Desde el mismo instante en que la reportera Hildy Johnson (Rosalind Russell) entra en el despacho de su antiguo jefe Walter Burns (Cary Grant), con la decidida intención de comunicarle que deja el periódico para casarse, intuimos que de ningún modo va a salirse con la suya. No, esa decisión debe ser fruto de una enajenación pasajera.
Primero, porque para llegar al despacho del director, Hildy debe cruzar la bulliciosa redacción del Chicago Examiner, donde hasta hace poco ha reinado como firma estelar y cazaexclusivas, y, aunque lo hace marchando al paso triunfal de «aquí os quedáis, pringados», el repiqueteo de las máquinas de escribir, la humareda del tabaco quemado a todas horas, la adrenalina que durante un cierre barre el desaliento y el aburrimiento de la jornada, finalmente el influyente poderío de la tipografía impresa en papel de rotativa conjugan un oficio que no solo requiere vocación, sino que crea una adicción incurable. Imposible que Hildy sea feliz casándose con un amable vendedor de seguros, desterrada en una pequeña población, después de haber respirado ese aire viciado de la noticia en plena gestación, la euforia del potencial triunfo sobre corruptelas políticas, conductas públicas erradas y monstruos en las sombras. No se desprende uno de ese tufo así como así.
Segundo, porque Hildy y Burns se divorciaron no hace tanto, en esta segunda versión cinematográfica de la obra teatral The Front Page retitulada His Girl Friday (Luna nueva, 1940). Es decir, no solo está perdiendo a su empleada más preciada y exitosa, también a su esposa y amante, en gran medida porque ya desde la luna de miel —quizás de ahí el estrambote del título español— se evidenció que el oficio de periodista iba a imponerse, sin reparos ni excusas por su parte, sobre la vida matrimonial que ella esperaba, ingenuamente. El magistral giro de Howard Hawks —en la obra teatral ambos protagonistas son hombres— hizo de His Girl Friday una de las comedias más perfectas, en su ajetreada dinámica y acritud sentimental, que ha dado Hollywood. También a Hawks se atribuye el vertiginoso modo en que los diálogos se pisan unos a otros, dejando al espectador en un constante retraso de comprensión que acrecienta el alivio cómico, pero en realidad esta urgencia oral ya estaba en la función de Ben Hecht y Charles MacArthur. Hawks se limitó a exagerarlo —de las noventa palabras por minuto habituales a casi trescientas—, enfrentándose al problema técnico de un fuego cruzado que debía ser filmado asegurándose de que se entendiese a los actores mientras discuten sin respiro.
Tampoco era His Girl Friday la primera adaptación cinematográfica de aquel éxito de Broadway, estrenado el 14 de agosto de 1928 en el neoyorquino Times Square Theater, cuyo único decorado es la sala de prensa de unos juzgados de Chicago. Un ancho ventanal da al patio en el que se ha erigido el patíbulo donde en cuestión de horas se ajusticiará a un pobre diablo que ha tenido la mala fortuna de abogar por el comunismo y matar accidentalmente a un policía negro. En 1931, Lewis Milestone dirigió una primera versión con Adolphe Menjou en el papel de Burns y Pat O’Brien como Hildy. La produjo el magnate Howard Hughes, aquí se estrenó como Un gran reportaje, y ha sido recientemente restaurada tras años de copias infectas circulando por el dominio público. Habría una tercera, dirigida por Billy Wilder en 1974, con Walter Matthau y Jack Lemmon, una nueva Primera plana a todo color y pantalla panorámica, teñida de amargura y causticidad sin por ello mermar su tajante vena cómica.
Wilder no era Hawks, ni por supuesto Milestone. Corrían los años setenta y a su edad debía asegurarse la taquilla, quizás por ello su lectura abunda en apostillas sexistas, homófobas, racistas, misóginas. Campan el humor chusco y algunos chistes malos —raro en el tándem que formaba con I. A. L. Diamond, su feroz coguionista desde los sesenta—, pero a cambio se eleva la denuncia de la inexistente ética profesional del periodismo en la época en que transcurre la obra, personificada en un Matthau que fuerza su habitual trapisondismo.
