Entonces, Gorbachov se atrevió a presionar al líder soviético para que lo ayudara a rescatar a la región de Stávropol de los efectos de un invierno extremadamente duro, caracterizado por un frío implacable, sequías y tormentas de polvo. Brézhnev rompió a reír, llamó a Kulakov por teléfono y se quejó en broma: «Óyeme, Fiódor, ¿a qué clase de tipo hemos escogido como primer secretario? No ha sido aún elegido y ya nos está dando el coñazo para que le consigamos forraje mixto». (Gorbachov, vida y época, de William Taubman)
Ha habido dos películas británicas sobre la muerte de Stalin, Red Monarch de Jack Gold en 1983 y The Death of Stalin de Armando Iannucci en 2017. Las dos muy cachondas, pero británicas. Igual que la celebrada serie de HBO y Sky, Chernobyl, que también es británica, aunque no tenga ninguna gracia. No obstante, la verdad es que sería mucho más interesante asistir a la aproximación al universo de la URSS que pudieran realizar sus paisanos, los ciudadanos exsoviéticos. Desgraciadamente, con el estreno de la cinta de Iannucci ya se vio que el gobierno de Putin no estaba por la labor de que se bromee sobre el pasado. Al margen del cine independiente, solo puede uno conformarse con producciones realizadas en Rusia que no hagan sangre.
Por ejemplo, en clave de nostalgia, en 2005, la primera cadena rusa emitió una miniserie de cuatro capítulos sobre los últimos días de Leonid Brézhnev. En 2006 fue el centenario de su nacimiento. En su día, cuando se dio la noticia en España de la aparición de esta serie, se comentó que, pese a las consabidas privaciones de los años de estancamiento, para muchos exsoviéticos la etapa de Brézhnev coincidió con la de los mejores años de su vida. Bien es cierto que antes, en la URSS, se sacrificaron generaciones para modernizar el país y, después de los setenta, los problemas ya eran demasiado evidentes mientras el comunismo se encaminaba hacia su abrupto final. La serie, se dijo, tuvo un gran éxito por eso, porque se recordaban con mucha añoranza las décadas de los sesenta y setenta. Años dorados para las generaciones que los vivieron.
Brezhnev había sido un delfín de Jruschov. Robert Service citaba que el mayor servicio que le hizo a su jefe fue reclutar trescientos mil «voluntarios» para que se pasaran el verano de 1955 trabajando el campo y que las cosechas aumentasen un 20% respecto al año anterior, lo que pudo salvar la presidencia de Jruschov. Sin embargo, como es sabido, diez años después, el Presidium, con Brézhnev por delante, conspiró contra Jruschov y lo apartó del poder con un discurso como el que él hiciera sobre Stalin, aunque con otros mimbres. Suslov le acusó de no haber llevado «una dirección», sino «un tiovivo».
Fue, sin embargo, un relevo de guante blanco por propio deseo de Brézhnev. Se le destituyó pacíficamente, sin juicios, ni procesos, ni cárcel ni ejecuciones. Tampoco se castigó a sus seguidores. El terror de los años estalinianos había dejado un cuerpo a todos que ya no querían revivir ni en carne ajena. Salvo Alexander Shelepin y otros viejos estalinistas, que no tardaron en ser apartados por la nueva camarilla, los funcionarios del partido lo que querían, de arriba a abajo, era una vida previsible, sin sobresaltos. Sin hacerse daño. ¿Para qué? Si había prebendas de sobra para todos.
