A ningún objeto le he tenido más cariño en la vida que al plumier ni recuerdo una imagen que me haya causado mayor impacto que la delantera de Brasil en el Mundial de México 1970. Ambas se me aparecen de vez en cuando, siempre a la vez, como si fueran indisociables, sin saber cuál es consecuencia de la otra, las dos vinculadas a la infancia. El plumier y la fotografía de Jairzinho, Gerson, Tostão, Pelé y Rivelino funcionan como referentes de mi vida laboral, incluso ahora, cuando las nuevas tecnologías y el fútbol evolucionan sin parar, como si no tuvieran límites.
Aunque nunca se deja de aprender a escribir, y a veces solo se acaba por saber copiar, hubo un tiempo en que a los niños se les enseñaba a juntar las letras con cierto sentido y sin tacha. Aquel proceso se simbolizaba en el plumier, un estuche de madera que, en mi caso, constaba de tres pisos que se abrían y cerraban por separado con el giro de los dedos índice y pulgar. Arriba colocaba los lápices y las gomas, los bolígrafos se guardaban en el de en medio y en el de abajo quedaban a buen recaudo las plumillas y un par de mangos.
El método era tan sencillo como efectivo: se empezaba por utilizar los lápices hasta que no se cometían faltas de ortografía y la letra se hacía inteligible, momento en que se obtenía el permiso para pasar al bolígrafo —azul, negro y rojo—, signo de afirmación y al mismo tiempo de provisionalidad todavía, porque se mantenía el riesgo de regresar a la goma de borrar en caso de error, y finalmente aparecía la pluma como símbolo de triunfo. La caligrafía y, por extensión, la capacidad de dar estilo y volumen a la letra ya se consideraba una cuestión de gusto personal.
Recuerdo todavía muy bien cuando estrené la estilográfica: fue para poner «Jairzinho, Gerson, Tostão, Pelé y Rivelino» un momento antes de que Brasil goleara a Italia en la final de México 70. Había quedado hipnotizado por una delantera conocida como la de los «cinco dieces». Los mejores se repartían el frente de ataque mientras los italianos, la selección del cañonero Riva, reñían porque no había manera de meter a solo dos en su equipo: al parecer, Rivera y Mazzola eran incompatibles para Valcareggi y tenían que repartirse el tiempo de partido.
Los cinco delanteros de Brasil completaron una muy buena actuación en la final (4-1), coronada con un último gol de Carlos Alberto, uno de los más hermosos de la Copa del Mundo, por el despliegue del equipo, de portería a portería, con veinte pases de por medio, hasta que el lateral batió a Albertosi. También marcaron Gerson, después de un sombrero, y Jairzinho, como era costumbre en cada partido de la fase final. Y, naturalmente, dejó su gol Pelé, célebre por sus remates ante Viktor, Mazurkiewicz y el inglés Banks, protagonista de la parada del Mundial.
El alma competitiva de Pelé era tan temida como los centros y tiros cruzados de Jairzinho, extremo explosivo y de regate largo; o la inteligencia de Tostão, el único capaz de jugar de espaldas al marco, generador de espacios y momentos decisivos para que se exhibieran los demás; o la contundencia de Rivelino, un zurdo con pinta de mexicano por su bigote que le pegaba de maravilla al balón; o la sapiencia de Gerson, cuyo juego estaba en consonancia con su fama de fumador empedernido: manejaba el balón con la misma destreza con la que daba una calada a un pitillo; jamás se angustiaba
Aquella delantera que armó Zagallo después de la salida de Saldanha jamás me ha abandonado en el viaje por el fútbol, de la misma manera que no me olvido del plumier. Hasta cierto punto es natural, por tanto, que no me olvide nunca de la cola de vaca de Romario; ni de las decenas de goles de Rivaldo, solo contra el mundo; ni de los eslálones de Ronaldo, por quien todavía se balancea el botafumeiro; ni del virtuosismo de Ronaldinho, el jugador de playa por excelencia, amenizador de la fiesta del gazpacho, la más espontánea y divertida del Camp Nou.
Me parece muy difícil progresar en el fútbol si no se toma en consideración el Brasil de 1970 y entiendo que hay pocas fórmulas mejores para aprender a escribir que la pluma. Imposible cambiar de año o de siglo sin aquella foto de la delantera y el plumier. Asegura Javier Marías que el fútbol es la recuperación semanal de la infancia y yo le creo, el siglo pasado y el presente.
Hermosa asociación de recuerdos. Mi lapicero era más humilde: solo tenía un solo compartimento: en la superficie y a la vista lápices, plumas y goma de borrar (aquellas de dos colores) y debajo, bien escondidas las figuritas con los cracs amados. Gracias por la nostalgia…Y todos los pibes del barrio, en patas bajo la lluvia o sin ella, a correr libres detrás de la de trapo o de cuero con un arco de dos latas.
Recuerdo ver la final en un restaurante al lado de la playa de Cánido, en Vigo. Bueno a 8-9 kms. de Vigo. Nos llevó mi padre, a mi hermano el mayor y a mi. Yo tenia 10-11 años. No se exactamente .Desde entonces me sé la delantera de memoria y a veces me viene a la cabeza el último gol. El pase, a huevo, de Pele ? pero con la velocidad justa para el trallazo raso, creo que con el exterior del pie, no estoy seguro, del defensa lateral derecho, antes el 2, ahora cualquier tontería de número. Maravillosas recuerdos, cuando cada selección nacional y su correspondiente liga jugaban con estilos diferentes y distinguibles. Ahora ya ni Brasil , no ninguna selección destaca por nada especial. En general, mucho músculo, poca creatividad.