No tuvieron que documentarse Hecht y MacArthur sobre el submundo periodístico: ambos habían sido reporteros en el Chicago de los años treinta, en plena ley seca, con la ciudad asolada por las contiendas entre gánsteres, durante el reinado de Al Capone. Conocían por experiencia a la ralea de cronistas y truhanes que transitaban las mismas calles y tugurios que los protagonistas de fechorías y extorsiones, las víctimas de violación o asesinato. Basaron su obra teatral en la agencia de noticias de la ciudad, en la que MacArthur había estado empleado, y en el periódico Chicago Daily News, donde Hecht fue reportero sin manías. Los plumillas que comparten la mesa central en la sala de prensa son profesionales desalmados y procaces; matan el tiempo bebiendo, jugando a las cartas e intercambiando humor patibulario y latigazos orales de una hoy pasmosa incorrección política; hasta que se produzca la noticia, que transmitirán diligentemente —por teléfono, elemento básico de esta comedia— según el sesgo ideológico de su cabecera, para luego seguir con sus vicios. Alguien debe vender su alma al mejor postor para que el honrado ciudadano pueda desayunarse con las últimas noticias.
Pese a ello, son estos tipos inmundos quienes vigilan a un alcalde corrupto, que anhela ver colgar de la horca al bolchevique pues depende del voto negro para su reelección, y a su servil e inútil comisario, el sheriff Hartman. Conviene aclarar que, aunque más tarde aparecería en las listas negras del senador McCarthy, Ben Hecht no era comunista, más bien un bohemio libertario, un individualista que criticaba el modo en que los políticos manipulaban la amenaza roja en su provecho.
Estas fuerzas vivas de la comunidad serán las causantes, primero, de la evasión del condenado a muerte —en un extravagante examen junto al eminente psiquiatra vienés Dr. Egelhoffer, este le pide al comisario que le preste su pistola al preso para una demostración, con lógicas e hilarantes consecuencias—, y, finalmente, de su desenmascaramiento como sátrapas locales. Este se anuncia con la entrada de un inesperado funcionario de pocas luces que viene a entregarles un indulto del gobernador que evitará la pena capital al amanecer. El alcalde se lanza a pisparle el documento al simplón y, en dolosa prevaricación, le manda a su prostíbulo favorito a gastos pagados para así distraerle de su objetivo. La compensación moral ante tanta infamia la sirve Molly Malloy, prostituta de corazón de oro que conoce al bienintencionado revolucionario de verle repartir octavillas por la causa en la calle donde trabaja. La carroña periodística aprovecha la compasión de Molly para inventar delirantes historias de amor a pie de horca que aumenten las tiradas de sus periódicos. Han pasado noventa años desde el estreno teatral de The Front Page y cabría preguntarse si, pese a los códigos deontológicos y demás regulaciones aplicadas desde entonces, buena parte del periodismo no sigue en esa prehistoria salvaje.
Sabemos que Ben Hecht fue seguramente el más brillante guionista de la época clásica de la Fábrica de Sueños, hasta el punto de personificar él mismo a Hollywood. Scarface (El terror del hampa, 1932) de Howard Hawks, Design for Living (Una mujer para dos, 1933) de Ernst Lubitsch, Gunga Din (1939) de George Stevens, Wuthering Heights (Cumbres borrascosas, 1939) de William Wyler, Notorious (Encadenados, 1946) de Alfred Hitchcock son solo algunos de los casi cuatrocientos títulos en los que participó, muchos no acreditados por haber trabajado solo en parte del proceso o como script doctor —entre otros Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó, 1939)—, además de ejercer de «negro» en la autobiografía de Marilyn Monroe, My Life. El cine sería para él tarea alimenticia sin rango literario, nada serio para quien sin duda fue un autor en mayúsculas. «Una de las razones por las que escribo películas tan rápidamente es para no perder el tiempo haciéndolas», afirmaba. «Pero ¿quién sabe realmente si se pierde el tiempo o no?».
Nacido en Nueva York, año 1894, hijo de inmigrantes judíos procedentes de Rusia, Ben Hecht será un niño superdotado que toca el violín y realiza acrobacias gimnásticas con similar prestancia. Había crecido en Wisconsin, pero a los dieciséis años se muda a vivir con unos parientes de Chicago, donde trabajará como reportero para varios periódicos, especializándose en crímenes sangrientos y demás trabajos sucios. Una de sus tareas consistía en llegar a la escena del crimen antes de que la policía descubriese el cadáver y tomar instantáneas adelantándose a la competencia. Dicen que llegó a fotografiar la zanja de una calle en obras para hacerla pasar por un terremoto que había sacudido la ciudad. El Chicago de 1916 era una capital corrupta en todos sus estratos: la policía, las prisiones, el béisbol y los periodistas. La diferencia estriba en que estos últimos eran afanosamente conscientes de ello.
Destinado como corresponsal en Berlín durante la Primera Guerra Mundial, Hecht escribe allí su primera novela, Erik Dorn, publicada en 1921, año en que debuta su columna «One Thousand and One Afternoons in Chicago» en el Daily News, donde trae a la rutinaria perspectiva informativa de un periódico la hirviente realidad urbana otorgándole dimensión literaria. «Suya era la lente que arrojaría nuevos colores a la vida de la ciudad», recordaría su editor Henry Justin Smith. «Suyo el microscopio que revelaría las contorsiones en la vida y la muerte». Hecht soñaba con que sus novelas —estilísticamente opuestas a sus guiones, engoladas, graves— acaparasen la sección dedicada a la letra hache en las librerías. Para su desgracia ese espacio lo ocuparía Hemingway.
