«Paquico, desde aquí se ve el mundo», anunciaba al pequeño Paco su abuela desde la cima de Cabo de Cope, en Águilas. En el horizonte, meciéndose sobre el azul, unas cuantas barquichuelas; a sus pies, chumberas, la algarabía de los niños y el azufre. Y un pueblo limpio. Ese fue el escenario primero de Paquico, el rincón murciano desde el que empezó a divisar el sueño de ser actor. Muchos años después, ya convertido en leyenda, él mismo evocaría ese fragmento de la niñez en una entrevista con Carlos Saura: «Vendimos las sillas, el aparador y las camas y nos trajimos la sartén, el orinal, el jarrón de agua que le gustaba a mi padre, el retrato del abuelo y el colchón de lana. Atrás quedaba la inocencia de la niñez en la Cuesta de Gos. Había pequeños oasis, huertos de limones y naranjas… Me fui de allí a los seis años y volví durante la Guerra Civil. Ya no quedan vestigios de la casa, pero mis recuerdos siguen siendo el azahar y el mineral, el plomo y la pirita».
Todos los relatos sobre sí mismo empezaban ahí, en ese paisaje, como sabe cualquiera que se asomara a su vida. «Paco me habló mucho de Murcia», recuerda el actor Juan Echanove. «La personalidad de Paco no solo son sus noches de malevaje. Paco es su carga nostálgica, ese saber de dónde viene uno». Ginés García Millán asiente: «Recuerdo decirle antes de una escena: “Paco, estoy un poco nervioso”, y él: “Tú tranquilo, Ginesico, que tú eres del Puerto y yo de Águilas; somos los dos de pueblo”». Y recita Ginés, entre risas, uno de los trovos a los que tan aficionado fue su paisano: «¡Desde las cumbres de Vélez / hasta la orilla del mar / habré yo visto mujeres, / más nunca pude encontrar / a otra como Juana Pérez!». «En cierta ocasión —continúa— le pedí consejo para mi formación como actor. Y me dijo: “Escucha, mira a la gente de nuestra tierra, sus gestos, vive sus historias. Nunca olvides la tierra, tienes ahí un material impagable”».
En el imaginario nacional ha prevalecido, antes que el trabajador incombustible, el juerguista con aires de donjuán. Él mismo hizo lo suyo por cultivar una fama que tendió a diluir la seriedad y minuciosidad con que componía sus personajes. «Se han dicho y escrito cosas que me han llegado a perjudicar profesionalmente porque han frivolizado mi imagen…», recogía Manuel Hidalgo en su biografía. Y es que Rabal era un trabajador infatigable. «Le comentaba a un amigo periodista el otro día —decía en un artículo publicado en El País— que me debería encargar en la imprenta unas nuevas tarjetas de visita donde, aparte de mi nombre y dirección, dijese “especialista en curas, bandidos y toreros”». Eran sus tres «especialidades» por lo mucho que se había prodigado en esa clase de personajes, y al hilo de lo poco o mucho que tenía de cada una de ellas, recordaba: «Cuando andaba yo todavía por los treinta años, me decía un paisano: “Paco, ¿cuándo te vas a cortar la coleta?”. “Pero hombre”, le respondía muy enfadado, “yo no soy un torero ni un deportista. Los actores podemos seguir trabajando toda la vida. Fíjate en don Pepe Isbert, o en Charles Vanel, que a los noventa años hizo un protagonista”». De esa devoción por el oficio también da fe una conversación en mitad de un rodaje en Venezuela con la actriz Alida Valli. «“Paco, ¿tú sigues teniendo ese amor, vocación, afición?”. Le dije: “Yo sí”. Y contestó: “Yo no, yo lo he perdido por completo, trabajo simplemente para mis gastos, no tengo el menor amor por esta profesión, se me ha quitado”. “A mí, en cambio”, le digo yo, “este amor me va a durar toda la vida”».
De aquella casa ladera arriba, hoy en ruinas, el padre se ve obligado a emigrar. Tal como Rabal rememoró en ABC, «en aquella época el Dorado de los murcianos era Orán, Orán y Barcelona». Primero a Barcelona, luego a Madrid, al trazado del ferrocarril Madrid-Burgos. En Águilas queda Paco, que sigue a su hermano Damián hasta la escuela y se queda en la puerta, intentando memorizar el eco de las enseñanzas. De camino a la capital, su madre le sigue desvelando misterios del saber: «No se dice “me se ha caído”, se dice “se me ha caído”». Su curiosidad intelectual nunca decaería, según atestigua Echanove: «La minuciosidad a la hora de preparar sus papeles. El problema que tenemos hoy en día en el teatro es que carecemos de modelos. Carecemos de principios, por tanto, de modelos que nos recuerden esos principios. Paco era un hombre muy culto, muy sensible, había leído mucho y había aprendido de referentes como Buñuel».
