Mira que habrá cosas en las que fijarse de Adolfo Suárez, de su biografía y su trayectoria, pero a mí solo me interesa una. Escribió sobre ella Gregorio Morán en su libro Adolfo Suárez, ambición y destino.
Contaba que, en su época de secretario en los cursillos de Administración Local, en Peñíscola, entre 1961 y 1964, se encontró con la primera mujer que se puso un bikini en aquellas playas. Morán sostiene que tanto Suárez como su adjunto y amigo Juan Gómez Arjona, excompañero del Colegio Mayor Francisco Franco, recordaban «como hecho más sublime de su trabajo intelectual en Peñíscola haber logrado convertir al catolicismo a la primera mujer con bikini que apareció en aquellas playas».
Comprobadas otras seis biografías de Suárez, de autores tan dispares tanto en ideología como en profesionalidad como José García Abad y Pío Moa, no aparece ni rastro de ese suceso. Solo lo menciona el periodista César Coca en el obituario que escribió del expresidente en El Correo, aunque da detalles de cómo se produjo la situación y menciona que hubo testigos:
Durante tres años, hace de secretario de unos cursos de Administración local que se imparten cada verano en Peñíscola. Quienes necesitaban aún una prueba del poder de convicción del joven abulense la encuentran allí, a la sombra del castillo del Papa Luna. Un día Suárez camina por el paseo de la playa cuando ve, a pocos metros, a una muchacha extranjera que toma el sol en bikini. Ni corto ni perezoso, se dirige a ella y comienza a hablarle. Ninguno de los testigos del hecho alcanza a oír nada de la conversación, pero un rato después ven cómo la chica se cubre y en un castellano muy primario anuncia su intención… de convertirse al catolicismo.
Para Morán, ese momento, que define como un gesto «imperial e hispanísimo», fue el inicio de su vinculación con el Opus Dei. Igual que Coca, que explicó que era imposible «encontrar mejor aval» para unirse a la Obra que ese. Sí que debía tener Suárez alguna motivación caballeresca, puesto que en Ávila, cuando era secretario del gobernador, en el discurso de inauguración de la agrupación «De jóvenes a jóvenes» que había creado, un piadoso lugar de encuentro para chavales, proclamó: «Acción Católica nos ofrece, amigos, la oportunidad de demostrar a Cristo que aún no se ha extinguido la raza bravía que en otros tiempos conquistó mundos para Dios», tal y como recogió la prensa local, según el biógrafo. Por lo menos él sí se imaginaba a sí mismo con la cruz y la espada.
Es bastante curioso, pertenezca este suceso a la realidad, la ficción o la exageración, que la llegada de turistas en bikini se aprovechase para anotarse el tanto de algo tan contrarreformista como la conversión de una protestante al catolicismo, aunque no haya forma de saber tampoco, en el caso de que sea cierta la anécdota, si la turista se estaba riendo en su cara o, sencillamente, se encontraba en avanzado estado de ebriedad.
Porque el bikini causó estragos en España. Una reciente película homónima de Óscar Bernàcer relató el viaje en moto que hizo Pedro Zaragoza Orts, alcalde de Benidorm, hasta Madrid para ver a Franco y pedirle que hiciera la vista gorda con el atuendo de las turistas. El arzobispo de Valencia, Marcelino Olaechea Loizaga, y numerosos prebostes del régimen, como Gabriel Arias-Salgado, padre del que fuera ministro del PP en los noventa, habían intentado que se le excomulgara por lo que ocurría en sus playas, pero se salió con la suya por el bien del turismo, o sea, de las divisas. Logró que la policía mirase hacia otro lado. Antes de eso, unos vigilantes vestidos de los tobillos al cuello se paseaban por las playas inspeccionando a los veraneantes y advirtiéndoles en el caso de que estuvieran exponiendo al sol más cuerpo del que la legislación española y las buenas costumbres propias de nuestro pueblo permitían.
Al final pudo llevarse este traje de baño en Benidorm, pero solamente en las playas. Un metro fuera ya no. Según contó el inglés Charles Wilson en su libro Benidorm, the Truth a las que se iban a tomar algo a los chiringuitos cercanos las multaba la Guardia Civil. Y eso era un oasis, al propio autor del libro y unos amigos les apedrearon en Asturias porque una amiga que iba en el grupo vestía pantalones. En ese mismo libro se cuenta que una turista fue multada duramente por darle una bofetada al guardia civil que la amonestó por llevar bikini en un bar. Imaginemos por un momento a esos servidores de Dios y el Estado más entrados en años a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Después de haber luchado encarnizadamente contra un enemigo que el Vaticano había señalado como el demonio dando rango de cruzada a su lucha, después de haber muerto por esa causa y asesinado a sangre fría a señalados por un comentario herético o anticlerical en un bar, se encontraron años más tarde con que el país veía la llegada a sus idílicos pueblitos costeros de cientos de mujeres semidesnudas, muchas incluso fumando. Piensen en los cortocircuitos que tuvo que haber en aquellas mentes.
