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Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento

oasis de horror
Apocalypse Now, 1979. Imagen: Zoetrope Studios.

Un verso de Charles Baudelaire y la cita inicial del novelón 2666 de Roberto Bolaño: de ahí viene el título de este artículo. Su contexto dentro del poema «El viaje» no ayuda a entender qué significa: un marino habla del «amargo sabor» que deja el viaje, el cual nos enseña la verdadera imagen del mundo. Y este es el verso de marras, que en el desierto del aburrimiento anida un oasis de horror. Con tendencia al simbolismo hermético, Baudelaire había creado por talento o por accidente una de las sentencias más eficaces para resumir el siglo XX, ese que terminó con una larga implosión sin arcadas ni lamentos: solo un largo bostezo.

Este texto no pretende más que entender ese maldito verso. Todo lo que viene después no son más que trucos para ver si colamos el rabillo del ojo por la puerta.

1. El horror

Vayamos al origen o finjamos uno. Joseph Conrad, mucho antes de dedicarse por completo a la escritura, mucho antes de ser el autor colosal que todos conocemos, era un marinero de tres al cuarto al que enviaron en uno de sus viajes al Congo belga. Allí pudo comprobar por sí mismo la avanzadilla del progreso, la esclavitud, la tortura, cómo miles de africanos eran explotados y abandonados a su suerte si enfermaban. En una guerra por lo menos hay bandos y la esperanza de la supervivencia; en el Congo, el destino era sobremorir en el infierno. Pasaron los años. Conrad deja el mar, se instala en Inglaterra, comienza a publicar. En 1899 aparece El corazón de las tinieblas, y ya saben cómo continúa esta historia: Conrad escribió una fábula, metabolizando su experiencia en el Congo, donde al final triunfa la mentira piadosa. Sin embargo, las palabras últimas del personaje de Kurtz, de las más famosas de la literatura («¡El horror, el horror!»), anuncian lo que el siglo XX nos va a traer.

Luego vino Kafka y recogió el guante. Es el primero que empieza a hablar de desiertos de aburrimiento (sentado en su oficina todo el día) ante el horror que se cierne después de la Gran Guerra. Y, frente al desastre, aparece la jaula de oro de la que hablaba Weber, en la que acepta encerrarse el individuo.

Kafka no conoció el surgimiento del nazismo ni los hornos de Auschwitz. Pero los anunció: era un visionario condenado. Un año después de su muerte, en 1925, inspirado por los horrores de la Gran Guerra, T. S. Eliot escribe uno de sus poemas más famosos, «The Hollow Men», el mismo que farfulla Marlon Brando-Kurtz en la penumbra en Apocalyse Now, ya saben, la adaptación libérrima de El corazón de las tinieblas trasladada a Vietnam. Otra vez la profecía, otra vez el anuncio de lo inevitable: el poema de «The Hollow Men», «Los hombres huecos», termina con unos versos cargados de premonición, que parece que hablan del eterno arrepentimiento del ser humano, pero también de su propia autodestrucción:

Y así se acaba el mundo
Y así se acaba el mundo
Y así se acaba el mundo
No con un estallido, sino con un gemido.

En fin, de poco sirvieron las advertencias. También Céline en su Viaje al fin de la noche (1932) tiene unas páginas acojonantes sobre los horrores de la guerra y del colonialismo, y de alguna forma todas las vanguardias, y en particular el dadaísmo, son una respuesta contra los desastres de la guerra. Pero qué les voy a contar: estalló la Segunda Guerra Mundial, por anunciada que estuviera, dejó más de sesenta millones de muertos (paren de leer y piensen en la cifra), y vino Auschwitz y también la bomba atómica, y los supervivientes de aquellos horrores se preguntaban cómo se podía vivir después de haber conocido el abismo. Y cuando todo parecía perdido, llegó el aburrimiento.

2. El aburrimiento

El mundo, y especialmente Estados Unidos, Europa occidental y Japón vivieron después de la Segunda Guerra Mundial la mayor expansión económica nunca conocida en la historia. Coches, electrodomésticos, gasolina barata, vivienda en propiedad, vacaciones pagadas: la sociedad de consumo había llegado para transformarlo todo.

En una entrevista, un periodista le preguntó a un ministro sueco qué más podía querer ya el trabajador: tenía acceso a sanidad y educación, a una vivienda, a unos días de sol y playa en la Costa del Sol. ¿Le falta algo? «Sí», respondió el ministro, «un segundo baño». Ese el resumen: no el principio de un mundo feliz y de una sociedad más igualitaria, sino el hastío por las cosas, es decir, el deseo insaciable. Además, el horror no había desaparecido, ni mucho menos; la guerra fría (qué imagen más locuaz) sucedía y dejaba millones de muertos en decenas de países, mientras el miedo a la bomba nuclear (el estallido del poema de Eliot) pendía como un punto de fuga.

