Emite señales desde un planeta lejano del que, dicen, es un lugar tan vasto como extraño. Salvo en las mesetas nororientales, semeja una gran concavidad en cuyo interior corren ríos y se desploman cascadas. También hay lagos, pantanos, albuferas y, aunque cueste creerlo, auténticos mares bajo miles de dunas. En la superficie puede faltar el agua pero no el wifi, y no es difícil ver rifles automáticos en manos de hombres sin más vestimenta que un pigmento ritual. También hay mujeres que cubren su cuerpo con lodo para protegerse del sol, y otras que se sacuden el polvo de uranio de la ropa; el mismo que respiran. Las que faltan murieron antes de tiempo o, simplemente, huyeron. Llegar a toda esa gente, poner nombres y apellidos a los propietarios de anhelos y decepciones requiere de un viaje a través del espacio, y también del tiempo. Puede que sea esto último lo que ha vuelto gris el pelo de este millennial que anteayer estaba en Congo y acaba de aterrizar en Valencia. Lo hemos invitado a las jornadas organizadas conjuntamente por Jot Down y la Rambleta en las que reflexionamos sobre «el futuro que viene». Empezar con lo de que Xavier Aldekoa es catalán del 81, licenciado en Periodismo, corresponsal de La Vanguardia desde 2009, autor de tres libros y ganador de una extensa lista de galardones es una fórmula tan necesaria como carente de sentido cuando hablamos de alguien que se dice «reportero en África». La sala está a rebosar y observa a un hombre que espera paciente en su rincón del sofá. El tiempo pasará volando.
Antes de empezar, ¿quién es Javier Morales?
Aldekoa es el apellido de mi abuela vasca, con la que siempre he tenido una relación muy estrecha. Mi abuela materna, amama, como la llamo aún a sus noventa y cinco años, es de Areatza, un pueblecito en las faldas del Gorbea y es una mujer fuerte. Se quedó huérfana de madre muy pronto y, como mucha gente de su generación, pasó hambre durante la guerra pero salió adelante y años después emigró a Barcelona. Yo siempre le decía que quería ser periodista y ella me animaba, así que cuando entré como becario en La Vanguardia fue algo así como confirmar todas aquellas conversaciones o sueños compartidos. La casualidad, o la desgracia, hizo que pocos días antes de que firmara mi primer artículo en el diario, justo cuando estaba a punto de conseguirlo, o al menos aquello creía entonces que significaba conseguirlo, se quedó prácticamente ciega. Así que cambiarme el apellido no fue algo estético o ni siquiera pensado. El jefe de la sección de cultura me preguntó cómo quería firmar y me pareció algo bonito firmar con su apellido, que era lo único que ella podía ver con una lupa. Ese fue el motivo. Y así se quedó.
«Corresponsal en África»: ¿por dónde empieza uno?
Es admitir una mentira desde el principio. Hablamos de un continente inabarcable en el que cabrían China, Estados Unidos, Europa, India… Es reconocer una derrota, porque para una sola persona es imposible cubrir un territorio tan extenso y tan diverso. Ante esa evidencia solo queda ser honesto y contar lo que uno ve allí donde va; ir mucho al terreno, mancharse las botas e intentar entender. Hace unos años tuve un debate con mis jefes sobre si tenía sentido establecerse en Johannesburgo —viví seis años en Sudáfrica— simplemente por firmar desde África. Al final acabamos optando por la figura de corresponsal itinerante; para recorrer diferentes países africanos. Creo que es una fórmula más honesta que hablar de todo el continente desde Johannesburgo sin moverse. Además, me da la opción de regresar a esos lugares desde los que informo.
Empezó muy joven, ¿no?
El primer viaje a África fue a los veinte años, así que llevo casi veinte recorriendo el continente y regresando a los sitios. Creo que eso le da un valor a mi trabajo. Regresar a esos lugares es imprescindible porque te permite sostener la mirada. Por otra parte, el interés por Johannesburgo y Suráfrica en general cayó tras la muerte de Nelson Mandela (diciembre de 2013) y el foco se movió a otros lugares: el avance del yihadismo en el Sahel y Nigeria; la situación en Somalia; el crecimiento económico de Etiopía o los avances sociales y democráticos en Senegal… Es en ese momento cuando planteo a los jefes del diario dejar Johannesburgo como base fija por un puesto más itinerante. Desde entonces voy a un sitio diferente cada mes.
¿Por qué África?
Siempre me ha llamado. Hay una anécdota que creo que lo ilustra muy bien. Somos cuatro hermanos y, cuando éramos pequeños, antes de ir a dormir, mi padre siempre nos contaba historias. No nos explicaba los cuentos típicos de La Caperucita Roja o El gato con botas, sino libros que él había leído y adaptaba para nosotros: El Lazarillo de Tormes, fragmentos de El Quijote, El viejo y el mar, Un capitán de quince años… Precisamente en este último hay una escena en la que se les rompe la brújula del barco y, creyendo que van a América, los protagonistas acaban en África. Mi padre se lo curraba y nos convertía en coprotagonistas de aquellos cuentos: los cuatro hermanos íbamos en el barco con el capitán adolescente; Blanca nos abría paso a machetazos en la selva; Iván escuchaba un león; mi hermano Dani se subía a un árbol y veía una jirafa… Todo aquello me fascinaba. También recuerdo ir a casa de mi otra abuela, Alicia, y leer mil veces un libro de animales africanos que devoraba año tras año. Poco a poco, ese exotismo infantil, la devoción por la fauna o la naturaleza, fue evolucionando hacia algo más humano, personal, social. Por otra parte, como periodista es imposible que te decepcione África: no solo está llena de historias sino también de gente que no se ve protagonista de lo que le ocurre.
Explíquese.
En otros lugares te encuentras a personas que quieren contarte algo que saben que te resulta interesante, y a veces incluso te quieren embaucar. En el continente africano lo que te encuentras mayoritariamente es a gente que no acaba de entender tu interés por ellos, aunque lo que les ocurra sea absolutamente extraordinario. Y esa gente no interpreta un papel sino que es real; si estás dispuesto a pasar el tiempo suficiente y escuchar lo necesario, es transparente. África está llena de dueños de testimonios que no se creen el invitado principal y están dispuestos a ponerte por delante del tiempo. Eso es un tesoro para el periodista porque esas personas suelen ser las más interesantes.
¿Encuentra respuestas o se le acumulan las preguntas?
