Antes de la II Guerra Mundial, siempre se había asumido que el soldado común mataría en combate simplemente porque su país y sus líderes le habían pedido que matase, y porque era esencial defender su propia vida y las vidas de sus amigos. Después de la II Guerra Mundial, el general estadounidense Samuel L. A. Marshall preguntó a esos soldados comunes qué era lo que habían hecho durante las batallas. Su singularmente inesperado descubrimiento fue que, de cada cien hombres que habían estado en la línea de fuego durante un enfrentamiento, una media de solamente quince o veinte tomaba de verdad parte, armas en mano. (Dave Grossman, antiguo teniente coronel del ejército estadounidense y estudioso de la psicología del homicidio).
Es fácil creer que la guerra es algo inherente a la especie humana, un mal que forma parte de nuestra propia naturaleza y del que no podríamos deshacernos. Leemos sobre épocas pasadas y no parece haber existido civilización, por lo menos entre las grandes, que no haya protagonizado sus propias guerras. En nuestra época tampoco nos libramos de ellas; cuando todavía tenemos muy recientes algunas de las peores y más destructivas de todos los tiempos, los noticiarios repiten el triste recordatorio de que sigue sin cumplirse un año sin que se combata a gran escala en algún lugar del mundo.
De ahí a la idea de que la guerra sea connatural a nosotros se precisa un salto más largo de lo que parece. El ser humano, como casi todos los animales superiores, demuestra cierto grado de agresividad. Es evidente que sin un instinto para la agresión, por pequeño que sea, la especie no hubiera podido defenderse ni cazar; no hubiese sobrevivido. Siempre ha habido y siempre habrá un porcentaje de violencia en las interacciones del ser humano con sus congéneres o con el entorno. El estado de guerra, sin embargo, es otra cosa. Ya no depende de la agresividad innata, instintiva, que suele manifestarse en explosiones breves. A veces podemos creer que en épocas pasadas los conflictos bélicos eran considerados una parte desagradable pero inevitable de la existencia humana, y, sin embargo, desde el comienzo de la historia escrita, encontramos testimonios que los describían como calamidades intolerables.
La guerra era representada por uno de los cuatro jinetes destructores del Apocalipsis bíblico, junto al hambre, la peste y la propia muerte. En la antigua Roma, pese a ser recordada por su poderío militar, hubo numerosos poetas y filósofos pacifistas. Por ejemplo, Maximilano de Tébessa, a veces llamado «el primer objetor de conciencia» (no fue el primero, pero la historiografía cristiana lo ha venerado como tal), tomó la decisión de incumplir el servicio militar al considerar que la actividad bélica era inmoral; mantuvo esa decisión incluso cuando tuvo que afrontar la pena de muerte bajo la acusación de deserción. Su objeción no hubiese tenido sentido si Maximiliano no hubiese creído que las guerras pueden ser evitadas y que su actitud era un grano de arena en pos de ese ideal.
Lutero, contrario incluso a las guerras santas, decía que «el mundo no es mejor por todas las guerras de los últimos cinco mil años. El cristianismo, si prevaleciera, haría de la tierra un paraíso. La guerra, cuando prevalece, la convierte en un matadero, una guarida de ladrones, un burdel, un infierno (…) Las causas de la guerra, como la guerra misma, son contrarias al Evangelio». Incluso en mitad del fervor bélico-religioso de su tiempo, Lutero se opuso a que la guerra contra los turcos (musulmanes) fuese considerada «santa». Es célebre su juicio definitivo sobre los enfrentamientos armados: «La guerra es la mayor plaga que puede afligir a la humanidad. Destruye la religión, destruye a los Estados y destruye a las familias. Cualquier otra calamidad es preferible a ella».
Quizá estas consideraciones morales no aclaran si la guerra es un residuo inevitable de la civilización humana hasta el punto de que debiéramos considerar el concepto de «paz mundial» como una quimera inalcanzable. Lo único que indican es que hubo, en todas las épocas, individuos para quienes había opciones mejores. Pero ¿es posible, siquiera concebible, la paz mundial?