De pronto, mayo de 1968. Las revueltas estudiantiles en París, a las que se sumaron las huelgas obreras, dejaron muchos discursos revolucionarios y a Charles de Gaulle repuesto en el poder. Guy Debord, uno de los situacionistas más activos, había publicado en 1967 La sociedad del espectáculo, el libro que se convertiría en la radiografía de la sociedad contemporánea, que proporciona bienes y mercancías, pero que no nos trae la felicidad. Ya conocen esa frase: «Morirnos de aburrimiento es el precio que debemos pagar por no morirnos de hambre». Ya lo sé, son mensajes de pequeñoburgués, frases propias del que, una vez cubiertas sus necesidades básicas, se puede preocupar de otros males o insatisfacciones (la canción de los Stones, de hecho, es de 1965). Pero es lo que hay. Es ridículo defender que no podemos quejarnos si tenemos prosperidad material simplemente porque otros están peor materialmente que nosotros. La depresión no va al supermercado y la renta básica universal no acabará con la psicoterapia (es más, puede que la impulse). En cualquier caso, la contracultura nacida en los sesenta, que hizo de la oposición a la guerra de Vietnam su bandera, terminará no con una revolución, sino con una melodía repetitiva y aburrida, cansina, que de tanto oírse en la radio acaba por agotarnos. El aburrimiento se transforma en un desierto.

3. El desierto

Este artículo, que estaba concebido en un principio como un estudio del arte minimalista y su influencia sobre la literatura, cambió de planes por culpa de mi obsesión con ese verso. Porque, al fin y al cabo, estudiar el nacimiento del minimalismo, desde la Bauhaus y la famosa frase de Mies van der Rohe de que «menos es más», pasando por la llamada música minimalista, como Steve Reich, Philip Glass o Michael Nyman, nos ayudará a entender la importancia de la repetición como síntoma, como emanación del espíritu de los tiempos, pero no nos ayuda a explicar nuestra fascinación con el horror. A no ser, por supuesto, que sea el aburrimiento el que nos conduce al horror. De aquella cita de Pascal, «todas las desgracias del individuo proceden de que no quiere permanecer tranquilo en su habitación», nace Sade. El horror no como un espantoso lugar del que huimos, sino como un sitio al que vamos a encontrarnos con nosotros mismos, con nuestra verdadera naturaleza. Un oasis. Es terrible como suena, pero tiene mucho de cierto. Pensemos, por ejemplo, en cierto techno punk de finales de los setenta. La repetición machacona, más que la melodía o la armonía, se vuelve esencial, tamizada por unos tonos y unas atmósferas muchas veces góticas. Ninguna canción mejor como ejemplo que «Decades», de Joy Division: con un ritmo repetitivo provocado por unos sintetizadores chirriantes y agudos, la voz gutural de Ian Curtis nos cuenta la historia de los jóvenes soldados que regresan de la guerra y tienen en los hombros grabado el peso de sus visiones. «¿Dónde han estado?, ¿dónde han estado?», dice el estribillo. Una canción hecha de  repetición y espanto, y, lo más raro, extrañamente fascinante. Un oasis para escapar del desierto.

4. El oasis

Es el fin de la historia, proclama Francis Fukuyama en una conferencia en el verano de 1989, unos meses antes de la caída del Muro. Después de la dialéctica ideológica, tras la derrota del comunismo, solo queda el neoliberalismo como horizonte, y la historia entendida en su sentido hegeliano ha concluido, pese a que esa perspectiva «de siglos de aburrimiento» que nos esperan, concluye Fukuyama, «tal vez servirá para que la historia nuevamente se ponga en marcha».

Pocos años después de ese texto estalla la guerra del Golfo, la primera guerra televisada en tiempo real para los espectadores de medio mundo. El conflicto bélico se pinta como aburrido, previsible y controlado en las pantallas, que reproducen las imágenes y las declaraciones que suministra el Estado Mayor de los Estados Unidos. ¿Cómo vamos a sentir cuál es el horror? El desierto ha ganado la batalla, parece.

Durante todo el siglo XX, y en particular en las últimas décadas, numerosas obras artísticas han abordado el tema del mal, tanto en sus aspectos más plásticos como filosóficos (no creo que nadie lo haya tratado con más rigor en ese caso que Michael Haneke). Pero la pregunta era cuáles de estas han visto que el aburrimiento era su reverso tenebroso. Y ahí creo que dos narraciones contemporáneas han respondido con coraje. La primera, American Psycho de Bret Easton Ellis (1991).

Porque de todas las cosas que se han dicho de este novelón (del que ya hemos hablado aquí), con las escenas más brutales de sadismo y tortura nunca escritas en la literatura, quizá no se ha insistido lo suficiente en que es una novela sobre el aburrimiento. Aburrimiento existencial, material, carnal. Patrick Bateman, su protagonista, ese aprendiz aventajado de Sade, está enfermo porque tiene acceso a casi todo y, sin embargo, está perversamente insatisfecho, y ahí irrumpe para él como un oasis el horror, el asesinato y la tortura a la que somete a sus víctimas.

