistas que dejan atravesar sus fronteras. Un despilfarro. En cuanto a la URSS, una de las formas con las que Stalin quiso demostrar al mundo el poderío de su sistema político y económico fue la construcción de edificaciones de gran altura en las ciudades más importantes que estaban bajo su yugo y cuyo principal ejemplo son las llamadas Siete Hermanas que se levantaron en Moscú, también conocidas en algunos lugares como «la tarta de cumpleaños de Stalin» por sus formas pasteleras. Una de ellas, el edificio principal de la Universidad Estatal de Moscú (240 metros) fue el más alto de Europa durante casi cuarenta años hasta que fue desbancado por el Messeturm (257 m), de Frankfurt; otro simbolismo: un edificio universitario de un país comunista fue derrocado por un rascacielos alemán de oficinas cuya forma está inspirada en unas monedas apiladas. Por desgracia para los aficionados a las construcciones en altura, la URSS no emprendió una carrera por alcanzar cotas más altas que los norteamericanos, como sí sucedió en la industria aeroespacial. Por su parte, China hoy en día no es que sea un ejemplo de comunismo pero es una potencia mundial en rascacielos (4), lo que podría interpretarse como una causa o una consecuencia. Tal vez el ejemplo más descarnado del hambre por la verticalidad que tienen los chinos se produjo cuando un rascacielos fue demolido a mitad de las obras porque la promotora, exultante por sus estratosféricos beneficios, ¡quiso construir otro más grande en el mismo sitio!

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Fotografía: Jimmy Baikovicius (CC).

Forma, sentido y verticalidad

Si le pide a un niño que dibuje un rascacielos, con seguridad habrá interiorizado el concepto y el resultado será similar al Empire State, o a las extintas Torres Gemelas si el chaval es minimalista. Pero, aunque los bloques prismáticos son la tipología más extendida, hay infinidad de propuestas construidas. Probablemente, el rascacielos más imaginativo sea el Burj Al Arab (321 m) en Dubái, cuyo perfil recuerda a un velero. Por si esto no fuera suficiente singularidad, se rumoreaba que en el interior del fenomenal atrio de este hotel, de colosales dimensiones, podían formarse nubes. Y para terminar de epatar, en su helipuerto, que se halla en un voladizo a más de 200 metros del suelo, han peloteado tenistas de primera línea. 

Desde el punto de vista estético, también existen rascacielos con un diseño… atrevido, como los pirulos que han plantado Foster y Jean Nouvel en Londres (30 St Mary Axe, 180 m de altura) y Barcelona (Torre Agbar, 145 m), respectivamente. Y quien dice pirulos, dice supositorios, balas, consoladores, pepinillos… o falos, en definitiva. Nouvel insiste en que se inspiró en la obra de Gaudí y en las montañas de los alrededores, pero apuesto a que, si le hacen un test de Rorschach con una mancha con la forma de la Torre Agbar, no serían esas las respuestas que daría. No obstante, los rascacielos en general son bastante paralelepipédicos, predecibles y aburridos. Quién sabe si Apple, que cambió la forma de escuchar y comprar música y revolucionó el mundo de los móviles y las tabletas, hará lo mismo con las sedes corporativas puesto que el edificio que les ha diseñado con este fin el ubicuo Foster tiene forma toroidal, como una rosquilla: hay quien piensa que nada mejor para derrocar ese símbolo del heteropatriarcado que son los rascacielos que «un agujero» (5), aunque los detractores de los productos de la manzana, que siempre esgrimen argumentos relativos a la virilidad, probablemente sientan reafirmados sus prejuicios.

Para finalizar, hasta ahora hemos estado hablando de edificios que son muestras del libertinaje de sus promotores, pero hay un rascacielos que provocó el libertinaje en las calles: el Edificio Fuller, más conocido popularmente como Edificio Flatiron, de 87 metros de altura, y uno de los rascacielos más antiguos de Nueva York (fue inaugurado en 1902). De bellísimo y audaz diseño, condicionado por la planta triangular del solar, parecida a una plancha (flatiron significa plancha en inglés), en función de la posición desde donde se mire su fachada parece un edificio laminar, una columna, un buque o un portentoso pene. Por si este último fuera poco motivo para escandalizar a la puritana sociedad neoyorquina de principios de siglo XX, la peculiar morfología del Flatiron provocaba un efecto en el viento bastante curioso ya que levantaba las largas faldas de las viandantes. Ante el riesgo de tumultos, la Policía municipal recibió órdenes estrictas de disolver a empujones a los voyeurs que merodeaban en espera de una ráfaga de aire picarona que saciara, aunque fuera momentáneamente, sus bajos instintos.


(1) No obstante, el Banco de Manhattan fue el edificio más alto del mundo durante poco más de un mes, el breve lapso que pasó entre su inauguración en abril de 1930 y la del más bello representante del art déco, el Edificio Chrysler, que tampoco ostentó el récord durante mucho tiempo puesto que en menos de un año abrió sus puertas el Empire State Building, de unos 443 metros de altura.

(2) Aunque puestos a buscar castigos divinos, profecías cumplidas y delirios nostradámicos, no faltaron quienes sacaron interpretaciones de ese calibre tras el atentado y caída de las torres del World Trade Center de Nueva York. También daría para mucho análisis simbólico el cambio de nombre del poético Torre de la Libertad al más prosaico One World Trade Center que recibe ahora la estructura principal de la Zona Cero.

(3) Hasta la inauguración del Burj Khalifa en 2010, el edificio más alto del mundo eran las Torres Petronas, de unos 452 metros de altura, que en el momento de escribir estas líneas también han sido superadas por las Torres de Abraj Al-Bait (unos 601 metros).

(4) China es una potencia mundial en rascacielos puesto que dieciséis de los cincuenta edificios más altos del mundo están en este país. Y subiendo.

(5) Hablando de agujeros y símbolos del heteropatriarcado, la Torre Iberdrola (165 m) de Bilbao resalta dentro del valle en el que se encuentra encajonada la capital vizcaína, también denominada cariñosamente Botxo (hoyo, agujero en euskera), por ese motivo. En ese caso, las reminiscencias fálicas se diluyen dado que la Torre Iberdrola, como elemento sobresaliente en el «agujero», guarda más similitudes con un clítoris que con un pene.

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Un comentario

  1. Muy bueno el artículo y curioso lo del edificio Edificio Flatiron. Si el arquitecto Daniel Burnham levantara la cabeza y observara las locuras diseñadas en algunos rascacielos para ser el centro de atención, creo que se volvería a la tumba. En fin! Un saludo

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