Primero habría que definir a qué nos referimos con «paz». Es posible que la eliminación total de la violencia entre individuos resulte imposible. En toda población hay un porcentaje de individuos violentos: desde psicópatas y sádicos hasta incontrolados o, sencillamente, perturbados mentales, que incluso en la más pacífica de las sociedades ejercerán la violencia contra otros. Siempre habrá peleas, o disturbios generados por situaciones de tensión extrema. Pero son excepcionales; la mayor parte de los seres humanos desea y prefiere vivir en paz. Pese a lo que se afirma con frecuencia, el humano no es un animal agresivo. El antropólogo Douglas Fry ha estudiado con profusión la agresión y el origen de las guerras; en su libro Más allá de la guerra: el potencial humano para la paz, describe varias decenas de sociedades en donde no existe la guerra. En ellas se producen también actos aislados de violencia, como peleas o ejecuciones, pero no guerras propiamente dichas. Él, como otros autores, sostiene la tesis de que podría no haber pruebas de conflictos bélicos sucedidos en épocas remotas, de diez mil años hacia atrás. Cita el célebre ejemplo de un cráneo prehistórico en cuyas cicatrices se creyó ver huellas de armas, hasta que un estudio más detenido demostró que eran producto del ataque de un animal, seguramente un felino.
Tradicionalmente, los restos arqueológicos se interpretaban a través de una lente belicista; esta tendencia ha cambiado, producto de una aproximación más detenida. Por ejemplo, se duda del carácter defensivo de las famosas murallas de Jericó, que en realidad pudieron ser erigidas como protección frente a las inundaciones.
De continuo se producen conciertos, espectáculos deportivos y otros eventos multitudinarios que llegan a albergar a decenas y cientos de miles de asistentes sin que, en la mayoría de ocasiones, haya un brote de violencia. Es verdad que en algunas situaciones —campos de fútbol, manifestaciones— se producen a veces disturbios o peleas. Pero suelen provenir de grupos organizados y minoritarios; es violencia instrumental, poco espontánea.
Salvo situaciones de extrema tensión o premeditación, es raro que la violencia surja por el mero hecho de juntar a miles de humanos en un espacio pequeño. El que tantos individuos que no se conocen puedan apretujarse y convivir durante unas horas sin atacarse mutuamente dice mucho sobre la actitud pacífica que, por lo general, impera en nuestra especie. Otros animales que nos rodean son menos pacíficos; basta hacer el ejercicio mental de imaginar un estadio o un festival de música en el que se apretujan cientos de miles de chimpancés, de leones o de perros. Es fácil visualizar cuáles serían los caóticos resultados.
Los humanos somos poco propensos a la lucha. Muchos de nosotros vivimos en ciudades con cientos de miles o millones de habitantes donde los actos violentos son esporádicos. Cuando hay disturbios graves, como hemos visto en París, Londres o Los Ángeles, no suelen durar más de un número determinado de días. No hay disturbio que se prolongue durante cinco o seis años como algunas guerras. La realidad demuestra que las personas somos muy capaces de convivir de manera pacífica y realizar nuestras actividades cotidianas sin recurrir a la violencia, y que cuando la violencia espontánea estalla, remite con rapidez. Hay muchas personas que nunca se han inmiscuido en una pelea, ni aun en sus años infantiles. La violencia, pues, no es una norma, sino la excepción.
Un experimento muy interesante revelaba la aversión que la mayor parte de individuos humanos sienten hacia la idea de realizar actos agresivos, aun cuando sean de pequeña intensidad. Diversos sujetos entraban en un laboratorio y realizaban una prueba muy sencilla, que ellos suponían un test de habilidad o inteligencia. Se les entregaban dos anillas rígidas, entrelazadas, como las de los prestidigitadores. Se les pedía que encontrasen la manera de separarlas, y no se les daba más indicaciones. La mayor parte de los sujetos las examinaban en busca de resortes, o las movían para intentar encontrar algún mecanismo invisible que hiciera «clic». Esto no servía de nada. Con independencia de su nivel intelectual, casi todos ellos fracasaban en el intento, y después de calentarse la cabeza durante un rato terminaban rindiéndose. Pensaban que el problema no tenía solución. Sin embargo, había unos pocos —no necesariamente los más inteligentes— que sí encontraban la única solución posible: separaban las anillas rompiéndolas.
