El paseo, el vagabundeo sin más, no es un asunto menor. Es una forma de provocar el azar y, a su vez, una disposición de búsqueda. Dicen que en la escritura automática de los surrealistas la actitud imprescindible era parecida a ese dejarse llevar. El problema es que frente a una máquina de escribir o un ordenador no hay paisajes ni paisanos, y beber y comer no es tan placentero ante el fatigoso parpadeo de la pantalla. A veces, los actos solitarios tienen un algo, como decía Paul Éluard respecto a la masturbación, de juego lúgubre. Hay que levantarse, largarse y echarse a los caminos, siguiendo el sabio consejo de Mae West: solo se vive una vez, pero si lo haces bien, una vez es suficiente.
En el Empordà, en la provincia de Girona, aseguran que la tramuntana —un fuerte y frío viento del norte, insistente y bronco— es un catalizador natural de actitudes surrealistas. Hay incluso quien afirma que la cuna del surrealismo en España es, en realidad, este furioso viento que azota la tierra y deja el cielo y el mar excepcionalmente limpios y relucientes, con tintes casi fantásticos.
Es cierto que la contemplación de la nitidez extrema tiene algo de alucinatorio. Invita a traspasar lo visible, a tratar de ver más allá. La luminosidad extrema puede ser subversiva: te obliga a pensar en la libertad porque te muestra los límites y, en cierto modo, invita a romperlos. La vida convencional, el trabajo, la familia, el sometimiento, tan plúmbeo, pueden saltar por los aires. Solo es cuestión de abrir bien los ojos.
A la luz de ese viento, Figueres, Cadaqués, Portlligat y el cabo de Creus, lugares de sobras conocidos por tantos, mil veces vistos por muchos, adquieren, de repente, una nueva perspectiva.
Sabemos que para el visitante el Empordà es tierra hermosísima, pero nada es tan simple y fácil, e intuimos algo más. Leemos que para el escritor Josep Pla estos bellos parajes tienen «un invierno cruel, un clima siniestro y una tramuntana infecta». Según él, hijo de la comarca, el Empordà está lleno de «pleitos entre padres e hijos, hijos y padres, de hermanos, hermanas, primos y primas. Pleitos para conseguir un trozo de tierra y hacer el gandul, que es el ideal máximo» en estos parajes. Con sus excepciones, claro.
Aprendemos que todo paraíso tiene turbios recovecos, pero por ello no deja de deslumbrar. Para empezar, por estos lares tenemos el cielo. Está la muda contemplación de descubrirlo tan descomunal —del gris centelleante al negro en tiempo de tormenta, del rosa al violáceo histérico en tardes de primavera—, y casi palpar la sensación, agarrado al volante del coche, de volar en él. Eso ocurre en la ruta que va desde el fin del mundo —que es exactamente lo que es el cabo de Creus— de vuelta a la civilización, a Figueres. Un trayecto de apenas treinta y cinco kilómetros tan asombrosamente cambiante y volátil que merece, al menos, tres días de tu vida, un depósito lleno de gasolina, varias botellas de vino y alguien a tu lado.
Esa es la vuelta de la ruta y, como todo el mundo sabe, para volver normalmente primero hay que ir. La salida, por tanto, debe ser desde Figueres —una pequeña ciudad afrancesada, cuna de Salvador Dalí— y prepararse para vivir la carretera que lleva hasta Roses. Para ello, antes, hay que ver el Teatro-Museo Dalí, el artefacto surrealista más grande del mundo. Hay que ir allí de paseo, vagabundeando entre salas llenas de cuadros, esculturas, joyas, objetos —unos deslumbrantes y bellísimos, otros casi detestables— y dejarse apoderar por el estupor. Perdido entre la pasmosa escenografía, te conmoverá, de alguna forma, el alucinado empeño de Dalí en desentrañar miserias y grandezas, miedos y sueños trémulos y oscuros. Allí está una copia del asombroso montaje de 1935 Rostro de Mae West utilizable como apartamento, los emocionantes retratos de Gala, los dibujos espléndidos de juventud. Allí está también, en la cripta, el cadáver del propio Dalí, embalsamado y con un cetro —ay, el poder, qué importante es para un hombre tan obsesionado, como él, con la inmortalidad— entre sus manos, mandando sobre el destino de su población tantos años después de muerto.
Ya de camino a Roses, la carretera es, como en un juego de opuestos, la cara exactamente inversa a lo que siempre se ha oído sobre el paisaje ampurdanés: en vez de árboles suaves, civilizados campos y riachuelos, te acompañan en la ruta viejas fábricas de ladrillo rojo destartaladas, complejos logísticos, negocios de piscinas de tamaños y formas inimaginables, concesionarios de coches, enormes tiendas de jarrones, macetas gigantes y ejércitos de enanos de jardín en perfecta formación, almacenes colosales de alcohol para turistas como el Wine Palace y establecimientos de venta de figuras de plástico —amenazantes gorilas y elefantes sonrientes de cinco metros— para parques de atracciones y minigolfs.
