Sociedad

Los pueblos que Franco se encontró en un cajón

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María Ángeles Gascón posa en la cubierta de la merlucera a la entrada de su albergue. Fotografía: Andoni Lubaki.

Parece que hoy hay gato para comer. «¿Vienes, Julio? Mi mujer lo guisa muy bien», se escucha de el extremo oeste de esta barra de zinc. «Igual me paso, te digo más tarde», responde Julio, antes de apurar su marianito. Al final todo resulta ser una broma entre dos jubilados perfectamente compenetrados para descolocar a los dos foráneos. Misión cumplida. 

Que Figarol no es un pueblo cualquiera quedaba ya claro desde la carretera que llega desde Carcastillo. Roja, azul y blanca, y con un casco de madera moldeado para las olas del Cantábrico: así es la merlucera que descansa sobre el césped del hostal Doshaches, aunque este se encuentre hoy en mitad del desierto navarro. Aún hay más. Su dueña, María Ángeles Gascón, tiene la misma edad que el pueblo. «Figarol se inauguró en abril del 62 y yo nací en agosto», suelta desde cubierta, pero con ese inconfundible acento que suena a sol y cierzo. Pueblos que «se inauguran», y cuya creación está documentada fotográficamente desde su primera piedra. Puede resultar extraño para la mayoría de los mortales, pero no para los cerca de cuatrocientos habitantes de Figarol. Levantado en el extremo sur de Navarra, es una más de entre trescientas localidades construidas en España durante el franquismo para los llamados «colonos agrarios». La estatua en mitad de la avenida principal de Figarol —colocada en el cincuentenario del pueblo— les rinde homenaje: ahí, sobre un pedestal, una pareja de campesinos mira a su alrededor con una mezcla de curiosidad y determinación. Probablemente también hubiera que añadir grandes dosis de incertidumbre, incluso miedo, a las sensaciones experimentadas por aquellos pioneros de un episodio que transformó las vidas de sesenta mil familias.

Convertir zonas de secano en regadío fue una de las obsesiones del régimen franquista. Se construyeron pantanos para contener el agua, y luego una intrincada red acequias, bancales y terrazas por la que corría hasta eriales que se convertirían en tierra fértil. También hacía falta mano de obra, y así se levantaron los llamados «pueblos de colonos». Fundado en 1939, fue el Instituto Nacional de Colonización (INC) el encargado de pilotar el mayor desplazamiento humano en la península Ibérica del siglo XX. La mayoría en Figarol llegó de Carcastillo; jornaleros que huían de la miseria en carreta con lo puesto, los críos y cuatro aperos; «gente más pobre que las ratas», que dice María Ángeles. Cuando llegaron a Figarol había casas, pero no salía agua del grifo ni electricidad de los enchufes. Y luego estaba aquel barro cuando llovía… Se intentaba salvar con tablones que hacían las veces de pasarelas improvisadas porque las calles también estaban por hacer. 

Hasta que pudieron arrancarle hortalizas al desierto, las familias de colonos sobrevivieron gracias a un puñado de gallinas y alguna vaca en los corrales. De ellos comían todos en casa. Se trabajó mucho y, con el tiempo, algunos de los hijos de aquellos pioneros se labraron un camino más allá de la era. Ahí sigue el albergue de María Ángeles, que funciona entre habitaciones que alquila a trabajadores o excursionistas, y menús del día servidos en un comedor de cuyas paredes cuelgan fotos en blanco y negro de un pueblo aún en construcción. Respecto al barco, fue un regalo de un amigo donostiarra de su marido.

«En un principio íbamos a dejarlo en una laguna cerca de aquí pero luego pensamos que nadie lo iba a ver allí, así que nos lo trajimos a casa», recuerda, antes de enseñarnos las habitaciones que también alquila en las tripas de este pecio de las arenas. Hay lugares en los que la imaginación es tan imprescindible como el agua.

Far West

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Bernardino Sánchez es el pionero del cultivo de arroz en el desierto de los Monegros. Fotografía: Andoni Lubaki.

Enfilamos hacia el sureste a por una carretera apenas transitada hasta que el paisaje, monótono y yermo, estalla en verde a la altura de Alberuela de Tubo. Al igual que en muchas otras zonas, el agua canalizada empezó a transformar el desierto, pero fue el riego por aspersión el que lo convirtió en un vergel. Aquí es posible saber a quién le tocó la lotería en 2011 a través de Google Earth: las fotos sombrean en verde los alrededores de Sodeto, un pueblo en la provincia de Huesca que se puede ver desde el espacio, pero no desde ninguna carretera principal. Sodeto no pilla de camino a ninguna parte. La mayoría de sus doscientos cincuenta habitantes son los que llegaron aquí en 1958, cuando se hizo el pueblo. Los buscamos en el único bar de la localidad; decir que La vida es bella —así se llama— es el centro neurálgico de Sodeto es una obviedad, pero no que el negocio está regentado por Alicia Preciado, una catalana de cuarenta y tres años de Sabadell que llegó «por circunstancias de la vida» hace seis y acabó quedándose.

