Natalia pensó que se moría tras el divorcio, pero encontró algo a lo que agarrarse en lo más profundo del mar. Tenía ya cuarenta años —y dos hijos en la veintena— cuando batió el récord del mundo en su primera competición de apnea. Aquello le gustó. Cada vez que salía a la superficie, decía, recuperaba las ganas de vivir.
Natalia Vadimovna Molchánova nació en 1962 en Ufa, capital entonces de una república soviética al sur de los Urales, justo en la falla en la que se desploman las lindes de Europa y Asia. Su cabello rubio, sus pómulos prominentes, y esa mandíbula tan contundente como su esqueleto ya hablaban de una criatura híbrida destinada a desafiar a la propia naturaleza. De su vida antes de tocar fondo sabemos que fue nadadora, pero que lo dejó para criar a Alexei y Oxana. Poco más. Pasaron veinte años hasta que volvió a zambullirse, pero esta vez el objetivo no era quedarse en la superficie, sino descender hasta donde mueren los rayos del sol. Más de cuarenta récords mundiales y todas las medallas y trofeos posibles en esto la confirman como la deportista con más títulos de la historia. A Molchánova, que podía bajar hasta más de cien metros con una sola bocanada de aire, o aguantar bajo el agua hasta nueve minutos sin respirar, se la conocía también por el sobrenombre de la Reina.
Dicen que los primeros veinte metros son los más difíciles; a partir de ahí, el cuerpo desciende solo por la misma presión que te comprime la caja torácica y los espacios aéreos existentes en el cuerpo humano, notablemente los pulmones, hasta que parece que te vas a salir de tu propia envoltura. Durante mucho tiempo se pensó que el ser humano no podía bucear por debajo de los cincuenta metros, que la presión acabaría haciendo crujir el tórax como una nuez bajo una bota. Los que conocen la sensación la llaman «la pata de elefante». Pero el ser humano ha demostrado ser capaz de adaptarse al medio: la sangre de la periferia se traslada a los órganos centrales y la frecuencia cardíaca se puede reducir hasta treinta pulsaciones por minuto, o incluso menos, en un cuerpo inerte ya en caída libre.
Dicen que la esencia de la apnea no es tanto bucear profundo, sino dentro de uno mismo. La travesía comienza ya en la superficie: minutos antes de la inmersión, los participantes se aíslan del mundo para reducir al mínimo su rendimiento físico y mental; una especie de hibernación que persigue conseguir que el cuerpo demande la cantidad mínima de energía posible. El enemigo principal entonces es la ansiedad, que impide alcanzar ese estado alterado de conciencia imprescindible antes de iniciar el viaje. «Desconcentración de la atención», es el nombre de la técnica que utilizaba la reina. La vida moderna exige concentrarnos en algo específico, y eso es, precisamente, lo contrario de lo que buscamos antes de este viaje.
En su escuela de apnea del mar Rojo, Molchánova se lo explicaba a sus discípulos con una imagen visual: «Imaginad que todos los objetos se muestran ante nuestros ojos tras una pantalla transparente, y que concentramos la atención únicamente sobre esa pantalla». De conseguirlo, se anulan movimientos oculares involuntarios y se concentra la atención en fragmentos del campo de visión. Así, la mirada del individuo no se fija en objetos concretos cuando gira la cabeza, sino que permanece inmóvil, perdida. Durante el viaje, el hemisferio izquierdo, que se encarga de las palabras, acaba callando para que otras partes del cuerpo y la mente sean más resistentes al miedo. Se trata de vaciar la consciencia; de interrumpir ese diálogo interior para poder reaccionar con más celeridad y precisión. La reina contaba que oía una especie de melodía en su cabeza que la mantenía concentrada, o desconcentrada; «por lo demás, estoy fuera de mí».
De la desconcentración de la atención se ha dicho que la usaban ya los samuráis, y que los soviéticos la adaptaron y perfeccionaron para ser utilizada por gente que realiza trabajos muy monótonos. ¿La aprendería Molchánova en un cadena de montaje de lavadoras Vyatka a las afueras de Ufa? ¿Acaso atornillando los parachoques del icónico Lada Zhiguli? No se molesten, ya hemos dicho que prácticamente nada se sabe de su primera vida. Tras tocar fondo, y al poco de volver a nacer, se llevó a su hijo Alexei con ella al resto de las pruebas. Enfundados en sus trajes de neopreno dorados, madre e hijo viajaban juntos hacia la zona crepuscular acumulando éxitos ante una singular comunidad acuática que no acababa de salir de su asombro.
El dos de agosto de 2015, Molchánova despareció bajo la superficie para no volver. No fue en una competición, sino de vacaciones en Ibiza, practicando inmersiones a treinta y cinco metros —una profundidad que la reina había multiplicado por tres en mil ocasiones— con un grupo de amigos. Nunca se encontró su cadáver.
