Soy consciente de que el consumo de drogas es más viejo que la tos, pero tenía la percepción de que los hábitos y escenarios como los actuales derivaban de la década de los sesenta, sin embargo, no es así. Antes de la Gran Guerra el auge del consumo ya alcanzó cotas muy elevadas; precisamente las que empujaron a los gobiernos a iniciar las políticas prohibicionistas.
En Drogas, neutralidad y presión mediática de Juan Carlos Usó, hay una recopilación de noticias y documentos de la época que dibujan un cuadro cuando menos sorprendente. En el cambio de siglo, el opio, la morfina, la heroína y la cocaína, entre otras sustancias, eran de venta libre.
Se empleaban con fines terapéuticos, en principio. La morfina como analgésico, la heroína como antidepresivo y contra la tos y la cocaína como anestésico local. Estos usos se tradujeron en que los más afectados por la adicción fueran los propios facultativos. Sin embargo, aunque estaba prohibido anunciar estas sustancias en los medios, había publicidad de, por ejemplo, la cocaína incluso en la Gaceta de Madrid, una publicación oficial del Estado.
Durante el XIX no llegó a haber alarma social por el consumo de drogas, tan solo se conocían casos puntuales de personajes que habían necesitado tratamientos de desmorfinización. Generalmente, entre ambientes bohemios y artísticos. La única alarma que vivió la sociedad fue contra el alcoholismo, que llegó a ser un movimiento organizado en una Liga Antialcohólica Española que tenía un periódico, El Abstemio, con una tirada de diez mil ejemplares.
No obstante, poco a poco fueron apareciendo artículos sobre la adicción a otras sustancias. El doctor Ignacio Llorens Gallard escribió en La Vanguardia en 1894 un artículo en el que calificaba la morfinomanía como «un vicio de fin de siglo». Decía que en una época en la que «los fundamentos sociales se discuten y se cuestionan» y «los pocos ideales, restos exiguos de pasadas tradiciones, se tambalean y derrumban», cuando la gente llevaba una vida «nerviosa, acelerada, histérica, sin norte, sin certidumbres», al final «la inmoralidad, en lo que tiene de más crapulosa y repugnante, reina en todas las clases sociales». Asistía, en fin, a un periodo histórico de «valientes descocos», y no se estaba refiriendo a Instagram, sino a que la población estaba abocada a castigarse la vena.
A continuación, describía el retrato del yonqui, tan bien conocido por todos a estas alturas:
El morfinómano conviértese, después de algún tiempo establecido el hábito, en un anestésico moral. Ni la tristeza ni la alegría hacen mella en su decaído ánimo: el único placer, el solo deseo, la sola satisfacción, por cierto efímera, es la que experimenta cuando se practica la inyección. Impotente para sustraerse al influjo del deseo morfínico, siente el tedio de la indiferencia, modificándose sus sentimientos en perjuicio de los seres de su familia, a los cuales trata con recelo, desdén o brutalidades propias de un loco (…) Uno de los defectos que se observan casi siempre en los morfinómanos es el prurito de mentir, haciéndolo con una frescura inconcebible.
No se conocen los índices de consumo y adicción de aquellos años, pero sí que había médicos especialistas en el tratamiento de la morfinomanía que se anunciaban en los periódicos. En 1929, una obra, Los engaños de la morfina, de César Juarros, alertaba del consumo en los cuarteles: «Donde haya un soldado dispuesto a gastarse las sobras, surgirá el vendedor zalamero y pegajoso». El mismo autor, en 1911, dijo que el noventa por ciento de los morfinómanos eran médicos.
