Cine y TV

El día que Richard Gere ganó la guerra fría

Officer Gentleman
An Officer and a Gentleman, 1982. Fotografía: Lorimar / Paramount.

Todo iba mal pero podía ir aún peor. El estudio no quería rodar Oficial y caballero. A nadie le gustaba aquel final sentimental. Los actores no se soportaban. Un volcán amenazaba el rodaje. Y el ejército se negaba a ayudar.

Lo más llamativo de esta película no es el final. Ese final en el que él, Mayo (Richard Gere), ya convertido en oficial, con su inmaculado uniforme blanco, entra en la fábrica de papel a buscarla a ella, a Paula (Debra Winger), para besarla, cogerla en sus brazos y llevársela de allí hacia una vida mejor. Ese final, como cuenta Richard Gere que le dijo un amigo suyo tras ver la película, tan «comunista», con el ejército entrando en la fábrica y los trabajadores aplaudiendo. Ese final que nadie quería grabar así, que les parecía demasiado sentimental, que querían que fuese más sencillo, con ambos saliendo de la fábrica agarrados de la mano. Ese final que Douglas Day Stewart, el guionista, el hombre que había plasmado en aquella historia lo que había vivido dos décadas antes en la escuela de oficiales en New Port, Rhode Island, se empeñó y se empeñó en que rodaran como estaba escrito. Ese final que el director, Taylor Hackford, por no escuchar a su colega, aceptó rodar así, solo una toma, por ver qué sucedía y cómo quedaba. Ese final que grabaron casi sin ganas, en plan trámite, y que inmediatamente, como cuentan, vieron que funcionaba porque las trabajadoras de la fábrica, una fábrica real, cuchicheaban, aplaudían y lloraban de emoción al ver la secuencia. Ese final que, sin embargo, a Gere, crítico, muy crítico, que quería que aquello fuese realista, duro, sin sentimentalismos, no le convenció hasta que lo vio ya en la sala de montaje; sobre todo, hasta que lo escuchó con el «Up Where We Belong», cantado por Joe Cocker, de fondo. Ese final tan famoso ya de Oficial y caballero, la película que confirmó a Gere como una estrella de Hollywood en 1982. Con la que ensayaría, más o menos, salvando las distancias, el guion de Pretty Woman, sin fábrica, ni oficiales ni proletariado, pero con limusina, magnates y prostituta.

Lo más sorprendente de esta película no son sus actores, ese reparto que parece un accidente. No es que Gere la protagonizara porque John Travolta, para quien estaba escrito el guion, rechazara el papel, pues justo lo acababan de admitir en la academia de vuelo y se iba a convertir en piloto de verdad. Tampoco que ahí esté Winger —que era la primera opción, pero como compañera de reparto de Travolta—, a quien el jefe de la Paramount, la productora, ni siquiera quería en la película porque no le parecía lo suficientemente salvaje y sensual. Ni siquiera que Gere y Winger se llevaran a matar una vez se apagaban las cámaras, que no hubiera sintonía alguna entre ellos, que la química y el sexo del guion se quedasen siempre sobre el papel, al otro lado de la orden de «acción». Ni tampoco que Louis Gossett Jr. fuese un inesperado secundario, una novedad en Hollywood, un negro interpretando un papel de autoridad en el ejército. Ni que, a pesar de que gracias a aquel papel ganó un Óscar, nunca alcanzaría la fama y el prestigio que sí tuvieron Gere y Winger; al contrario, se quedaría ya encasillado para siempre en aquel papel. Como me lo contó él, entre la ironía y la frustración, «siempre, de una u otra forma, me tocaba ya ir de uniforme». Como me confesó después, gracias a aquella interpretación, «no me han faltado trabajos, pero he tenido que hacer muchas películas en las que me han pagado muy mal».

Lo más destacado de esta película, con la que su director, Hackford, como ha contado él, no quería hacer una película tradicional de jóvenes que se enamoran y se cortejan y al final hacen el amor, sino que primero follan y luego ya si eso se enamoran, no es esa estética, esa imagen como continuamente grisácea, como velada. No es que durante el tiempo que duró el rodaje, que tuvo que ser rápido porque el estudio no quería la película y amenazaba con cargársela, no parase de llover. Que solo hubiese un par de días en los que el equipo estuvo seco. Ni que aquella primavera de 1981 de filmación aún flotasen en el aire las cenizas del volcán del Monte Santa Helena, que un año antes había entrado en erupción y matado a cincuenta y siete personas, y que aún entonces escupía humo. No, lo más destacado no es que entre el agua y la ceniza la película tuviese al final esa imagen especial de color saturado. 