Tras varios viajes te das cuenta de que, cuando llegas a un lugar de lenguas, claves y conductas distintas, describir solo lo que ves es una derrota. La única forma de evitar una desastre estrepitoso es escuchar, intentar comprender lo que está pasando y, con suerte, salir del país entendiendo un poco más. Ese poquito es lo que te hace darte cuenta de la complejidad del todo, por eso digo que siempre vuelvo con más preguntas que respuestas. Pero la clave es esa gente que me dedica su tiempo para explicarme su realidad. Yo soy periodista porque me dejan escuchar. Que todas esas personas me regalen tiempo para que yo entienda lo que ocurre, para explicarme códigos que se me escapan, eso, en sí mismo, es un regalo.
Usted habla de gente de la que la inmensa mayoría de nosotros no hemos oído en nuestra vida: hausas, tubus, bambaras, peulas… ¿Es imprescindible meterse en ese charco para descubrir África al común de los mortales?
Es básico, y lo notas en cualquier rincón del continente. Por ponerte un ejemplo, desde fuera siempre hemos contemplado el Apartheid surafricano como una cuestión entre blancos y negros, pero cuando estás dentro compruebas que un zulú y un xhosa no se siente cercanos el uno del otro aunque tengan el mismo color de piel. Es más, en el caso de los sotos (habitantes de Lesoto), estos llevan siglos de enfrentamiento con los zulúes o mejor dicho, de huida, porque históricamente huyeron a las montañas al verse perseguidos por la tribu zulú, cuyos guerreros provocaron el terror en la región. Y son diferencias que también encuentras entre la población local blanca. Recuerdo una vez que íbamos a Suazilandia en coche, se nos pinchó una rueda y vino a ayudarnos un bóer, un descendiente de holandeses. Acabamos cenando en su casa con su familia y, al preguntarles cuáles eran sus raíces familiares, el padre matizó diciendo que todos eran bóers puros menos uno: había un «inglés» entre ellos. Señalaron al novio de la hija pequeña porque él no era descendiente de holandeses sino de ingleses. Era un chico sudafricano de sexta generación pero a esa familia le daba igual porque también entre los blancos de Sudáfrica se siguen marcando esas diferencias. En cualquier caso, esa tremenda diversidad con la que te topas en África es riqueza. Los códigos éticos de los fulanis son fascinantes: su dignidad, su orgullo, su honestidad… Podría hablar también de los himbas, y de un montón de grupos más que me sigo esforzando por entender. La diversidad étnica del continente es fascinante porque cada grupo tiene códigos distintos y una historia que les ha marcado hasta el punto de que algunas cuestiones de actualidad, algunas rencillas o formas de actuar, solo se entienden si se conoce su historia como pueblo.
Y luego hay que contarlo. ¿Hay algunas líneas generales que nos ayuden resolver ese rompecabezas? En el caso de Oriente Medio, podríamos hablar de chiítas y sunitas; de árabes y los que no lo son, por poner dos ejemplos. ¿Cuáles serían unos ejes básicos para empezar a explorar África?
Depende del sitio, pero no hay unos ejes demasiado claros porque es un continente enorme. Por ejemplo, en el Sahel el avance del yihadismo está marcando unas diferencias, pero más que de religión hablaría de pura agresión de los fundamentalistas hacia el resto, se trate de musulmanes que no comparten ese rigorismo o de cristianos. A lo mejor puedes ver unas líneas, como la que divide Sudán y Sudán del Sur, que coincide con la división entre musulmanes y cristianos: los primeros son árabes y viven en ciudades más desarrolladas que los del sur, y eso también bebe de la historia, más en concreto de la del antiguo Egipto, cuando «Sudán» era sinónimo de «esclavo». Lo puedes ver en Mauritania, donde la esclavitud sigue estando aceptada de puertas adentro.
¿El islam sería una de esas fallas? Además del Magreb, donde es evidente, me refiero a países como Nigeria, con población cristiana y musulmana.
Es una de muchas, pero sí que tiene su peso. Quedarse en eso es injusto porque, a menudo, no es solo una cuestión de religión y hay otros factores, como haber sido colonizados por Francia, Reino Unido u otra superpotencia, o no lo fueron prácticamente como en el caso de Etiopía; si se vieron envueltos en las dinámicas destructivas de la Guerra Fría como Angola o Mozambique; si tienen recursos minerales codiciados por potencias o si China es parte estructural de sus relaciones económicas o no. En el caso de Nigeria que comentas, la religión sí es una falla sobre la que vehicula el país. El sur de Nigeria, de mayoría cristiana y animista, está muchísimo más desarrollado porque el poder históricamente, y más aún desde que llegaron los blancos, ha estado concentrado ahí y se ha olvidado un poco al norte, de mayoría musulmana. En el sur, donde también hay mucha desigualdad, hay carreteras, edificios y puentes, mientras que en el norte la escasez es mucho mayor, apenas hay infraestructuras básicas y hay millones de niños sin escolarizar. Desde el norte siempre se ha visto con recelo cualquier intento de acentuar aún más esas diferencias económicas. Y eso explica muchas cosas.
Dígame una.
El germen de lo que ocurre hoy con el grupo yihadista Boko Haram, por ejemplo, nació de esa sensación de agravio. Es cierto que es una región donde ha habido califatos históricos como el de Sokoto, fundado hace doscientos años, o guerras santas fulani en el siglo XVII, pero el detonante de lo que ocurre hoy fue la desigualdad y la sensación de los poderosos del norte de que les estaban dejando fuera de juego. Sin ir más lejos, las demandas independentistas de la región de Biafra a finales de los años sesenta, en un sudeste lleno de petróleo recién descubierto, provocaron que los musulmanes más poderosos del norte reaccionaran al ver peligrar sus privilegios. Y su reacción fue más islam radical, abrazar las diferencias para ganar a los tuyos para tu causa. Es entonces cuando más crece el fundamentalismo en el norte como reacción a esas demandas independentistas. Se aplica la sharia en varias provincias y se empiezan a cometer abusos a los que estamos acostumbrados a ver por parte de los islamistas antes incluso de que llegara a escena Boko Haram. El islam es una línea más de entre muchas en el continente, pero la principal, la que marca la pauta, es la que divide a los que tienen el poder y a los que no. La religión, la nación, la historia son a menudo refugios para los desesperados, y de eso se valen los poderosos. No solo en África sino en cualquier otro sitio.
Según le escucho se me amontonan las preguntas a mí también. ¿Por qué sabemos tan poco de África? ¿Es por falta de interés de los medios?
