Cine y TV

Quentin Tarantino, John Carpenter, Howard Hawks y la eterna reencarnación del bicho

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Quentin Tarantino durante el rodaje de The Hateful Eight, 2015. Fotografía: Double Feature / FilmColony

Esto es una obviedad y le sonará de algo, pero lo repetimos por si acaso: las cosas lógicas y previsibles tienden a ser anodinas por parecerse unas a otras, pero las incomprensibles lo son cada una a su manera. Llevan implícitas además cierto desconsuelo y un sentimiento de impotencia, pero también de sorpresa, por lo que no vienen mal para empezar un artículo. Venga aquí entonces un dato incomprensible: la banda sonora de The Hateful Eight (Los odiosos ocho) es la única de más de quinientas compuestas por Ennio Morricone que ha merecido un Óscar, reconocimiento tardío en extremo que a punto estuvo de no llegar jamás.

El anciano maestro italiano, un genio educadísimo de una sencillez y humildad no mucho más comprensibles, pasó por los pelos la normativa de la Academia, sobre todo, la que se refiere a que el trabajo haya sido creado específicamente para la película en cuestión. Hablamos además de una partitura compuesta rápidamente y surgida de un problema de agenda, pues nace casi por accidente de una visita de cortesía (pleitesía, más bien) de Quentin Tarantino a la casa romana de su ídolo que no empezó nada bien: Morricone estaba trabajando en otra película y no podía entregar una banda sonora completa en un mes, como le pedía el director. Sin embargo, la lectura del guion de The Hateful Eight le había inspirado al compositor una melodía. También una idea que propuso entonces para deleite del cineasta: Morricone entregaría en dos semanas unos minutos de música basados en esa melodía, y no una partitura completa, pero Tarantino podría construir toda la banda sonora necesaria a partir de los descartes de la música que Morricone compuso para La Cosa en 1982, y que John Carpenter no incluyó en el montaje final.

Al leer el guion de The Hateful Eight, Morricone fue seguramente uno de los primeros en darse cuenta de que esa nieve perpetua, ese Kurt Russell repartiendo de lo suyo, esos personajes aislados, encerrados y entretenidos en un whodunit continuo, ese pandemónium sangriento y esa escena final eran una reformulación del peliculón de Carpenter, con justicia uno de los mil y pico filmes predilectos de Quentin Tarantino. Pero es precisamente ese carácter claustrofóbico lo que provocó una reacción más bien tibia al filme el año pasado, creo yo. O, más en concreto, ese convertir una película publicitada como el retorno de los 70 mm, de la experiencia panorámica de las grandes praderas del Oeste y demás, en un inesperado y largo juego a lo Agatha Christie, casi teatral y entre cuatro paredes, fue seguramente lo que hizo de The Hateful Eight la película de Tarantino con peor recepción desde Death Proof. Y es una pena, porque me parece que la cosa esta del cine va mucho de películas como The Hateful Eight, para mí el eslabón que faltaba para cerrar el círculo infinito del wéstern clásico (con Howard Hawks a la cabeza), el wéstern desmitificado (el spaghetti de Sergio Leone, Morricone mediante) y el guiño al wéstern clásico pasado por el filtro del wéstern desmitificado (La Cosa de John Carpenter, ese remake no de una, sino de dos películas de Howard Hawks con música de Morricone).

Porque la cosa esta del cine va mucho de chalados entrañables que se vacían rodando otra vez, con pasión enfermiza, las películas con las que vibraron cuando eran unos chavales. Lo hace Tarantino ahora con el clásico de Carpenter como lo hizo Carpenter en 1982, pues como se sabe La Cosa es un remake de El enigma de otro mundo (Christian Nyby, 1951), esa encantadora película de terror de la que Howard Hawks fue como mínimo codirector sin acreditar. En realidad, todo el corpus carpenteriano es una reformulación de género de varias claves y señas de identidad hawksianas, empezando por el lugar cerrado, bastión del bien y de la justicia y asediado por el mal en diferentes formas, sin el que no existiría La Cosa (tampoco Asalto a la comisaría del distrito 13 o El príncipe de las tinieblas) y que tiene su origen en otra película de Hawks, esa con la que un niño de once años llamado John Carpenter decidió que el cine, y más específicamente el wéstern, era lo suyo: Río Bravo (1959), el relato de un asedio en el que ganan los buenos y un despliegue de dos horas y media de amistad, camaradería, heroísmo y gracia a cargo de John Wayne, Angie Dickinson, Dean Martin, Ricky Nelson y Walter Brennan.

