Podemos ponerlo así, a ver si se entiende la sutileza: el uno es un vividor y el otro es un bon vivant. Es lo mismo, pero no es igual. Crowley es más de coches de lujo y de hacer, y cito, «cosas raras con la lengua». Azirafel es más de té, de tartán y de libros antiguos. La vuelta es la misma; el mundo va a acabarse y con él desaparecerán los placeres que prefieren tanto el uno como el otro. La buena noticia para usted es que los dos están en posición, mira tú, de desbaratar el Armagedón. Crowley es un demonio destinado en la Tierra para hacer, bueno, lo propio de los demonios: tentar, pervertir, esa clase de cosas. Azirafel es un principado (una categoría de ángel cercana en la jerarquía a los ángeles ordinarios y los arcángeles) destinado en la Tierra para neutralizar a Crowley. Pero los dos son tan buenos en su trabajo (o tan malos, según se mire; o, en todo caso, tan iguales en el desempeño de sus respectivas funciones) que hace ya bastantes siglos que se les cayó el boli. Desatendieron su cometido, firmaron un concordato y establecieron un nido mullidito y confortable entre los seres humanos. Y ahora resulta que los jefes, los de arriba y los de abajo, se van a enzarzar de nuevo en el campo de batalla, que es la Tierra, y la van a dejar manga por hombro. Y el pato lo pagarán los de siempre: los curritos. Y los seres humanos, eso por descontado. Y mira, no, se han dicho Crowley y Azirafel. De ninguna manera.
Buenos presagios, de Terry Pratchett y Neil Gaiman, se publicó en 1990 y adquirió muy pronto el estatus de clásico. Tiene todo lo que debe tener una buena comedia bíblica, que es un género que no puede hacerse sin tirar la casa por la ventana: ángeles y arcángeles, demonios y sabuesos infernales, brujas, profetas, monjas satánicas y al mismísimo Anticristo. ¿Podría ser distinto viniendo de dos colosos como ellos? No mucho, la verdad. De la infalibilidad casi papal de Pratchett no tendremos que convencerle (y si es el caso le recordamos que ya dimos las razones en esta otra pieza sobre su magna obra, Mundodisco); de la de Gaiman quizá haga falta, es justo decir que tiene sus detractores, aunque ya le anticipamos aquí que no nos contamos entre ellos. Si no ha leído nada suyo (mal hecho) quizá sí haya visto American Gods, la adaptación televisiva de su libro homónimo. En esta santa casa también hemos hablado de ello, una vez bien y otra vez pichí pichá.
Ahora ha llegado la adaptación de Buenos presagios, una miniserie que comercialmente ha recibido el título original en inglés, Good Omens, y que se ha estrenado como se estrenan ahora estas cosas: pum, de una tacada. Seis capítulos en total con Gaiman al timón con rango de showrunner plenipotenciario (Pratchett no podría; se nos murió hace unos pocos años) y un elenco de esos que quitan el hipo. No iremos uno por uno, vayamos a lo que importa: Crowley y Azirafel, David Tennant y Michael Sheen. Qué portento, amiga. Qué locurón, qué cosa. Le vamos a poner pegas a Good Omens, no se crea que no, pero es que con los actores no se puede. Hasta Jon Hamm, fíjese lo que le digo. Que mira que lo tenía jodido, el hombre, porque su personaje (el arcángel Gabriel) solo se menciona verbalmente en el libro, no aparece, y lo han metido en la adaptación con calzador. Los Custodios de las Esencias llevábamos meses besando la estampita de san Terry y esperándole con el poste en la plaza del pueblo y la leña a medio prender, pero no ha podido ser. Las antorchas, por el suelo; los pelos, como escarpias; hasta escarcha en los pezones, así como se lo digo. Lástima que los ángeles no tengan, bueno, lo que no tienen los ángeles. Y lástima que los demonios sean, a todos los efectos, ángeles caídos. Tennant en particular es purita gloria en este aspecto. Si no le llaman las comedias bíblicas, vea Good Omens aunque solo sea por eso. Si tiene usted sangre en las venas en lugar de horchata, nos agradecerá el consejo.
