Septiembre de 1978, el Washington Post publica que por segunda vez en un año un alto cargo soviético de la ONU en Nueva York ha desertado. En abril había sido Arkady Shervchenko, el número uno de la delegación. El siguiente era Imants Lesinskis, un traductor, y su mujer, Rasma, secretaria. Llevaban dos años trabajando en la misión soviética en la ONU. Cuando su hija Ieva obtuvo un permiso para ir a visitarles desde Letonia, una vez juntos, la familia al completo se había puesto en manos de la CIA.
Julio de 2001. El Wall Street Journal se pone en contacto con Ieva para entrevistarla. El diario está interesado en conocer cómo había experimentado una joven soviética un salto tan grande entre dos países tan distintos y enfrentados. El redactor, Benjamin Smith, quería averiguar cómo era la vida de la hija de un desertor de la Guerra Fría.
Marzo de 2019, se estrena el documental Mi padre, el espía, disponible en Filmin, una investigación en la que la periodista es Ieva y trata de averiguar por qué murió su padre. Según la información de la que dispone, sospecha que pudo ser asesinado por haber abandonado la Unión Soviética cometiendo alta traición, sobre todo después de que decidiese no llevar un perfil bajo tras su huida y salir del anonimato con apariciones sonadas en los medios.
En los archivos de la CIA desclasificados y abiertos al público no hay información sobre Lesinskis. Tan solo figuran los recortes de prensa en los que se da la noticia de sus charlas y apariciones comprometidas. El desertor no pudo soportar el anonimato de su nueva vida y terminó reapareciendo, lo que iba en contra de la reputación de la URSS, pero comprometía su seguridad y por tanto a la CIA. El diario quería alertar sobre el peligro de descuidar el bienestar de los desertores.
Entrevistado en estas páginas, James Woolsey, director de la CIA entre 1993 y 1995, explicó que había habido grandes éxitos acogiendo espías y altos funcionarios, pero también «casos que te hacen estremecer». Los desertores son el talón de Aquiles de los regímenes totalitarios, decía, pero si se filtra que su situación es desgraciada o son asesinados, eso afecta a la posibilidad de acoger más.
En aquel entonces, la agencia cuidaba de medio millar de desertores entre exsoviéticos, norcoreanos e iraquíes. El problema al que se enfrentaban era que personas con posiciones destacadas y alta cualificación tenían que dejarlo todo, irse a vivir a un pueblo recóndito y ganarse la vida ahí en trabajos tipo reparador de televisores.
Se citaba el caso de Vladimir Sajarov, especialista de veintiséis años en asuntos árabes para la KGB. Cuando la CIA lo reclutó en Kuwait en 1971 lo envió a Hollywood a trabajar en un motel. Años después, en un subcomité de la agencia se quejó de esos días: «No tenía amigos en absoluto, nadie con quien hablar y ninguna esperanza en el futuro». Su caso también aparecía en Sucesión en la URSS, continuidad y cambio de Horacio Crespo, pero para contar que informó de la alcoba de Andropov:
Un tránsfuga del KGB en el año 1972 —Vladimir Sajarov— , amigo del hijo de Andropov y que por esta razón habría visitado su departamento moscovita, contó a los servicios de inteligencia estadounidense haber visto allí regalos personales hechos por el mariscal Tito y una colección de discos y libros que atestiguarían, según el informante, «una extraña atracción por la cultura occidental»: Chubby Checker, Frank Sinatra, Peggy Lee, Bob Eberly…
También hubo un caso de una pareja que directamente denunció a la CIA en los tribunales por no pagarles los veintisiete mil dólares anuales que habían acordado para su subsistencia. Los abogados de la agencia se escudaron en una fallo de la Corte Suprema de 1875 que decía que los tribunales no tenían derecho a revisar los contratos entre el gobierno y sus espías.
En el documental, Ieva relata que su padre ya fue enviado a Alemania Occidental como espía cuando ella nació. Se la tenían que llevar e integrarse en la sociedad como unos alemanes más. Conserva cientos de fotos de ella de bebé porque sus padres se entrenaron en el manejo de dispositivos fotográficos con ella como modelo.
Aquella misión fracasó y volvieron a Letonia. Su padre siguió saliendo al extranjero y su madre le confesó a Ieva que pertenecía al KGB, pero que si se lo decía a alguien «le meterían un tiro en la cabeza». Sin embargo, en los Juegos Olímpicos de Roma, los primeros televisados, lo que incrementó las actividades de inteligencia en la capital italiana, Lesinskis se entregó en la embajada estadounidense. Quería dejarlo todo, pero no le acogieron. Se limitaron a convencerle de que les sería más útil como doble agente. Desde entonces, pasó información a la CIA.
Con fotografías de su archivo personal impagables, Ieva ha reconstruido los pasos de su padre desde ese día hasta que murió en un aparcamiento. Una odisea en la que ella vio truncada su vida, partida por la mitad y, como su padre y su mujer, sufrió una grave crisis de identidad.
Cuando Lesinskis y Rama, su segunda mujer, trabajaban para la delegación de la URSS en la ONU, en Nueva York, pasaban documentos robados o fotografiados a la CIA. No obstante, el día en que Arkady Shervchenko, que era su jefe, desertó, saltaron todas las alarmas. Justo en ese momento, su hija, Ieva, había obtenido un visado para visitarlos. Estaban los tres reunidos cuando llegó una invitación dirigida a los Lesinskis para pasar unas vacaciones en casa, en la URSS. Lo interpretaron como una señal. El matrimonio creyó que sería una trampa y en ese momento, aprovechando que por fin estaban los tres, tomaron la decisión de desertar.
