En Galicia somos 2,7 millones de habitantes, repartidos de manera desordenada por todo el territorio. Morimos a razón de treinta mil al año, aproximadamente, como si fuésemos moscas. Ya es costumbre. No hay días utópicos, sin esquelas. En muchos bares de pueblo se abre el periódico por esa sección, para ir al grano. No deja de ser un alivio poder hacerlo en persona. En las jornadas más luctuosas, cualquiera de nosotros puede dar dos pésames sin despeinarse, en una sola tarde. Si hay suerte, los fallecidos son dos vecinos muy queridos y se les muestra cariño a ambas familias en el mismo tanatorio, ahorrando latosos desplazamientos. Es de agradecer la coincidencia. Hace algunos años pudo leerse en la prensa la noticia del grave accidente de automóvil en el que se vio envuelto un vecino de Zamora a la salida de un funeral y camino de otro, que se oficiaba poco después en Ourense.
Nada representa mejor el notable progreso de Galicia como las buenas carreteras y la proliferación de tanatorios. «Es nuestro Guggenheim», dijo hace años una vecina durante la inauguración del tanatorio de Vilardevós (Ourense), una localidad en la que, como tantas en Galicia, se siente bien el poco peso del mundo. En un sitio donde se muere mucho más que se nace, los tanatorios nos ofrecen unas magníficas prestaciones. Gracias a ellos prácticamente están erradicados los velatorios en las viviendas, siempre tan incómodos. Cuando te mueres, lo lógico es irse de casa. Esa salida rápida, que deja libre una habitación, y por extensión toda la vivienda, no se explica sin los tanatorios. Su popularidad nos ha puesto poco a poco en el futuro. He ahí nuestro secreto. Hoy el tanatorio es un símbolo, y no frío, o solemne, sino cargado de afectividad y ternura. A su manera, consisten en un punto de encuentro, un lugar para quedar. Nos abriga. Los vivos coinciden cada tanto, se abrazan, se dicen «lo siento» y en secreto se felicitan.
Pero no todo es alegría. El tanatorio posee un lado oscuro. De vez en cuando la construcción de un nuevo local suscita algún un tipo de desencuentro entre viejos conocidos, completamente inesperado. Después de todo, el tanatorio nos recuerda la muerte, y su proximidad nos provoca un nerviosismo muy notable. En la localidad ourensana de Castro Caldelas esos nervios repentinos condujeron a una guerra entre vecinos de siempre. La paz se resquebrajó durante el año 2000, cuando Jesús Pardiño y Víctor Díaz se plantearon cómo dar un cambio a sus vidas y, después de sopesar las opciones, constituyeron una comunidad de bienes para explotar un negocio de pompas fúnebres y velatorio mortuorio. A veces los buenos negocios tienen que ver con las cosas importantes, como la salud, la felicidad o la muerte.
Se hicieron con un bajo en la Avenida Padre Feijoo, número 20, casi al final de una larga travesía que parte la localidad por la mitad, y que deja a los lados bares, panaderías, hoteles e incluso una iglesia. Con diferencia, es la calle más animada. Eligieron un edificio de tres plantas a la salida de un pueblo cuya mayor atracción es su castillo medieval. Entre los años 1336 y 1343, Pedro Fernández de Castro, señor de Lemos y Sarria, construyó la fortaleza para la defensa de sus nuevos dominios, cedidos por el rey Alfonso IX, que en el Foro do Burgo de Castro Caldelas, el documento más antiguo que se conserva escrito en gallego, otorgaba fuero a los habitantes de la villa.
La iniciativa del tanatorio corrió de boca en boca, generando enseguida detractores y adeptos. En marzo de ese año, el pleno del Ayuntamiento otorgó licencia de instalación. El alcalde socialista, Eladio Osorio, explicaría que poco después de acceder al cargo se encontró con la solicitud del velatorio. «El informe de Sanidad era favorable, también el de Medio Ambiente, así como el informe urbanístico y el jurídico, y ahora, cuando me toca dar la licencia, no tengo más remedio que darla o prevaricar», dijo con el tono fatalista de quien está entre la espada y la pared y ha de tomar una decisión histórica, que cambiará el mundo. Optó por lo primero, y cinco años después el Tribunal Superior de Justicia de Galicia (TSJG) dictaminó que su decisión no se ajustaba a derecho y la anuló.
