El Pentágono se hizo para caminar. Como si la paz o la guerra se decidieran dando un paso menos o un paso más. El Pentágono es un edificio peripatético. Casi infinito. El Aleph de la seguridad. Más de veintiocho kilómetros de laberinto trazado por la mente de un estratega de la construcción. El milagro de su arquitectura parece inspirado por el de la ubicuidad. Dicen que basta con diez minutos para llegar desde cualquier punto a otro a pesar de sus seiscientos mil metros cuadrados. Y los pentagonitas lo recorren como hormigas bien entrenadas. Andan sin pausa por sus cinco pasillos concéntricos. Por los corredores que comunican un anillo con el siguiente. Por un espacio minuciosamente definido con un sistema de letras y números que forman un código con el que se puede localizar cualquiera de los cientos de cubículos.
El Pentágono es el sueño de un diseñador de puzles para niños superdotados. Poliédrico. Perfecto. Estratificado en su propia concepción. Cinco plantas en superficie y dos en el subsuelo. Un doble sótano sin mapas en el que se presuponen enterrados los pensamientos impuros de los tenientes generales. Y, en el corazón del edificio, un inocente patio central con árboles y caminitos simétricos. Solo allí la gente se para. Buscan la cobertura negada por el armazón de cemento del resto de la estructura y se detienen con sus teléfonos para hablar.
Los cinco anillos concéntricos que definen la colmena son un microcosmos de lo que puede ofrecer la vida civil. Cafeterías. Floristerías. El inevitable Starbucks. Un tinte. Una tienda de ropa con los maniquíes corriendo como si fueran versiones congeladas de Jason Bourne. Huyen con impersonales camisas azules de agente encubierto. Tienen las telas cierta reminiscencia de la guerra fría, de poliéster resignado y pobretón. Faldas de hechuras acorazadas por debajo de la rodilla. Camisetas con la silueta del edificio y el lema «estuve en el Pentágono y me acordé de ti». A la vuelta, una tienda de caramelos. Allá, una de revistas. Y cada pocos metros, un baño. Más de los necesarios porque cuando se levantó el edificio regían las leyes de segregación. Llegaría Roosevelt para poner fin a las divisiones. Cuando visitó por primera vez el Pentágono le llamó la atención tanto lavabo. Ordenó acabar con el «Whites only» y la fortaleza se convirtió en el único lugar de Virginia donde los blancos y los negros podían bajarse juntos la bragueta y compartir humanidad.
Con lo que no acabó fue con el estricto sistema de castas que divide la arquitectura de uno de los mayores edificios de oficinas de Norteamérica. Al fin y al cabo, fue imaginado por mentes militares. En su patrón subayce el sistema jerárquico del ejército. En el anillo exterior, la zona noble. El camino hacia el corazón del edificio es un paseo desde la cúspide del mando hasta la mismísima base de la mediocridad. Desaparecen los galones de los trabajadores y los engalanamientos en los pasillos. Y casi es mejor. Porque el hábitat de los gerifaltes es una oda a la perversión ornamental. Los decoradores del Pentágono dejan a los de los cruceros reducidos a apóstoles del minimalismo. Como si la historia y los hippies se vengaran, parecen poseídos por subidones estéticos de LSD. Conviven las maderas rancias de hotelazo en decadencia con los dorados plastificados. Las fotos de los generales de carne de cera, con los collages conmemorativos de los tiempos de gloria. Sin aparente orden ni sentido, sorprende una vitrina que podría haber estado en el último rincón de la Smithsonian: muñecos de ojos inquietantes y pelucas heredadas de la madre de Norman Bates, con sus trajes de soldaditos de época. Absurdos hologramas donde los visitantes se paran balanceándose como veleros al viento para apreciar el cambio del Pentágono en blanco y negro al tecnicolor estridente. Y en el tramo menos transitado, como un trofeo disecado de cacerías lejanas, el AK-47 de oro de Sadam Husein. Brilla ya sin amenaza en su urna de cristal. Juguete delirante del enemigo público número uno. Medalla en forma de arma en la fantasía de algún coronel.
