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Julius Erving lanzaba y lanzaba. Una sesión de tiro se prolonga hasta que el jugador desea, y en esa ocasión Erving terminó quedándose a solas ante la canasta del Fórum de Los Angeles Lakers, tranquilo de miradas en ese momento de sesteo. Julius lanzaba y lanzaba hasta que un hombre de metro ochenta y cinco apareció en la pista del pabellón y el tiempo se detuvo. Era su ídolo, Marvin Gaye, que se disponía a ensayar el himno estadounidense que al día siguiente iba a cantar ante todo el país en ese mismo lugar, en ese mismo parqué, con motivo del All Star Game. Erving se detuvo a presenciar la actuación completa, que encontró maravillosa, como también pensaron otros mirones, pero no tardó en darse cuenta de que algo no iba bien. Enseguida advirtió la reacción adversa de dos hombres que estaban allí y en los que Julius apenas había reparado al principio, quizá distraído por la aparición de la estrella. Aquellos hombres, Josh Rosenfeld y Lon Rosen, a los que el jugador identificó rápidamente como hacedores del evento, responsables del espectáculo, de las luces, pancartas, anuncios, fanfarria, invitados, cabos atados para que todo saliera perfecto, se asustaron por lo que vieron. Gaye terminó de cantar y ambos se acercaron a él preocupados. El cantante desdeñó atenderles. Julius Erving resolvió mediar y pudo saber por fin qué ocurría. Rosenfeld y Rosen no dejaban de repetir que la cadena de televisión que retransmitía el evento, la CBS, solo les concedía dos minutos para la ceremonia completa del himno. Gaye había sobrepasado con creces esa duración pactada. «Dos minutos, dos minutos», repetían sin parar. Pero en el fondo Erving sabía que la duración no era el único problema. En realidad, era el problema más pequeño de todos.
Cuando, a principios de febrero de 1983, Gaye aceptó el encargo de cantar para la NBA (con menos de una semana de antelación), no tardó en ceder al pánico. Su momento personal era nefasto. Volver de Europa para vivir de nuevo en Estados Unidos significó reencontrarse con la adicción a la cocaína, un sumidero que conocía bien y que, desde hacía algunos meses, volvía a succionarle con fuerza. Ni siquiera el gran éxito de su último disco, Midnight Love, le libró de una zozobra personal ajena a su renovado ánimo profesional. En cualquier caso, no sin esfuerzo, los ataques de pánico fueron aplacados y Marvin se puso a trabajar contra reloj en el asunto. No tardó en enfrentarse a la pregunta fundamental, acaso la que más temía: ¿Qué tipo de himno quería cantar? ¿Uno como el que interpretó en 1968?
Quizá fue el año más convulso de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX. La conflictividad social golpeó en todos los frentes y especialmente en la cuestión racial, con el asesinato de Martin Luther King y los puños de los olímpicos Tommie Smith y John Carlos alzados al cielo de México D. F. como gran metáfora del momento en el que el deporte también se encontraba. Aquel año, Marvin Gaye fue invitado a cantar el himno de las barras y estrellas (The Star-Spangled Banner) en un partido de las World Series de béisbol. Ante el temor de cualquier heterodoxia o significación, los organizadores rogaron a Marvin una interpretación sobria y convencional, carente de cualquier contenido político. Gaye se ciñó a la demanda. Solo un día después, el intérprete puertorriqueño José Feliciano ofreció una propuesta muy diferente, herética al menos en términos musicales. Guitarra en ristre, interpretó una bonita versión acústica del himno. «¿Eres consciente de lo que acabas de hacer?», le dijo un patrocinador nada más bajarse del escenario. Veteranos de guerra tiraron cosas contra la televisión. Las radios le vetaron durante años. Feliciano, invidente, pudo oír con todo detalle los abucheos en aquel estadio abarrotado de Detroit, Michigan.
El cantante incluso se atrevió a criticar veladamente la versión del himno de Gaye del día anterior. Quince años después, Marvin tenía claro que no quería redimirse ni servir a la causa de nadie, pero sí hacer una versión que le llenara, que le representara como artista. Público y jugadores compartieron a su manera idénticos nervios, idéntica expectativa de algo especial. Algunos incluso se supone que influyeron decisivamente en su designación. Cuenta magníficamente el periodista Gonzalo Vázquez que fue el propio Magic Johnson quien propuso a Gaye a los propietarios de los Lakers. Kareem Abdul-Jabbar, hombre de pocas palabras, incluso se significó abiertamente: «Si lo vais a traer, podéis contar conmigo. Ya era hora».
Aquella mañana de sábado, cuando Marvin se presentó en el pabellón un día antes para ensayar ante la mirada atónita de Julius Erving, la composición musical que el cantante y su cuñado y productor, Gordon Banks, habían estado componiendo durante horas se derramó por el recinto como una criatura todavía caliente y parturienta, una sensual declaración de intenciones aún apenas desinhibida de sí misma. Musicalmente, aquella base rítmica no era nada muy sofisticado: un beat electrónico de tempo tranquilo articulado con percusiones cadenciosas. «¿Qué es esto? ¿“Sexual healing”?», se preguntaban desde el control técnico. Pero no era nada parecido ni nada corriente. Era, en realidad, un modesto alegato cultural. Además de una versión del himno estadounidense insoportablemente larga.
Un miedo y una convicción asaltaron a Marvin en la víspera, aún entre retoques de última hora a la instrumental. El miedo no necesitaba mucha explicación y era inevitable dadas las circunstancias del evento y la fragilidad emocional de aquel hombre. La convicción pasaba por la necesidad de idear alguna manera de zafarse de las restricciones que iban a imponerle al día siguiente tanto en la prueba de sonido previa (pactada una hora antes del acto, para asegurarse de la enmienda) como cuando se encendiera el piloto rojo del directo. Necesitaba un truco. Alguna forma de salirse con la suya.