Lo más alucinante, por así decirlo, de esta película, la única que cuando se estrenó, en julio de 1982, pudo quitar durante una semana el primer puesto de la taquilla al E.T. de Spielberg, que se había estrenado un mes antes y que durante dieciséis semanas fue la más vista en los cines, es precisamente lo que no se ve. Lo más alucinante de esta película es que cuenta la historia de Zack Mayo, un aspirante a piloto de combate de la US Navy, pero en toda la película no se ve un solo avión.

Preparar aquel rodaje fue un calvario. Todo estaba en contra. Travolta decía que no. El jefazo de los estudios pasaba del proyecto y no le gustaba. No había dinero. Se tuvieron que ir a rodar a una antigua base militar, Port Townsend, en el estado de Washington. Suficiente que había vallas y barracones. Como para pedir además aviones. Porque mientras preparaban la película tanto Hackford como Day Stewart habían solicitado ayuda al ejército. Dado que el estudio no iba a financiar nada, buscaron el apoyo de los militares. Necesitaban una base donde rodar, necesitaban asesoramiento, necesitaban vehículos, aviones, equipamiento… Necesitaban que el ejército se implicase en el proyecto. Pero lo único que obtuvieron fue un rechazo absoluto, un no rotundo y todo tipo de obstáculos para que no rodaran. Y así, de milagro, encontraron aquella base perdida y medio abandonada y pudieron salvar el filme. 

El ejército se negó a participar porque no le gustaba la imagen que aquel guion daba de los aspirantes a oficiales. Tampoco le gustaban las escenas de sexo. Ni el lenguaje que utilizaban los protagonistas. Ni siquiera se prestaron a asesorarles, a aconsejarles para que se ajustaran a la realidad o a la realidad que ellos quisieran mostrar. Los únicos que lo hicieron fueron los marines, que sí recibieron a Lou Gossett y le explicaron qué es ser un marine, y le dieron, como recuerda aún él hoy, un entrenamiento durísimo «de fumar Camels y beber cerveza». Pero ningún militar más quiso saber nada de aquella película. Todo lo contrario a lo que sucedería poco después con Top Gun, apoyada por el Departamento de Defensa con millones de dólares ¡y con aviones! 

Y, sin embargo, cuando ya pasó la película, cuando Richard Gere ya había hecho Pretty Woman, cuando Oficial y caballero formaba parte del pasado, un día, así, de repente, Hackford y Day Stewart recibieron sendas cartas del Gobierno en las que se les pedía disculpas por no haber colaborado con ellos y su película, y se les reconocía que había sido un error. Sin haberle hecho ni puñetero caso, despreciándola, negándose siquiera a compartir ideas con su director y su guionista, aquella película se convirtió en una de las mejores armas del ejército. A comienzos de los años ochenta la imagen de los militares entre la opinión pública era terrible. Estados Unidos había salido escaldado de Vietnam y la imagen que trasladaba el cine (pensemos en las películas de los setenta sobre aquella guerra) del ejército no hacía sino hundirlo más. Durante aquellos años los índices de alistamiento estaban en mínimos históricos. Y, sin embargo, el país apuraba mientras su guerra fría contra la Unión Soviética, y Ronald Reagan en la Casa Blanca sacaba músculo militar y soñaba con la guerra de las galaxias para terminar de calentar la situación. Y ahí, en ese escenario, en ese momento justo, se estrenó Oficial y caballero. Y su éxito, inesperado, empezó a cambiar la imagen del ejército. Y de repente otra vez muchos jóvenes americanos, rebeldes o red necks, de pueblo o de ciudad, obreros o estudiantes, querían volver a servir a su país y ser pilotos de combate y oficiales y caballeros. Y el filme, sin haber pensado ni Hackford ni Day Stewart nunca en ello, se convirtió en el primero de una serie más larga en la que estarían después Top Gun o Rambo, que restauraban la imagen del servicio militar como el camino hacia una realización personal y del servicio al país como un acto de honor. Y así fue como, sin saberlo, Richard Gere contribuyó a ganar la guerra fría sin haberse subido siquiera a un avión de cartón piedra.

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3 Comentarios

  1. «En Oklahoma City solo hay dos cosas…»

  2. Los caminos de Hollywood son inescrutables. 20th Century Fox

  3. Jondarru

    Hollywood Delimitando el Paradaigma Cultural de la Epoca.

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