Más allá del primer pasillo se apagan los oropeles. Las maderas se convierten en pintura que un día fue blanca. Los fluorescentes brillan con la luz hiriente de los supermercados baratos. Las puertas se multiplican como el reflejo del espejo en un espejo. Los que entran y salen parecen entrenados para abrirlas y cerrarlas con una habilidad única para no dejar ver lo que hay más allá. Pero el secreto es mayor en la cabeza de quien mira que en la realidad. Esconden oficinas interminables. Cubículos grises con banderines de los Redskins. Mesitas impersonales solo iluminadas por los colorines de los dibujos de los hijos. Carpetas reventando de papeles que no parecen contener nada confidencial. O quizá esa es precisamente la mejor manera de esconder la estrategia de seguridad. Los trabajadores frente a sus pantallas tienen los ojos tan apagados como los maniquíes de la tienda. Algunos llevan el canónico uniforme de camuflaje que les hace destacar en el ambiente plomizo. El resto prefiere camuflarse con el uniforme cotidiano del civil. Salen y entran de la colmena y se lanzan a los pasillos. Se suman al enjambre que nunca deja de zumbar.
Para facilitar el camino hay escaleras mecánicas que llevan de una planta a otra. Aunque son más prometedoras las entradas ocultas como escotillas de submarino donde parece acechar el fantasma de MacArthur pronunciando «volveré». Al otro lado de puertas impersonales, cambia el decorado. Escaleras forradas de linóleo preparadas para rodar una persecución. Las paredes se deshacen en desconchones milenarios, surcadas por tuberías en perfecta formación, llaves de paso en rojo apagado, cables que han perdido el amarillo que un día fue. En el primer nivel la escalera desemboca en pasadizos con camiones misteriosos. Señores de mono trasplantados desde cualquier taller. Los pentagonitas pasan ante ellos como si fueran invisibles. O como si el protocolo del edificio ordenara no mirar. No hay que pararse. Aquí se viene a caminar. A atravesar puertas que llevan a la primera casilla del recorrido de nunca acabar.
Da igual la hora o el día. Siempre hay trabajadores alimentando el hormiguero. Caballeros de uniforme con la brújula estropeada. Dispuestos deportistas prototipo de marine. Se multiplican sudorosos a la salida del gimnasio. Van más deprisa que los otros. Aceleran con la experiencia de quien corre para subirse en su Black Hawk. Adelantan a los que caminan abandonando el edificio al final de su jornada. Fuera espera el autobús que los llevará a casa. O la parada de metro que los engulle con ritmo narcótico. Salen con sus maletines, con las camisas recién sacadas del tinte, con gorritos anacrónicos o capuchas de rapero, con el último café, listos para zarpar.
Al otro lado del Potomac, espera Washington D. C. El edificio queda agazapado entre la ciudad y el cementerio de Arlington. No tenía que haber sido levantado donde está, sino en un complejo federal cercano: las Granjas de Arlington, un terreno de forma pentagonal utilizado por el Gobierno durante la Segunda Guerra Mundial. Pero el presidente Roosevelt, preocupado por que la construcción eclipsara las vistas del cementerio, pidió que se trasladara a otro lugar. Decidió mantener el plano original con su planta de polígono, aunque lo retocaron para que fuera regular. Y comenzaron a surgir sus corredores y sus pasillos, sus praderas de mesas de funcionarios laboriosos, sus puertas inacabables, sus ventanas ciegas, su Dunkin’ Donuts y su Taco Bell, su gran vestíbulo de entrada en el que años después colgaría una bandera con las caras de las víctimas del 11S. No muy lejos, en la fachada oeste, todavía queda la cicatriz de aquella herida en forma de memorial.
Pero el Pentágono se ancla a la tierra como si estuviera atornillado. Quizá para evitar un exorcismo como el de los manifestantes que en los sesenta soñaban con hacerlo levitar y que volaran por los aires los memorándums de la guerra del Vietnam. Se agarra al suelo gracias al peso de las pisadas de los veintitrés mil pentagonitas que caminan incansables bajo el peso monótono del tiempo paralizado. Un paso tras otro paso. Entre la guerra y la paz.
Tiene una planta arquitectónica hermosa, especialmente por el detalle de la vegetación en el centro. Si la humanidad se extinguiese y miles de años después llegaran alienígenos para investigar una civilización perdida, no acertarían jamás a relacionarlo con lo peor de los hombres: la pasión por las guerras, evidente en su antiquísima conformación castrense: una primera muralla (oficinas), luego una fosa (los pasillos), una segunda muralla, otra fosa, etc. etc. Gracias por la divulgación.