«Se vive bien aquí, la verdad es que no echo de menos la ciudad», dice Alicia, aunque es demasiado joven para haber conocido los tiempos en los que Sodeto era poco más que un mapa en un despacho del Instituto de Colonización. Los que lo levantaron de la nada echan hoy la partida (guiñote) al otro lado de la barra; gente como Bernardino Sánchez un auténtico visionario al que todos tildaban de loco cuando tuvo la ocurrencia de plantar arroz en el desierto.

«El agua llega directa desde las cumbres, es mucho más pura que la de zonas del Levante y, claro, el arroz también», asegura este hombre de noventa años y gafas de sol bajo un sombrero borsalino. Dice que los alemanes compran casi toda la producción. «No se deshace, es el mejor arroz de Europa», insiste Bernardino, quien llegó desde su aldea de Tramaced, a veinte  kilómetros de aquí. Como al resto de los colonos en todo el Estado, a las ochenta y siete familias de Sodeto también se les asignó el llamado «lote»: un carro y aperos; una yegua y una vaca a devolver al ministerio en potros y novillas; entre seis y doce hectáreas de terreno y una casa a pagar en cuarenta años. Excepcionalmente, se concedía un «lote mecanizado» (uno por cada cincuenta de los normales) a agricultores destacados y en posesión de algún título de formación profesional agrícola. Su finalidad era servir de ejemplo a los demás colonos.

Fue difícil desde el principio, e incluso antes. El plan inicial para Sodeto consistía en levantar catorce granjas —las llamaban «torres»— a imagen y semejanza de los ranchos americanos. Se llegaron a ocupar siete pero, sin apenas agua, y aislados los unos de los otros en mitad del desierto de los Monegros, la vida de aquellos primeros colonos solo mejoró tras la muerte del ministro Cavestany, el responsable de la idea. Se decidió finalmente descartarla y agrupar a las familias en el pequeño núcleo urbano que es hoy el pueblo. Familias enteras que llegan en carros a calles a menudo bloqueadas por centenares de estepicultores, esos matojos rodantes que aquí llaman «capitanas». Momentos que completan el catálogo de imágenes del Lejano Oeste en la estepa aragonesa.

El periodo de 1950 a 1965 fue el de mayor intensidad dentro del programa de colonización. En 1967 se empezó a construir el último poblado, y es a partir de 1973 cuando remite la fiebre edificadora para reforzar los ya existentes. La mecanización del campo llegaría pronto y, aunque mucho más tarde, también los aviones. Bernardino se acuerda de aquellos pilotos a los que se pagaba para sembrar desde el aire. «Se mataban todos, pero recuerdo a uno muy bueno, un tal Simón, que aterrizaba en la carretera del pueblo», relata este colono con cinco bisnietos. Desde la barra, Ángel Luis Nasarre recuerda que tenía catorce años cuando tuvo que hacerse cargo de la hacienda tras la muerte de sus padres. El duelo fue un lujo que no se pudo permitir mientras le pedía alfalfa, maíz y arroz al desierto. Un día hubo beneficios, y así fue comprando más hectáreas, hasta llegar a las cincuenta actuales. Crio a cuatro hijos, dos de los cuales viven de la agricultura, y solo dejó de fumar tras el tercer infarto de corazón. Como la mayoría aquí, el dinero de aquella lotería de 2011 también lo reinvirtió en el campo. El riego por aspersión que mencionábamos antes. Ángel Luis dice que fue «una locura»: le tocó a todo el mundo menos a un director de cine griego que vive en una de las torres.

«Sin antecedentes»

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Rosa Pons, exalcaldesa de Sodeto, explica la historia de su pueblo sobre una maqueta del mismo. Fotografía: Karlos Zurutuza.