Los investigadores en ningún momento habían dicho que estuviese prohibido romperlas, pero solamente una minoría de los participantes lo hizo, pese a que, insisto, era el único procedimiento para resolver la prueba. Habían puesto en marcha un mecanismo de inhibición que les impedía considerar siquiera la idea. Eran muy reacios a mostrar conductas agresivas en público, aunque fuese hacia un objeto insignificante.
Otro famoso experimento, realizado por el psicólogo Albert Bandura, demostraba que los niños no suelen ser propensos a la violencia, excepto cuando se les enseña a serlo. Niños de entre tres y seis años iban pasando a una habitación donde jugaban durante un rato en compañía de un adulto, ante una mesa repleta de juguetes. En un rincón de la estancia había un muñeco, no muy interesante, llamado Bobo; una especie de punching ball con forma de bolo que nunca se tumbaba por mucho que se le pegase. El estudio consistía en mostrar dos tipos de ejemplos adultos. En algunos experimentos, el adulto pegaba al muñeco; en otros, no. Después, a los niños se les permitía jugar solos, sin la presencia de un adulto (eran vigilados mediante cámaras), aunque sí se les impedía el acceso a los juguetes para inducir en ellos un sentimiento de frustración. El único juguete que podían usar era Bobo, que servía para poco más que para ser golpeado. Se descubrió que los niños eran más agresivos con Bobo cuando habían visto el ejemplo agresivo de un adulto, pero solían abstenerse de realizar conductas agresivas cuando no habían observado ese ejemplo.
El estudio puso de manifiesto otros detalles curiosos: los niños eran mucho más agresivos que las niñas (el doble, como promedio), aunque tenían algo en común: tendían a imitar en mayor grado la conducta agresiva de un adulto si este era de su mismo sexo, lo cual parece indicar que la asunción de roles masculinos o femeninos desempeña un papel significativo. En efecto, estudios con homicidas varones, realizados por los psicólogos Daly y Wilson, revelan que los roles masculinos aprendidos cumplen un importante papel en individuos de tendencias violentas.
Que las conductas agresivas pueden ser aprendidas y son espontáneas en situaciones de frustración es hoy la idea más extendida. En general, la noción de que la agresividad humana siempre tiene una base instintiva no goza de demasiado crédito. Eso no implica que se niegue la existencia de un componente biológico en la agresividad, desde luego. Además, se han observado correlaciones entre determinados marcadores genéticos y un aumento de la agresividad. En los simios, diversos estudios han mostrado una relación bastante estrecha entre andrógenos y agresividad, aunque todavía hay factores que no se comprenden del todo. Algunos experimentos han dejado atónitos a los investigadores; por ejemplo, en algunas especies de simios, los jóvenes machos muestran preferencia por los juguetes infantiles «masculinos» —entre ellos, armas— fabricados para varones humanos, mientras que los juguetes «femeninos» llaman menos su atención. Este resultado se ha producido cada vez que se ha replicado el experimento y lo único que no está todavía claro es si las hembras prefieren los juguetes para niñas o no hacen distinciones (aquí si se han producido resultados diversos).
Todavía no existe una explicación para este fenómeno, aunque se intuye que la propia configuración física de los juguetes (forma, color, etc.) podría estar provocando respuestas diferentes en el cerebro masculino y en el femenino. Quizá las armas de juguete, como las de verdad, imitan patrones estéticos que agradan a los varones más allá del hecho de que sean armas. Los jóvenes simios macho, por ejemplo, se sienten más atraídos por las armas de juguete que las hembras, pero sucede lo mismo con los cochecitos o los camiones. Así pues, incluso en ausencia de condicionamiento social, la preferencia masculina por las armas de juguete quizá no es producto exclusivo de los roles aprendidos por los humanos, ya que pequeños humanos y pequeños simios eligen sus juguetes de forma parecida. No necesariamente debería estar relacionada con la mayor agresividad del sexo masculino, sino con factores más bien perceptivos.