Yo creo que sí interesa, otra cosa es que los medios de comunicación no le presten la atención que merece. La clave está en la influencia, hay que preguntarse cómo influye la información africana en el resto del mundo. Un tuit de Trump o unas declaraciones incendiarias de un ultraderechista en Europa tienen más influencia que una matanza de doscientas personas en Sudán del Sur. No hablo de importancia ni de una cuestión de distancia física o, como decían en la facultad, del «kilómetro sentimental». La información que nos llega se centra sobre todo en lo que afecta a Occidente. Que unos yihadistas secuestren a unos occidentales en una chocolatería de Australia, a miles de kilómetros, tiene un impacto mayor en nuestro miedo porque nosotros nos reconocemos en esos secuestrados; podríamos ser ellos. África siempre pierde en esa lucha por la influencia, y también en el impacto porque muchas veces no hay cámaras. Recuerdo que unos días antes de los ataques a Charlie Hebdo en París, Boko Haram había matado en cinco días a más de dos mil personas en unas aldeas de la orilla nigeriana del lago Chad. Aquello apenas trascendió, no había imágenes. Mientras tanto, en televisión, podíamos ver escenas sin parar de los yihadistas por las calles de París y de las manifestaciones de repulsa, con miles de enviados especiales de todo el mundo en las calles de Francia, en ese mismo momento había miles de personas que huían a la desesperada por el lago sin que hubiera una sola cámara o un periodista para contarlo. Estamos hablando de cientos de personas asesinadas a sangre fría, de cientos de niños ahogados en su huida. Lo sé porque me lo contaron, semanas después, decenas de personas que estaban allí. Dicho esto, a nivel del público general, sí que creo que hay un interés en lo que ocurre. Probablemente no es un interés mayoritario, como tampoco creo que sea mayoría quien se interesa por la información internacional, pero sí hay mucha gente a la que le interesa lo que ocurre en África. Mi sensación es que cada vez más.
¿Dónde lo nota?
En el público. En la respuesta que han tenido mis primeros libros, por ejemplo, sobre todo el primero, que fue una sorpresa tremenda para la editorial. Hay un público que agradece que se le cuente África desde el terreno. Al fin y al cabo son mil trescientos millones de personas, infinidad de culturas, y también gente que vive muy cerca. Somos vecinos y creo que podemos aprender los unos de los otros. No se trata solo de tender puentes, también de atreverse a cruzarlos. Cuando me metí en esto ya sabía que quizás mis reportajes jamás interesarían como los de Nueva York o París, pero aspiro a que la gente que se interesa por África obtenga algunas respuestas.
Ser prácticamente el único informador extranjero en un país subsahariano elimina a la competencia: ya no hay que pelearse con los colegas para vender una historia. Por otra parte, la responsabilidad hacia la información parece mucho mayor cuando se pierde esa «coralidad» informativa. ¿Está de acuerdo?
Siempre digo que lo peor de África es que no interesa a los medios y lo mejor es que no interesa a los medios. Acabo de pasar dos semanas en Congo. Le dije a mi jefe que no tendría cobertura en siete días y me dijo que no había problema, pero eso se lo dice el de Nueva York y le da un ictus. Este factor me permite trabajar con otros tiempos, y también asomarme a cuestiones que me parecen interesantes y para las que la paciencia es imprescindible. A menudo se necesita tiempo para hacerse invisible, para que los protagonistas de las historias se olviden de tu presencia o las respuestas se hagan más profundas. Ese tiempo es necesario para explicar algunas historias. Respecto a si la responsabilidad es mayor cuando uno se convierte en el único canal de transmisión, creo que no es distinta a la que los periodistas tenemos siempre. Hay que ser honesto y contar las cosas con el mayor rigor posible, estés en Uganda o en Valencia; seas el único o haya mil periodistas a tu lado. El rigor es una exigencia individual. En cualquier caso, yo pocas veces cubro actualidad. En este último viaje he hecho una historia en Congo bastante atemporal gracias a la libertad de la pausa.
¿Puede adelantar algo?
El fotógrafo Alfons Rodríguez y yo llevábamos ocho meses detrás de esa historia, buscando introducirnos en un grupo rebelde en la selva del este de Congo. Sabíamos que el general al mando tenía a dos niños soldado de doce años como guardia personal. Ha sido complicadísimo llegar porque había problemas de seguridad, y el tipo no se fiaba y nos cambiaba constantemente las fechas. Tuvimos que cambiar los vuelos hasta cuatro veces. Una vez allí, ocurrió eso que pasa a menudo en estas coberturas: parece que nada va a salir bien al principio, pero al final, no sabes muy bien cómo, las piezas acaban encajando. Era un sitio muy inaccesible; fueron seis horas de coche, luego otras dos en moto porque habían bloqueado las carreteras con árboles, y después tuvimos que continuar a pie varias horas más. El trato era que teníamos que llegar a un punto concreto de la selva y allí alguien saldría a nuestro encuentro. Aquello era una puta locura: estábamos andando y nos decíamos: «¿Y ahora qué?», ¿hasta dónde andamos?». De repente empezaron a aparecer tipos armados por todos lados. Un tipo se colocó delante de nosotros con los ojos como platos, parecía drogado o borracho, y levantaba una kalashnikov como si fuera una ofrenda. El tipo no se movía ni pestañeaba. Nos miró fijamente y supongo que dio su visto bueno porque a partir de ahí empezamos a andar todos en fila, a toda pastilla. Si salíamos a un claro donde había una aldea y se me ocurría saludar a alguien me pegaban unos gritos tremendos. «¡No saludes a nadie, no sabes quiénes son!», nos decían.
Siga, por favor.
Al principio no sabíamos qué acceso real tendríamos para hablar con ellos porque todo debía tener el visto bueno del general y, por teléfono, solo había accedido a hablar él. Pero con el paso de los días pudimos no solo hablar con los milicianos, sino también con los niños soldado. Ayudó que los mandos estuvieran borrachos prácticamente todo el día, y que el general se pasara el rato bebiendo y follando, y no nos controlara demasiado. Es lo que decía antes de la necesidad de volverse invisible. Tras varios días dejó de importarles tanto nuestra presencia y eso nos dio la posibilidad de hablar con los chavales y con los demás tipos.
¿Qué descubrió?
Entre otras cosas, fue interesante ver lo inmensamente cutre que es la guerra en algunos puntos de Congo. Uno de los guerrilleros llevaba siempre un gorro de oso de peluche de la cabeza; otros llevaban camisetas del Barça, calzaban chancletas y tenían armas prehistóricas. Pero que sea cutre no significa que no sea un drama. Un grupo rebelde formado por los genocidas huidos de Ruanda, el FDLR, les habían atacado de una manera brutal, y ellos decían que habían creado ese grupo rebelde para defenderse. Algunos de aquellos niños habían visto cómo habían matado a su padre, al de uno en concreto a machetazos. El general insistía en que no había reclutado a aquellos niños a la fuerza, decía que los había protegido, y quizás hasta hubiera una parte de verdad en aquello. Es duro porque la vida de esos niños era un infierno, pero la situación es tan jodida que esos chavales, una vez sus padres habían sido asesinados, no tenían otro sitio a donde ir.