Quitando lo de la lotería, Sodeto es un pueblo tan paradigmático en esto de la reforma agraria que cuenta hasta con un centro de interpretación en el que uno puede empaparse de todo aquello. Rosa Pons, hija de colonos llegados desde el alto Pirineo y alcaldesa durante veintucatro años, nos acompaña por un recinto que cuenta con diferentes estancias: una sala de proyección; una casa de colono tal y como se la encontraban al llegar; otro espacio en el que se pueden observar materiales y objetos propios de la época, como mesas antiguas de la escuela y ordeñadoras… Antes de empezar, Rosa quiere dejar claro que el plan de reforma agraria «se lo encontró Franco en un cajón». Fue durante la Segunda República cuando, tras un proceso de expropiación de tierras a los grandes terratenientes, se intensificó la política hidráulica y se culminó la de riegos. La O.P.E.R. (Ley de Obras de Puesta de Riego) será el verdadero antecedente de la política de colonización franquista; un ambicioso proyecto que quedó interrumpido tras la guerra civil española. En un país hambriento y devastado —se calcula que dos tercios de los sectores agrícola y ganadero quedaron destruidos tras la contienda—, el régimen recupera una idea a la que incorporó, eso sí, la devolución de muchas tierras a los antiguos caciques.

Con treinta y dos nuevos asentamientos, Aragón fue la región donde se levantó el mayor número de dichos pueblos de colonos en todo el Estado. Según Pons, el proceso de selección de sus ocupantes era sencillo: «Tenían preferencia las familias numerosas, sobre todo las de hijos varones. Por supuesto, también estaban los expedientes de cada candidato, el cual podía ser de dos tipos: «Con antecedentes» o «Sin antecedentes». Los primeros, a los que se les presuponía algún vínculo con el bando perdedor, se descartaban de inmediato», explica Rosa. En cualquier caso, la criba no implicaba la emancipación automática de los colonos una vez instalados: el INC seguía ejerciendo una tutela férrea sobre la red de asentamientos a través mayorales, peritos e ingenieros que decidían sobre las vidas de aquellos desposeídos a los que el régimen «plantó» en el desierto como estos sus remolachas. «Colonizar es fijar el hombre a la tierra», rezaba una de las máximas del INC.

«La reacción contra aquello fue más que evidente cuando llegó la democracia: casi todos los pueblos votaron a alcaldes de izquierdas», cuenta Rosa. Además de edil de Sodeto, también fue diputada socialista en las Cortes de Aragón. En una última estancia del centro se explica el proceso de urbanismo en la colonización a través de maquetas de canales, embalses de regulación, canaletas y otros elementos de riego, además de las de los pueblos que se construyeron en Aragón. El franquismo recurrió a arquitectos novatos que debían ceñirse a los diez puntos de una circular del INC que se inspiraba en experiencias como los kibutz israelíes o las ciudades del Agro Pontino (Italia) levantadas por Mussolini. Es sobre una maqueta de Sodeto donde apreciamos la milimétrica planificación urbanística de esta y otras muchas localidades construidas sobre el mismo plano: hileras de casas exactamente iguales, todas alineadas en torno a una calle principal que desemboca en una plaza sobre la que se distribuye la iglesia, la escuela, el antiguo local para la Sección Femenina y, en el caso de Sodeto, un centro cultural que contaba incluso con una sala de proyección. Hoy es el bar.

«De críos nos confundíamos de casa, eran todas iguales», recuerda Pons. Lo más parecido hoy a estos pueblos, añade, son las urbanizaciones a las afueras de las grandes ciudades. Fue de entre aquellas calles donde se creo un arraigo entre gentes que aún llevaban sus pueblos de origen en el corazón. ¿Qué es un pueblo sin fiestas? Por otra parte, ¿cómo ponerlas en el calendario sin saber aún cuál es la patrona? La decisión también estaba en manos del INC. En el caso de Sodeto, San Miguel es un santo tan bueno como cualquier otro y el tiempo sigue acompañando a finales de septiembre para honrarlo. Con los años, Sodeto no solo se convirtió en un pueblo con todas las letras, sino que sus habitantes también se desprendieron del estigma que arrastraba eso de ser «colono».

«Es similar a la percepción que se tiene de los inmigrantes. Se trabajó mucho, tanto que, con el tiempo, se pasó del “No bailes con esa, que es colona” al “Le fue bien porque se casó con un colono”», dice la sodetana. Lo sabe porque lo vivió.

Del caudillo a Carrillo

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Eduardo Navarro y Ángeles Ramón suman décadas de trabajo en el campo y de compromiso con los derechos de los agricultores Fotografía: Andoni Lubaki.

Atravesar la misma avenida rectilínea, flanqueada por las mismas casas de una única planta, provoca una inevitable sensación de déjà vu cuando uno atraviesa la España «colona». Llegamos a Bardenas, un municipio perteneciente a Ejea de los Caballeros, en la provincia de Zaragoza. En origen, esta localidad se llamaba «Bardena del Caudillo» y era la «Avenida del Caudillo» su arteria principal. Hoy es el Paseo de la Jota Aragonesa el que nos conduce hasta esa plaza cuadrada que atraviesa la sombra del mismo campanario rectangular de siempre. Hemos concertado una cita por teléfono con Eduardo Navarro antes de llegar. Nos espera en su casa. Como en muchas otras, el corral en el que una vez dio cobijo a vacas, cerdos y gallinas es hoy un hermoso salón en el que Eduardo nos desvelará más pasajes de esta historia. Hay una vida que ni el sol del desierto ni la bota del régimen consiguieron ajar.