Esa fue la tónica general en todo el país desde entonces, una búsqueda de paz y tranquilidad. A pesar de que los problemas económicos empezaron a hacerse crónicos y, con el tiempo, presentaban cada vez más difícil solución, el nivel de vida fue el mejor nunca visto. Nunca se había vivido tan bien en Rusia y aledaños. Service lo resume en un párrafo:
En 1970, el 32 % de los hogares tenían frigorífico, mientras que en 1980 la proporción ya era del 86 %. En la misma década, el número de hogares que contaban con televisor pasó de representar el 51 % a ser el 74 %. Los sindicatos abrieron más centros de veraneo para sus afiliados en la costa de los mares Báltico y Negro. Los trabajadores de confianza podían viajar a Europa del Este en viajes organizados por el partido, y si tenían muchísima suerte, a Occidente. Los precios de los productos de primera necesidad como el pan, las patatas, la carne y la ropa, así como los del alquiler de los apartamentos y del gas, se mantenían bajos: apenas eran más elevados que los existentes durante el primer plan quinquenal. Los trabajadores nunca habían estado tan bien, y menos todavía los koljozniki: en 1964 el Estado les incluyó en el sistema de pensiones y a partir de 1975 les concedió pasaportes internos. (Robert Service)
Igual que en el libro Abundancia roja, sueño y utopía en la URSS (Turner, 2011)
Todos los indicadores sugieren que la inmensa mayoría de la población soviética estaba razonablemente satisfecha con su gobierno. Esto no significaba que hubiesen llegado al fin de la historia, al momento en que todos los obstáculos para la plena realización humana se diluirían en el torrente imparable que manaría del cuerno de la abundancia, pero resultaba bastante cómodo, sobre todo en comparación con épocas soviéticas anteriores. (Spufford Francis)
Hace diez años, una encuesta en el diario Kommersant mostró que el líder preferido de los rusos a lo largo de su historia era él, Brézhnev. En segunda posición estaba Stalin. Antes, estudios nacionales demostraron que la popularidad de Leonid iba creciendo con los años. En 1994, un 35 % recordaba aquellos años positivamente y en 1999 ya eran un 51 %. Preguntados por en qué periodo preferirían vivir, los encuestados entre dieciocho a cuarenta y cuatro años elegían la Rusia actual, pero a partir de esa edad era mayoritaria la respuesta de que hubieran vuelto a la de Brézhnev, que por otro lado era la segunda opción de los jóvenes.
Justo antes de emitirse esta serie, de escueto título Brézhnev, en 2004, en la ciudad de Novorossiysk, levantaron una estatua de Leonid paseando con la chaqueta al hombro. Dos años después se rodó otra serie relacionada, Galina, que iba sobre su mimada hija y su ajetreada vida sentimental. Una mujer que sirvió de cotilleo frecuente en la URSS de entonces, no en vano,esa era la jet-set que había, aunque las noticias sobre ellos no llegaban en el Hola, sino en forma de rumores, a veces introducidos por facciones del partido enfrentadas entre sí.
Solo con ver cómo define Service a Galina se entiende por qué está justificado que tuviera su propia serie: «Una alcohólica promiscua, que entró en relaciones con un director de circo que lideraba una banda que se dedicaba a robar lingotes de oro». En el segundo punto el autor podría haber especificado más. Porque Galina estuvo con Igor Kio, mago del circo, su gran amor. Y también con Yuri Churbanov, el matrimonio que le arregló su padre para ordenar su vida, pero que fue otro desastre porque Yuri fue procesado a finales de los ochenta por formar parte de un cartel uzbeko que hizo acopio de todo, no solo de oro. Mientras tanto, todos esos años, Boris Buryatse, apodado «el Gitano», fue su amante y también fue detenido, en su caso con diamantes supuestamente robados a una bailarina del circo se dijo que por capricho de la propia Galina. Un show, vaya, hasta que la mujer murió alcoholizada en los noventa.
En cuanto a la serie Brézhnev, lo curioso es que no pretendía en ningún momento rehabilitar al personaje. No es, en ese sentido, una serie política, lo es sobre el poder. Esencialmente, sus cuatro capítulos tratan sobre un anciano decrépito forzado a mantenerse en el cargo. Está deseando retirarse, implora la jubilación, pero el resto de la gerontocracia que maneja el cotarro le necesita porque apuntala su estabilidad. Era mejor la decadencia y la parálisis del sistema que una guerra por la sucesión.
La idea que transmite la producción es que el poder puede llegar a ser un castigo. Cuando le hacen tomar decisiones sobre la guerra de Afganistán, en el momento que peor se estaba poniendo, el pobre Brézhnev se levanta y se va sin escuchar porque no puede más. Cuando le ponen al día de los actos a los que se dirige, se queda dormido. Al mismo tiempo, en esos encuentros oficiales le hacen burla porque está decrépito y sus discursos son verdaderas letanías. Fueron unos años de contradicción. De relativo bienestar del pueblo, de confort en las altas esferas del partido, pero ahora, en perspectiva, se puede observar que, como se suele decir, estaban cayendo y no se dieron cuenta hasta que se estamparon contra el suelo. Gran parte de la paz social venía de no introducir reformas, pero sin ellas el sistema no podría sobrevivir a largo plazo. El final es conocido: no sobrevivió.
