Hace cientos de miles de años que los humanos sabemos perfectamente que necesitamos del grupo para nuestra supervivencia. El contacto frecuente con otros semejantes presenta múltiples beneficios materiales y psicológicos, principalmente protección, ayuda mutua o afecto. Es por esto que la soledad, el vernos rechazados o marginados del grupo más cercano a nosotros, sea uno de los miedos principales y más aterradores de las personas. Por lo que, en correspondencia, un problema recurrente en psicoterapia es la necesidad de tener amigos.
Cada vez más personas pasan por la consulta del psicólogo preocupadas por una sensación mayor de desarraigo y aislamiento en su día a día, que suele dedicarse a largas jornadas laborales, a mantenimiento y logística de la vida cotidiana; hay quien además está estudiando, cuida de algún familiar y si queda un resquicio en la agenda, aprovecharlo para tomar un indispensable descanso. El invento de las redes sociales, llamado a facilitar la construcción de redes de amistades entre los usuarios, parece haberse convertido más en un sustituto que en un potenciador. Paradójicamente estamos más conectados que nunca y sin embargo nos sentimos más solos en medio del triunfo de las sociedades individualistas.
La amistad es esencial para nuestra calidad de vida y uno de los factores principales que contribuyen al bienestar y la felicidad de los seres humanos (Demir, 2015); un aliado importante cuando nos enfrentamos a malos tiempos o problemas psicológicos de toda clase. Si hay tantas ventajas, ¿cómo puede ser que tantas personas sufran un bloqueo a la hora de conocer a alguien? La respuesta es compleja y requiere primero hacerse una idea de qué se entiende por amistad.
Podríamos definir la amistad como una relación interpersonal —es decir, que implica una reciprocidad— construida entre dos personas y que incluye además un componente importante de cercanía e intimidad (Amichai-Hamburger, 2012). Se ha de entender como una interdependencia donde dos personas adquieren un compromiso implícito de asistencia mutua en el que también se ha de destacar la dimensión del compañerismo entendido como el tiempo y las actividades desarrolladas en común. Por último, no hay que olvidar que, como en cualquier otro tipo de vínculo estrecho, existe un factor de conflicto potencial y de control psicológico: el establecimiento de una amistad implica cierto grado de exposición a la retirada de afecto o desaprobación en función de aquello que se juzgue inadecuado, y por tanto modula el comportamiento prosocial (Padilla-Walker, 2014).
En estos términos, construirse una red de amistades, especialmente de carácter íntimo, puede parecer una tarea descomunal, puesto que necesita movilizar multitud de recursos personales, psicológicos —además de, por descontado, dedicar tiempo— y nos va a exigir enfrentarnos a situaciones sociales, campo abonado para la aparición de nuestros miedos y distorsiones favoritas. Encontrarse en un momento vital donde la sensación de soledad sea muy notoria, como por ejemplo al terminar los estudios, cambiar de trabajo, divorciarse, mudarse a un país o ciudad nueva, etcétera, puede aportar un sesgo negativo de entrada. Ante todas estas dificultades es habitual que los beneficios a medio plazo de la inversión a realizar se vean borrosos. Sabiendo que no hay nada que nos garantice que toda esta inversión en sociabilidad dará los resultados que deseamos; la metáfora podría ser la del buscador de oro en los ríos del Yukón, que no sabe cuándo ni dónde encontrará la tan deseada pepita de oro.
Pero antes de hacernos una bola en el sofá y decidir aislarnos del mundo ante semejante esfuerzo, quizá sería interesante plantearse cómo es una red de amistades. En general, se acude a dos parámetros principales para medirla; la cantidad de contactos y la calidad del vínculo (Demir, 2015). Así que una de las primeras preguntas que uno puede hacerse es de cuántas amistades estamos hablando. La mayoría ansía un vínculo de intimidad, disponer de lo que llamamos «mejores amigos», y los suele cifrar en no más de cuatro o cinco. Un número asombrosamente constante que coincide con las conclusiones de Robin I. M. Dunbar al respecto. Este psicólogo y biólogo evolucionista británico lleva investigando desde 1975 el comportamiento prosocial de primates y humanos, y sostiene que tanto el tamaño como la calidad de las relaciones de amistad de los homínidos están restringidos por factores diversos como la capacidad cognitiva y el tiempo y capital emocional invertido.