Nadie dijo que crecer sería fácil. «Afortunadamente», revivía Rabal, «los vecinos eran gente maravillosa. Sin un céntimo, pensábamos que hasta que mi padre no cobrara un sueldo nos íbamos a morir de hambre. Una vecina respondió por nosotros para que nos dieran “a fiao”». Empiezan a comer. Y tras la guerra comienza de nuevo la lucha por la supervivencia. Su padre trabaja de albañil y Damián se va a la mili. Los ingresos se reducen. Paco empieza a ganarse la vida con un cajón de dinamita vacío colgado al cuello para vender churros. Más tarde, entra de aprendiz en una chocolatería. «Pero la necesidad no le provocó amargura sino generosidad y solidaridad», me cuenta Echanove.
Trabajar, progresar
La familia siempre fue su espina dorsal. Su abuela conoce a Dámaso Alonso y comienza a hablarle de él, «un nieto muy espabilado, aprendiz de chocolatero». El escritor le dice que se pase por su casa. «Entré por la puerta de la cocina y me dio un bocadillo. Me examinó, me preguntó el teorema de Pitágoras y otros problemas de matemáticos y me prometió que hablaría con unos amigos suyos». Dámaso ofrece a Rabal su biblioteca, y Rabal se lleva libros de poesía clásica, teatro y novela. De su especial predilección por la poesía daría cuenta su amistad con Ángel González, Caballero Bonald, Gabriel Celaya y Claudio Rodríguez. Trató, en cierto modo, de que su vida imitara al arte. En consonancia con ello, y como dijera Ramón Gaya, su forma de componer un personaje era «un continuado… boceto provisional».
Echanove, que coincidió con Paco Rabal en La hora bruja, de Jaime de Armiñán, Tiempo de silencio, de Vicente Aranda, o Divinas palabras, de José Luis García Sánchez, insiste en su tremenda generosidad. «Cuando le conocí, diecisiete años tendría yo, trabajaba en una compañía semiprofesional en El Escorial, el Centro Nacional de Iniciación del Adolescente al Teatro (CENINAT). En esa compañía trabajaba Asunción Balaguer y nosotros nos cruzábamos por los pasillos con ellos, los actores profesionales famosos de aquella época como Guillermo Marín, Nicolás Dueñas, Sonsoles Benedicto, Manuel Galiana, gente de muchísimo fuste. Paco llevaba en coche a Asunción a trabajar. En aquellos tiempos a Paco no le llamaban ni para los estrenos. Pues, todos los días, a todos los chavales nos preguntaba cómo nos llamábamos, nos saludaba… Ahí aprendí algo importantísimo de Paco, “nunca te olvides de los nombres de la gente, nunca olvides a nadie”. El respeto a la persona. A todos nos invitaba a tomar un café, “Manolo, apúntame los cafés de los actores”, ¡nos llamaba los actores! Eso define su generosidad, el trato de igualdad, la ausencia total de soberbia estaban implícitos en esa invitación a tomar café».
Paco ha logrado algo casi más valioso: el respeto unánime de los cómicos. Ginés García Millán abunda en ello: «Fue un actor único, autodidacta, enamorado de la gente y de la vida, era pura vida. Y aparte de toda su gracia, era todo trabajo y respeto al oficio, por encima de muchísimas cosas. Nadie consigue lo que él consiguió sin trabajo. “Respeta siempre tu oficio”, me decía, era lo que le daba la vida, ser artista». En las charlas que Echanove mantuvo con Rabal a menudo salía a colación. Precisamente en otra entrevista en ABC hablando de la incipiente carrera de su nieto Liberto, antes de embarcarse en el rodaje de Tranvía a la Malvarrosa, Rabal recordaba cómo le aconsejaba este respeto por el oficio casi como un mantra: «Siempre le decía que fuera muy buen compañero de los compañeros. Yo lo aprendí de un libro que escribió Michael Redgrave, padre de Vanessa, que decía que un actor no tiene que trabajar nunca ni para el público ni para uno mismo, sino para el compañero, porque, haciéndolo así, trabaja para todos». «Esta es una de las máximas de Paco Rabal, ese respeto al ser humano, ese no creerse mejor que nadie. Desde entonces procuro no olvidarme del nombre de ninguno de mis compañeros», señala Echanove.
