Nadie ha podido calcular con exactitud su tamaño. No tiene un contorno fijo. Las estimaciones más conservadoras sobre su área nos dicen que es bastante más extensa que la de toda España; algunos creen, incluso, que podría equipararse a la de los Estados Unidos. Lo único seguro es que no deja de crecer. Uno no podría señalarla sobre los mapas; atrapada en las corrientes del océano, su localización cambia siguiendo un patrón circular. Aun así, no podemos verla, ni siquiera desde un avión; su «territorio» es invisible porque permanece casi todo él dentro el agua, a centímetros de la superficie, o prolongándose en vertical hacia abajo, como un iceberg. No podemos medirla y tampoco podríamos poner pie sobre ella. Y sin embargo ahí está, una isla más grande que Gran Bretaña, Islandia o Cuba. Su nombre, o lo más parecido a una denominación oficial, es «gran parche de basura del Pacífico», aunque otros lo llaman «continente de plástico». O, de manera más sucinta y expresiva, «isla de basura». Flota a la deriva en el Pacífico norte, desplazándose de oeste a este y a la inversa. Se acerca a Norteamérica y después se aleja para deambular en torno a Hawái en un ciclo interminable. Aunque su existencia ha sido comprobada fuera de toda duda, es esquiva como un fantasma.
Esa gran isla de plástico no es la única; es la de mayor tamaño y la primera que fue descubierta, pero las hay en todos los océanos del planeta. No debería sorprendernos. Un célebre estudio publicado por la revista Science afirma que los mares reciben más de diez millones de toneladas de residuos plásticos cada año. Para hacernos una idea de lo que supone esa cantidad, imaginen que en todas las costas españolas vaciásemos quince bolsas repletas de basura plástica por cada metro de litoral. O que un camión repleto hasta los bordes volcase todo su contenido (bolsas, botellas, y un interminable muestrario de desechos plásticos) cada doscientos metros. ¿Parece mucho? Es mucho, pero ahora imaginen que esto se hiciese no solo en España sino en todos los países costeros del planeta Tierra, año tras año. Eso es lo que está sucediendo. En realidad, arrojamos al mar una cantidad de desperdicios sólidos todavía mayor, pero no todos se comportan como los plásticos. Una parte, la de origen orgánico sobre todo, se disuelve y es procesada por los organismos vivos que habitan en el agua, o es degradada por el agua misma. Los objetos de metal, aunque a veces son contaminantes, por lo menos se hunden y terminarán quizá sirviendo de agarradero para organismos del fondo marino. Los plásticos, en cambio, no se degradan. Tampoco se hunden. Se deshacen en partículas cada vez más pequeñas, aunque su naturaleza no cambia y nunca dejan de ser los polímeros sintéticos que en su día salieron de nuestras factorías. Una vez pulverizados, son comidos por los animales marinos.
En los colosales vertederos como el gran parche del Pacífico, que a veces han sido apodados con el eufemismo «zonas de convergencia», los peces recién nacidos, cuyos frágiles cuerpos suelen todavía ser transparentes, muestran a simple vista un sistema digestivo repleto de inmundicia sintética. National Geographic publicó la fotografía de una larva de perca atiborrada de perdigones de plástico. Quizá esa imagen nos impacta menos que las de tortugas y aves marinas cuyos estómagos rebosan objetos de mayor tamaño; sabemos que millones de mamíferos marinos y aves, que tan simpáticos nos resultan, mueren a causa de los objetos que arrojamos al mar: se los comen, o quedan atrapados, o resultan heridos, o se ahogan con ellos. Una larva no despierta nuestra empatía con tanta facilidad. Sin embargo, la pequeña perca de aquella fotografía ilustraba a la perfección otra masacre que pasa más desapercibida: la insidiosa eficacia con que los archipiélagos de basura han envenenado la pirámide alimenticia desde su misma base.