«¿Qué demonios hago yo aquí?» es una pregunta que le rondará la cabeza a menudo, ¿no?
Bueno, es una pregunta que normalmente te haces cuando las cosas van mal, no antes. Pero es una sensación extraña: cuando pienso qué narices hago ahí, sobre todo por lo que puede salir mal, al mismo tiempo soy consciente de lo vivo que me siento cuando busco historias, de lo mucho que me gusta este oficio. Creo que la vida no consiste en ponerlo todo sobre una balanza de calma, en buscar la ausencia de riesgos o el punto de seguridad aceptable, sino en sentir las cosas en su plenitud. También hay un punto importante de compromiso con lo que estoy haciendo. Yo sí me creo este jodido oficio. A mí me gusta trabajar en África y me esfuerzo en contarla lo mejor que sé, y en hacerlo, además, de una forma honesta y equilibrada. Al menos lo mejor que pueda. Me preocupa informarme bien, preparar bien los temas o hacer las preguntas adecuadas. Me obsesiona comprobar los detalles y quiero que los textos estén bien hechos, bien escritos, que tengan voluntad de perdurar. Como dice el maestro Alfonso Armada: como si, de alguna forma, la belleza de las palabras pudiera devolver la dignidad a lo que ocurre. Otros factores como la seguridad, el dinero, la fama o la visibilidad son secundarios para mí o directamente no tienen ninguna importancia. He recibido ofertas para trabajar en otros sitios, en la redacción o en secciones distintas con condiciones mucho más cómodas en todos los sentidos, pero las he acabado rechazando. El compromiso con el oficio pasa por mantenerse, por perseverar para poder contar con honestidad tanto la historia de los niños soldado como que el continente está creciendo mucho tecnológicamente, las tradiciones de los himba o los fascinantes claroscuros de Ruanda.
¿En qué proporción se reparten el compromiso y la adrenalina?
Es que la adrenalina no es un factor clave en mi caso. Estos días en Congo lo pensaba: mientras caminaba por la selva, entre unos paisajes brutales, me repetía a mí mismo lo afortunado que soy por poder hacer este trabajo, lo mismo que cuando esos chavales me cuentan su historia. Yo no lo haría, en su lugar no contaría a un desconocido la putada que supone haber nacido en esa aldea de África rodeado de armas y violencia, ni tampoco lo genial que pueda haber en mi vida. Esa confianza que te dan es un auténtico regalo que te hace sentir vivo. Una vez pasé quince días en una aldea himba en el norte de Namibia. Simplemente planté la tienda junto a sus chozas y compartí varios días con ellos. Aquello fue brutal, y son cosas como esa las que me llenan, en ningún caso la adrenalina. Yo no soy corresponsal de guerra, ocurre que en África hay armas y a veces te toca estar cerca de ellas, pero a mí lo que me interesa son los africanos.
En Indestructibles (Península, 2019), su último libro, dedica un capítulo a las rutas migratorias en África en el que encontramos aristas que quedan ocultas en el flujo informativo generalista. Es todo mucho más complejo de lo que creemos, ¿no?
Es un capítulo con subcapítulos en el que cuento una cobertura de varios meses que hice con los fotógrafos de Ruido Photo siguiendo la ruta migratoria desde África del oeste hacia el norte, rumbo a Europa. Era un intento de ir más allá de las cifras y estadísticas, y también incluso de los propios migrantes. Hablo del traficante que hasta hace poco llevaba sal o mercancías por el desierto y que, de repente, empieza a ver que vienen muchos «negros», como los llaman ellos, y acaba cambiando de trabajo para transportar a seres humanos por el desierto. Queríamos ir más allá del fenómeno de la migración como movimiento. La migración africana también es la abuela que lleva tres años sin saber de su nieto y lo da por muerto, o el niño que idolatra a su vecino porque llegó a Italia. O el del único vecino de la aldea que tiene móvil y a quien le toca darle la noticia a una madre de que su hijo se ha ahogado. El proyecto, y el libro en general, es un esfuerzo por buscar el componente humano más allá de los números. No podemos olvidar que el amor es una razón mucha más poderosa que el dinero para migrar. La mayor parte de las veces, la gente se mueve para mejorar la vida de los suyos más que la propia, y eso es algo muy evidente en África. Desde esta orilla del Mediterráneo, atravesar un desierto y un mar, saltar vallas se nos antoja como algo en las antípodas de nuestras posibilidades, pero lo entendemos enseguida cuando comprendemos que se hace por amor a los tuyos. La mayoría lo haríamos si de ello dependiera el futuro de nuestros hijos o el bienestar de nuestros padres o la libertad de nuestros hermanos. Ahí es donde nos reconocemos. Otra reflexión que tenemos que hacer es cuál es nuestra responsabilidad en todo esto. Las farolas y luces de París se enciende con el uranio de Níger. ¿Qué porcentaje se llevan los nigerinos de esa extracción? No es justo.
También sugiere que puede morir más gente en el desierto que en el mar.
Nadie lo sabe a ciencia cierta. La OIM asegura que sí, lo que pasa es que es imposible saberlo porque todos los que caen de uno de esos vehículos en marcha, o los que mueren en algún accidente, quedan enterrados por la arena a las pocas horas. Sí que es verdad que, debido a la externalización de las fronteras europeas, cada vez hay más muertos. Cuando pedimos a Libia, Argelia o Níger que gestione ese tráfico, o que directamente lo detenga, se crean más controles; las rutas son aún más largas y eso implica que, cuando el chófer intuye que le pueden pillar, abandona a su pasaje en mitad de la nada. Todos los que atraviesan el desierto te dicen que ven cuerpos por el camino. Por otra parte, hay migrantes que se niegan a creérselo, dicen que la OIM simplemente busca meterles miedo para que no emprendan la travesía. Ocurre también que el desierto no es la peor etapa. Muchos acaban vendidos como esclavos en Libia, o torturados mientras les pasan un teléfono móvil para que llamen a su familia pidiéndoles un rescate. Conocí a un chico que se negaba a darles un número —no quería que pidieran a su mujer un dinero que no tenía— y le partieron todos los dientes hasta que finalmente accedió a llamar. Casi lo matan. Hay gente, verdaderos hijos de puta, que se está haciendo de oro a costa de ese vacío que hemos creado entre todos.
Según como se mire, los traficantes son gente que ofrece un servicio que no sería necesario de no estar cerradas las fronteras.