Chicago enseguida se le queda pequeña y se muda a la capital cultural del país, Nueva York, donde conocerá a otro emigrado, Charles MacArthur. Congenian y juntos escribirán The Front Page haciendo acopio de lo vivido en la Ciudad del Viento. Produce la representación Jed Harris, el llamado «inventor de Broadway», un tiburón en toda regla que sirve a Hecht como modelo para muchos de sus futuros villanos. En 1926, este había recibido un telegrama de su amigo Herman J. Mankiewicz, guionista en Hollywood. «Aquí se pueden ganar millones, y tu única competencia serán idiotas», promete el mensaje. «Que no se sepa…».
Al desembarcar en Los Ángeles, el cine está empezando a hablar, pero lo que suena parecen ridículos balbuceos. Escribe una de gánsteres para Josef von Sternberg, Underworld (La ley del hampa, 1921), inyectándole al guion el lenguaje del subsuelo, un bullicioso sentido del humor y esa suprema habilidad para sostener la más disparatada historia, virtudes que transformarán Hollywood. «En aquella época las películas apenas se escribían», explicaría. «En 1927, se traían a la existencia a gritos, en bares, burdeles y partidas de póquer que duraban toda la noche. En los platós atronaban discusiones y música de órgano». La acelerada vitalidad escénica de The Front Page —que se antoja comparable a la vida real, pero está obviamente exagerada— fue esencial en la transformación del cine sonoro, en sus primeros pasos anclado en la dicción teatral y una rancia solemnidad, e influiría en todos los géneros, de la comedia al policíaco y el wéstern.
Su ambición es ser el escritor mejor pagado de Hollywood, y llega a exigir mil dólares diarios, en metálico. Su educación en las malas calles de Chicago le ha inculcado la actitud del tío listo que, naturalmente, detesta ser estafado. Hubo otros excelsos escritores a sueldo en los grandes estudios, pero todos ellos vivían bajo la prodigiosa sombra de Hecht, aspiraban a su vitalidad y conocimientos, a su inventiva y rendimiento laboral, incluido su socio MacArthur. «Ambos escribíamos sobre personas que habíamos querido, y sobre un oficio que había sido como ningún otro anterior o futuro», detalló Hecht. «El primer día quedó establecido nuestro proceder y continuó, sin alterar, durante los veinte años en que escribimos teatro y películas. Yo me sentaba con lápiz, papel y tablilla. Charlie paseaba, yacía en el sofá, miraba por la ventana, dibujaba bigotes a las chicas de portada en las revistas, y deambulaba por ahí en una especie de cuarta dimensión».
Producto de ese método, His Girl Friday, el filme de Hawks, señala la apoteosis de la narrativa clásica en Hollywood. Según el experto David Bordwell, por «el puro placer del ritmo que va marcando, la economía estructural, y un dominio de la técnica cinematográfica que resulta en una experiencia de visionado trepidante, a la altura del caótico mundo de los personajes». A lo que debe sumarse la manifiesta crueldad y desprecio del sentimentalismo que parecen ser el combustible de la trama, solo aplacados por la irresistible celeridad en acción y diálogos, gestualidad y agudeza (Burns: «¿Qué crees que soy, un mangui?». Hildy: «Sí…».). Dicha vorágine no oculta, empero, que están hechos el uno para el otro, pues comparten esa realidad paralela del periodismo de trinchera, un subjetivismo profesional que hace impracticable su intimidad como pareja. En el constante engaño con que él va atrapándola, hasta que ella se ve inmersa en el scoop de la rocambolesca fuga de Earl Williams, pullas y trampas son la única forma en que podrán dirimir, pugnaces, si queda algún rescoldo en su relación. Es premisa argumental infalible: la incertidumbre aviva la intensidad del amor.