En última instancia, las dimensiones de la red de relaciones de un individuo estarían correlacionadas con el tamaño de su neocórtex: la Teoría del cerebro social implica que el enorme cerebro de los primates habría evolucionado para manejar la inusual complejidad de su mundo social (Dunbar, 2018). En el caso de los humanos, parece existir un límite consistente de unos ciento cincuenta contactos de promedio, una cifra común detectada en organizaciones tan dispares como sociedades de cazadores-recolectores, ejércitos modernos, comunidades rurales o incluso en mamíferos altamente sociales.
Nuestras redes sociales se organizan además en una especie de «círculos de amistad» (Dunbar, Roberts 2010), en los que estructuramos la jerarquía de proximidad en capas concéntricas: la más íntima corresponde a la cifra de hasta cinco amistades —incluida nuestra pareja si la tenemos—, el círculo de «simpatía» a unos doce o quince individuos con los que tenemos una buena conexión y decreciendo progresivamente en cercanía emocional, los de conocidos hasta cincuenta y finalmente el tope de ciento cincuenta, que forma el nivel más exterior. Pues bien, parece ser que dedicamos el 40% de nuestro tiempo social al círculo más estrecho y un 20% al inmediatamente posterior; son aquellos a quienes contactamos con más frecuencia. Para forjar unas conexiones más íntimas es necesaria una mayor inversión de tiempo, estar presente con mayor periodicidad y dedicar más habilidades cognitivas y emocionales, de tal manera que, si dejamos de sostener la frecuencia de contacto con alguien, caerá a alguno de los círculos exteriores. De hecho, parece ser que iniciar una relación sentimental provoca que desviemos recursos sociales de tal manera que alguna de nuestras amistades íntimas se desplaza a la zona de simpatía, que correspondería al famoso «efecto de desaparición» de algunas personas cuando se emparejan.
Hay cierta variabilidad en este número de Dunbar en función de varios parámetros, además del tamaño de nuestro cerebro; por ejemplo, los extrovertidos tienen redes más amplias, pero de conexiones más débiles (Pollet, 2011). Normalmente las redes de amistades de los jóvenes son más ricas y densas, ya que su promiscuidad social es mayor, para decaer con la edad cuando aparece el fenómeno de la soledad en edades avanzadas. Las mujeres tienden a formar círculos íntimos más grandes, incluida la figura de la «mejor amiga para siempre» (best friend forever), generalmente una mujer (Dunbar, 2018). Hay incluso estudios sobre cómo gestionan sus amistades los individuos de la llamada «tríada oscura»: los psicópatas buscan amistades volátiles; los maquiavélicos, que puedan ser fácilmente explotadas; y los narcisistas son los más variados, oportunistas y por tanto menos restrictivos (Jonason, 2012).
Ahora que sabemos que no hacen falta tantos amigos, ¿qué tengo que hacer para crear esta red? Para que una amistad empiece a rodar se necesita proximidad: cercanía en el espacio y en el tiempo, más disponibilidad para aquellos que me interesan (Amichai-Hamburguer, 2012). Un segundo aspecto importante es la similaridad, pues es más probable que nos hagamos amigos de quienes se parecen a nosotros, en términos de apariencia física, intereses y rasgos psicológicos comunes, origen étnico o trasfondo cultural (Kupersmidt, DeRosier y Patterson, 1995; Schneider, 2000; Tessier, Tremblay y Bukowski, 1994). Dunbar propone una serie limitada de siete dimensiones que predicen nuestras elecciones de amistades: el género, la lengua (o mejor aún, la variante dialectal, ya que nos une más estrechamente a una comunidad), el lugar de origen —dónde creciste—, la historia educativa, los intereses y aficiones —incluidos gustos musicales—, el sentido del humor y la visión del mundo en el plano moral, religioso y político. Así que no, los extremos no se atraen: solemos juntarnos por afinidad.
Internet es una aliada en este proceso de selección; ofrece acceso inmediato a personas con opiniones, creencias, rasgos e intereses parecidos a los nuestros, puesto que las redes sociales tienden a segmentar por afinidad de opiniones, y nos resulta más fácil detectar afinidades (Ben-Ze’ev, 2005; Schneider y Amichai-Hamburger, 2010). Los expertos no terminan de ponerse de acuerdo sobre si la irrupción de las redes sociales provoca un desplazamiento de las físicas o bien resultan en una estimulación que enriquece las redes de amistades reales (Valkenburg y Peter 2011), aunque parecen apuntarse algunas evidencias de lo segundo. Sin embargo, con matices: si hablamos de internet, el tiempo social invertido es más efectivo normalmente entre gente que vive en la misma zona (Mazur y Richards, 2011) o para incrementar el contacto entre parientes y amigos que están fuera de alcance (Hampton, Wellman 2001). Si no tenemos tiempo para relaciones reales, es muy probable que lo usemos como sustituto dada su comodidad e inmediatez, pero no resolverá por sí sola la sensación de soledad. Para la intimidad, internet puede ser un entorno menos amenazador en personas con inhibiciones sociales, debido a la protección que el anonimato y la ausencia de presencia física ofrecen. El principal hándicap de las amistades cibernéticas es la ausencia del tercer factor a tener en cuenta; el compañerismo, ya que la posibilidad de realizar actividades de manera conjunta es limitada y de alguna manera nos empuja a buscar el contacto en el mundo real.