«Cuando llegó la democracia, esta ya existía en estos pueblos porque contábamos con nuestras propias asambleas, las llamadas “juntas de colonos”. Además, en los últimos años del franquismo llegaron unos curas jóvenes que solo vestían sotana en las misas, y que nos hablaban de libertad, derechos, emancipación… Los curas pudientes no querían venir a estos pueblos así que muchos de los que llegaban eran rojos», recuerda este aragonés de intensa mirada azul y piel quemada que llegó a los trece desde Ejea de los Caballeros.

Fue el PSOE el que se hizo con la alcaldía en Bardenas en las primeras elecciones municipales, un giro hacia la izquierda que se ilustró con una frase recurrente durante años: «De Bardena del Caudillo a Bardena del Carrillo». Eran momentos de cambio entre continuas reivindicaciones políticas. El INC pasó a ser el IRYDA (Instituto Nacional de Reforma y Desarrollo Agrario) y en 1976 comenzaron a bajar los precios de la producción agrícola. En aquel contexto surgió el sindicato UAGA (Unión de Agricultores y Ganaderos de Aragón), del que Eduardo fue secretario general antes de pasar a la COAG (Coordinadora De Organizaciones de Agricultores y Ganaderos), donde trabajó hasta 2003.

«Hoy todo el mundo habla del mundo rural, pero lo cierto es que hay casi tres mil pueblos abandonados en España, y casi la mitad con menos de cien habitantes», lamenta Eduardo, quien echa en falta un plan agrario como tal. Su mujer, Ángeles Ramón Burguete, habla de la «preocupante acumulación de tierras por parte de unos pocos» en toda Europa. «Estamos volviendo a los caciques de entonces», alerta la que fue responsable del Área de la Mujer en la UAGA durante muchos años. Había mucho por hacer en un modelo tan masculinizado como el del campo. Ángeles subraya que la colonización fue un revulsivo en la explotación familiar agraria, pero también que, al final, acabaron siendo los «señoritos» los que se quedaron con las mejores parcelas.

Expertos en el tema coinciden en que fueron los antiguos y grandes propietarios los que se beneficiaron de las plusvalías y de las facilidades para modernizar sus explotaciones. Si bien el programa posibilitó cierta reforma social en el campo español, la lentitud del proceso, sus enormes costes y una ineficiente gestión de los recursos naturales perfilan una labor titánica, pero que acabó fracasando en el aspecto económico.

Juanma, hijo de Ángeles y Eduardo, se ofrece a enseñarnos su explotación. Estudió Ciencias Ambientales y trabajó en una gran empresa, pero le defraudaron tanto la carrera como su trabajo posterior. Hoy planta puerros, cebollas, alfalfa de forma ecológica —«Me ponía enfermo con los productos químicos»— en la misma parcela asignada a su abuelo y el resto de las que la familia fue comprando después. «En su día podían vivir hasta dos familias de diez hectáreas, pero hoy justo te mantienes con cincuenta» explica este agricultor de treinta y tres años. «El actual es un mercado global apenas regulado, sin precios establecidos… El campo te tiene que ilusionar para volver aquí cada día».

A su lado, Donato Pérez dice que le sigue ilusionando «a pesar de todo», y que volvería a ser agricultor. Tiene setenta y un años, y han pasado ya sesenta desde que abandonó su Tiermas natal, uno de los pueblos anegados por el pantano de Yesa para que se pudieran regar este y otros desiertos. Tanto a sus padres como a la mayoría de sus vecinos se les reubicó en El Bayo, a siete kilómetros de aquí, donde parcelas como las suya salieron malas. «Nos engañaron a todos», dice Donato. Como cada año, acudirá puntual a su cita el primer fin de semana de octubre, cuando los antiguos vecinos de Tiermas se reúnen en la parte alta del pueblo: fantasmas de carne y hueso buscándose entre las ruinas de lo que una vez fue su casa. Donato asegura que recuerda el desalojo «como si fuera ayer»; también que se enamoró justo antes de ser arrastrado por la riada de carretas que caía hasta el valle. «No la volví a ver», repite hasta tres veces, como si no acabara de creérselo. Como si acabara de despertar de un sueño que comienza en un pueblo bajo el agua.

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