Carpenter decidió que lo suyo era el wéstern y lo suyo era Hawks, y solo el presupuesto y el gusto del momento le llevaron al género de terror, que aderezó con tintes de cine del Oeste y del cine de Hawks en general. Por eso filmó el vecindario de clase media de La noche de Halloween con la altura de cámara y la luz de cuando cae la noche en los pueblos de frontera y suena la pianola en el saloon, o llamó The Duke al villano de la memorable 1997: rescate en Nueva York. También llenó sus películas de miedo con ecos de los muchos otros géneros que Hawks dominó con maestría, contratando a una actriz debutante para que hiciera básicamente de Lauren Bacall en Asalto a la comisaría del distrito 13, por ejemplo; o llenando sus películas de antihéroes bogartianos de serie B con el mismo gusto por el discurso sentencioso. Yo veo ecos de Bogart en la memorable carta de presentación del protagonista de Están vivos, ya sabe: «He venido aquí a mascar chicle y a patear culos, y se me ha acabado el chicle».

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La cosa (1982). Imagen: Universal Pictures / Turman-Foster Company.

La cosa esta del cine va mucho también de cineastas que buscan y encuentran su inspiración y su alma gemela no ya entre los tótems del pasado, sino entre sus contemporáneos. Tarantino y Rodríguez, Berlanga y Azcona, Fellini y Flaiano. También Carpenter y Dario Argento: basta comparar el celebérrimo tema principal de La noche de Halloween con los que Goblin creó para Profondo Rosso y Suspiria, de Argento. Esto no es copiar: es hallarse en el otro, el summum de la empatía, si quiere. Y cualquier director con un mínimo de sensibilidad, con poquísimas excepciones, cae en ello. En Profondo Rosso, de hecho, yo creo que Argento evoca la screwball comedy y al Howard Hawks de La fiera de mi niña en lo que se refiere a la simpática humillación continua del protagonista a cargo de la heroína de la función.

Pero estamos liando esto un poco, así que encontremos el camino de vuelta hacia Morricone y Tarantino, que por ahí íbamos. Es fácil, porque la cosa esta del cine va mucho de vasos comunicantes: Dario Argento es otro que sabe que hacer películas consiste a veces en aprenderlo todo del viejo cine del Oeste para lanzarse después a otros géneros. Uno de sus primeros trabajos fue, de hecho, el de coguionista de Hasta que llegó su hora nada menos, ese personalísimo popurrí de varios wésterns a cargo de Sergio Leone con magistral banda sonora de (hemos vuelto, casi) Ennio Morricone. Hay una anécdota muy curiosa a cuenta del primer encuentro creativo entre el maestro del spaghetti western y su músico fetiche. Morricone acababa de empezar a componer bandas sonoras cuando supo que Leone buscaba músico para Por un puñado de dólares (1964). El compositor andaba muy apurado de dinero, buscaba un trabajo a toda costa y se presentó ante el director con dos cosas bajo el brazo: su última banda sonora (Duello nel Texas, uno de los primeros wésterns alla italiana) y un retrato infantil de ambos para recordarle al director, por si servía de algo, que habían sido compañeros de clase de primaria. Al parecer Leone no entró mucho en el juego nostálgico-emocional, se concentró en escuchar la banda sonora de Duello nel Texas y le pareció horrible. Sentenció: «Es la versión cutre de Dimitri Tiomkin» (É un Tiomkin dei poveri, en italiano). Morricone logró finalmente el trabajo tras presentarse más tarde con otra cosa, hoy legendaria, pero a lo que nos interesa: Tiomkin es, como se sabe, uno de los grandes músicos del wéstern, y en aquellos primeros años sesenta una de sus bandas sonoras más populares era, por supuesto, la de Río Bravo, con canciones cantadas por Dean Martin y Ricky Nelson. Ya ve que Río Bravo es una película que tuvo su importancia.

De hecho, vamos a partir del filme de Hawks una vez más para volver, esta vez del todo, a Quentin Tarantino, pues hay un camino directo de retorno: en el Festival de Cannes de 2007 Tarantino presentó un pase especial de Río Bravo contando su experiencia personal con la película, que no es baladí: que el director debe su educación sentimental al cine es una obviedad. Que creció sin padre y Río Bravo fue la película a partir de la cual elaboró toda su percepción sobre la masculinidad, hasta el punto de valerse de Howard Hawks y sus personajes para reemplazar a su figura paterna ausente, no lo es tanto.