El crucial cambio de sexo en la Hildebrand «Hildy» Johnson de Hawks se inscribe en una práctica iniciada a finales de los años treinta, el switcheroo o nueva versión de un título de éxito con los pertinentes cambios para que luzca cual novedad. En algunos casos, se alteraba el género de un personaje para propiciar la refriega sexual. Hawks decide el trueque durante una lectura con actores del guion, al comprobar que sus frases funcionan mejor desde una perspectiva femenina. Y aplica sus temas recurrentes: el valor de la profesionalidad y la aceptación sin excusas de un cometido, la evidencia de que hombres y mujeres pueden alcanzar idéntico nivel de responsabilidad. Hildy es, al fin y al cabo, más competente que los mostrencos con los que se codea. En cuanto al lenguaje cinematográfico, puro Hawks: cámara estática y casi ausente, simplicidad en la planificación e invisibilidad del montaje —son los personajes, en ocasiones abarrotando el plano, quienes dibujan la acción, coreografiados para orientar la mirada del espectador—, trabajo intensivo con los actores, audacia en mímica y palabrería. Todo ello al servicio de Rosalind Russell y Cary Grant, quien en His Girl Friday ofrece un compendio de facetas e inventiva sin igual en su carrera. Lo intuye ella: «Walter, eres maravilloso, de un modo repugnante».
«Esta historia sucede en un reino mágico», anuncia un rótulo en la primera adaptación cinematográfica, la de Milestone, homenajeado por Wilder en la suya con un cartel parcialmente avistado de la oscarizada All Quiet on the Western Front (Sin novedad en el frente, 1930). La advertencia es oportuna dado que el espectador va a asistir a la exposición de la monstruosidad gremial del reportero de sucesos y el comentarista político, parte de una maquinaria informativa que en aquellos días anteriores a la radio ostentaba un poderío hoy traspasado a la televisión e internet, una influencia social capaz de manipular la realidad sin remordimientos, derrocar o aupar a gobernantes corruptos, desencadenar guerras y otros desastres. Solo los magnates y los políticos podían conducir a su terreno al bautizado cuarto poder, influencia hoy traspasada a esa potestad financiera que condiciona la opinión de los grandes medios chantajeándoles con la refinanciación de sus millonarias deudas.
Estos soldados rasos de la prensa lanzados a campo abierto, tan impregnados de la pestilencia de las calles como sus habitantes más sórdidos o débiles, son despiadadamente retratados por el primer Hildy cinematográfico: «¡Periodistas! Espiando a través de cerraduras, corriendo tras los coches de bomberos como un hatajo de… perros, despertando a la gente a medianoche para preguntarles qué opinan de Mussolini, un montón de grotescos entrometidos correteando por ahí con rotos en los pantalones, y ¿para qué? Para que un millón de empleadas de oficina y esposas de camioneros sepan qué está pasando». Un sentimiento que vuelve a manifestarse en His Girl Friday cuando la pobrecita Molly se lamenta ante Hildy, exclamando que sus zafios acosadores no son seres humanos. «Lo sé, son periodistas», responde ella.
Sin embargo, es en la tercera versión —hay una cuarta, más difusamente adaptada pero fiel a la trama, Changing Channels (Interferencias, 1988), en la que Burt Reynolds no quiere dejar escapar de una cadena de televisión a una Kathleen Turner enamorada de Christopher Reeve— donde queda patente que el término ética periodística es a menudo un oxímoron. El más áspero de los Walter Burns —personaje originalmente inspirado en el empleado del imperio mediático de William Randolph Hearst, el editor Walter Howie, que debía serlo un rato— es naturalmente Walter Matthau, epítome del infinito caradura. Una de sus sarcásticas arengas telefónicas desde la sala de prensa del juzgado, al editor que se mantiene al pie del cañón en la redacción sin importar horarios ni salarios, salta del humor a lo trágico a poco que uno conozca la redacción de un gran periódico: «Al infierno el terremoto de Nicaragua, me importa un pimiento que haya cien mil muertos… ¿La Liga de Naciones? Bórrala… No, no toques al coronel Byrd y los pingüinos, es de interés humano».
Poco después, este recalcitrante Burns se referirá al primer mandamiento del periodista cuando, afeando a Hildy que no haya mencionado al periódico en el primer párrafo de su artículo sobre el fugado Earl Williams —a quien en realidad tienen camuflado en el escritorio del cursi Roy Bensinger, perfumado columnista de ínfulas poéticas—, el sobreexcitado redactor, apostado ante la máquina de escribir, aduzca que reservaba la mención corporativa para más adelante. «¿Quién diablos lee el segundo párrafo?», le espeta Burns sembrando el mayor de los temores del juntaletras, no ser leído hasta el final. Es también Matthau, en Primera plana, quien en su amenaza al poder político se refiere a la prensa como «un poder oculto», insinuando que en su misma potencia se camuflan tergiversación y cinismo. Lo que hoy llaman posverdad.
No es oficio para aprensivos ni moralistas, y así se lo hace saber sin reservas, a caraperro, a la novia de Hildy (Susan Sarandon): «Cásese con un enterrador, con un pistolero, con un jugador tramposo, pero nunca se case con un periodista».
Una admonición que, ay, no ha perdido vigencia.