Pero estábamos en 2000. El 29 de septiembre, el Ayuntamiento autorizó el ejercicio de la actividad al tanatorio. Era una buena época para empezar a funcionar. El frío no tardaría mucho en llegar. Hay sitios en Galicia donde lo más parecido a un invierno es agosto. En invierno, según las estadísticas, se muere más. En 2015, último año con cifras oficiales, en enero se registraron en Galicia 3618 fallecimientos, muy por encima de los 2244 de septiembre. En cuanto a Castro Caldelas, el año que se autorizó el tanatorio se resumió en 13 nacimientos y 31 defunciones.
Entre tanto, no lejos del tanatorio —justo encima, de hecho— se fraguaba un complot. En la segunda planta del edificio residían los hermanos Luis y Presentación Amaro Castro, ambos jubilados, así como su padre, de noventa y cinco años. Luis Amaro Freire había sido zapatero, y más adelante dueño de un aserradero y un molino, aunque su pasión siempre fue la música. Amantes de la vida tranquila, casi anodina, estaban llamados a combatir el tanatorio con todas sus fuerzas. Su presencia los desasosegaba, y el desasosiego dio paso a un odio hosco, invicto. Antes incluso de que el Ayuntamiento autorizase oficialmente la actividad, los hermanos se dirigieron a La Voz de Galicia, el periódico con mayor difusión de la comunidad, para lanzar a través de sus páginas una advertencia a todos sus vecinos. «Ante el mínimo uso de esas instalaciones utilizaremos como elemento disuasorio música de forma ininterrumpida antes y durante la permanencia de un féretro en el local». Sus palabras querían ser un aviso a las familias de los posibles difuntos «para evitar futuras sorpresas y malentendidos, y que sepan de antemano con lo que se van a encontrar».
El 31 de julio, cuando sus declaraciones al periodista Jesús Manuel García salieron publicadas, no se habló de otra cosa. Se colgaron varios recortes a lo largo del municipio. «El hecho causó sensación entre los vecinos», declaró un testigo del pueblo durante el juicio en el que, años más tarde, Luis y Presentación Amaro comparecerían acusados de amenazas y coacciones. Acababan de declarar la guerra.
Quizá aún era pronto para prever si los hermanos hablaban en serio o fanfarroneaban. Sin embargo, cumplieron su palabra el 14 de marzo de 2001, durante el estreno del tanatorio. No hubo un funeral de gracia, como cortesía. La guerra comenzó en el minuto uno. En cuanto los familiares sacaron al difunto del coche fúnebre y lo metieron en el local, empezó a sonar la música en la segunda planta del edificio. «Cuando leímos sus declaraciones en el periódico creímos que no llegarían a poner la música alta, pero en el primer entierro comprobamos que el volumen no era razonable», declaró Jesús Pardiño también durante el juicio. Otro de los testigos corroboró que «al meter el cadáver en aquella sala comenzó a sonar la música desde el piso de arriba, con los altavoces en las ventanas, y solo cesó cuando acabó el servicio funerario».
El siguiente sepelio, el 28 de agosto, siguió los mismos derroteros. «Cuando llegamos al velatorio —afirmó una de las asistentes—, aquello más que un funeral parecía las fiestas patronales de Castro Caldelas». La música robó casi todo el protagonismo al muerto. «No había otra cosa de que hablar que de aquella música. Dios me librara de llevar allí a mi mamá», dijo la testigo a la jueza. No cabía duda: las amenazas de los hermanos Amaro se estaban cumpliendo a rajatabla.
¿Y la música? «Era siempre la misma cinta, una y otra vez —declaró Jesús Pardiño—. Siempre era “La raspita”», un pieza rotunda, pegadiza, habitual en los repertorios de las bandas de gaitas gallegas. Otros testimonios indicaron que también se pinchó alguno de los «grandes éxitos de Ricky Martin», que para entonces ya había grabado sus temas más vendidos, como «María» o «Livin’ la vida loca», que se bailaban casi sin querer.