Estaban en el Marriott, publicó el WSJ. A Ieva le llamó la atención encontrar en el baño las tarifas del hotel, trescientos cincuenta dólares por noche. Eso era impagable. Cuando se lo dijo a su padre, él fue muy claro con ella. Le dijo que se iba a pasar al enemigo, pero que ella podía decidir. Tenía la opción de acompañarle o la de irse a la embajada y denunciarle. Lógicamente, se quedó con él, pero eso suponía renunciar a todo lo que había conocido hasta entonces. Adentrarse en un mundo nuevo y desconocido. Su padre, posteriormente, reveló que había esperado a estar con ella para marcharse porque sabía que si su hija se quedaba con su abuela en la Letonia soviética o tendría problemas para cursar estudios superiores o nunca tendría un trabajo decente si su padre era un traidor.
Para ella en aquel momento la decisión no tenía ni sentido. Era irse con su padre no se sabe dónde, entendía que lo que le contaba eran tonterías e historietas, o refugiarse en la embajada y suplicar. Su padre en una entrevista posterior no mostró ningún arrepentimiento por lo que hizo. Insistió en que llevaba años planeándolo.
Durante unos días estuvieron en el limbo. Rodeados de agentes de la CIA, se preparaba su nueva situación legal. Kofi Anan, que todavía no era secretario general de la ONU, escribió una carta a su padre exigiéndole que «explicara satisfactoriamente» por qué había abandonado su puesto de trabajo. En el piso, su padre no paraba de fumar, beber y responder a cientos de preguntas de los agentes. La claustrofobia fue tal que, tal y como contó el WSJ, los agentes de la CIA se llevaron a Ieva de marcha a bailar Lionel Richie, que entonces sonaba por todas partes.
Así se metió en su nueva piel, empezó su vida con otra identidad. Su padre se convirtió en Peter, Ieva pasó a Evelyn y Rasma se llamó Lynda. Se supone que por el trabajo de su padre habían viajado por Europa y ella había ido a la universidad en Moscú. Su pasado se había volatilizado y su futuro no era para lo que habían vivido. No podía decirle a nadie quién era. Solo tenía presente.
En el documental se explica que, llegado este punto, la situación de los desertores es peor que un divorcio. Abandonan todo, pierden su identidad en un sentido literal y su reputación. Los primeros días no es extraño que piensen en regresar, que se arrepientan. Luego arrastran un sentimiento de culpa y una soledad que puede poner en peligro su situación.
Su abuela también lo perdió todo. Se quedó sin familia. Agentes del KBG le dijeron que podría escribirles, pero su carta se publicó en un periódico. Se tituló «Grito de dolor de una madre». En otros medios se dijo que habían traicionado a su madre enferma, que Ieva había sido secuestrada. «¿Tendré alguien para poner flores en mi tumba?», terminaba la carta.
Durante los primeros meses, Lesinskis empezó a tener un comportamiento paranoico. Los miedos típicos de los espías o agentes dobles estallaron en su cabeza. Temía por su hija, «el eslabón más débil» de su plan, pero sus temores eran infundados. Lo peor fue cuando tomó conciencia de que no se le encargaría ninguna misión, el gobierno estadounidense lo que pretendía es que se apartase del foco.
Lesinskis envió numerosas cartas a la CIA quejándose de su situación, de su aislamiento, de la imposibilidad de viajar hasta que, finalmente, se mudaron a Colorado. Allí Ieva, ahora Eva, se mezcló en el ambiente bohemio de su facultad. Se tiñó el pelo, descubrió a los Talking Heads, precisó el WSJ, alternó con artistas y se casó, según dice en el documental, con un único fin: huir de su padre.
Ese hombre estaba roto por dentro. Bebía cada vez más y estaba deprimido. La vida a su lado era insoportable. Le encontraron un trabajo de investigador para un profesor de Historia Soviética, posiblemente conectado también la CIA. Pese a su deserción, entre la diáspora letona no cobró ningún relieve. Siempre se sospechó que el agente doble podría serlo también triple. Hasta que estalló.
En 1984, salió del armario y dio declaraciones a la prensa. En los archivos abiertos de la CIA están los recortes de sus apariciones en The Christian Science Monitor y Boston Globe. En ellas daba información sobre altos cargos de la URSS que habían sido expulsados del extranjero por espionaje, como Alberts Liepa, que tuvo que salir de Suecia por intentar reclutar agentes entre la diáspora letona. Contó al detalle como era su modus operandi, las listas que se hacían de todos los ciudadanos de origen soviético que vivían en estos países para controlarlos. Llegó a explicar paso por paso cuáles habían sido sus funciones en el extranjero a las órdenes de la KGB.
En el documental se lanza la sospecha de que eso pudo costarle la vida. Según una confesión, a los agentes que iban al extranjero se les hacía saber que si cometían la estupidez o la locura de desertar, en su nueva vida debían ser discretos, pues en caso contrario, si «envenenaban» la opinión pública, podría pasarles lo peor. No siempre se conseguía, pero siempre se intentaba matarlos, dice el documental.
Cuando su padre murió, coincidió con la caída de la red de dobles agentes de la CIA en Moscú. Fueron traicionados por un agente de la CIA, Aldrich Ames. En la investigación de Ieva para su película ha descubierto que este confesó que también traicionó a «un matrimonio letón». Sin embargo, en una entrevista con otro agente, este le dice que nunca se hubieran cometido asesinatos en Estados Unidos como los que se producían en Europa. Eso hubiera tenido graves consecuencias. De hecho, en la entrevista que ella dio al WSJ, resalta que los agentes de la CIA responsables de su seguridad, cuando quiso volver a Europa a finales de los ochenta, le dejaron claro que ahí no la podían proteger. Pero ella, una vez a salvo de los soviéticos, solo tenía una petición para los servicios secretos estadounidenses: que la dejasen en paz.