Si es usted de los que explica el curioso carácter de Quentin Tarantino como el conjunto de secuelas inevitables de una vida dedicada a ver kilómetros de celuloide de gusto variable, sepa que Río Bravo, pese a su apariencia de entretenimiento inocente y a no tener la sangre, catanas, desmembramientos y decapitaciones tan del gusto del director, también tiene su propio lado corruptor, oscuro, oscurísimo, pues nació de lo peor de la más vergonzosa época de Hollywood, la de la caza intransigente y liberticida de comunistas entre los escritores de la industria. Decíamos que la cosa esta del cine va de inspirarse en lo que hacen los demás, para bien y para mal. Pues bien, Río Bravo fue la respuesta enfurecida de Howard Hawks y John Wayne a una película que detestaban: Solo ante el peligro, el wéstern inmortal de Gary Cooper, una de las muchas y brillantes alegorías de la época del temor de Hollywood y de la ciudadanía en general a defender la libertad de expresión ante la asfixiante caza de brujas. Pero a Hawks y Wayne les parecía una película antipatriótica, inmoral. Para nenazas, vamos. De hecho, Wayne, a la sazón presidente por entonces de la Alianza Cinematográfica por la Preservación de los Ideales Americanos, no vio con muy malos ojos que el guionista de Solo ante el peligro tuviera que exiliarse del país tras testificar ante el nefasto Comité de Actividades Antiamericanas, pero esa es otra historia. Río Bravo fue su respuesta de presunta rectitud moral, patriótica y conservadora, y una obra cuya influencia llega por ahora hasta The Hateful Eight, una película con la que a Wayne se le quedaría la misma cara que a Bruce Dern cuando Samuel L. Jackson le desvela cierta historia con su hijo. La cosa esta del cine tiene, también, estas cosas.

Sea como fuere, Tarantino extrajo de Río Bravo varias lecciones de vida, pero la verdad es que, intransigencias aparte, el wéstern de Hawks y Wayne las tiene a patadas. A mí me parece, de hecho, que la más conseguida relación entre dos personajes de toda la filmografía de Tarantino es la madura pero efervescente, romántica pero realista, inteligente y sensible que establece entre Pam Grier y Robert Forster en esa película deslumbrante que es Jackie Brown. Y me parece que nace del niño Tarantino que asistió asombrado al encantador flirteo entre John Wayne y Angie Dickinson en Río Bravo.

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Howard Hawks, John Wayne y Angie Dickinson durante el rodaje de Río Bravo, 1959. Fotografía: Warner Bros. / Armada Productions.

Porque a los de mi generación nos llevan diciendo años que el cine del Oeste está muerto, pero la verdad es que empieza a parecer un chiste malo. La cosa esta del cine sigue yendo, mucho, sobre el wéstern, que parece el teletexto de los géneros cinematográficos. Y es gracias al trabajo de directores como Tarantino que a las películas de vaqueros les quedan más mutaciones que al bicho de La Cosa. Porque se siguen haciendo wésterns declarados, pero también varios encubiertos bajo filmes que parecen a simple vista comedias o cine de acción, pero que son pelis de vaqueros de toda la vida, y que funcionan para el público que no quiere ver un clásico ni a patadas como la medicina que se da a los niños jugando al avioncito. Hay que suministrarla con disimulo, bajo otra apariencia, pero es buena para ellos, porque es buena para todo el mundo.

De hecho, la poco entusiasta reacción popular que yo percibí hacia The Hateful Eight me sorprendió doblemente porque Django desencadenado, el primer wéstern puro de Tarantino, sí fue acogido con los merecidos honores. Hay quien opina que son los elementos más extravagantes de la última propuesta de Tarantino (esa historia que Samuel L. Jackson le cuenta a Bruce Dern, un larguísimo flashback hacia el final no muy necesario para la trama, un personaje, el de Jennifer Jason Leigh, torturado hasta el extremo de principio a fin) los que han descolocado a la audiencia, pero no sé: criticarle a Tarantino a estas alturas la provocación y la excentricidad es como negarle a James Bond el martini con vodka y el Aston Martin, creo yo.

Que una película rodada en 70 mm transcurra mayormente en interiores tampoco me basta para explicar la desilusión del público, porque The Hateful Eight es también un formidable trabajo de dirección. Yo conozco pocas películas que conviertan ese concepto teórico, tan de crítico leído, de «puesta en escena» en una realidad palpable y descriptible por cualquier espectador. El filme concluye además, a modo de fin de fiesta, con la lectura de una falsa carta de Abraham Lincoln que funciona como descacharrante revisión del Print the Legend fordiano, nada menos.