Un cura, el padre Rafael Cimadevilla, en un artículo titulado «El vicio de la morfinomanía» advertía de que se estaba cometiendo un «crimen de lesa humanidad», aunque, según Usó, sus palabras estaban más cerca de fomentar el deseo de probar la morfina que de otra cosa, sobre todo entre las mujeres:
Produce una satisfacción tal de placer y felicidad, que hace desaparecer como por encanto de la memoria todos los recuerdos tristes, las incomodidades de la vida; se olvidan los disgustos y los contratiempos, y todo parece alegre, risueño, suave; el alma se ve rodeada de venturas, como si estuviera engolfada en un mar de placeres tan delicados y sutiles, que el espíritu créese libre de los lazos y pesadez del cuerpo, con alas para volar a otras regiones donde todo es felicidad y dicha (…) Es una moda de gran tono entre las damas de la alta sociedad regalarse mutuamente unos lindos estuchitos, disfrazados de mil formas por el arte, hasta el extremo de parecer objetos inocentes —frasquitos de esencia, estuches para agujas, alhajas, etcétera— cuando en realidad contienen una jeringuilla de inyecciones y una buena dosis de morfina.
Desde 1900, en el código civil alemán ya aparecía la figura de «los individuos que destruyen su personalidad por el uso continuado de sustancias». En Austria, la morfinomanía era causa legítima de divorcio. El estado de Nueva York puso bajo control médico la distribución de cocaína y se encontró con el que en mercado negro creció tanto la venta que llegó a venderse más barata que en el médico. Algo parecido le ocurrió al gobierno francés cuando quiso prohibir el opio y la cocaína, aumentó el mercado negro, aunque en este caso con precios más altos, lo que causaba la ruina y económica y física de los usuarios menos pudientes. Un médico, Jules Regnault, ya previó que las restricciones no harían más que aumentar el contrabando.
En Estados Unidos, desde la Guerra de Secesión, el consumo de opio había aumentado un 900% y el de la morfina un 1100% mientras la población creció solo un 59%. En la prensa se hablaba de los kits para la morfina como los que había visto el padre Cimadevilla. Eran estuches para guardar la jeringuilla y los viales y se vendían en las joyerías y tiendas de moda de Nueva York. El San Francisco Examiner escribió en 1908: «Las mujeres más ricas y a la moda están recibiendo, en las celebraciones más sagradas como Navidad, regalos de felicitación que evidencian su esclavismo a uno de los más desagradables y ruinosos vicios». Juan Ramón Jiménez, en su Diario de un poeta recién casado sobre su viaje a Nueva York reflejó la cantidad de gente que estaba puesta de opio en la ciudad, sobre todo en los clubes más sofisticados. Hasta dejó testimonio de que en el viaje en barco había una mujer metiéndose picos.
Sin embargo, el gran problema de las ciudades portuarias estadounidenses eran los fumaderos de opio. En Nueva York, se calcula que había cinco mil usuarios de estos lugares. Tras el terremoto de San Francisco, el hundimiento de las calles dejó a la vista decenas de ellos. El consumo de coca estaba igualmente extendido en todas las clases sociales. Podían tomarla los ferroviarios que hacían horas extras y la población afroamericana de clase baja que no tenía para whisky. En 1910, el presidente William Howard Taft dijo que la cocaína era «el peor problema de las drogas jamás sufrido en Estados Unidos». En 1914 y 1915 se aprobaron leyes muy restrictivas y punitivas, pero en los años treinta se comprobó que el consumo había aumentado exponencialmente y había entre un millón y cuatro millones de toxicómanos en todo el país.
En Francia, basta un párrafo del periodista Fabrice Gaignault para hacerse una idea de la situación:
Al amparo de la expansión colonial, el opio llegó a convertirse, entre 1880 y 1914, en un hobby tan pertinente desde el punto de vista social como el croquet o el tiro al pichón. «La caza del dragón» era por entonces una actividad tolerada, hasta tal punto que era habitual que una gran burguesa iniciara a su hija de tierna edad en el disfrute de las embriagantes volutas. Un día incluso llegaron a pillar al general Boulanger pinchándose en los mismísimos jardines del Elíseo.