Ahora bien, las amistades son demandantes cognitivamente, puesto que suponen establecer «contratos sociales» basados en la confianza mutua, y por tanto hay un componente importante de promesa de apoyo futuro y de comportamiento prosocial: en otras palabras, tener amigos lleva aparejado saber inhibir algunos de nuestros deseos en aras de que los demás puedan satisfacer los suyos —mantener un balance—. Las consecuencias de nuestra conducta a medida que la red de relaciones crece se complica; indisponerse con un amigo puede hacer peligrar la relación con otros amigos comunes. También nos exigen una buena capacidad de mentalización, entendida como la capacidad de leer o entender estados mentales e intenciones de otros. Hacer amigos requiere un esfuerzo cognitivo y emocional importante cuya recompensa no está ni mucho menos asegurada, y es por esto que la respuesta a la perspectiva de tejer redes de contactos sea habitualmente un «me da pereza», por mucho que lo deseemos.
Por último, no hay que descartar la presencia de problemas con las habilidades sociales necesarias o percibidas. Puede que nos falte repertorio —verbal y no verbal— para dominar el arte de la comunicación, o bien sufrir la famosa inhibición por ansiedad social, sobre todo cuando nos vemos en la tesitura de iniciar un contacto con completos desconocidos sin alguien conocido en quien refugiarnos. En todos los casos de miedo al contacto aparecen creencias distorsionadas que se centran en una imaginaria inferioridad propia —«no voy a saber de qué hablar», «no soy interesante»— y una adivinación del juicio ajeno, que además es invariablemente negativo y sobrevalorado —«les caeré mal», «a saber qué piensan de mí»—, entre otros esquemas mentales fantasiosos. Muchos estudios apuntan a que una mayor habilidad social es un factor implicado clave en el bienestar psicológico, un hallazgo consistente entre culturas. Demir (2012) comparó culturas individualistas (Estados Unidos) con colectivistas (Malaysia) y comprobó este efecto en ambos modelos, aunque esta relación está fuertemente mediatizada por la calidad de las amistades; tener una gran habilidad social no predice bienestar por sí misma si no está sirviendo para tener buenos amigos.
No solo las habilidades sociales se pueden entrenar, sino que existe una tendencia a infravalorarlas, quizá debido al culto contemporáneo a la extroversión y el protagonismo. De hecho, cuando la exposición a otras personas tiene lugar en un ambiente en el que aceptamos la obligatoriedad de acudir regularmente, como es el trabajo o la escuela, resulta que somos capaces de lidiar con nuestras limitaciones sociales e incluso de hacer amistades significativas. Es decir, con mayor o menor competencia social, todos tenemos la capacidad de hacer amigos. Si optamos por salir ahí fuera y probar voluntariamente alguna actividad grupal, tampoco hay que desanimarse si acudimos a algún evento multitudinario: según Dunbar, es imposible sostener una misma conversación por parte de más de cuatro personas concurrentes. En cuanto una quinta se incorpora, la tendencia es a derivar en más de una temática, así que es poco probable que estemos manejando más de cuatro relaciones simultáneas. Por mucha gente que se haya presentado a la cena, no estaremos interactuando nunca con demasiada a la vez.
Así que si estamos planeando conocer nuevas personas es esencial no perder de vista que la red de amistades que necesitamos no es tan grande como podría pensarse, lo que nos libera en alguna medida de la presión imaginaria de tener que caerle bien a todo el mundo. Con unos cuantos contactos podemos ir construyendo la base para futuras ampliaciones, e ir aprovechando las conexiones de nuestros nuevos amigos. También es una buena oportunidad para valorar nuestras creencias limitadoras y analizar críticamente cuál es el estado real de nuestras habilidades sociales.
