Y cada vez que veían a un hombre, le disparaban. Y siempre era un hombre que no conocían de nada. Y que no les había hecho nada. Pero le disparaban. Para eso alguien había inventado su ametralladora. Y por eso había sido recompensado. Y alguien —alguien— lo había ordenado.
Cualquiera disfruta, de vez en cuando, de un buen relato de soldados.
Muchos escritores —yo también lo he hecho— gustan de tomar de vez en cuando como punto de vista, o de mira, al joven entusiasmado, o resignado, a tomar un arma en las manos, enviado por su país a matar a sus semejantes de otra bandera.
Lo cierto es que la mayor parte de estos literatos no ha pisado —no hemos pisado— una zona de guerra en su vida y se nota, pero entre que los vieron de pequeños Los cañones de Navarone, los que han leído biografías de oferta de Hitler, los que han aprendido estrategia militar de Tom Clancy, los que han visto La Segunda Guerra Mundial en color y los se han pasado algún que otro Call of Duty, no faltan relatores de guerra de salón.
Se les reconoce por mencionar con frecuencia a héroes de guerra descubiertos en películas de Hollywood (Vasili Záitsev o von Stauffenberg salen con frecuencia), hablar de armas que no han empuñado jamás (dicen mucho «MP42» y «Mosin-Nagant») y de tanques que como mucho han visto en un museo (los Panzer y Tiger II suelen ser celebrados) como si los hubieran conocido, disparado y conducido.
¡Y a la mínima te dicen quién habría ganado la guerra si Stalingrado no hubiese caído, lo que habría durado el conflicto si los V1 y V2 hubiesen estado listos antes y enmiendan la plana (mayor) a las estrategias de invasión de Roosevelt y cía!
Bueno, el tono de tales relatos suele quedarles —quedarnos— entre cipotudo y tabernario, como de bravata cuñadesca, de batallita de la mili de uno que no ha ido a la mili o de veterano de foro de la 2GM. Como el antiguo miles gloriosus que tanto divertía a los grecolatinos (el tropo es antiguo) o Il Capitano de la commedia dell’arte, si están inspirados, no negaremos que al menos entretienen, pero es difícil creer que en sus guerras de papel pueden llegar a hablar de lo que de verdad siente un soldado en campaña, en asalto o en retirada.
Hay otro tipo de relatos, más sobrios y solventes, contados por otra raza de trinchera: periodistas. Nombres pesados como, por qué no, Tucídides, Hemingway, Francisco de Goya, Kapuściński, y otros menos conocidos como Richard Tregaskis, Willem van de Velde, Henry Crabb Robinson o Floyd Philip Gibbons. Testigos oculares y directos de movimientos de tropas, desembarcos anfibios, batallas navales, asaltos en helicóptero y masacres encarnizadas, con ojo, mano, talento y medios para narrar, lo que les ha hecho poder ganarse un título superior de autenticidad en aquello de contarnos la guerra.
Sin embargo, no olvidemos que como observadores no estaban obligados a ir, ni siquiera a quedarse, y no digamos ya matar a nadie, por lo que sus relatos tampoco podrían hablar de la experiencia real de la desdichada grey militar.
Es por ello que cuando habla, cuando escribe un soldado, todos a callar.
Ciertamente, algunos de los mejores relatos de guerra de la historia nos los han dado los uniformados: de forma testimonial, sin salir de Alemania, citaremos desde el clásico antibelicista Sin novedad en el Frente de Remarque, hasta su completo opuesto Tempestades de acero de Jünger, entre una plétora de otros que mejor dejamos, si eso, para otro momento.
En resumen, pocos periodistas, historiadores o aficionados pueden —podemos— llegar a escribir como ellos, esos a los que tantos suelen referirse de forma reverencial, zalamera, y tiralevitas inevitablemente como «grandes guerreros», «buenos soldados» u «hombres valientes».
Hasta que uno escucha a un mal soldado, como Wolfgang Borchert.
Y ahí sí que se hace el silencio.