No creo que haya otra novela a la que se le pueda adscribir mejor el verso maldito de Baudelaire, le va como un guante. De hecho, muchos lectores han dicho que el problema de American Psycho es que resulta monótona, que es absurdamente larga, que le sobran trescientas páginas de sus casi quinientas. En absoluto: la gran virtud de American Psycho es incluir dentro de su poética el tema que está desmenuzando, que el tedio no sea un asunto que invada solo a Patrick Bateman, sino que alcance al propio lector, quien asiste estupefacto a las variaciones de una escena (a la manera de una composición musical minimalista), en la que se combinan siempre los mismos elementos, entre los que están las tarjetas de presentación de los ejecutivos, el agua Evian o los cuidados cosméticos de Patrick. Tal vez no hay cura en American Psycho, pero sí que hay un diario clínico meticuloso, más cercano por eso al archivo que a la narración literaria convencional.

La otra narración que ha mirado hacia el oasis del horror, ya lo dijimos al principio, es 2666 (2004) de Roberto Bolaño, en particular la llamada «La parte de los crímenes», una novela que juega también de manera enfermiza con la variación y la monotonía. El narrador de «La parte de los crímenes» dedica más de la mitad de sus doscientas páginas a describir, con un tono aséptico y antirretórico, el cuerpo de las víctimas, su ropa, sus heridas o el lugar donde las hallaron. A partir de los informes policiales que le suministró Sergio González, con los que este redactó su crónica Huesos en el desierto (2002) sobre el feminicidio en Ciudad Juárez, Roberto Bolaño construyó un artefacto psicótico y esquizoide, el retrato pormenorizado de un cadáver, y luego otro, y luego otro, hasta que al lector se le confunden los rasgos y las diferencias y no ve más que una cadencia del horror. El horror convertido en bucle.

El 7 de octubre fue hallado a treinta metros de las vías del tren, en unos matorrales lindantes con unos campos de béisbol, el cuerpo de una mujer comprendida entre los catorce y los diecisiete años. El cuerpo presentaba señales claras de tortura, con múltiples hematomas en brazos, tórax y piernas, así como heridas punzantes de arma blanca (un policía se entretuvo en contarlas y se aburrió al llegar a la herida número treinta y cinco), ninguna de las cuales, sin embargo, dañó o penetró ningún órgano vital. La víctima carecía de papeles que facilitaran su identificación. Según el forense la causa de muerte fue estrangulamiento.

Y así hasta más de setenta retratos de víctimas, de uno o dos párrafos o páginas enteras, basados en  cualquiera de las miles de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, el modelo de Santa Teresa, la ciudad ficcional en mitad del desierto y cerca de la frontera norteamericana que escogió Roberto Bolaño como escenario de la novela a la que le dedicó sus últimos años de vida. De lo que no hay duda es de que «La parte de los crímenes» es la recreación perfecta del verso de Baudelaire. En una de las conferencias que escribió poco antes de su muerte, «Literatura + enfermedad = enfermedad», recogida en su libro póstumo El gaucho insufrible, lo confiesa:

¡En desiertos de tedio, un oasis de horror!

Y con ese verso, la verdad, ya tenemos más que suficiente. En medio de un desierto de aburrimiento, un oasis de horror. No hay diagnóstico más lúcido para expresar la enfermedad del hombre moderno. Para salir del aburrimiento, para escapar del punto muerto, lo único que tenemos a mano, y no tan a mano (también en esto hay que esforzarse), es el horror, es decir, el mal. O vivimos como zombis, como esclavos alimentados con soma, o nos convertimos en esclavizadores, en seres malignos (…).

Un oasis siempre es un oasis, sobre todo si uno sale de un desierto de aburrimiento. En un oasis uno puede beber, comer, curarse las heridas, descansar, pero si el oasis es de horror, si solo existen oasis de horror, el viajero podrá confirmar, esta vez de forma fehaciente, que la carne es triste, que llega un día en que todos los libros están leídos y que viajar es un espejismo. Hoy, todo parece indicar que solo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror.

Al fin y al cabo, el peor horror es el que nace del aburrimiento. El que hace que una soldado norteamericana destinada en la cárcel de Abu Ghraib se haga unas fotos con presos torturados, el de unos jóvenes que golpean a un indigente, lo rocían con gasolina, le prenden fuego y luego graban su atrocidad con un móvil. Ese horror.

Quién sabe. Quizá Baudelaire quería una palabra para hablar de los placeres a los que solo se puede acceder con valentía y escogió «horror»,  sabedor de que esta espantaría a los mojigatos. Entonces, su semántica no remitiría al mal, sino al amor a la vida, incluyendo sus dolores y sus riesgos.

Admirador y traductor de Edgar Allan Poe, Baudelaire acaso quería registrar que el horror es la única manera que tenemos de acceder a esa parte oculta de nuestro ser que el siglo XX bautizaría como inconsciente. Como saben todos los amantes del género, el terror es un oasis y una válvula de escape para nuestro imaginario.

En cualquier caso, creo que Baudelaire anunció algo que Bret Easton Ellis y Roberto Bolaño se han limitado a repetir: el horror nos tiene que sacudir. De lo contrario, estaremos tan aburridos, tan mortalmente aburridos, que ni siquiera sabremos distinguir la verdadera violencia de su banalización.

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