Sociedad

La ira tuitera caerá sobre ti: del victimismo al exhibicionismo moral

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Los pájaros. Imagen: Alfred J. Hitchcock Productions / Universal Pictures. Collage: Loreto Iglesias.

Enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita y corregir al que se equivoca son obras de misericordia espiritual donde los tuiteros en general puntúan fuerte. Ya en lo de perdonar al que nos ofende y sufrir con paciencia los defectos del prójimo se flojea un poco más. Al fin y al cabo, a Twitter ya sabemos a lo que venimos: es una plaza pública donde se discute, se bromea, se pontifica y, por encima de todo, cada uno vende su mercancía. Lo cual trae consigo una táctica comercial tan vieja como la humanidad, la contrapublicidad con la que menospreciar a la competencia. Por eso no suele ser una buena idea enzarzarse en un debate en este entorno. Más allá de la obvia dificultad de resumir una idea en doscientos ochenta caracteres, lo que elimina cualquier matiz y reduce cualquier punto a vista a una mera consigna, digamos que el intercambio no acostumbra a ser una búsqueda conjunta de la verdad al estilo socrático, sino una búsqueda de las peores intenciones imaginables en el antagonista. Cosa que se logra interpretando de la forma más literal sus palabras o bien tergiversándolas cuanto sea necesario para lograr un bonito hombre de paja contra el que arremeter. Es el momento mágico del «zasca», esa réplica contundente en la que uno está más pendiente del efecto en la platea que de su interlocutor —al que suponemos recién volatilizado como si más que un argumento le hubiéramos lanzado un conjuro— y que a menudo se procede a inmortalizar en un pantallazo como pequeño trofeo para la posteridad. Ya hemos echado el día.

Pero no es mi intención afear a esta red social, pues sus defectos son en parte los de las personas que la conforman, así que es importante la cuestión de con quién escojamos interactuar. Y respecto a sus virtudes… nada menos que cubrir hasta donde los medios de comunicación no pueden/quieren llegar, poniéndonos en contacto con personas, ideas o fenómenos que de otra forma no alcanzaríamos a conocer. La democracia, desde sus mismos orígenes griegos, necesita debate público, que se celebra formalmente en los parlamentos, pero también en los medios, universidades, bares, centros de trabajo… y, por supuesto, desde hace unos años también en internet. Las redes sociales han encauzado una parte importante del activismo político, logrando un sorprendente eco en los medios e incluso en la propia clase política, fascinada por la ilusión de proximidad con «el pueblo» y sus reivindicaciones que estas ofrecen. Obtener un respaldo masivo en ellas es lo más parecido a vivir en un mitin perpetuo. Ahora bien, las redes no son solo un mero recipiente, pues por su propia naturaleza han favorecido una cultura política determinada que ha impregnado al conjunto de la sociedad. Me detendré en dos fenómenos interrelacionados, uno denominado «la cultura del victimismo» por Bradley Campbell y Jason Manning, mientras que el otro ha sido descrito en algunos de sus flecos por Nassim Nicholas Taleb y podríamos llamarlo «exhibicionismo moral gratuito».

Comencemos por el primero. Según explican estos dos autores, la cultura del honor es propia de sociedades donde el Estado no ha logrado el monopolio de la violencia. Así era la sociedad occidental hasta hace dos o tres siglos, de manera que cada uno debía cuidar de su propia reputación ante los demás y por tanto los duelos eran una medida aceptada de corregir una afrenta personal, por nimia que fuera. Recordemos cómo el tercer vicepresidente de Estados Unidos, Aaron Burr, desafió en uno (y acabó matando) al ilustre ideólogo de la independencia americana, Alexander Hamilton, simplemente porque le habían dicho que había hablado mal de él a sus espaldas y sin saber siquiera en qué consistían tales maledicencias. La lógica tras ello es que, si no se pasaba por alto la más mínima ofensa, entonces uno estaría también a salvo de las más graves. Pero, una vez establecido el imperio de la ley, se pasó de la cultura del honor a la cultura de la dignidad, considerada esta inherente a toda persona. Para proteger nuestra integridad y patrimonio ya estaban las autoridades y por tanto las ofensas leves pasaban a ser simplemente un malentendido que podía arreglarse hablando o fingiendo indiferencia, mientras que las graves las delegábamos en terceros, o sea, el Estado o la comunidad. Se pasaba de ser blando por fuera y duro por dentro a duro por fuera y blando por dentro; de melocotón a nuez, por decirlo así. De esta manera ha venido siendo la sociedad occidental hasta que, desde hace unos años, ha comenzado a aflorar la cultura del victimismo, que combina elementos de las dos anteriores: recupera la susceptibilidad ante cualquier ofensa al propio honor de siglos anteriores, pero ya no es uno mismo quien debe lavar la afrenta, sino que pasa a depender de la comunidad. Así el receptor de una «microagresión» debe mostrar una piel finísima pero no el arrojo de defenderse por sí mismo, debe ser blando por fuera y por dentro, como la gelatina.