Que la especie humana no sea muy violenta tiene sentido incluso desde una perspectiva evolutiva. Una vida humana es muy costosa de producir. Tras nueve meses de delicada gestación nace casi siempre un único individuo; los partos dobles o múltiples son infrecuentes. Además, los niños humanos tienen un periodo muy largo de maduración física, y aunque aprenden con pasmosa rapidez, su físico es muy débil durante mucho tiempo y necesitan unos cuantos años de estrechos cuidados antes de poder aspirar a sobrevivir por sí mismos. Si los humanos hubiésemos peleado constantemente entre nosotros desde que aparecimos sobre el planeta, a estas alturas ya nos hubiésemos extinguido, porque nos reproducimos con relativa lentitud y solamente en los últimos dos siglos se han reducido tasas de mortalidad infantil y juvenil. También sabemos que nuestra especie ha basado buena parte de su éxito evolutivo en la cooperación. Los humanos no tenemos fauces poderosas ni garras demasiado fuertes, así que cazar o defenderse en grupo produce mejores resultados que hacerlo solo, y desde luego mucho mejor resultado que matarnos unos a otros por el último pedazo de bisonte.
Cosa distinta son las guerras que aparecieron con las civilizaciones. Guerras sostenidas en el tiempo, que requieren de un ejército armado y pertrechado, de un enorme uso de recursos y, sobre todo, de una autoridad centralizada que permita coordinar la acción. Estas guerras ya no se pueden ligar con tanta facilidad a nuestra agresividad innata. Por supuesto, siempre ha habido individuos (psicópatas, sociópatas, fanáticos, etc.) que han disfrutado participando en las guerras, pero la mayoría de las personas las consideran un horror. Incluyendo a los propios soldados, que rara vez en la historia han ido a batallar por gusto; de lo contrario, los ejércitos nunca hubiesen necesitado de sistemas como la conscripción, la contratación o el reparto de botines para completar sus filas.
Las guerras son instrumentos para hacer política. Bajo distintos pretextos ideológicos, religiosos o identitarios, se despliegan aparatos bélicos que solamente pueden organizarse de arriba abajo, desde posiciones de poder. Si las guerras fuesen el resultado de la agresividad humana espontánea, como los disturbios, los participantes serían muchos menos en número, y, pasado el impulso violento inicial, en ausencia de un aparato autoritario que les obligase a permanecer en la lucha, volverían a sus casas por cansancio, para estar con sus familias o sencillamente para no seguir arriesgándose a morir o resultar heridos.
En ausencia de un salario o la necesidad de evitar un castigo por deserción, nadie tendría motivos razonables para seguir participando en una «guerra espontánea». La mayoría de las personas, sin duda, actuarían de acuerdo a la vieja sentencia de Erasmo: «La paz menos ventajosa es preferible a la guerra más justa». Los estudios del general Marshall sobre la escasa participación de los reclutas en la acción bélica, aunque muy discutidos en su país, fueron más o menos confirmados por estudios similares realizados entre veteranos de guerra de otras naciones. Dicho de otro modo: la mayor parte de los soldados rechazaban participar en el combate salvo que no tuviesen otro remedio.
Hoy podemos ver el caso de Siria: una minoría combate, mientras la mayoría de la población sufre pasivamente o intenta huir. Los estudios subrayan la escasa tendencia de los humanos a agredir, excepto cuando una autoridad lo ordena o les permite despojarse de su propia responsabilidad (recuerden los famosos experimentos de Milgram, aquellos en que algunos sujetos creían provocar terribles descargas eléctricas a otros, pero lo hacían convencidos por la autoridad de los experimentadores, quienes les aseguraban que no habría graves consecuencias).