Si hubiera una fórmula legal y organizada, no sería necesario su papel. El descontrol facilita que haya abusos, y también que las personas sin escrúpulos se aprovechen de situaciones así. Además, la palabra «traficante» es nuestra, y relativamente moderna. Allí, en zonas como Agadez, en el norte de Níger, se les llama passeurs porque siempre han existido caravanas que atraviesan el desierto, y gente que las guía. El transporte de mercancías y personas era parte de la economía de esa zona en la que se atraviesan países sin visados pero, de repente, ese tránsito se convierte en algo ilegal.
Hablamos de «refugiados» y «migrantes». ¿Es posible trazar una raya tan nítida entre ambos?
Más allá de los conceptos de derecho internacional, hay mucha trampa en esa distinción. Es como si unos tuvieran más derechos que los otros. Creo que la distinción nace, o se acentúa, con Aylan, el niño kurdo que encuentran ahogado en una playa turca. Ahí es cuando se empieza a hablar de «refugiados». Nos reconocemos en ellos cuando vemos que los sirios visten como nosotros, que usan teléfonos como los nuestros…. Ahí se deja de hablar de «migrantes», que para nosotros eran los africanos subsaharianos que llegaban en cayucos desde Canarias, y se empieza a hablar de «refugiados», como si estos tuvieran más motivos para venir que los otros. Como si huir de una guerra mereciera compasión, pero no así la pobreza o la ausencia de futuro. Al final, ¿dónde ponemos la línea?, ¿por qué lo hacemos?, ¿es para conseguir que vengan unos y no otros?, ¿cuál es la vara de medir?, ¿hay que esperar a que se mueran de hambre para dejarles pasar?, ¿a que no tengan futuro? Mucha gente con la que me he cruzado en África me decía que trabajaba y le llegaba para dar de comer a su familia, pero que también querían que sus hijos estudiaran. ¿Dónde trazas entonces las líneas para permitirles o no la entrada?
¿Abrir las fronteras ayudaría a acabar con este drama?
Probablemente estemos en unos de esos momentos históricos en los que hacen falta líderes valientes, pero hay escasez de ellos. Es un debate complicado para el que no valen discursos fáciles; ni el discurso del miedo de la derecha, para conservar lo que tenemos, de cerrar fronteras a cal y canto y punto, porque la propia demografía de África acabará haciendo que la gente supere cualquier valla, por muy alta que esta sea. Tampoco vale el discurso facilón de parte de la izquierda de abrir las fronteras o eliminarlas directamente. Los problemas son complejos, se necesitan políticas con todas las letras, con compromisos y cesiones, y ahí es cuando se echa en falta a los líderes de verdad. Hay que explicar las cosas a la gente sin miedo pero con responsabilidad.
También hay que poner propuestas concretas sobre la mesa.
Antes decía lo de ver la situación como una oportunidad, quizá estableciendo ciertas cuotas. La mayoría de esta gente migra para mejorar la vida de los suyos, y no la suya propia. Es una cuestión familiar. La gente no asumiría esos riesgos si solo fuera por una aspiración propia, al menos no la mayoría. El amor es el motor más fuerte en la historia de la humanidad, y ese amor es el que te hace regresar siempre a casa con los tuyos a no ser que haya una guerra o una situación extrema. Cuántas veces he escuchado de boca de un migrante que solo quiere trabajar unos años en Europa para después volver a casa. Aprovechar esa fuerza y esa pulsión natural por volver es fundamental. De hecho, China ya lo está viendo como una oportunidad. Me da la sensación de que no se han explorado varias alternativas por falta de voluntad y de valentía. A lo largo de la historia los países occidentales han sido capaces de reunirse para repartirse África, de montar bancos mundiales para prestarse dinero, de crear alianzas para luchar juntos y construir mecanismos complejísimos para defender sistemas financieros globales. Pero todos se echan las culpas los unos a los otros por la falta de un acuerdo para defender las vidas de un puñado de africanos que se ahogan en el mar.
Habla usted de la demografía africana: mil trescientos millones hoy, y el doble en 2050. ¿Realmente se exagera el efecto «llamada»?
No todos quieren venir, y la gran mayoría, en torno a un setenta por ciento, se mueve entre países africanos como Etiopía, Nigeria, e incluso Congo, que sigue atrayendo inmigración a pesar del desastre. El componente demográfico es claro, pero siempre se aborda la cuestión africana desde el miedo, y no desde la oportunidad. Europa envejece y, además, se nos olvida que las sociedades que más se han desarrollado a lo largo de la historia han sido las basadas en sociedades de migrantes. Hablamos de gente que quiere tirar adelante, y eso empuja la economía. La vitalidad que veo en África, la iniciativa que veo en las calles, en los negocios… Nadie parece darse cuenta de esos factores porque el discurso es siempre el del miedo, el del temor a que nos quiten lo que tenemos. Es algo perverso y creo que, lejos de solucionar el problema, solo nos llevará al desastre.
África es también la tierra de las oportunidades para ciertas ONG. ¿Cómo lo ve?
Creo que si entonces hubieran existido ONG, la Revolución francesa no habría ocurrido jamás. Las sociedades muy machacadas, basadas en mecanismos de poder injustos, necesitan ese punto de combustión para exigir esos derechos de los que les privan sus gobernantes. Las ONG no son la solución, sino que mantienen un sufrimiento crónico pero soportable. Eso no es positivo, como tampoco lo son los sueldos hiperinflados de algunas de ellas, los proyectos que no sirven para nada… Suceden escenas pornográficas como en Congo, donde hay una importante y carísima misión de Cascos Azules y se sigue matando a gente a diez kilómetros de sus bases. He visto cosas parecidas en Sudán del Sur, donde violaban a mujeres a cien metros de una base de la ONU. Todas las víctimas decían que los Cascos Azules se habían replegado y escondido al ver que había problemas.