Los continentes de basura flotante son un dolor de cabeza para los estudiosos porque no dejan de moverse; la única manera de localizarlos consiste en tomar muestras de agua allí donde se supone que están en cada momento. El público, al oír hablar de las grandes «islas de basura», imagina una enorme costra flotante de restos visibles, una acumulación de objetos con forma similar a los que vemos flotando cerca de algunas de nuestras playas. Pero ese tipo de basura compuesta de objetos grandes podría ser recogida por barcos de limpieza, aunque eso requiriese enormes trabajos. Los islotes de basura visible también existen, en efecto, y son muy abundantes, pero están más localizados y son mucho más pequeños. Son los más evidentes, los más fáciles de fotografiar y publicitar, porque están compuestos de objetos grandes. La sola visión de esos islotes de basura, sobre todo algunos que rodean la desembocadura de ciertos ríos, es deprimente y alarmante; sin embargo, aunque parezca difícil de creer, esos escalofriantes islotes apenas constituyen una pequeñísima parte del problema. En ellos, la basura está apenas al principio de su camino; aún ha de transitar grandes distancias hasta llegar a su más probable destino, un parche de plástico invisible, desde donde volverá a nuestras costas, liberada por la inercia de los mares o en el organismo de los animales marinos que pescamos.
La naturaleza del problema que representan los grandes parches, por desgracia, es bastante más compleja que la del problema «menor» de la basura visible. Los objetos plásticos que arrojamos al mar están enteros cerca de las costas, pero con el transcurso del tiempo terminan hechos pedazos, los cuales se dividen a su vez en otros pedazos, hasta que el conjunto alcanza el estado de una densa sopa de tropezones de plástico, demasiado pequeños como para ser manejables. Por efecto de las corrientes, esa sopa se acumula en determinadas regiones. Allí donde ese venenoso humus artificial flota, la vida marina es contaminada y diezmada. Los animales se envenenan. El denso bálamo de perdigones sintéticos también desplaza a las algas y otras formas de vida vegetal, incluso algunas que son muy diminutas. Esto es muy grave. La profundidad de los mares no los convierte en interminables reservas biológicas inmunes a la actividad humana. El mar está más vivo cuanto más cerca de la superficie; de todo el ecosistema oceánico, es precisamente el estrato superior el más rico y variado, el más importante para el planeta y para nosotros. Y también el más frágil, el que resulta más afectado por las islas de plástico. Por descontado, se suma a estas preocupaciones el saber que las partículas de polímeros industriales que son ingeridas por los más pequeños animales marinos llegan hasta los estómagos de los peces más grandes, y de ahí al consumo humano.
¿Cómo se forman esas extensísimas Atlántidas? El viaje que realizan los desperdicios plásticos hasta convertirse en parte de estos archipiélagos es largo, aunque su duración depende de su consistencia y del lugar donde fueron arrojados a las aguas. Se cree que suele durar unos seis o siete años como promedio, pero hay excepciones. Los objetos de plástico más resistente pueden pasar mucho más tiempo flotando enteros, tal como fueron fabricados. Incluso décadas. Un ejemplo célebre lo constituyen los llamados «amiguitos flotantes». Su historia es muy curiosa: en 1992, el carguero Ever Laurel se encontró en mitad de una fiera tormenta y, debido a los bandazos provocados por el oleaje, doce de sus contenedores cayeron por la borda (cosa, por lo demás, que sucede con cierta frecuencia en el comercio marítimo). Uno de los contenedores transportaba juguetes de plástico, de esos que flotan y se usan para amenizar la hora del baño de los niños. Los había de cuatro tipos: patitos amarillos, tortugas azules, ranas verdes y castores rojos. El contenedor se abrió al caer. Meses más tarde, los muñecos se habían dispersado y empezaron a aparecer en ambos extremos del Pacífico, desde Australia e Indonesia en el oeste, hasta Chile y el litoral occidental de los Estados Unidos, Alaska incluida. Diez años después ya se veían «amiguitos flotantes» al otro lado del continente americano, en el litoral atlántico. En algunos casos, los «amiguitos» habían viajado de un océano al otro atravesando las aguas polares, congelados dentro de placas de hielo; cuando las placas se derretían, los juguetes quedaban libres y continuaban su plácido viaje hacia el sur. A partir de 2003 empezaron a ser vistos en playas europeas, sobre todo británicas y francesas. Hoy, después de veinticinco años de aventuras, todos esos animalitos de juguete continúan navegando intactos; el único efecto visible del tiempo se observa en los patitos, que ya no son amarillos, sino blancos, por causa de la exposición al sol.