Pasar a la historia con trescientas páginas
Cállate la boca, Jesús. Rápido, fuera del hoyo. Tenemos cinco tumbas más que cavar. El vapor de la boca del cabo ondeó hacia Jesús. No, dijo, y dos finas mechas de vapor salieron de su boca, no. Hablaba muy suavemente y tenía los ojos cerrados. Además, las tumbas son demasiado poco profundas. En la primavera se saldrán los huesos por todas partes. Cuando deshiele. Huesos por todas partes. No, no lo haré más. No, no. Y siempre yo. Soy siempre yo quien tiene que tumbarse en el hoyo para ver el tamaño.
Conocí la obra de Borchert allá por el 98, en mi primera visita a Alemania. Una chica de Weimar nos dijo lo mucho que significaba este autor para la juventud germana, especialmente si habías vivido tras el telón de acero, te habían obligado a aprender ruso en tu niñez y lo que fue durante siete años el campo de concentración nazi del pueblo se convirtió durante los cinco siguientes en campo de concentración soviético. Ellos podían entender lo que era ser joven y que no te dejaran vivir tu vida, no pudieras llevar a cabo tus ilusiones y gente armada de uniforme decidiera lo que tenías que hacer con tu destino.
El caso es que Wolfgang Borchert apenas escribió un puñado de poesías, una obra de teatro y unas decenas de relatos breves. Todo ello en apenas un par de años. Bien editadas casi ni suman trescientas páginas.
Puede, por ello, parecer extraño que Borchert tenga categoría de clásico absoluto de las letras germanas. Que su prosa sea ampliamente leída en Alemania, especialmente entre estudiantes y escolares. Que sea admirado por alemanes de varias generaciones.
Y quizá sea porque solo vivió veintiséis años, porque escribió esas páginas a vuelapluma mientras moría, y porque solo podía improvisar párrafo tras párrafo sin reparar en lo dicho, sin reescribir, tachar o reflexionar, solo repetir lo vivido, sentido y sufrido mientras agonizaba al pasar de los contados días que le quedaban para su labor.
No, Borchert nunca fue un buen soldado. Quizá tampoco fue un buen alemán, en tiempos en que había que ser valiente para no serlo.
Bailar en torno a la bestia dormida
A cincuenta y siete enterraron en Voronesh. Solo quedo yo. Soy el segundo teniente Fischer. Tengo veinticinco años. Pero quiero coger el tranvía. Quiero cogerlo. Llevo tanto, tanto tiempo caminando. Solo yo tengo hambre. Pero debo seguir. Cincuenta y siete preguntan: ¿por qué? Y quedo yo. Y llevo tanto tanto tiempo caminando por la larga, larga carretera.
Borchert nace el 20 de mayo de 1921 en Hamburgo, ciudad fluvial, nocturna y canalla en una familia en que las letras y la cultura eran auspiciosas: el padre era un profesor llamado Fritz, dadaísta local que trabajaba para la revista Die Rote Erde; la madre era escritora y poeta: Hertha. Como eran los años veinte, la familia se podía mover en círculos progresistas y se codeaban con una intelectualidad que marcaría al futuro poeta.
Como es habitual en un artista, el niño y el joven Borchert no se encontraron a gusto en la escuela; se dice que no fue buen colegial y lo cierto es que ni llegó a la universidad, por lo que tiempo después y un tanto a su pesar le hicieron aprendiz de librero, cuando lo que él quería, con lo que soñaba, lo que le apasionaba, era ser era actor de teatro.
Escribía ya numerosos poemas, se dice que unos diez al día, que eran revisados por su padre. No dejaría de producir poesía hasta el temprano final de sus días, pero por desgracia y como veremos esta parte de su obra resultaría tan malograda como su propia vida; gustaba de los referentes habituales de un adolescente, el equivalente a la estrella de rock de la época: Baudelaire, Rimbaud, Hölderlin o, por supuesto, Rilke.
Borchert pasó los años treinta creciendo, escribiendo y soñando con ser actor de teatro; no era ajeno a las sombras nacionalistas que crecían a su alrededor, pero tampoco iba a dejar que le fastidiasen la fiesta de la juventud: se dice que cuando le tocó hacer servir en las Juventudes Hitlerianas (obligatorio tras el 36) se fumaba tantas reuniones que terminaron por echarle. Por esta vez, se escapó del zarpazo. Pero era solo el primero de sus muchos encuentros con la bestia nazi.