No obstante, en la cuestión de la cooperación hablamos de un tema tan grande, de una dimensión tan descomunal, que difamar me parece muy peligroso. También hay gente que se la juega, y que dedica su esfuerzo, su dinero y su futuro a ayudar a mejorar la vida de otra gente que sufre. Hay personas que vivirían mucho más tranquilas en Occidente, ganarían mucho más y deciden dejarlo todo y ayudar. He visto cosas que no me han gustado nada, obscenas; gente cobrando seis mil y ocho mil dólares al mes sin hacer prácticamente nada, cobrando un dineral mientras entrega un puñado de comida a otras personas que se muere de hambre en Níger o Sudán del Sur. Pero también he visto a gente haciendo traqueotomías con pomos de puertas en República Centroafricana, desesperados por salvar la vidas mientras se jugaban la suya, y a cooperantes que se meten hasta el hueso de epidemias en Sierra Leona para salvar a miles de personas. Por eso digo que difamar es inapropiado. Pienso en los religiosos que me encuentro en África. Hace poco conocí a un salesiano, Honorato, que llevaba treinta y ocho años en Congo. Eso significa que, cuando ocurrió el genocidio de Ruanda y entraron millones de personas, epidemias de cólera, etc, se quedó; cuando empezó la guerra de Congo, se quedó. Que hay cosas que no se hacen bien está claro, pero es injusto generalizar. Hay ONG con las que siempre me topo en zonas muy complicadas. También es verdad que en Goma, Nairobi o en Yuba hay un exceso de ellas porque es fácil llegar allí: hay un aeropuerto internacional, ahí pones tu tirita, ya tienes tus donantes y te montas un tinglado. A medida,que te alejas empiezas a ver a pocas ONG. A Médicos Sin Fronteras, por ejemplo, los ves siempre en la avanzadilla, en lugares jodidos. Eso no quiere decir que se lo compro todo. Me he encontrado con tipos despreciables ahí, pero también con otros de quitarme el sombrero.
Desde las más altas instituciones europeas se ha llegado a acusar a la flota humanitaria de rescate de formar parte del tráfico de personas.
Me parece obsceno acusar a gente que pone por delante los derechos humanos y la humanidad. Existe una obligación de socorro y rescate en alta mar que es prioritaria, y las ONG que salvan a gente están dando un ejemplo. No crean el problema sino que intentan mitigar el sufrimiento creado por otros factores, sea la explotación, la guerra o el hambre en el lugar de origen. Generalmente existen unas relaciones comerciales injustas que provocan movimientos de población que acaban empujando a la gente a jugarse la vida en el desierto o en el mar. Que miremos a estas ONG que salvan vidas y se les acuse de formar parte de la cadena del tráfico es obsceno. Si la Unión Europea tiene sentido es porque tiene unos valores cimentados sobre los DDHH y sin eso no queda nada de Europa.
Hablaba usted antes de China. Hay medio millón de chinos en África haciendo negocios. Igual es un modelo que debería explorarse más.
A China le dan igual los derechos humanos porque tendría que barrer mucho en casa, pero ha visto la oportunidad en África, y no solo en la extracción de materias primas sino en la propia economía local. Me parece una falta de visión por parte de Europa no aprovechar esos vínculos, tanto geográficos y lingüísticos como históricos en el caso de antiguas potencias coloniales, para aprovechar esa oportunidad de negocio. Por su bien y por el nuestro.
Pero China no corre el riesgo de tener que gestionar un flujo masivo de migrantes africanos a su territorio.
Más razón para que Europa aproveche esa situación y lidere el cambio. El impacto de unas políticas injustas y de la cronificación del abuso solo arrastrará más gente a jugarse la vida e intentar llegar a esta orilla del Mediterráneo, sea por desesperación o para buscar una oportunidad. Congo es el paradigma de la explotación: a finales del siglo XIX el rey Leopoldo II lo convierte en su coto privado y luego empieza a comerciar con esclavos, con marfil… A partir de ahí se crea una cadena de abusos que continúa con el caucho, cuando Michelin inventa el neumático. Más adelante, cuando hace falta cobre para las balas de la guerra mundial, el mineral también sale de Congo. Esa cadena de abuso llega hasta nuestros días con el coltán para los móviles, o el cobalto para la revolución de los coches eléctricos que han de llegar. ¿Con qué autoridad moral les decimos a los congoleses que se queden donde están cuando nosotros somos una parte clave de su subdesarrollo? Por supuesto también existe una responsabilidad de sus gobernantes, pero hay que recordar que, cuando Patrice Lumumba llega al poder justo después de la independencia y grita que la riqueza de Congo debe de ser para los congoleses, firma su sentencia de muerte. La CIA y los servicios de inteligencia belgas colaboran para detenerle y entregarle a sus peores enemigos para que lo fusilen. Sin una mayor repartición de la riqueza, sin un sistema más justo, la situación será insostenible.
Descolonización tampoco implica emancipación de forma automática.
Sin duda. Pienso en Mali, en cómo el país consigue su independencia y la gente está eufórica al principio, y en cómo se va apagando poco a poco la ilusión. La libertad no es un grito, es algo que hay que trabajar. Nada está garantizado, aunque tampoco me iría tan lejos. En Europa creemos que los derechos son para siempre una vez conseguidos, y luego resulta que no es verdad. Hay que luchar, protegerlos. El de África es un ejemplo clarísimo, llega la libertad pero hay que construirla, no solo proclamarla. El cambio del colonialismo a una manera más sofisticada de explotación en la que las multinacionales hacían tratos con gobernante corruptos. Siempre que alguien ha intentado cambiar esa relación podrida con la metrópoli ha acabado muerto o apartado. Thomas Sankara llega al poder en Burkina Faso con todos sus errores, pero intentando cambiar las cosas, y lo matan. Un caso parecido es el de Lumumba en Congo: llega al poder, intenta cambiar las cosas y acaba asesinado. Mandela tiene un poco más de suerte. Intenta cambiar las cosas y acaba pasando veintisiete años en la cárcel… Hay un interés por perpetuar una relación enferma con un continente que no solo acaba con su economía, sino también con las mentes de los locales, que acaban viendo al foráneo como alguien que viene a machacarle.
Los subsaharianos en nuestras calles tienen fama de ser honestos, buenos trabajadores y gente afable, bastante accesible.
El subsahariano es un ser humano social con toda la profundidad de ese concepto. En África se vive mucho en la calle. Cuando todo se derrumba, son esos vínculos sociales los que te protegen. En Sierra Leona, con el ébola, la situación tenía muchas más aristas que la meramente humanitaria. Había una cuestión económica, porque se habían cerrado las fronteras, las sanitarias porque había caído la red de salud; otra política porque incluso se pensó que se había contagiado a la gente de la oposición pero, sobre todo, estaba la cuestión social. Gente acostumbrada a tocarse, a abrazarse, tenía que alejarse de sus seres queridos cuando más les necesitaban… Eso provocó un terremoto social. Todo esa vida en la calle está muy arraigada entre los subsaharianos. Están acostumbrados a dedicar tiempo al otro, eso es importante. En África es habitual ir a por el pan y pararte dos o tres veces de camino. Ver al otro como alguien a quien necesitas cuidar es un concepto de sociedades que priorizan el contacto con los demás, donde el otro forma parte de tu vida.
¿Cómo prepara sus coberturas? ¿Viaja con una idea central en mente o deja espacio a la improvisación?