Y, aunque la cosa esta del cine va mucho de referencias a lo ajeno, también se nutre de homenajes a lo propio. Howard Hawks, sin ir más lejos, filmó Río Bravo otras dos veces (El Dorado y Río Lobo) y hay quien dice que Tarantino ha vuelto aquí a rodar Reservoir Dogs solo por darse el gusto de poner a Tim Roth a desangrarse por el suelo, por los viejos tiempos. The Hateful Eight es pródiga en guiños de este tipo, pero también trae nuevos miembros ilustres al gigantesco panteón tarantiniano de personajes memorables (Señor Rubio, Vincent Vega, Jules Winnfield, Beatrix Kiddo, Aldo Raine, Calvin Candie y subiendo). Pero para mí es sobre todo una película en la que respira, de Hawks, Ford y Carpenter a Argento, Leone y hasta Polanski, buena parte del cine que me gusta.

Porque la cosa esta del cine es un bicho que se te mete dentro sin darte cuenta y ya no hay quien lo saque. Sobre todo cuando entras en la sala y lo que se te viene encima, te asalta y te explota por dentro es una Cosa, con mayúscula, como The Hateful Eight: una ventana directa y abierta durante tres horas al lago de tu memoria sentimental de espectador. Un cinéfilo no le puede pedir mucho más a una película, la verdad.

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6 Comments

  1. Federico

    Muy buen artículo y disfrutable para los que somos amantes del western, pero más allá de eso quiero destacar lo que se menciona sobre los personajes de Pam Grier y Robert Forster. Hasta ahora no había leído un comentario tan acertado sobre esa relación que muestra la que en mi concepto es la mejor película de Tarantino.

  2. A Hawks y a Wayne lo que no les gustaba de Solo ante el peligro (se lo he escuchado al propio Hawks en varias entrevistas) es que el Sheriff no asumía su trabajo como un profesional sino que iba pidiendo ayuda a todo el mundo sin que le sirva de nada y al final le tiene que salvar el cuello su mujer cuáquera que previamente le había abandonado. Por el contrario el Sheriff de Río Bravo, John T. Chance no pide ayuda a nadie y le acaban ayudando voluntariamente su alguacil borracho, su alguacil viejo y tullido, un joven pistolero que pasaba por allí una jugadora (y algo más) que se enamora de él. El profesionalismo y la amistad, esos eran los temas de Hawks.

  3. ¿brillantes alegorías de la época del temor de Hollywood y de la ciudadanía en general a defender la libertad de expresión ante la asfixiante caza de brujas? Lo que hay que leer.
    A John Wayne y Howard Hawks lo que no les gustaba de Solo ante el peligro es no haberlas hecho ellos, es decir, pura envidia ante ese peliculón. Lo de las «alegorías», mejor ni entro.

  4. Alberto

    Aunque suene a cliché, The Hateful Eight es de esas películas que hay que ver varias veces para sacarle buen jugo en mi opinión. Claro que a ver cuando saco las casi tres horas para disfrutarla de nuevo

    Magnífico artículo Iker, enhorabuena, me ha encantado, supongo que adorar Río Bravo, La cosa y El dorado (entre muchas otras por suerte) ha ayudado. Y qué decir de Ennio Morricone, ojalá lo santifiquen.

    Saludos

  5. Maestro Ciruela

    Ya me hubiera gustado a mí ver lo que hacían esos dos (Hawks y Wayne) si en vez de ser director y actor respectivamente en pleno siglo XX, hubiesen sido un sheriff solo y acosado en un pueblucho del Oeste en el siglo anterior. ¡Seguro que ensillaban sus caballos y no paraban hasta el Perito Moreno! Además, Will Kane se cargaba el solito a unos cuantos si no recuerdo mal, o sea que tan paquete no sería. ¿Fue Morricone el que fue a suplicar a Leone para trabajar con él? Yo había leído en otros sitios que fue al revés, o por lo menos eso creo pero tampoco me quiero empecinar en ello porque ahora estoy en la duda. Lo que está claro es que el día que Sergio consiguió trabajar con Ennio, fue como si le hubiera tocado el Gordo de la lotería pero habiendo jugado muchísima pasta, ¿eh…? O si lo prefieren, un pote de 125 millones de euros jugando dos euros con cincuenta céntimos…

  6. José Antonio

    He disfrutado su artículo, señor Zabala, porque sus opiniones son las mías, y no hay nada como verse reflejado en una cabeza ajena. Siempre pensé, además, que Jackie Brown es la mejor película de Tarantino, aunque todas me parecen memorables. gracias

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