En 1958, la Dirección General de Seguridad prohibía expresamente que las mujeres vistiesen bañadores «dos piezas», debían llevar pecho y espalda cubiertos y usar faldita. Y solo dentro del agua, porque el bañador «tiene su empleo adecuado dentro de ella y no puede consentirse más allá de su verdadero destino», pero nada pudo hacerse. La prenda se generalizó en los lugares turísticos.
En el resto, el escándalo llegó por Zaragoza. La España del interior seguía siendo eterna todavía. Ocurrió en la piscina Estadio Miralbueno El Olivar en el verano de 1970. El encargado de las instalaciones expulsó a una chica en bikini y el resto se revolucionó. Se trataba de una piscina propiedad de una organización de carácter conservador que velaba por el alma de sus socios segregando por sexo a los bañistas. Como protesta, cincuenta mujeres llevaron a cabo una acción coordinada. Cuando el encargado quiso expulsar a la que se había puesto en bikini, que era un señuelo, se quitaron todas la blusa a la vez y, sorpresa, también llevaban el satánico dos piezas. El hombre, desbordado, llamó a la policía. Cuando llegaron los agentes, otras mujeres se habían unido improvisadamente a la protesta recortando como pudieron sus bañadores allí mismo. El conflicto se resolvió autorizando en el acto el uso del bikini. Dijo al respecto la revista Triunfo: «Al Estado siempre le agrada comprobar que existen criterios más reaccionarios que los suyos».
Algo antes, en 1966, ya pudimos dar el puritanismo por oficialmente vencido cuando José Luis Acquaroni escribía en ABC que, tras Hiroshima y Nagasaki, no podíamos culpar al ser humano por empezar una nueva etapa de la historia despojándose de todo lo que le había conducido a los episodios tan escalofriantes de la II Guerra Mundial, incluida la ropa. Textualmente, concluyó: «Era lógico y saludable que, como ciertos animales, al entrar en un nuevo periodo, en una nueva era, el hombre se despojara de las viejas, incómodas, inservibles, endurecidas escamas». Y ponía especial atención al atuendo de Chamberlain en Múnich cuando trató de evitar la guerra «de levita, cuello de pajarita, bombín, apoyándose en la fragilidad de un paraguas, todo él ennegrecido como un cuervo». La etiqueta no le salvó de Hitler, daba a entender.
Pero lo que ocurría en España hasta ese momento no era un fenómeno autóctono. En términos igual de ridículos había ocurrido en todas partes, prácticamente; el problema era que cincuenta años antes. Sonado fue en Boston el incidente de Annette Kellerman. Esta australiana, nadadora profesional —a ella se le atribuye la invención de la natación sincronizada—, acudió de gira a Estados Unidos y se encontró con la siguiente imagen en las playas de Boston, tal y como escribió en My Story, una autobiografía que no se publicó pero que aparece recogida en fragmentos en The Original Million Dollar Mermaid, de Emily Gibson y Barbara Firth:
¿Cómo podían estas mujeres nadar con zapatos, medias, pololos, faldas y vestido de marinero con las mangas hinchadas y en algunos casos con corsés bien ajustados? Y ni siquiera fuimos realmente a nadar. Todas caminamos un poco por la orilla, entramos y salimos del agua. Las que se quedaron estaban tan sumamente cargadas que no mostraban ninguna alegría al nadar.
Annette se puso su bañador de una sola pieza nunca visto hasta entonces por esos lares, un maillot que dejaba sus brazos y piernas al descubierto. Cuando se acercó al agua, se empezó a escuchar entre los presentes «Oooh, aaah», incluso gritos de terror. Inmediatamente apareció un policía y le preguntó que adónde iba así vestida. Ella contestó que a nadar tres millas. «No puede», replicó el agente. «¿Y cómo voy a nadar tres millas con un vestido?», contestó ella. La discusión continuó en comisaría y luego en el juzgado. Allí Kellerman expuso que las mujeres que se metían en el agua vestidas del tobillo al cuello tenían más posibilidades de ahogarse que de aprender a nadar. El magistrado permitió que llevase el traje de baño a condición de que lo cubriera fuera del agua con una bata. Era 1907 y, casualmente, ahí en Massachusetts se estableció la citada legislación que publicó la Dirección General de Seguridad en España en 1958.
El siguiente episodio conflictivo en las playas fue el topless. En España la figura de escándalo público que debiera perseguirlo no se eliminó definitivamente del Código Penal hasta 1989. Hasta entonces, las autoridades no se encontraron más que con guardias civiles haciéndoles llegar sus dudas. La ley prohibía un desnudo completo, pero ¿un desnudo casi completo?, ¿qué era eso? Hubo hasta insignes políticos socialistas que hicieron ver que a ellos no les gustaba esa nueva bárbara costumbre, como el alcalde de Barbate, Serafín Núñez.
En cuanto al nudismo, hasta 1978 no se permitieron las primeras áreas restringidas, pero en 1980 te seguías encontrando noticias como esta en El País sobre un suceso ocurrido en la isla de Ons, Pontevedra: «Varios vecinos que se hallaban en la zona oyeron los gritos de auxilio y bajaron corriendo a la playa, encontrándose con el espectáculo de los paisanos que apaleaban durísimamente al nudista, ante su mujer y sus hijos, con cinturones y el palo de una sombrilla, causándole grandes heridas». Los juicios y los altercados se prolongaron durante toda la década.