Leo mucho antes de ir a cualquier sitio y busco tejer una red de contactos sólida, pero la improvisación es básica. Más que dar espacio a la improvisación, que también, doy mucho valor al error. El error es una oportunidad para llegar a entender las cosas. Recuerdo una vez en la que estábamos en el delta del Níger (Nigeria), una zona reventada por el petróleo en la que ha bajado once años la esperanza de vida en medio siglo y tuvimos que hablar con un rey para que nos diera acceso para meternos en sus tierras, donde se habían producido un montón de vertidos de petróleo. Aquel paraíso estaba destruido. Que se encontrara petróleo fue más una maldición que algo que pudiera reportar riqueza para aquella gente. En un momento dado, notamos que la gente estaba enfadada y nos miraba mal. No sabíamos bien por qué, pero el ambiente se empezó a poner tenso de verdad. El que nos había organizado el encuentro nos dijo que era mejor que nos fuéramos, así que subimos al coche y salimos pitando de allí. Enfilamos por un camino de tierra rodeado de maleza y, de repente, empezó a salir gente de todos lados para cortarnos el paso; decenas de personas cabreadísimas que gritaban al conductor que parara el vehículo. Como no acababa de parar el motor, un tío se colocó delante con una piedra enorme encima de su cabeza y amenazó con atravesar el parabrisas con ella. Al final abrieron las puertas y nos arrancaron las cámaras de las manos. En ese momento no entiendes nada de lo que pasa; no sabes si te quieren robar, matar…
¿Cómo acabó aquello?
Al final, nos llevaron selva adentro hasta una casa y nos dejaron encerrados durante dos horas dentro del coche, rodeados de tipos que nos vigilaban. No hablaban con nosotros así que seguíamos sin saber qué estaba pasando. Fue un momento jodido, pero al final no pasó nada. Y, sin duda, fue una forma de poder entender todo aquel caos y la importancia de los reyes locales. Nos lo explicaron luego: había una disputa entre dos reyes por el control de la zona y teníamos el permiso de uno, pero no del otro. El rey ofendido y sus súbditos habían entendido como una afrenta que hubiéramos entrado en su territorio sin su permiso, solo con el del otro, su rival. Aquel mal trago nos permitió entender la importancia que tienen, en este caso, el territorio y la lealtad de su gente, que eran los que nos habían retenido al haber visto algo raro. No habría llegado a entender todo eso sin haber cometido ese error. Dejando a un lado los nervios de ese día, a mí me resulta fascinante acabar descubriendo realidades como esa.
¿Poner en valor lo que cuesta contar una historia como esa ayudaría a entender al público que hay que pagar por la información?
Marta Arias, compañera de la Revista 5W, dice que tardamos un mes en hacer una historia que se lee en un café. Es un poco así, pero creo que tampoco tenemos que aburrir a los lectores con nuestros problemas. Los bomberos, médicos, camareros, mineros o maestros también tienen sus problemas laborales y siguen peleando y haciendo su trabajo lo mejor que pueden. ¿Protestar y reivindicar? Por supuesto, pero no me parece bien abusar del altavoz que tenemos los periodistas para centrarlo todo en nosotros. Para mí es sagrado que en mi trabajo el protagonismo sea de la gente y de la historia. Eso es innegociable.
En sus libros sí se deja notar su presencia.
En los libros puedo utilizar mi figura como hilo conductor para contar una historia, pero siempre me preocupa muchísimo ese equilibrio. En los libros hay más margen, pero no tanto por el coste de la historia sino para entender su complejidad, para aportar información. En esa última historia en Congo, por ejemplo, un día estaba charlando de fútbol con uno de los niños soldado. Como me dijo que sí, se me ocurrió proponer echar un partido de fútbol alguna tarde y enseguida organizaron una pachanga entre niños soldado y alumnos de una escuela cercana. Al final del partido, charlando de nuevo con el chaval vi que estaba eufórico: me confesó que hacía tres años que no jugaba un partido. Ese detalle, que admitiera que no le dejaban jugar ni siquiera a fútbol, decía mucho de cómo estaba viviendo allí. De cómo el general que supuestamente le protegía, según él, les estaba robando la niñez. Y a detalles así no llegas tanto por las preguntas, sino por estar allí. La línea es muy fina, pero yo tengo a alguien en casa que a menudo me repasa los textos y me controla especialmente que mi presencia esté justificada para aportar algo. Me puedo haber pasado semanas escribiendo algo para que Julia, mi compañera, lo liquide no ya con un «yo mejoraría esto», sino directamente con un «esto no lo publicaría». A veces me pillo unas peloteras enormes, pero creo que es una suerte porque casi siempre tiene razón.
Kapuscinski decía eso de que «los cínicos no valen para este oficio». ¿Está de acuerdo?
Yo creo que el polaco se refería a que es necesario tener empatía y compromiso para escuchar a los demás, para mantener la pasión por regresar a los sitios y dar el protagonismo a los otros. La empatía no es una intención, es un esfuerzo diario y, si eres un cínico, no puedes generar empatía. Al menos no una empatía de verdad. En el periodismo, como en cualquier sitio, hay grandes hijos de puta. Los cínicos no valen para hacer bien este trabajo, pero el cinismo sirve para hacerse rico en este oficio, claro que sí. Si te arrimas al poder, si consigues ser un altavoz de influencia y te da igual todo, puedes ganar dinero porque te conviertes en alguien útil para los poderosos. Y más en días de trincheras como las de ahora. Pero si no eres un cínico y te crees este trabajo, el oficio te recompensa con creces porque te acercas a realidades imposibles. Ander Izagirre, uno de los tipos más nobles en este oficio, dice que es un curro que te da para comer, pero no para cenar. Si esperas hacer planes de futuro y pagar la hipoteca con tranquilidad, mejor tener una alternativa o tener una herencia a punto. De lo contrario estás jodido.
En su último libro describe al fotógrafo Kim Manresa como «alguien que usa su cámara para acercarse a la gente». ¿Cree que la norma bajo el neón de las redes sociales y el autobombo?
Kim es una persona extraordinaria. Es un tipo que se divierte en África y lo pasa bien en la vida. Diría que fue mi primer maestro. Yo al principio llegaba preocupado a África, obsesionado por entender aquello, por haber leído lo suficiente, por llevar suficientes contactos; nervioso por si había preparado bien las historias y que no se me escapara nada. Él se me plantó delante y me dijo: «Abre los ojos y mira». Me enseñó mucho, sobre todo que en este oficio hay que ser riguroso y trabajador, y que hay que madrugar, insistir y tener paciencia, tener compromiso con lo que haces y también que hay que ser lo suficientemente humilde como para saber que hoy todo ese esfuerzo también es necesario. Pero, sobre todo, hay que mantener intacta la curiosidad, preocuparse por el otro. Y hay que pasárselo bien. Kim se lo pasa bien en África. Y hay un montón de momentos jodidos donde te mantiene en pie esa sensación de que este oficio es un privilegio y te da la vida porque lo disfrutas mientras lo haces. Y eso me lo enseñó Kim, así que le debo no haber abandonado, probablemente. .