Más de la mitad de las prostitutas de Montmatre eran adictas. Las sobredosis llegaron a ser un fenómeno cotidiano. Cuando se declaró la guerra en 1914, había decenas de miles de cocainómanos en toda Francia. Así, luego se veía «pilotos de caza llenarse de cocaína las narices antes de ir a combatir al cielo». Solo en París se contabilizaban cincuenta mil morfinómanos. Uno de cada cuarenta habitantes. Echemos un vistazo a la prensa:
La última ha sido una pobre muchacha, de una veintena de años. Victoria Chene, morfinómana, que acaba de morir en Argers. La lista de víctimas aumenta. No hay día en que no se señale uno de estos extraños suicidios (…) Clandestinamente funcionan los fumaderos de opio. Damas de distinción y señoritas con bastante trapío se consagran a buscar sensaciones… (La Correspondencia de España, 1908)
Los morfinómanos están más generalizados: pero los eterómanos que se pasan horas y horas oliendo un algodón empapado en éter, abundan aquí más que en ninguna parte. Sin embargo, nada causa tantos estragos como la cocaína, cuyo uso se extiende… (La Correspondencia de España, 1911)
Medio París se ha aficionado al éter, la morfina, la cocaína y al opio. Las funestas drogas han comenzado a invadir los cenáculos estudiantiles y amenazan corromper a toda una generación. (ABC, 1913)
Los desórdenes y las pasiones causados por el uso clandestino de tóxicos, especialmente del opio (…) y la morfina han aumentado hasta alcanzar proporciones espantosas. (Discurso del diputado socialista Jean Colly, 1913)
En Inglaterra había un extendido consumo de opio extendido en las grandes poblaciones manufactureras, vicio que se fue extendiendo en el rural porque resultaba más barato que el alcohol. La Vanguardia, en 1903, relataba: «La cocaína, sobre todo, tiene gran número de partidarios, especialmente entre las mujeres». Muy sonado fue que Billie Carleton, una actriz famosa, muriera de sobredosis de cocaína cuando regresaba del Baile de la Victoria en el Royal Albert Hall en 1918.
La mayor parte del material veía de Alemania, de su industria química, en general, y los laboratorios Bayer en particular. Productos que se exportaban y también gozaban de un mercado interno con buena demanda. Como prueba definitiva, esta información descubierta en 1926:
Alemania está haciendo entregas de narcóticos, principalmente de cocaína, a los aliados en pago de las reparaciones de la guerra (…) Inmensos cargamentos de cocaína han ido a Yugoslavia, a juzgar por las informaciones de la prensa, donde la droga no se usa para aplicación de la medicina, sino que se compra por particulares para introducirla clandestinamente en Francia. Se dice que los contrabandistas están levantando inmensas fortunas con este comercio ilícito.
Hubo también fuertes oleadas de toxicomanía en San Petersburgo con cocaína y heroína de venta en farmacias. Lo mismo en Egipto, el primer país en sufrir una epidemia nacional de adicción a la heroína por vía intravenosa en los años treinta. En los muelles, se llegó a pagar a los estibadores en especie, directamente en caballo. A raíz de todos estos escenarios, se puso en marcha todo el aparato legislativo prohibicionista al que Usó se refiere como «el mayor experimento moral de la historia», que en la actualidad continúa con un saldo de cuestionable eficacia. Las drogas siguen perteneciendo al terreno de la mitología, la fantasía y el escándalo sin que todavía hayan sido devueltas al ámbito de la farmacología.
Durante el final del siglo XIX, aunque las cifras se discuten, parece claro, por la percepción de los contemporáneos que el consumo de estupefacientes no dejó de extenderse. Pero la mayoría no lo consideraría como un problema social de primer orden hasta los años veinte del siglo pasado. Sin embargo, parece claro que el asunto no pasó tan desapercibido como hoy parece. Como muestra un botón: Arthur Donan Doyle y el politoxicómano más famoso del mundo: Sherlock Holmes.
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