En realidad es muy sencillo: Good Omens es buena porque es una adaptación casi (casi) literal del libro, punto por punto. Y el libro es bueno, sin más. ¿Quiere una razón mejor? Yo si quiere me la invento, pero es que no la hay. De hecho, Good Omens no solo cuenta la misma historia que la novela; es que además incorpora muchos tramos meramente verbales que nos lee la voz de Dios (locutado por Frances McDormand) y que son, palabra por palabra, pasajes del libro. Dicho con referencias, que sin referencias no somos nadie: algo a medio camino entre Douglas Adams y La vida de Brian, para que usted me entienda. En España algo parecido a Good Omens fue aquella película divertidísima de Agustín Díaz Yanes, Sin noticias de Dios, con Victoria Abril y Penélope Cruz en los papeles de ángel y demonio, aunque no parece que Neil Gaiman la haya visto. Y ojalá lo hubiese hecho, mire lo le digo. A la factura estética de Good Omens solo se le puede objetar una cosa y eso son el cielo y el infierno, justo en lo que sobresalía Sin noticias de Dios. Los de Good Omens son cutrongos y muy poco memorables. A cambio, los números musicales son magníficos. En la serie propiamente dicha se encontrará, por ejemplo, con una nana que entona Tennant cuando Crowley toma la forma de una Mary Poppins infernal. También está el himno que dedican las monjas satánicas al anticristo recién nacido, que tiene la forma de una especie de videoclip y se ha estrenado aparte. Si se ha levantado usted esta mañana con el ánimo inclinado hacia el purismo de los formatos, le toca apretar los puños y tragar; así son el cine y la tele en estos tiempos que corren.
Es una lástima, eso sí, que Good Omens no llegue al sexto y último episodio con la misma fineza con la que se desarrolla hasta entonces. Mejor dicho: llega, pero precisamente en aquel es cuando la cosa se tambalea. Si lee por ahí que Gaiman «ha cambiado» el final de la historia de Buenos presagios, como se ha publicado ya en muchos titulares, no haga usted caso; lo que ha hecho en Good Omens ha sido dejar exactamente el final que tenía y añadir después, a continuación, otro final más, que se desarrolla íntegramente en el último episodio de la miniserie. En su pueblo de usted no sé, pero en el mío eso no es un cambio, es una adición.
Le han preguntado por ello y ha dicho, no te lo pierdas, que no quería «que los lectores del libro se pusieran chulos». Entre usted y yo: mentira cochina. Parece más probable que alguien entre los socios de coproducción impusiese un modelo de seis capítulos (Amazon, no miro a nadie) y que Gaiman haya tenido que expandir una historia que, para bien ser, tendría que prolongarse solamente cuatro de forma natural. Nos atrevemos con una conjetura así de precisa porque la cosa canta desde lejos: en la primera mitad de la miniserie la adaptación es fiel al libro casi punto por punto y es en la segunda mitad donde se aglutinan los cambios. Hay muchos particularmente en el cuarto capítulo y dominan prácticamente el sexto, cuando tiene lugar ese final adicional.
(Y a partir de este punto incurriremos en SPOILERS; si prefiere no saber cómo acaba Good Omens, no continúe leyendo).
¿Ha sido una idea feliz ponerle este epílogo a Good Omens? Mire, no. O sea: a Azirafel lo pretenden quemar vivo en el cielo, tal como lo oye. Y a Crowley lo intentan disolver en agua bendita, al estilo gremlin, en el infierno. A efectos cinematográficos, es como si lo pretendieran sumergir en ácido. No lo consiguen, claro; en el último momento Azirafel y Crowley dan esquinazo a sus perseguidores y al final son felices y comen perdices. Entiéndanos: Good Omens no es palabra revelada, nada tiene de malo que le hagan añadidos, mucho menos viniendo de uno de sus coautores. El problema es un añadido como este. Es de una solemnidad que está fuera de lugar y además, para llevarse a término, violenta enormemente la lógica interna de Good Omens.