No temas. A lo lejos, imperturbable, te espera la magnificencia del Pení, la montaña que crece, abrupta, junto a Roses, a ras de mar, la que debes escalar con tu coche hasta llegar al otro lado, donde está Cadaqués. Es en esta segunda carretera, con el zigzag de las curvas cerradas y cada vez más empinadas —hay que subir gran parte de los seiscientos metros del macizo—, donde intuyes la atracción feroz de lo que está más allá de la enésima curva. El paisaje es casi pelado, y mientras subes y subes, la vista se escapa hacia abajo, donde no hace tanto tiempo podías ver, con espanto, restos de coches accidentados en forma de amasijos de hierro de colores desvaídos.
El ascenso continúa y, cuando crees que ya no puedes más, empiezas a bajar y, en un requiebro, como una iluminación, emerge, a modo de isla, el pueblo de Cadaqués.
Decía Pla que la vida en el Mediterráneo es «terrena y angélica, pobre y solar, prodigiosa y miserable». En invierno, en días de otoño o a principios de la primavera, entiendes lo que quiere decir: notas que el pasado, a veces, engancha, porque intuyes la tranquilidad del pueblo pesquero, el desasosiego cotidiano y dulzón, la aceptación de la fatalidad y una cierta alegría biológica.
Ahora Cadaqués no tiene pescadores y vive de los turistas, a los que probablemente desprecia en secreto, no sin cierta razón. Atrapado en su propia belleza, ensimismado, en 2010 el pueblo recibió la visita de una delegación china con el anuncio de que, a más de doce mil kilómetros, en Xiamen, querían construir otro Cadaqués: un proyecto de ciudad de vacaciones inspirada en esta población. «Estamos muy ilusionados», dijo en aquel entonces el alcalde del pueblo, Joan Borrell, «al fin y al cabo la copia siempre levanta expectación para conocer el original, como pasa en las obras de arte». La delegación china jamás había pisado antes las calles del pueblo, pero se habían enamorado de él por internet. La ilusión de esa imagen es, ciertamente, embriagadora. Como bien saben los publicistas y demás vendedores de momentos, este rincón mantiene, prácticamente intactos, todos los elementos de la iconografía mediterránea.
En cualquier caso, sabemos que Dalí —cuya familia tenía una casa de veraneo por estos parajes— dejó dicho que era el pueblo más bonito del mundo. Y quizás lo es, pero intuyes un mudo trazo de desolación. Probablemente es debido al paisaje de pizarra oscura y el gris de los olivares, que le proporciona, a su vez, una luz única. Es una tristeza que puede derivar también de la nostalgia de una viva y extraordinaria belleza pasada. Antes, el paisaje de Cadaqués había sido de colores centelleantes: en las laderas había miles de viñedos, verdes en verano, furiosamente rojos en otoño. A finales del siglo XIX la llegada de la filoxera, desde los vecinos viñedos franceses, acabó con todas las cepas.
Da igual. Como un imán, estas extrañas piedras, esta luz, atraparon a artistas de todo el mundo, especialmente aquellos que, en algún momento, comulgaron con el surrealismo: Paul Éluard, Luis Buñuel, René Crevel, André Breton, Man Ray o Marcel Duchamp. Este último llegó hasta este pueblo por vez primera en 1933 y, tiempo después, entre 1958 y 1968, lo convirtió en su destino de veraneo ininterrumpido. Se dedicó a jugar al ajedrez en el bar Melitón, frente a la bahía, y a hacer cosas para sus sucesivos apartamentos en el pueblo: puertas, ventanas, chimeneas, toldos. Se hizo amigo del ebanista, del sastre, de los albañiles, de los artesanos del pueblo.
No obstante, el sello de distinción de Duchamp era la ociosidad. Algunos le llamaban «el ingeniero del tiempo perdido» por su empeño en dejar pasar las horas sin ninguna ocupación especial. Su máxima era que no debe cargarse la vida con demasiado peso, y que el oficio de vivir debe tomarse como un desafío reposado, sereno y despreocupado. Ya desde joven Duchamp se enfrentó a todo lo que consideraba un límite. Sin ir más lejos, a los veinticinco años decidió dejar de pintar, hastiado de las veleidades artísticas y la estrechez de miras de los propios artistas supuestamente más vanguardistas de la época.