Entre tanto, Borchert escribía y se enamoraba. Primero de todo, de Hamburgo, ciudad que retrataría en diversos poemas y cuyos muy brechtianos pobres, pillos, proletarios y marinos conformaron un imaginario romántico y a la vez tunante de noches húmedas, noctámbulas, golfas, de Alexanderplatz del Elba. Y es que Borchert solo quiere ser un adolescente, llegar a casa tarde, irse de fiesta con sus amigos bohemios, soñar con las tablas, declamar en las calles nocturnas, sentir el frío de los canales y enamorarse de chicas que no conoce para sentir que es joven, que es libre y que está vivo.
Hasta que en abril 1940 la Gestapo lo detiene, acusado de escribir poemas subversivos.
Lo dejan ir. Segundo aviso.
Borchert, el ya aprendiz de librero, toma clases de arte dramático a escondidas de sus padres, sigue escribiendo poesía, se saca un título de actuación, quiere ser un adolescente, cometer errores y tener vida propia; no quiere que los tiempos marquen sus tiempos, se echa a la carretera con una compañía de teatro ambulante, recorre los lander queriendo ser Hamlet, Macbeth o Puck, sin saber que la vida le ha de deparar el destino del bufón Yorick.
Como tantos otros, Borchert es llamado a alistarse a la Wehrmacht en Junio de 1941. Hitler ha lanzado la fatídica Operación Barbarroja, el avance contra la Unión Soviética.
Quizá por sus roces anteriores con la bestia, quizá por maldita mala suerte, es enviado al frente ruso.
Se le oye decir: «Se acabaron los mejores años de mi vida».
Y tiene veinte años. Le quedan seis.
Historia de un soldado
Los hombres caminaban por la carretera de noche. Canturreaban. Tras ellos había un punto rojo en la noche. Era un punto rojo espantoso. Porque el punto era un pueblo. Y el pueblo estaba ardiendo. Los hombres le habían pegado fuego. Porque los hombres eran soldados. Porque era la guerra.
Bien es sabido que Hitler se las prometía felices en su rápido avance hacia el este. Sin esperar acontecimientos, con urgencia, furor y premura lanza sus tropas hacia un benigno verano ruso, decidido a cubrir la mayor cantidad de terreno posible, confundiendo kilómetros con victorias, huyendo hacia adelante hacia Moscú, cuya periferia, se dice, llegó a estar a la vista de las tropas alemanas.
Sin embargo, el mismo General Invierno que como se recuerda habitualmente aplastó las esperanzas napoleónicas de degollar al dormido gigante ruso cae sobre unos soldados que carecían de suministros suficientes, que aún iban vestidos con ropa de verano y que eran blancos fáciles con sus uniformes verdigrís en la mortal blancura de la estepa, a cuarenta grados bajo cero.
Borchert está entre ellos. Pasa el mismo frío, sufre el mismo miedo, se sabe igual de abandonado que el resto de sus camaradas, atrincherado y temeroso, centinela de puesto avanzado, ametralladora congelada en mano, orejas al descubierto por reglamentación, vista clara asediada por el fulgor nevado, adolescente doblegado por la escarcha y joven paralizado por el terror de la noche opaca, acechado en el silencio por los sigilosos lobos rojos de Stalin.
Es esta la guerra de Borchert y de miles de otros: una guerra sin hazañas bélicas, sin actos gloriosos, sin escaramuzas o ataques a pecho descubierto. Una guerra sin gloria, sin asaltos honrosos, sin cargas heroicas. Una guerra de nervios, de aburrimiento, de silencio blanco, de disparos escasos y en ocasiones contra uno mismo, que siegan vidas, esperanzas, ilusiones y el sueño de volver a ver a la primera novia. Es la guerra de un soldado de verdad, la guerra del llanto a escondidas, del absurdo vital, de la duda patriótica y de la falacia del heroísmo.
No es la guerra, no, de los que la imaginan, la fantasean o la escriben sin haber estado allí.
El infierno, no obstante, solo acaba de empezar: quedan aún meses para que siquiera comience el asedio a Stalingrado. Un día, un 23 de febrero del 42 (Borchert tiene veintiún años, le quedan cinco), vuelve de su ronda sin el dedo medio de su mano izquierda. Explica a su oficial que lo perdió en una peligrosa pelea cuerpo a cuerpo con un ruso que le sorprendió, y que en el forcejeo el arma se disparó sola, volándole un dedo.