Uno de los cambios más significativos que incorpora la adaptación televisiva de Buenos presagios es el rol de Dios y las fuerzas celestiales en el desencadenamiento del Armagedón. En el libro, los ángeles (todos menos Azirafel, claro) están más bien ausentes y no es, exactamente, que deseen el fin del mundo; más bien lo consentirán por despiste, por inacción, por no concederle al evento su justa importancia. En la serie, sin embargo, la equidistancia política del cielo y el infierno es milimétrica: ambos son los malos, ambos desean por igual el combate y ambos boicotearán con el mismo empeño las acciones en sentido contrario de sus respectivos agentes, que de este modo se convertirán en quintacolumnistas y proscritos. Como giro es inocuo; si la adaptación hubiese terminado donde termina el libro, apenas se notaría. El problema viene al final, cuando Gaiman prolonga la historia original y explota a rajatabla esta configuración hasta sus últimas consecuencias: la ejecución de los protagonistas y, además, de forma monstruosa. Ahí es cuando la coherencia interna de Good Omens se retuerce y se convierte súbitamente en un amasijo de paradojas. ¿Por qué Dios, que nos ha hablado durante toda la serie con la voz dulcísima de McDormand, ahora alienta una burrada como esta? ¿Por qué tendría que ser deseable la tutela del cielo, si sus responsables son literalmente igual de perversos que los del infierno? ¿Por qué hemos visto a Crowley lamentar su condición de diablo, si al final se va a insistir en que el cielo no es mejor ni practica la benevolencia? ¿Cómo es acaso posible que Gabriel y Miguel retengan su posición en la jerarquía celestial? Y, sobre todo, ¿por qué al final de todo no se despliega alguno de los dispositivos narrativos que la tradición prevé en estos casos? Dios podría aparecer con aire enigmático e insinuarnos que todo entraba en sus planes; también podríamos recibir una explicación al estilo Mark Twain sobre el principio teológico de que los ángeles carecen de sentido de la moralidad, por ejemplo. Pero nada de eso ocurre. Gaiman, no sé si está al corriente, tiene reputación de ser un gran escritor pero de no confeccionar, ejem, los mejores finales del mundo. Para la próxima ya lo sabe; es por cosas como esta.
Y ni que decir tiene que con un solo final bastaba. Y que, si los propios Gaiman y Pratchett hubiesen pensado que no, le habrían incorporado otro más a su libro, como ha hecho ahora Gaiman con la serie. Buenos presagios, la novela, acaba con una simetría exquisita. Jesucristo asumió su identidad como Dios y murió en la cruz por ello para combatir seguidamente con las fuerzas del infierno; pero Adam, el Diablo encarnado, abrazará por el contrario su lado humano y no su faceta divina, y por eso decidirá vivir y no librar la guerra contra el cielo. Al tomar esta decisión, el propio Apocalipsis se aborta y llega a término el cuento. Es un cierre simple, pero en eso precisamente reside su efectividad y el regusto que deja Good Omens a libro con gravedad; entronca con precisión quirúrgica en una visión del mundo, la judeocristiana, que tiene miles de años de arraigo en la mente del lector. Que nos perdonen sus incondicionales, pero ni siquiera Gaiman y Pratchett pueden enmendar la Biblia. Good Omens tenía un buen final porque solo tenía un final posible y eligió ese en lugar de experimentar con fórmulas más originales. Como el mismo Jesús probó, a veces la virtud consiste solamente en resistir las tentaciones. Gaiman lo hizo entonces y ahora sabemos que fue porque Pratchett le contuvo; ahora que no está, parece que se ha rendido. La cosa tiene guasa: al final resulta que Gaiman era Crowley y Pratchett era Azirafel. Quién lo hubiese dicho.
Como alguien que no se ha leído el libro y solo ha visto la serie diría que en su contexto ese último rizo no estaba fuera de lugar… Tenía su coherencia con el resto,¿no?. Dentro de la serie, insisto.
Lo que a mi no me entró bien fue cómo los niños se deshacen de los Jinetes del Apocalipsis. Si eso es así en el libro, creo que la serie no lo ha transmitido muy bien, y si eso no era así en el libro ha sido una horterada del copón por parte de la serie.
Totalmente de acuerdo. Un WTF de enciclopedia. Acaba la escena y dices…pues vale…
Recomiendo la novela «Yo, Lucifer» de Glen Duncan.
A mi me pareció una chorrada de serie Infantil,idiota y cargante.Solo se salva algunas actuaciones.