Bibliografía
Amichai-Hamburguer Y., Kingsbury M. y Schneider B. H. (2012) «Friendship: An old concept with a new meaning?» Computers in Human Behavior 29 (2013) 33–39
Demir M., Jaafar J., Bilyk N. y Raduan Mohd Ariff M. (2012) «Social Skills, Friendship and Happiness: A Cross-Cultural Investigation». The Journal of Social Psychology, 152:3, 379-385
Demir M., Orthel-Clark H., Özdemir M. y Özdemir S. B. (2015) «Friendship and Happiness Among Young Adults». Friendship and Happiness. Springer Science+Business Media Dordrecht 2015
Dunbar R. (2018) «The Anatomy of Friendship». Trends in Cognitive Sciences, January 2018, Vol. 22, No. 1
Jonason P. K. (2012) «What Have You Done For Me Lately? Friendship-Selection in the Shadow of the Dark Triad Traits». Evolutionary Psychology – ISSN 1474-7049 – Volume 10(3). 2012.
Padilla-Walker L. M., Fraser A. M., Black B. B. y Bean R. A. (2014) «Associations Between Friendship, Sympathy, and Prosocial Behavior Toward Friends». Journal of Research on Adolescence, 25 (1) 28-35
Seyfarth R. M., Cheney D. L. (2012). «The Evolutionary Origins of Friendship». Annu. Rev. Psychol. 2012. 63:153–77
Sutcliffe A., Dunbar R., Binder J. y Arrow H. «Relationships and the social brain: Integrating psychological and evolutionary perspectives». British Journal of Psychology (2012), 103, 149–168.
Las personas, todas, estamos siempre solas aunque muchas no lo sepan o no quieran saberlo. Buscamos, claro, el apoyo del grupo para resolver situaciones concretas como pudiera ser el ataque de un oso a un neanderthal que finalizaría, con suerte, al abatir a la bestia todo el clan cercano al primer indivíduo. Pero no se olvide que el amor propio es enemigo del amor al prójimo. Con esto quiero decir que palabras grandilocuentes como AMISTAD o AMOR, no son más que espejismos en un desierto y se desvanecen en cuanto entran en juego la supervivencia propia y la de los nuestros. Y esta es otra, porque creo que el AMOR, desinteresado, ese que cuesta tantísimo encontrar y que dicen que es el auténtico, me parece a mí que solo se da de padres a hijos (posiblemente más por parte de las madres) y no cabe esperarlo de casi nadie, ni siquiera de estos mismos hijos hacia sus padres. No se crea que yo estoy a gusto o conforme con esta situación, al contrario, es una de las úlceras que agobian mi paso por este mundo. Lo que ocurre es que nunca me ha gustado engañarme como parece ser que hace el 99% del género humano para conseguir ir tirando hasta el miserable fín que nos espera a todos. Me gusta creer que me queda un poso de dignidad al apurar las heces de la realidad.
Con este apocalíptico preámbulo solo quiero incidir en el hecho de que las famosas relaciones-amistades están sobrevaloradas hasta extremos delirantes y que si una persona realmente tiene el -iba a decir don pero no quiero exagerar- talante generoso y la empatía como para alegrarse hasta el infinito de las dichas de sus amigos y familiares y sufrir hasta las lágrimas por sus descalabros y desgracias, que no espere correspondencia por parte de la mayoría de ellos porque lo más probable es que sean unos miserables envidiosos, unos mezquinos capaces de disputarle un hueso roñoso y unos patéticos canallas que se alegrarán en secreto de sus desventuras. Aunque eso sí, si piensan que pueden sacar algo de ese infeliz que va con el lirio en la mano, se aferrarán a él hasta sacarle el tuétano, porque esa es la idea que ellos tienen sobre las relaciones de AMOR y AMISTAD.
Se abre la verja del jardín
con la docilidad de la página
que una frecuente DEVOCIÓN interroga
y adentro las miradas
no precisan fijarse en los objetos
que ya están cabalmente en la memoria.
Conozco las COSTUMBRES y las ALMAS
y ese dialecto de alusiones
que toda AGRUPACION HUMANA va urdiendo.
No necesito hablar
ni mentir PRIVILEGIOS:
bien me conocen quienes aquí ME RODEAN,
bien saben mis CONJOGAS y mi FLAQUEZA.
Eso es alcanzar lo más alto,
lo que tal vez nos dará el Cielo:
no ADMIRACIONES ni VICTORIAS
sino sencillamente ser admitidos
como parte de una realidad innegable,
como las piedras y los árboles.
Jorge L. Borges, Llaneza, dedicada a su amiga Haydée Lange. Gracias por la divulgación.
«Apocalípticos e integrados» título de Umberto Eco que iría al pelo para estos dos de arriba…