Su superior huele a camelo. Y acusa a Borchert de mutilarse a propósito para pirarse del frente. Le arrestan y le aíslan en condiciones lamentables. Enferma. En el hospital militar pronto muestra síntomas de hepatitis y difteria. No importa. Es juzgado y el fiscal militar pide la pena de muerte. Entre tanto, en junio le llevan a la prisión de Nuremberg y durante seis semanas empeora, sin saber qué será de su suerte. De milagro, quizá por la evidente necesidad de tropas, es declarado «no culpable».
Al salir, mala suerte, es arrestado de nuevo y acusado bajo la Heimtückegesetz de 1934, la «Ley contra los ataques felones contra el Estado y el partido y para la protección de los uniformes del partido»: en sus cartas a casa, Borchert se había desahogado hablando del régimen y sus cartas fueron interceptadas. Se le acusó de hacer «declaraciones que ponían en peligro el país» y se le condenó a seis semanas de «detención estricta», tras lo que sus dolencias se agudizaron. Sus sufrimientos, su soledad, su frío, empezaban a ser humanamente insoportables. Y lo que le quedaba.
Cumplida la condena, se le manda de nuevo al frente oriental, con recochineo, a demostrar sus lealtades, a enseñar de qué está hecho, a hacerle pasar por el aro. Le mandan enfermo. Sin derecho a portar armas.
Vuelven el frío, la soledad, las rondas a medianoche, el crujir de la nieve que tanto se llega a parecer al cerrojazo de un rifle, a los compañeros de trinchera que amanecen solidificados por la escarcha y a la piel adherida a las botas por el hielo y la gangrena y los jodidos cuarenta grados bajo cero. Borchert también sufre congelaciones y, como los demás, acumula penitencias, dolores y nostalgias que verterá en sus futuros relatos. Pero aún no, porque aún no le ha llegado el momento de morir. Aunque a estas alturas quizá lo desease.
Tras sufrir nuevos episodios de hepatitis, y pese a ello recibida el alta médica, puede volver brevemente de permiso a casa, a Hamburgo. Se encuentra su amada ciudad, su primer amor, reducida a escombros, aplanada por las bombas, quemada por proyectiles incendiarios, y a sus ciudadanos pulverizados entre las ruinas. Pero Borchert lleva el verso en la sangre: el poco tiempo que está lo aprovecha para actuar en un cabaré local.
Vuelve a las trincheras, optimista quizá porque parecía estar a punto de obtener la invalidez. Pide su traslado a un grupo de teatro del ejército, un destino benigno. Se lo conceden. Le trasladan a un campamento de tránsito en Koblenz. Pero la noche del 30 de noviembre del 43 (tiene veintidós años, le quedan cuatro) se arranca en una barraca a parodiar a Goebbels. Un chivato le denuncia. Le arrestan de nuevo. A prisión. Al frío, al eterno frío que ya se le había quedado en las tripas, a la mala comida que le inflamaba el hígado, a la soledad que alarga las horas y a los muros húmedos de la prisión.
El 21 de agosto del 44 (tiene veintitrés años, le quedan tres) le condenan a nueve meses de presidio en Moabit. Allí, la ahora sí decadente Alemania es bombardeada, se convierte en refugiada, pasa hambre, se congela y Borchert pierde lo poco que le quedaba de salud, certidumbre o esperanza. Qué invierno puede ser peor que el invierno de la prisión.
Dada, de nuevo, la necesidad de soldadesca, le hacen volver a filas, a Jena y después, ya en marzo de 1945, al área cercana a Frankfurt am Main, para la absurda e imposible misión de defender el río del imparable avance aliado. Sus oficiales les abandonan y las tropas se entregan mansas a los franceses.
Mientras les transportan a un campo de prisioneros, Borchert y otros saltan del camión y se internan en la foresta. De allí solo puede caminar a casa. Seiscientos kilómetros. Por el camino le intercepta una patrulla americana. Sin saber si van a matarlo allí mismo, vuelve el actor, el dramaturgo, el bufón: se hace literalmente el loco y, convencidos o divertidos, los yanquis le dejan ir.
Llega a Hamburgo, rendida a los británicos sin oponer resistencia, el 10 de mayo.