Ahora bien, ¿cómo lograr que la comunidad se implique en la protección del propio honor ante una mínima ofensa, algo que puede pasar desapercibido ante la mirada de cualquiera que no sea el afectado? Ahí entran las redes sociales en juego. Ellas permiten centrar la atención de todos en agravios íntimos que en épocas previas hubieran sido ignorados públicamente. De manera que, cuando el actor Chris Pratt enlazó el tráiler de su película con la frase «¿Estás leyendo esto? No, no, no. Sube el volumen y escúchame», fue cuestión de minutos que alguien se sintiera ofendido y que poco después el intérprete tuviera que publicar esta disculpa: «Me doy cuenta de que fui increíblemente insensible con muchas personas que dependen de los subtítulos. Más de treinta y ocho millones de americanos viven con algún tipo de discapacidad auditiva. Así que quiero disculparme. Conozco personas en mi vida que tienen problemas de audición y lo último que quiero en el mundo es ofenderlos». No es de extrañar que otra estrella de Hollywood, George Clooney, haya afirmado que no tiene cuenta en Twitter porque no quiere ver arruinada su carrera por escribir un mensaje borracho a medianoche. Los agraviados siempre están al acecho en las redes, donde el estatus y el protagonismo se los da la condición de víctima.

Pasemos ahora al segundo fenómeno, el exhibicionismo moral en las redes, analizado por Nassim Nicholas Taleb. Mostrarnos ante los demás como personas éticas, moralmente íntegras, nos hace parecer más confiables. Es nuestra mejor tarjeta de presentación a ojos de los demás, ya sea para mejorar laboralmente, trabar amistades o encontrar pareja. No es de extrañar que el exhibicionismo moral sea tan viejo como la propia humanidad y que alguien de tanta penetración psicológica como Jesús supiera identificarlo en su día: «Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Cuando des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre, que ve lo oculto, te premiará. Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los ángulos de las plazas para ser vistos» (San Mateo 6, 2-5). Hermoso pasaje que debería inscribirse con grandes letras en la página de entrada de cualquier red social, donde abundan por igual las muestras de solidaridad como las de indignación. Para las primeras se necesita una víctima cerca, y como decíamos antes siempre hay candidatos para convertir el agravio íntimo a su honor en juicio popular. Respecto a la indignación, encontrarla en algo que a otros les pase desapercibido le dota a uno, aparentemente, de una mayor sensibilidad moral. Si no logramos hallarla en los mensajes ajenos siempre queda el recurso de mirar la lista de Trending Topic, es decir, la lista de linchamientos públicos más multitudinarios de cada día.

El problema es que las demostraciones morales sin coste para el emisor están sujetas a un proceso inflacionista. Si el de al lado escribe tres mensajes en tono levemente molesto, yo puedo publicar seis mostrándome ostentosamente airado por casi el mismo tiempo y esfuerzo, lo que me hará más moral y por tanto más merecedor de prestigio en la comunidad con todo lo que eso conlleva. Esa competencia tan feroz convierte a las redes sociales en el circo que hoy día son y, también, las hace poco aptas para ser utilizadas como brújula moral por los medios de comunicación y políticos. Que es, por desgracia, exactamente lo que están haciendo. Por ello, lo que propone Taleb es que las señales morales que emitimos solo tengan valor si implican un coste y que, si vamos a airear nuestras limosnas, al menos efectivamente haya monedas en la bolsita que otorgamos. Naturalmente el coste no tiene por qué ser exclusivamente económico, puede ser en forma de algo que incluso nos resulta aún más valioso: el prestigio. Lo cual no deja de resultar paradójico siendo su acumulación aquello que perseguimos con tanto ahínco en las redes sociales. Como él mismo dice: «la virtud sin coraje es una aberración, de hecho, puedes ver cobardes apoyando una muestra de virtuosismo según este es definido por los grandes medios, porque temen hacer otra cosa diferente (…) La mejor virtud requiere coraje, por tanto, necesita ser impopular. Si describiera los actos virtuosos perfectos, deberían ser los realizados desde posiciones penalizadas por el discurso común. Cuando más cueste, más virtuoso es el acto, particularmente si te cuesta tu reputación. Cuando la integridad entre en conflicto con la reputación, ve con la primera».

Como el pavo real que exhibe una cola que lo hace más vulnerable a los depredadores y así, paradójicamente, demuestra ser más fuerte, arriesgar la propia reputación haciendo o diciendo lo que uno considera justo por impopular que resulte es una forma de virtue signalling más difícil de falsificar y, en último término y a largo plazo, una buena manera de vender nuestra mercancía en la plaza pública. Que es a lo que veníamos.

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2 Comentarios

  1. Lo siento, pero Twitter es el mayor basurero de Internet, con el apoyo implícito de las propias altas esferas de las dicha red social, que permiten el abuso verbal y el acoso más allá de lo tragable excusándose bajo aquello de la libertad de expresión que de lo contrario le tendrían que cerrar la cuenta al mismísimo presidente de los Estados Unidos. Es un fracaso, y de hecho los números demuestran que Twitter, a pesar de todo el tiempo que llevo siendo activa y en boca de todos, se ha visto superadas por redes sociales/apps con menos años en activo, como Instagram o Snapchat. Periscope fue un bonito intento, pero los usuarios más ultra de Twitter, por lo general, no son muy de dar la cara o el nombre.

  2. Pingback: Episodio cero: Política en tiempos de tuiteros - VoxBox

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