Y poco más se avanzó por la vía del destape. Los nudistas siguen en lugares restringidos, como mucho en algunas playas mixtas, y el topless, al ponerse de moda durante los ochenta, estuvo circunscrito a los vaivenes de la posmodernidad. En Italia, por ejemplo, cuando empezaron a relajarse las leyes que lo prohibían, lo que empezaron a venderse fueron bañadores de una pieza. Hasta agotarse. Lo chic pasó a ser el retroceso. Ahora es un hecho que el topless se empieza a percibir cada vez más como una cuestión generacional. Es más frecuente en mujeres de cierta edad.
Sin embargo, presentarse ahora en la playa, con plena libertad para llevar el bañador que se quiera o el pecho descubierto, es mucho más problemático, estresante. La mera existencia de la «operación bikini» —ponerse a adelgazar un par de meses antes de que llegue el verano— lo constata. El feminismo denuncia que los estrictos y a menudo inhumanos cánones estéticos que se difunden en los medios acaban ejerciendo una función represora sobre el cuerpo de la mujer que poco le queda para envidiar a las de antaño.
De hecho, no solo existe pudor sobre el propio cuerpo, también sobre el aspecto de las calles que dan al mar. Cada vez abundan más las normativas que impiden ir por ellas sin camiseta. En Barcelona, hay dresscode. Sirve, titulan «para fomentar y garantizar la convivencia ciudadana en el espacio público». Y dice así: «Queda prohibido transitar o permanecer en los espacios públicos solo en bañador u otra prenda de ropa similar». En el verano de 1970, en la playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria, alguien, turbado por la llegada de turistas ligeros de ropa, escribió una famosa pintada integrista, según recogió el Celtiberia Show de Luis Carandell: «Destruiré la vida si no se pone más honestidad en el vestir». Ahora es una ordenanza del excelentísimo Ajuntament de Barcelona. Afortunadamente, no amenaza con la muerte. Solo sanciona con una multa a los que tienen la osadía de, en una ciudad bonita, ir desaliñados. Pero para 2050 a ver si nos impiden poner un pie en el paseo de Gracia sin una mínima rinoplastia.
Además, últimamente en las playas se desata otra batalla, en España solo mediática, contra los burkinis —los trajes de baño diseñados para musulmanas que cubren prácticamente todo su cuerpo—. Para este fenómeno no teníamos preparados argumentos. ¿Cómo diferenciar en una normativa cuándo una mujer se pone esa prenda religiosa porque lo considera oportuno libremente y cuándo la están obligando y diferenciarla de otras prendas? Ahora los cortocircuitados somos nosotros, no la Guardia Civil con bigotazo y mueca de asco.
Recuerdo, de niño, ver a un señor en la playa con una enfermedad importante en la piel. Le pregunté a mi padre que por qué había venido ese hombre en ese estado. Eran los locos ochenta y me contestó que a bañarse tenía derecho a ir todo el mundo estuviese como estuviese y que, era curioso, en ese aspecto la playa era un lugar que nos igualaba a todos, por eso a nosotros nos gustaba tanto. Nunca se me olvidarán estas palabras y no solo por lo sabias, sino por haber podido comprobar desde entonces cómo nos resistimos, cómo nos aferramos a lo que sea para que esto no sea así.
Ponerse un burka o cualquier derivado JAMÁS se hace libremente, aunque no sea por imposición directa
Tampoco yo me pongo zapatos y camisa libremente. Me gustaría ir a trabajar en chanclas y camiseta.
A este equidistante del burka me gustaría decirle que puede, si quiere, dejar su trabajo y buscarse uno en el que trabajar en chanclas y camiseta. Nadie se lo va a impedir y, mucho menos, van a lapidarle o tirarle desde lo alto de un edificio por atreverse a no llevar la ropa adecuada.
Yo pongo mi granito de arena por la normalización de todo, yendo a la playa aquí en Barcelona, a lucir unas varices de escándalo. Al que no le guste, que se joda y que mire para otro lado, ¡estaría bueno! Lo del topless cada vez va más a la baja, alguna que otra guarra que espera con eso que algún primo le pague la paella de marisco y el jamón pata negra, pero vaya que ya no es lo que era. Y lo del nudismo nunca lo he visto claro, no sé, no me gusta verle el ojete a un tío antes de saber cómo se llama, la verdad. Bueno, pues hasta otra.
A mí me parece de perlas que en el Paseo de Gracia, por ejemplo, se prohiba ir a la gente en bañador y toalla mientras hacen tiempo para ir a la playa. Que por cierto, está a unos 45 minutos andando, así que menos dar coba a los guiris y a tratarlos como los tratan en sus países, o sea a bastonazos en cuanto saquen los pies del tiesto y pretendan ir en pelotas por Oxford Street o por la Kurfürstendamm, ¿estamos?
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