Cumple veinticuatro años. Le quedan dos.
Agonizar y escribir
Cuatro soldados. Y estaban hechos de madera y de hambre y de tierra. De morriña, barbas y tempestades de nieve. Cuatro soldados. Y sobre ellos rugían las balas y mordía el veneno negro ladrador, hacia la nieve. La madera de sus cuatro caras perdidas se destacaba afilada en el mecer de la candela. Solo cuando el hierro gritaba por encima y estallaba en terribles ladridos, entonces una de las cabezas de madera se reía. Y después, los otros sonreían grises. Y la candela se doblegaba de desesperación.
Sus padres, por fortuna, habían sobrevivido, y dedican su tiempo y escasos recursos a cuidar a un hijo que apenas podía tenerse en pie, caminar solo o valerse por sí mismo. Un médico le da un año de vida. Aun así, Borchert trata de reemprender su carrera teatral e intenta subirse de nuevo a un escenario.
No puede. El cuerpo no le da. Tiene que guardar cama y ya casi no se levantará de allí hasta el final de sus días. Pero aún le queda una agonía de unos dos años.
Es entones cuando empieza a escribir.
Sabe que tiene poco tiempo, por lo que dice todo lo que debe decir. Quema la mayor parte de sus poemas juveniles, que considera poco valiosos. Ya piensa en la posteridad. La posteridad es lo que hay después de morir, claro. Escribe poemas nuevos. Un editor le publica un volumen llamado Farol, noche y estrellas en diciembre del 46. Ocupados por buscarse la vida entre las ruinas, pocos la leen.
Sigue escribiendo, sigue muriendo, en verdad febril y entre terribles dolores: una colección de relatos cortos, los primeros de su vida, comenzando por una obra maestra de la desesperanza carcelaria, a la altura del sufrimiento de Wilde: «El diente de león». Escribe en cartones y papeles desechados. Escribe muchos cuentos, sobre los lejanos tiempos en que Hamburgo y él se sentían jóvenes, pero también escribe sobre las nevadas noches rusas, sobre la prisión y el soñar con lo que hay fuera, con muchachas sin nombre que anhela conocer, sobre cuerpos semienterrados en la nieve y sobre letanías y cantinelas de desesperación, ansiedad y juventud perdida con un rifle pesado pegado a las manos escarchadas. Nadie los lee.
Escribe, por fin, su primera y última obra teatral: Fuera, delante de la puerta, la historia de un soldado que vuelve a casa y al que nadie quiere porque ya no le esperaban. La protagoniza Beckmann, «uno entre muchos». Su mujer, «que le olvidó». Su amigo, «que la ama». Una mujer, «cuyo marido volvió a casa con solo una pierna». Su marido «quien mil noches soñó con ella». Y, entre otros como Dios, la Muerte o el Otro, el río Elba, que escupe al soldado a tierra cuando este intenta suicidarse: nadie le quiere, ni siquiera la muerte. La obra se subtitula: «Una obra que ningún teatro quiere representar y ningún público quiere ver».
Sin embargo, por primera vez, se equivoca. La obra se representa en forma radiada en febrero de 1947, con gran éxito de público. Su leyenda nace. Borchert no puede escucharla: han cortado la luz en su barrio.
Deseosos de dar a conocer una obra maestra que habla del sentir de una nación traumatizada, se pone en marcha una obra de teatro a contrarreloj. Pero Borchert, muy mal ya, y gracias a una colecta realizada entre amigos, ha sido llevado a un hospital para enfermos hepáticos en Suiza. Su madre debe dejarlo en la frontera: no tiene pasaporte. Sigue solo. La obra se estrena el 21 de noviembre de 1947.
Demasiado tarde. Borchert había muerto el día antes.
Tenía veintiséis años.
El trauma del soldado, el poeta entre las ruinas
Entonces cantó. Cantó muy alto, para no escuchar más el miedo. Ni los suspiros. Y para que el sudor no se le congelase más. Cantó. Y ya no oía el miedo. Cantó villancicos, y ya no oyó los suspiros. Cantó villancicos en el bosque puro. Porque la nieve colgaba de las ramas azul negras en el bosque ruso. Tanta nieve.