Los estudios antropológicos y arqueológicos muestran que la guerra es casi inexistente en sociedades pequeñas de nómadas, cazadores y recolectores, etc. Durante más del 99 % de su tiempo de existencia, el ser humano ha vivido en grupos pequeños donde la guerra era desconocida. Hoy, en las pocas sociedades de esas características que perviven, se observa la misma actitud. La cooperación, al contrario, sí se produce con facilidad en todas las sociedades humanas conocidas y para ella los humanos mostramos muchas más aptitudes innatas que para la lucha. Pero incluso en las complejas sociedades modernas la guerra es un suceso cada vez más raro. Muchos países actuales llevan mucho tiempo sin participar en una guerra; algunos no han iniciado conflictos bélicos en siglos (Suiza, Islandia, etc.) y otros han participado cuando han sido arrastrados por sus vecinos (Irán). Una guerra es una decisión política, no una consecuencia inevitable del curso de los acontecimientos.
En el estudio de la génesis de guerras pasadas y actuales, siempre emergen uno o varios momentos críticos en los que hubo una oportunidad para resolver los problemas con menos derramamiento de sangre, o ninguno en absoluto. Cuando esos momentos no son aprovechados, es porque hay intenciones políticas. Los ejércitos no se organizan por sí solos, ni se pertrechan ni actúan de manera espontánea. Sin una autoridad, se disolverían pronto, por incomodidad y, al final, por puro agotamiento. Los soldados, para serlo, han tenido que atravesar un entrenamiento, sometiéndose a una dura disciplina, y esto fue así desde que existe registro escrito de actividades militares.
Los seres humanos no son soldados por naturaleza y han de ser adiestrados para serlo. Las guerras, pues, no «emergen» de la condición humana. No surgen desde abajo. Son los líderes quienes las promueven y quienes podrían evitarlas. La supuesta inevitabilidad de las guerras es un mito, un artefacto ideológico que se desmorona cuanto más se observa y se desmenuza mediante una batería combinada de materias, desde historia y antropología hasta biología y psicología. ¿La paz mundial es difícil? Desde luego. Pero no es imposible. Ha habido progreso, y no hay motivo para que ese progreso se detenga donde estamos hoy.
Encuentro que falta profundizar en lo que se entiende por paz que en ocasiones lleva a la guerra. En los cementerios hay mucha paz también, como decía Tácito .
A la opresión y explotación de clases y razas por no hablar de la exclusión de sexualidad o ideales siempre se le ha llamado paz y se le sigue llamando paz el día de hoy.
Ni el hambre ni pobreza mí falta de libertad para escribir lo que quiera comunicarme como quiera tener relaciones con quiera amar a quien quiera son paz.
Hay mil formas de explotación a las que le llaman paz.
Si hiciéramos caso a esto en Pakistán hay paz y en México hay paz.
Qué algunos países se desintegran en guerras monstruosas no es sólo manipulación de politicos o líderes religiosos o tribales es porque anteriormente no existía una paz. Si quieren no lo llamen guerra pero tampoco lo llamen paz.
Ni me confundo la guerra es una monstruosidad pero algunas cosas a la que con tanta frivolidad ignorancia o cinismo llaman paz también lo son.
Soy pacifico no pacifista. Una vida de privaciones no es paz. Una vida de humillaciones y silencios no es paz.
Más que analizar las guerras hay que analizar la ausencia de la paz.
Diría más lo que más está de moda no son las guerras es la negación de la paz.
Gracias por el artículo.
Se cumple así la máxima del Duque de Wellington «Salvo una batalla perdida, no hay nada tan triste como una ganada.»