Las preocupaciones de la joven Amanda Mayo, acomodadora del Fórum de Los Ángeles, eran bastante más mundanas. Despejar asientos. Colocar cartulinas. Asistir al público en sus localidades. Además de acomodadora, e hija de actriz, Amanda era conocida por sus dotes como cantante novata. Ni una profesional ni una aficionada, pero sí una voz que ninguno de los trabajadores de la franquicia podría olvidar. Siempre dispuesta, aquella mañana de domingo fue realmente rara para Amanda. Faltaban quince minutos para el arranque del All Star pero algo iba mal, muy mal. Estaban listos periodistas, equipos y entrenadores. Estaba lista la gente en sus asientos y en sus casas tras la televisión, dispuestas las cadenas de radio, los bares, los plumillas en las redacciones. Pero faltaba Marvin Gaye. Ni rastro de Marvin Gaye.
Lon Rosen, director comercial de los Lakers, actuó en consecuencia. Le dijo a Amanda Mayo que se vistiera y se preparara. Aquel día no la necesitaba para una prueba de sonido, como habitualmente, sino para cantar el himno de Estados Unidos ante una audiencia de decenas de millones de personas. Amanda obedeció. Amanda deseó, en el fondo de su alma, que aquello no estuviera pasando, aunque acertó a decirle a su hermano: «Llama a todo el mundo». Tres minutos. Apenas quedaba tiempo que ganar y todo se precipitaba. Dos minutos. Listos también los marcadores. La grada, impaciente, quizá ya notaba algo raro. Un minuto. Y entonces, apareció Marvin Gaye.
Traje azul marino imponente con pañuelo y corbata a juego. Gafas oscuras. Paso sincero y sonriente. No hubo tiempo para saludos. Gordon Banks entregó la cinta musical a los técnicos. Gaye se dirigió al centro de la pista. Saludó con el brazo. Comenzó a palpitar a todo volumen el beat diseñado por Banks. Gaye ajusta el micrófono a su estatura y comienza a frasear. Aquello era soul. Aquello era góspel. Aquello era blues. «Oh say, can you see…». Gaye se agitaba con sus puños y las palmas de sus manos. Era como si una sensual Billie Holiday hubiera viajado en el tiempo. Primera reacción del público: sorpresa, pero visible entusiasmo. Gritos de pasión. Un minuto. Un minuto y medio de interpretación. «And the rockets’ red glare, the bombs bursting in air…». La voz de Gaye rasgaba aquel mantel musical como si fuera terciopelo. Tenía fuerza. Tenía groove. Dos minutos. Dos minutos y medio. El beat retumbaba. Tocaba a su fin. El público dio palmas. Estaban entregados.. «O’er the land of the free… and the home of the brave». Un clamor. Una sonrisa indisimulada en los jugadores que formaban en la cancha, atónitos, aturdidos. Una exclamación, incluso, del propio Gaye: «Oh, Lord. Woo!».
Gaye no se quedó a ver el partido. Lon Rosen («le encantó lo que oyó») fue llamado a capítulo por el comisionado de la NBA, Larry O’Brien, con el que mantuvo una conversación «muy colorida». Pero no fue despedido en absoluto. Rosen fue luego a dar explicaciones al dueño de los Lakers, Jerry Buss, que tuvo clara su opinión: «¿Estás de broma? Ha sido el mejor himno de todos los tiempos». La CBS recibió muchas llamadas iracundas, incrédulas, desconcertadas, pero terminó comprando los derechos de aquella versión del himno de instantáneo éxito.
«Hicimos lo que hicimos», dijo Gordon Banks. «Gaye tenía música en su interior y lo que salió fue justo eso. Nada especial». Pero sí fue algo extraordinario. Quizá ante otro público que no fuera el del Fórum, vientre de pruebas del naciente Showtime, ese fenómeno sociológico de purpurina y estrellas de cine viendo baloncesto en primera fila en la ciudad de Los Ángeles, es posible que la osadía de Gaye no hubiera sido bien recibida. Pero no puede decirse que fuera una transgresión incoherente con el marco y la ocasión. Con el contexto asignado. Como señala Pete Croatto en Grantland: «Fue como un chiste interno: he aquí una versión funky y reconociblemente negra y representativa de lo que hay en la cancha».
Jugadores y cuerpo técnico fueron expresivos. «Cuando Marvin Gaye despegó, me transformé en americano», confesó el entrenador de los Lakers, Pat Riley. El escolta de los Chicago Bulls Reggie Theus declaró: «Fue tan nuevo, tan diferente, tan único… Vergüenza de ti si no te hizo reflexionar». Mientras Kiki Vandeweghe, alero de los Denver Nuggets, dio la medida del momento: «No me acuerdo de la mitad de lo que pasó luego en el partido, pero te digo una cosa: sí recuerdo el himno».
El Este ganó al Oeste 132-123 y Julius Erving fue nombrado hombre más valioso del encuentro. Consiguió veinticinco puntos, seis rebotes y tres asistencias. Aquel año de 1983 ganó además su ansiado título NBA tras tres finales perdidas y treinta y tres años a las espaldas. Fue una temporada que no iba a olvidar jamás por culpa, además, de Marvin Gaye, ídolo antes y después de aquel partido de las estrellas. Solo un año después, Marvin murió por dos disparos de su propio padre en la víspera de su cuadragésimo quinto cumpleaños. Su legado está presente también en el deporte estadounidense.