Pero si hubo un sello Rabal, ese fue su capacidad para pautar los trabajos y los días, para expandir la vida a través del arte y viceversa. «La interpretación para Paco —explica Echanove— era una forma de hacer el mundo más grande. Paco devolvía a la vida todo lo que la vida le daba». De vuelta de un viaje por América, Tamayo le ofrecería un papel sobre el que acabaría proyectando toda esa sabiduría: La muerte de un viajante. Pero aquí, de nuevo, vida familiar y vida artística se cruzan. Por esa época a su padre se le detecta una silicosis acarreada tras años de trabajo en la mina, «tras consultar a varios especialistas, finalmente, uno de ellos apuntó con lápiz rojo: “sin tratamiento”». Paco, que ya comenzaba a subir y encadenaba un trabajo tras otro, busca al más importante médico de pulmón y corazón en Madrid: «Mi padre vivió diez años más… y eso que decían que no tenía tratamiento», leemos en Paco Rabal, aquí un amigo, de Juan Ignacio García Garzón. En esos días, José Tamayo se hace con los derechos de La muerte de un viajante para montarla en el Teatro Lope de Vega: «Le propone a Rabal el papel de Biff, el hijo mayor de Willy Loman, el cansado viajante protagonista». Rabal acertó aceptando el reto porque la obra, una de las piezas más influyentes del siglo XX, anunciaba ya los nuevos vientos que soplaban en los escenarios del mundo. El estreno se celebró el 10 de enero de 1952 en el madrileño Teatro de la Comedia y fue un éxito apoteósico. En una de las escenas cumbre —una discusión entre Willy y su hijo Biff de gran violencia contenida y que termina en un emocionante abrazo— el público, entre el que se encontraban el padre y los hermanos de Paco, rompió a aplaudir calurosamente: «Fue cortar orejas en Madrid. El día del estreno recibí una ovación de nueve minutos a telón abierto. Yo creía que estaba soñando». En efecto, las críticas fueron formidables. Tamayo, según escribió César Oliva, «contaba que tras el ensayo general Eduardo Haro Tecglen lo felicitaba en las butacas del Comedia al tiempo que intuía que tendría poco público, acostumbrado como estaba a la mediocridad del momento. Justo cuando lo decía, las colas del teatro daban la vuelta a la manzana». Por esa época, Buñuel busca intérprete para Nazarín. Lo demás ya es historia.
Una fuerza desencadenada
Paco Rabal ya es una fuerza desencadenada, forjada en las rocas, las minas y las azules aguas de Águilas. Jaime Campmany lo describía así en ABC: «Paco es las cataratas de Iguazú que echan agua desde arriba y se levanta una espadaña de espuma más alta que la torre de la catedral de Murcia y es la erupción del Vesubio capaz de sepultar Pompeya y a su padre y es el huracán y la tromba del tornado y el derrumbe de las montañas heladas de Argentina. Y además hace romances como los juglares. Murciano de dinamita, dinamita de barreno para abrir, que no dinamita de bomba para matar. Comunista, descreído, libertino, librepensador y seguramente republicanote, rebelde, revolucionario, más bueno que el pan de pueblo, más generoso que nadie, harina candeal su corazón blanco. Paco Rabal es uno de Los santos inocentes y tiene el alma bendecida por una milana bonita y viene de andar por la vida lavándose las manos con sus propios orines para curarse las grietas del trabajo y de la hombría, de los costalazos que pega la vida, de las monedas pocas y trabajadas».
«El otro día escuché en una película: “Uno se muere tres veces. Cuando te mueres físicamente, cuando te entierran y cuando la gente deja de decir tu nombre”. Por eso Paco no morirá nunca, porque yo me “jarto” de decir su nombre», me dice Echanove. Y Ginés García Millán le imagina ahora «en su plenitud, en alguna taberna de su tierra, recitando trovos y bebiendo vinos con la gente sencilla. En su arte total estaría».
Rabal ya era futuro en ese mundo que le anunciaba su abuela, entre montañas limadas por la brisa y el mar, allí donde Paquico hizo acopio del impulso primigenio con que tomaría la vida al asalto.
Pues yo le veo mucho parecido a Jon Snow de Juego de Tronos a Rabal cuando era joven. También se da un aire el Kit Harington al Gary Cooper jóven pero con veinte centímetros menos.
¿De polla…?
JOSÉ ALVAREZ JUNCAL MI IDOLO ,TOROS Y MUJERES ,MUJERES Y TOROS
Y ¡ SEVILLA !.