Análisis interesante, pero simplista. Creo que la violencia en muchas ocasiones es una respuesta a la injusticia (real o imaginada). Entre individuos normalmente no hay violencia porque el monopolio de la violencia lo tiene el Estado. Si no hay un Estado, si un individuo se ve envuelto en una situación injusta o bien «se toma la justicia por su mano» o bien acepta la injusticia. Sin embargo, en las relaciones entre Estados no existe esa instancia superior que tenga el monopolio de la violencia. Los Estados son «soberanos» (palabra muy peligrosa), no están sometidos a leyes que una instancia superior les vaya a obligar a cumplir, como los individuos. Esto también se aplica a los grupos humanos. Si un grupo humano, ya sea una clase social o una minoría nacional, considera que está sometido a una injusticia, a menudo la única manera que tiene de luchar contra ella es mediante la violencia.
Por otro lado, se ha demostrado que ha habido muy pocas guerras entre países democráticos y también que tienen menos violencia interna. Ese sí que sería un camino para la «paz parpetua», por utilizar la expresión de Kant
Coincido plenamente. Muy simplista.
No se puede poner como ejemplo una multitud sin violencia en un estadio y compararlo con lo que pasaría con perros u otros animales; el ser humano sabe que hay unas leyes y que si no se respetan habrá consecuencias. Sin contar la educación recibida durante toda una vida que nos ha moldeado para vivir en una sociedad. No pocas veces me han dado a mi ganas de darle una colleja a alguien en el cine, teatro, metro, conciertos, etc. Pero no lo hago.
Igual que el ejemplo de las anillas. Estamos educados para encontrar una solución en ese tipo de juegos. Estamos programados para que romper o destruir no sea la solución. Estoy seguro que esas personas que no encontraron la solución, si les fue comunicada una vez terminado el experimento, la mayoría diría algo del tipo «ah, es que no sabía que se podían romper las anillas».
Agradecería sin medias tintas al autor de este artículo la divulgación de todos los experimentos científicos, como así mismo sus consideraciones particulares para demostrar que las guerras no son inevitables. Lo agradecería sin más digo, pero con la frase cambiada en pos de mayor precisión: “Es fácil creer que las guerras son inherentes a la parte masculina de la especie humana, y no como ha escrito: “Es fácil creer que las guerras son inherentes a la especie humana”. Así como tiene tanta premura en recalcar los resultados minoritarios, o en contra corriente en las pruebas científicas, también tendría que evidenciar que la humanidad se compone más o menos de mitad y mitad, y yo no recuerdo guerras iniciadas por mujeres, salvo la de aquella mítica de las amazonas que se auto mutilaban un seno para permitir mayor tensión a sus arcos y flechas. Si no tenemos testimonios de su oposición a las guerras es debido a sus naturalezas, impuestas a la obediencia y sumisión por el poder patriarcal y aquellas innatas en donde la multiplicación y protección de la vida es la más importante restándoles tiempo para estrategias, visión trascendental, matemáticas, religiones y filosofías. Sostengo que ellas tendrían que ser mayoría en los parlamentos, pero cuando recuerdo a la madre de Camus en su última obra, El Primer Hombre, dedicada a tener hijos, trabajar como una burra, lavar platos, obedecer y mirar eternamente a través de la ventana el desastre externo, siento que la batalla por la vida está perdida. Toda la energía masculina, ahora que las guerras son escasas, el macho las volcó en la especulación financiera con sus inexorables desastres posteriores o a exprimir el planeta hasta el colapso. No es violencia, pero ansias de dominio. Pienso que, si ellas estuvieran al poder en los países líderes, se resolverían económicamente todos los problemas sociales con lo recabado al cancelar ejércitos y medios. Pero es necesario un ciego salto antropológico. Lo veo difícil y todo negro el futuro, pero algo de esperanzas me llegan al ver el mundial de fútbol de ellas. Quién lo hubiera pensando. ¡Mujeres del mundo! ¡Uníos! ¡Meted vuestros ovarios “in bella mostra”! Gracias por la lectura.
Catalina la grande, Isabel de Castilla, Isabel I de Inglaterra….
Si bien las mujeres no han ido a la guerra, en la mayor parte de culturas la han alentado.
Los que quieran guerrear, porque se aburren o porque les guste o por lo que sea, lo ideal sería que se montasen las guerras entre ellos y nos dejasen a los demás en paz. Lamentablemente, no es así.