Casi en solitario, y de forma póstuma, Borchert inaugura en Alemania la llamada Trümmerliteratur, un juego de palabras entre «literatura de las ruinas» y «literatura del trauma».
Otros autores siguen su ejemplo y escriben, para desahogo y aceptación de un pueblo que aún habría de pasar varios años padeciendo hambre, frío y enfermedades, sobre el regreso de soldados y prisioneros de guerra que solo encuentran escombros al llegar a casa. Son habitualmente historias breves, directas y crudas, de autores poco traducidos como Günter Eich, Wolfdietrich Schnurre, Wolfgang Weyrauch o el más célebre Heinrich Böll.
Algunas fueron incluso llevadas al cine, al llamado Trümmerfilm, y la obra teatral de Borchert fue más o menos adaptada por Wolfgang Liebeneiner en Liebe ’47. El género dio para una veintena de películas memorables difíciles de ver en la actualidad y fue importado por los ganadores en cintas más famosas, como A Foreign Affair de Wilder, The Search de Fred Zinnemann y The Third Man de Carol Reed.
En fin.
Aún creo que cualquiera puede disfrutar de vez en cuando de una historia de soldados. Pero también que no podemos olvidar que algunas, la mayoría, las más realistas, las más verdaderas y las que vivieron la mayor parte de los soldados de verdad, son como las de Borchert. Y de esas se leen, se escriben, se representan, se filman menos.
Así que sí, claro que se puede disfrutar de Salvar al soldado Ryan, de Das Boot, de El día más largo, de Doce del patíbulo, de Enemigo a las puertas, de Black Hawk derribado, de Top Gun, de Tempestades de acero, de El desafío de las águilas, de Band of Brothers, de Megaestructuras nazis, y de todas y cada una de las partes de Medal of Honor.
Pero por cada una de esas, por favor vean, lean, rueden o escriban otras historias de malos soldados, supervivientes, víctimas, deportados, exterminados o verdugos, como Senderos de gloria, La tumba de las luciérnagas, Germania anno zero, La ciociara, Hiroshima mon amour, Johnny Got His Gun, Masacre, ven y mira, La condición humana, Winter Soldier (el documental), El círculo perfecto, No Man’s Land o Grbavica.
Lean After the Reich de MacDonogh, Life After the Third Reich de Roland, Savage Continent de Lowe. Lean sobre lo que ocurrió en Auschwitz, Buchenwald, Mauthausen. Lean, claro, y den a leer a sus hijos a Anne Frank.
Lean, ya que estamos, las Obras completas de Wolfgang Borchert traducidas al español nada menos que por Fernando Aramburu. Ya ven, son apenas trescientas páginas.
Lean, o quizá, poco a poco y como ha ocurrido tantas veces en el pasado, nos creeremos que la guerra es el yunque de la hombría, que merece la pena mandar a morir a los hijos por una bandera y que la razón pertenece a los poderosos, que usted siempre estará del lado de los buenos y que nunca vendrán otros que piensan lo mismo a a violar su familia, a llevarles a un campo de concentración y a pasarles a todos a cuchillo o algo peor.
En resumen, es deseable que muchos soldados no sean tan buenos soldados, muchos hombres no sean tan valientes y muchos guerreros no sean tan gloriosos.
Mucho mejor que sean como Wolfgang Borchert.
Un mal soldado. Un buen hombre.
¡Qué pena, pobre Yorick! (…) ¿Dónde están tus mofas ahora? ¿Tus brincos? ¿Tus canciones? ¿Tus destellos de júbilo, que acostumbraban a hacer rugir de risa a la concurrencia? (Hamlet, V.i)
Bibliografía:
Prólogo de Javier Aramburu a: Wolfgang Borchert. Obras Completas. Laetoli, 2007
Prólogo de Kay Boyle a: The Man outside, Fiction by Wolfgang Borchert, New Directions, 1952
Prólogo de Stephen Spender a: Wolfgang Borchert: The Man Outside, Jupiter books, 1966
Web de la Internationale Wolfgang-Borchert-Gesellschaft
Traducciones del autor.
Excelente post. Me encantó. Que gloria puede haber en matar a los otros, simplemente porque no son de la misma bandera.
Conmovedora lectura. Muchas gracias.
Me ha encantado leer este post. Muchas gracias.
Muy interesante.