Sin embargo, a pesar de su indolencia, Duchamp nunca dejó de hacer cosas. Entre otras, se dedicó —de forma reposada pero implacable— a atacar la idea de productividad y mercancía en el mundo del arte. Para empezar, firmaba todo lo que le pedían con la intención de devaluar su propia obra. Exactamente todo lo contrario de lo que hacía Salvador Dalí, que firmaba lienzos en blanco para ganar todo el dinero posible. Los dos —curiosamente, ambos hijos de notario— fueron amigos toda la vida.
Pero dejemos Cadaqués y pensemos en Portlligat. Para llegar allí la mejor opción es dejar aparcado el coche e ir a pie, paseando entre caminos griegos, de romero, luz y piedra con el mar de fondo. Tropezarás con la ermita de Sant Baldiri —blanca y diminuta, con apenas cuatro humildes bancos de madera en su interior— y con un hermosísimo cementerio. Ya estás a un paso del verdadero hogar de Gala y Salvador Dalí. Lo sabes porque vislumbras, entre eucaliptos, los huevos gigantes y las dos cabezas calvas de maniquís enamorados del terrado, y porque empezarás a oír el murmullo de la fuente del jardín.
Portlligat era un diminuto puerto de pescadores, de aguas quietas y hermética bahía, cuando Dalí decidió comprar allí una barraca en 1930: su padre, escandalizado y furibundo, había decidido expulsarlo del hogar paterno por su relación adúltera con Gala y por haber escrito: «a veces, por gusto, escupo sobre el retrato de mi madre». El notario Dalí, además, había dado orden de que nadie lo acogiera en Cadaqués, y llegó a denunciar a Gala por tráfico de cocaína. Este asunto Dalí «es un fenómeno típicamente ampurdanés: las antipatías familiares», dejó dicho Pla.
En todo caso, el pintor no quiso renunciar a estos paisajes y, al adquirir la pequeña casa de pescadores de Portlligat, consiguió que su destierro no fuera más allá de unos kilómetros de la casa de veraneo de su familia. Y aquí renació como incontestable artista total. En sus propias palabras: «me he construido sobre estas gravas; aquí he creado mi personalidad, descubierto mi amor, pintado mi obra, edificado mi casa. Soy inseparable de este cielo, este mar, estas rocas». Un lugar apartado de todo y todos. Según él, Portlligat es «uno de los lugares más áridos, minerales y planetarios de la tierra: las mañanas ofrecen una alegría salvaje y marga, ferozmente analítica y estructural. Los atardeceres son en muchas ocasiones morbosamente tristes; los olivos, brillantes y animados por la mañana, se metamorfosean en un gris mineral como el plomo».
La casa de Dalí —que era inicialmente diminuta y creció poco a poco, «como una verdadera estructura biológica, por brotes celulares», dijo el pintor— es un hermoso y cálido laberinto blanco. Hay un oso polar disecado, una zona de la piscina que es un paraíso kitsch, miradores que dan a la bahía mil veces pintada, retratos minúsculos de Velázquez, preciosas chimeneas y un juego de espejos que consigue que se vean los primeros rayos de luz del día —los primeros en toda la Península— directamente desde la cama, situada a varios metros de la ventana. En el paseo por la vivienda, una de las cosas que más impactan es el tamaño tan reducido de su estudio, donde pintó gran parte de su obra, presidido por un chasis metálico con poleas para manejar los lienzos de gran tamaño.
Dalí consiguió que no se edificara nada más en Portlligat, y tomó posesión, para siempre jamás —incluso después de muerto—, de esta tierra extraña. Frente a su casa, una humilde cabaña de pescadores lleva el nombre de Ja en tinc prou («ya tengo suficiente»), y uno se plantea si se refiere al histrionismo del pintor, al aluvión de turistas venidos desde todos los lugares del mundo, a la pétrea quietud del paisaje o a una combinación de todo ello.
De vuelta al coche, el destino es el fin del mundo. Al cabo de Creus llegas por una carretera bellísima, un punto lunar. El paisaje, fruto de la erosión del viento y el salitre, es furiosamente arcaico, sin apenas rastro humano: musgo, piedra oscura y agua. Es «donde los Pirineos llegan al mar, en grandioso delirio geológico», escribió Dalí, quien intentó atrapar su imperturbabilidad en el lienzo de El gran masturbador, entre muchos otros. Este es, a su vez, el paisaje de La edad de oro, de Luis Buñuel.
Conforme te aproximas al mar, empiezas a ver gigantescas rocas plegadas sobre sí mismas, casi flexibles. Hay que seguir las curvas hasta llegar al faro, donde muere la carretera rodeada de acantilados. Tu paseo acaba en el exacto paisaje imaginado por Julio Verne en su novela El faro del fin del mundo. En 1970 Kirk Douglas, Samantha Eggar y Yul Brynner contemplaron las mismas rocas y cielo cuando vinieron a filmar la película basada en el libro. Ya puedes aparcar y dejar de conducir.