Naturalmente, Presentación Amaro veía los hechos de aquel agosto de otra forma. En el papel de acusada, se defendió alegando que en ningún momento pretendió nunca coaccionar a nadie. Ni siquiera molestar. No era su estilo, si es que el estilo existe. «Por ser verano», admitió en referencia al segundo entierro, «las ventanas de casa estaban abiertas». Las temperaturas en la comarca de Caldelas, consultada la hemeroteca, superaron aquellos días los treinta grados centígrados. En cuanto a la música, sonaba más o menos alta porque la acusada quería evitar que su padre, nonagenario, «oyese el murmullo de las personas que acudían al tanatorio». Ese runrún y su atmósfera lo incomodaban. Quizá sea cierto que algunas veces un pequeño ruido molesta más que uno estruendoso. Por otra parte, Luis Amaro Freire amaba la música. Había sido un reconocido gaitero. En 1926 fundó el grupo Os Caldeleses, y tres años después pasó a formar parte de Os Trabazos, con los que recorrió el norte de España. Consagrados, en 1952 actuaron durante la inauguración de la estación de ferrocarril de Ourense, con Francisco Franco entre el público.
No cabía duda de que un tercer funeral sería tentar a la suerte. La música mandó el tanatorio a la ruina. Víctor Díaz y Jesús Pardiño se quedaron sin clientes. No hubo más velatorios. ¿Quién se exponía al escarnio de un funeral alegre, con Ricky Martin a todo volumen? Los habitantes de Castro Caldelas morían y sus féretros pasaban de largo, rematando al negocio con su indiferencia. La impotencia de sus dueños los empujó a buscar esperanza en un abogado. Diseñaron una estrategia y en febrero de 2002 denunciaron a sus vecinos por amenazas y coacciones. Puesto que su actividad daba servicio a tres municipios, en los que solo había dos negocios con velatorio, y como entre 2000 y 2002 se produjeron en la zona 93 fallecimientos, acordaron reclamar una indemnización de 51 600 euros. «Esto es un auténtico disparate», señaló el letrado de Presentación y Luis. Máxime si se tenía en cuenta que para cuando llegó el día del juicio, en mayo de 2005, hacía unas semanas que el TSJG había dictaminado que el tanatorio era ilegal y debía cerrar.
Inesperadamente, la jueza absolvió a Luis y Presentación. «Si la actividad que hacían los denunciantes era contraria a derecho», como establecía el TSJG, «la reacción de los denunciados frente a la misma no puede calificarse de coactiva al faltar el presupuesto para la existencia de dicho delito, que es impedir o hacer a otro lo que la ley no prohíbe», destacaría la jueza en su sentencia. La acción de los hermanos Amaro Castro fue una «respuesta legítima y justificada, cuyo único propósito era el de preservar la paz, el bienestar y la tranquilidad que todos los ciudadanos tienen derecho a disfrutar en el interior de sus hogares».
Solo se trató de una batalla perdida. La acusación particular y la fiscalía recurrieron el fallo a la Audiencia Provincial, y esta vez la instancia superior otorgó la razón a los denunciantes, condenando a los hermanos Amaro por un delito continuado de coacciones a 6000 euros de multa y a la indemnización con 41 350 euros de los propietarios del tanatorio.
Pasaron los años y hoy Jesús Pardiño y Víctor Díaz son dos empresarios con un próspero tanatorio en Castro Caldelas, asociado a una funeraria. En 2007, después del revés del TSJG, solicitaron al Ayuntamiento licencia para realizar obras de adaptación de otro local, que les fue concedida. El nuevo tanatorio está solo a veinte metros del viejo.
Los músicos fueron absueltos por el juez ordinario y condenados por la Audiencia Provincial. ¿Y por qué no recurrieron ante el Tribunal Superior, el mismo que declaró ilegal el tanatorio?
Debieron pensar que ya era pasarse de surrealistas.