Pero gente referencial como Kim parece no existir sin un perfil en Facebook o Instagram. Y se me ocurre más de un caso similar.
Las redes sociales sí que pueden tener ese efecto distorsionador, pero no creo que sea algo que perdure. Te exponen con todo ese neón pero, si tu trabajo es hueco, eso se apaga rápido. Es injusto porque mucha gente buena se queda en la sombra, pero la popularidad no te lleva a ningún sitio. Quizás las redes te pueden hacer despegar muy rápido, pero no llegas lejos si tu trabajo no lo merece. Para mí, las redes sociales son una herramienta más para dar salida a mis reportajes o buscar una relación más próxima con el lector.
Con ciento doce mil seguidores en Twitter, «Xavier Aldekoa» parece casi una marca. ¿Es imprescindible para sobrevivir en esta jungla?
En mi caso no ha sido algo buscado sino una forma más de resistir. Desde siempre, mi manera de trabajar ha sido sintiéndome bastante solo. Nunca he estado en plantilla en un periódico, siempre he luchado por lo que quería hacer y, para mí, las redes sociales han sido una herramienta más, como el acuerdo que tengo con La Vanguardia u otros medios. Forma parte de una estrategia coral en la que las redes son una parte más de un trabajo que me ayudan a poder hacer las historias en las que creo. Lo mismo que tengo una productora o los libros, las redes son una herramienta más. No son centrales ni alteran mi trabajo ni modifican mi visión.
Pero ayudan.
Sí, y te diría que a los jefes les importa porque un buen número de seguidores genera tráfico a esos artículos. Yo tengo la suerte de tener una compañera a quien las redes le importan una mierda, y que me baja mucho al suelo si pongo un tuit imbécil. Eso es importante porque es un espacio tramposo: el aplauso o la crítica en Facebook o en Twitter están vacíos. Por otra parte, no hay un filtro en las redes y supongo que sus focos te pueden llegar a deslumbrar.
Es usted un millennial que empezó en esto cuando el sector entraba en declive. ¿Cómo lo ha vivido?
Yo vi los últimos estertores de la buena época, fui testigo del final de todo aquello en compañeros que están en plantilla más que en carne propia. Cuando empecé en esto tardé dos años en publicar una historia de Tombuctú a base de insistir, y me lo pagaron mejor de lo que me pagarían nada después. Nunca he vuelto a cobrar tanto por un reportaje, y eso fue hace ya quince años. El periodismo en África ha sido siempre una lucha, a veces maravillosa y otras muy frustrante: pasas del «no quiero hacer nada más que esto» al «no puedo más» en cuestión de horas. Sé que cualquier día se acabará, pero esto, que suena muy tétrico, también te da una gran libertad porque cada vez que haces algo lo haces porque estás convencido. Que una cobertura salga mal es una posibilidad que siempre está ahí pero, con el paso de los años, la experiencia acaba aportándote seguridad porque ya sabes de qué va la historia. Sé que si se me cae la cámara al suelo y se me rompe van a ser muchos meses de números rojos. También hay coberturas que sé que no me van a salir a cuenta pero las acabo haciendo porque creo que hay que hacerlas. Desde siempre, y en todos los oficios, ha habido que asumir riesgos para hacer eso en lo que uno cree.
Parece una carrera de fondo con muchísimos obstáculos. ¿Se ve usted aún corriendo con cincuenta o sesenta años?
Ojalá. Para mí este oficio no es un sacerdocio, lo hago porque me gusta y porque existe un compromiso con lo que hago. Ojalá mantenga la ilusión, aunque, como te decía, hay veces en las que no puedes más. Conseguir pasta para los proyectos, gestionar los visados, convivir con desplantes, con recortes, ver que no salen las cuentas… Yo sé que mañana mismo me puede llamar el jefe y decirme que esto se acabó. Toda esta incertidumbre tiene consecuencias, sobre todo cuando tienes hijas, una compañera… A lo mejor te planteas combinar el trabajo con una vida normal, comprar una casa, hacer obras o, simplemente, enviar a tus hijas al colegio y es duro hacer vivir a la gente que quieres con esa incertidumbre constante. Hay una presión psicológica que pesa, y yo llevo así veinte años. Ese desprecio por el tiempo y el trabajo de los demás forma parte de una página oscura de la situación actual, pero no pretendo lamerme las heridas. Esa incertidumbre omnipresente es demoledora y afecta a los que no querrías implicar, pero estoy contento de cómo me ha ido. Y orgulloso de lo vivido. Miro hacia atrás y me siento afortunado por haber hecho este camino. Además, cuando regreso a África, me apasiona tanto que vuelvo a casa cargado de energía para seguir peleando.
¿Tiene alguna meta en particular?
Para mí el éxito es poderme dedicar a esto, o a algo parecido a esto, mientras me dure la curiosidad. Lo veo complicado, pero también veía complicado a los veinte años llegar a los treinta y siete como reportero. A mí me apasiona profundamente escribir. Tengo grabados en la memoria momentos de felicidad absoluta después de escribir un texto en el que, paf, como por arte de magia, todo cuadra y la historia queda redonda. Momentos y lugares donde escribí un texto y acabé riéndome a carcajadas o llorando como un imbécil por las líneas que acababa de escribir. Esos momentos de conexión interior son electricidad pura. Ser reportero en África es uno de los mayores regalos de mi vida porque me ha permitido vivir miles de experiencias absorbentes y conocer a seres humanos fascinantes. Ojalá pueda seguir haciendo lo que me gusta muchos años más.
¿Hay un plan B en el caso de que eso no sea posible?
De tener que optar por un plan B, supongo que me gustaría que el refugio estuviera cerca de los libros. Siempre he escrito como una consecuencia de mi trabajo como reportero, mis libros son extensiones de las historias que he conocido en África, así que ahora mismo no veo cómo separar esos dos mundos. Si se me permite, y ahora que no nos escucha nadie, por mí lo dejamos así unos cuantos años más.
Gran entrevista. Enhorabuena.
Siempre es un placer aprender sobre África por medio de Xavier Aldekoa. Leí su excelente ‘Océano África’ hace un par de años y creo recordar que la historia del delta del Níger la cuenta en ese libro. Ahora voy a empezar su ‘Hijos del Nilo’. También es recomendable ‘Tierra adentro’, del entrevistador, Karlos Zurutuza.
Campeón.
¡Gracias!