Extraña soledad
No nos extendemos con los detalles de cada modalidad de la apnea deportiva, solo decir que la inmersión más profunda y respetada es la que se hace con una monoaleta; «un invento ruso que hoy todos usan», que decía orgullosa Molchánova. Seguro que los han visto evolucionar con ella, descendiendo hacia la cueva donde habita el kraken con los brazos estirados; arqueando el cuerpo con la hipnótica y sobrenatural lentitud de las medusas, o la de la nieve cayendo desde un cielo boreal.
«La meta no está ahí abajo, sino en cada metro. Es el aquí y ahora en su estado más puro», nos cuenta por teléfono Isabel Sánchez Arán, una hija del Mediterráneo de treinta y cinco años que es campeona de España y sexta del mundo, para el que le interese el aspecto deportivo de todo esto. Antes instructora de buceo con botella, Isabel se liberó del lastre a su espalda el mismo año en el que se fue la reina. No la llegó a conocer, pero sí a su hijo Alexei. Desde Grecia, donde prepara el próximo campeonato del mundo, Isabel habla de una «soledad extraña» cuando rebasa la barrera de los veinte metros y se desploma hacia el fondo. «La sangre se retrae de los brazos y las piernas, y los sientes adormecidos, pesados. El silencio es absoluto. Decía que es una soledad extraña, relativa; en realidad, estoy conmigo misma más que en ningún otro momento. No conozco una forma mejor de reconectar con mi cuerpo», cuenta Isabel. Distingue, eso sí, entre las sensaciones de la ida y la vuelta. «La bajada se disfruta mucho pero, cuando das el giro, sabes que te toca trabajar». Luchar contra el peso de varias atmósferas —son diez a cien metros— para volver a la superficie con los niveles de oxígeno en punto crítico es todo un desafío ante el que mantener el control del cuerpo y la mente resulta vital. Molchánova hablaba de la «presunta falta de oxígeno en los pulmones». Isabel dice que es como sentir hambre, lo cual no significa que uno se vaya a morir de inanición.
No es broma. El salvavidas, tanto físico como mental, es la presencia de buceadores que vigilan el ascenso durante la competición, sobre todo en los últimos metros finales en los que el buceador está al límite. Existen también unos protocolos muy definidos que hacen que los accidentes en el ámbito mundial sean prácticamente nulos, pero a veces ocurren. Un mes después de la desaparición de Molchánova, el francés Guillaume Néry anunciaba que bajaría hasta los ciento veintinueve metros en aguas de Chipre. Razones de seguridad hacen que los apneístas indiquen a los jueces a qué profundidad se ha de instalar el disco del que recogerán un pedazo de tela negro que atestigüe su marca. Un error de los técnicos hizo que este se colocara a ciento treinta y nueve metros, diez más de los que el francés había pedido. En profundidades tan importantes hacen falta años para bajar un solo metro más, pero Néry descendió diez de golpe. A pocos metros de la superficie, el francés perdió el conocimiento. Salvó la vida, pero la negligencia se saldó con un síncope, un edema pulmonar y la decisión de Néry de abandonar la apnea de competición.
Más que por sus marcas y plusmarcas, Néry es conocido hoy por publicar vídeos en los que se transforma en un habitante abisal que camina indolente por el fondo del mar, escala montañas submarinas o asciende ingrávido entre aros de oxígeno que brotan de sus pulmones. Son pruebas gráficas de la existencia de un mundo primigenio aún por descubrir, incluido el más lisérgico. No se pierdan Narcose, un cortometraje en el que Néry describe con maestría algunas de las alucinaciones sufridas por la narcosis de nitrógeno, también llamada borrachera de las profundidades. El francés corre por el fondo rocoso huyendo de seres terribles de ojos verdes brillantes; hay una mujer embarazada desnuda flotando en el éter, y luego un auténtico enjambre de cuerpos atrapados en un nudo imposible. O esa boda en la que el sermón del sacerdote resulta inaudible, atrapado en burbujas. Néry asegura que son recreaciones textuales de sus alucinaciones en el inframundo.
Alexei, su rival en las profundidades pero compañero y amigo en la superficie, sigue buscando sus propios límites. Asegura que el miedo nunca le ha robado el oxígeno, ni siquiera tras la desaparición de su madre. Siempre le preguntan por ella en cada entrevista: hay recuerdos de las vacaciones que pasaban cada verano en el mar Negro, de cuando recogían conchas del fondo marino juntos. Alexei tiene la sensación de que su madre sigue ahí. Dice que ella le observa y le ayuda cuando desciende a la zona crepuscular.
Un artículo precioso, enhorabuena!
¡Gracias, muy amable!