Los residuos plásticos no son siempre tan resistentes como los «amiguitos flotantes», pero lo que han demostrado los famosos patitos es que la basura puede recorrer un océano en cuestión de meses; que después puede pasar de un océano a otro con gran facilidad, transitando estrechos y cabos, incluso atravesando aguas polares. En unos pocos años, la basura se habrá diseminado por todas partes. Esto implica que ninguna nación puede eludir su responsabilidad sobre las acumulaciones de porquería que se forman en el otro lado del mundo, pretendiendo que la única basura que les incumbe es la que flota cerca de ellos. El tránsito de desechos oceánicos no funciona así; esos desechos no conocen de aguas territoriales y, aunque buena parte del tiempo pueden quedar atrapados en corrientes circulares, desde el momento en que las abandonan nada hay que les impida llegar a cualquier otra parte. Además del gran parche del norte del Pacífico, hay otras cuatro enormes islas de plástico permanentes: una en el Pacífico sur, dos en el Atlántico y una más en el Índico. Estas cinco grandes formaciones son producto de las corrientes circulares que dominan sus respectivas regiones, pero existen muchas otras.
Detener el proceso no es fácil. La basura plástica costera, aunque más dolorosa para la vista, todavía está intacta y es fácil de recoger (o lo sería si alguien intentase recogerla). Sin embargo, apenas constituye un diminuto porcentaje de la basura que ha llegado al mar. Se estima que la actividad cotidiana de la población costera, la que vive a pocos kilómetros del mar —unos dos mil millones de personas en todo el mundo—, apenas explica un 10 % del total de basura plástica. Otro 10 % procede de la navegación humana, sean barcos de transporte o pesqueros. Pero el grueso, alrededor de un 80 %, procede de las grandes ciudades y de los complejos industriales con independencia de dónde estén situados. Tanto los ríos como los sistemas convencionales de tratamiento de basuras se encargan de arrastrar millones de toneladas de desperdicios desde los grandes núcleos de población, aunque estén muy en el interior, hacia el mar. Por más que sus residuos sean producidos a cientos de kilómetros de la costa más cercana, no hay ciudad o complejo industrial de mediano tamaño que pueda considerarse libre de culpa; recorriendo un camino u otro, la inmensa mayoría de sus desechos plásticos acabará en los océanos. Es una mera cuestión de números: Madrid o París, debido a su población y actividad industrial, envían más basura plástica a los mares que muchos municipios costeros juntos. Y, una vez en el agua, para esa inmundicia ya no existen restricciones ni límites geográficos.
El gran parche del Pacífico fue descubierto a mediados de los ochenta, pero todavía hoy se continúa discutiendo sobre el tamaño y densidad de esa y las otras acumulaciones. Lo único que se sabe con certeza es que millones de toneladas de plástico están ahí, flotando en formaciones lo bastante grandes como para reclamar un destacado sitio en los mapas. Y que no tienen pinta de querer desaparecer por sí solas. Si los más pesimistas tienen razón, en dos o tres décadas podrían multiplicar su tamaño, convirtiéndose en el más extenso imperio de los grandes océanos. Cómo limpiarlas o qué hacer con ellas es algo que todavía no sabemos bien. La única forma de evitar que crezcan más es dejar de arrojar plásticos al mar, aunque, siendo realistas, no parece que vaya a suceder en nuestra generación. La severidad de las consecuencias que esto tendrá sobre la fauna y flora marinas es algo que apenas se está empezando a comprender, pero una cosa es segura: será difícil que las Atlántidas de basura no terminen en desastre.
Tristemente cierto. Como personas deberíamos irnos concientizando de la importancia de reducir el consumo de plástico. Yo desde mi humilde aporte, uso solo tarros metálicos y en mi casa se separa la basura, cosa que en mi pais no muchos hacen. Todos los días intento comprar menos cosas con plástico. Es un triste panorama.
Durante toda la historia del género humano, no hemos hecho otra cosa que agredir al planeta y al mismo tiempo tratábamos de exterminaros los unos a los otros. Pareciera que estamos destinados a la extinción por nuestros propios medios, pero soy, a pesar de todo, optimista. En la crisis de los misiles de Cuba estuvimos a un pelo de la hecatombe. Pero no fué asi, y espero que algo similar se nos ocurra de frente a este problema, y no solo para el océano de plástico. Muchísimas gracias por la divulgación.