En los noventa, el mito de los años de oro de los setenta tomó forma porque se le atribuía al socialismo maduro todo aquello que se echaba de menos en la primera década postsoviética: bienestar general, un Estado en el que se confiaba, buenos servicios sociales, estabilidad política y «cálidas» relaciones humanas entre los ciudadanos ordinarios. Como quedó demostrado en el centenario de 2006 (cuando Brézhnev habría cumplido cien años) y en el 25 aniversario de su muerte en 2007, el mito de los dorados años setenta ha mantenido su atractivo, aunque los creadores de opinión difieren a la hora de evaluar su papel: ¿debería ser aplaudido por la paz y la relativa prosperidad que disfrutaba el pueblo soviético de su etapa, o dejó al país mal preparado para el futuro y fue el gran responsable de su rápida desintegración después de su muerte? (Otto Boele)
El alivio que supusieron aquellos años para los soviéticos se pone de manifiesto con los recuerdos de Brézhnev, la serie está construida a base de flashbacks. Al secretario general se le va la mente a la época de las purgas y las denuncias anónimas. El anciano todavía está aterrorizado por todo aquello. Recuerda las broncas que le echaba Jruschov cuando era su subordinado en los primeros años. Brézhnev había entrado en política en Dneprodzherzhinsk justo cuando la época del Gran Terror estaba en su fase más intensa. Era savia nueva, como tanta que logró ascensos en aquellos en los que los viejos camaradas se iban derechos al gulag. Él no había hecho ni la revolución ni la guerra civil, se afilió al partido después del primer plan quinquenal, aunque en la II Guerra Mundial combatió como comisario y llegó a teniente general de artillería, pero un expediente en blanco fue la vacuna contra los procesos y las purgas. Una generación joven de funcionarios del partido desplazó a la anterior de esta manera.
También se recuerdan sus años destinado a Moldavia, donde se le encargó reprimir los movimientos nacionalistas entre los moldavos de habla rumana. Sin embargo, en lo personal, aparece reflejado como alguien duro con otros hombres, pero torpe con las mujeres. Hasta que cogió práctica, la serie no esconde el romance que tuvo durante largos años con su enfermera.
Las famosas fotografías que tantas vueltas han dado en las que aparece en la piscina se recrean en la serie. Ahí sale con su gorrito haciéndose unos largos ayudado por sus escoltas. Ese tierno y vulnerable anciano, aunque mantuvo una legislación represiva con su pueblo, invadió Checoslovaquia y Afganistán y estuvo a punto de entrar también en Polonia, siempre buscó el consenso entre los demás líderes soviéticos. Su filosofía era que no hubiera conflictos entre ellos. En palabras de Carlos Taibo en su Historia de la Unión Soviética (1917-1991): «Fue, por lo demás, un dirigente de consenso, empeñado en reducir a la nada, aun a costa de adoptar políticas extremadamente ambiguas y vacías, los enfrentamientos entre facciones».
De su personalidad dan buena cuenta las escenas en las que aparece conduciendo a toda velocidad. Correr con el coche era una de sus aficiones. Sale cazando jabalíes, otra de sus pasiones testimoniada por fotografías que también han sido muy difundidas. Le gustaba la buena vida. En Abundancia roja, Francis cita las memorias de su sastre, donde se dice que el secretario general alucinó con las cazadoras vaqueras estadounidenses cuando empezaron a fabricarse. Encargó que se le hiciera una a medida, pero se encontró con que en la URSS no había botones metálicos, por lo que hubo que tuvo que hacer un pedido especial a una fundición de acero.
Su machismo queda patente cuando su barbero, afeitándole, dice que por su peluquería había pasado todo el presídium. Brézhnev le contesta que no, que a Katya Furtseva no la afeitó, y se parten de risa. Yekaterina Furtseva se mantuvo en el gobierno tanto en la época de Jruschov como en la de Brézhnev, donde fue ministra de Cultura. Estuvo en el punto de mira porque se descubrió que aceptaba sobornos de los actores que viajaban al extranjero y se construyó una dacha con fondos públicos. Antes de caer en desgracia, según el historiador Vladimir Shlapentokh, prefirió suicidarse.
Es una serie rusa, hecha por rusos, con el beneplácito del gobierno y en su cadena pública, es decir, es respetuosa con el pasado, y aun así muestra que ya en 1982 los productos que se podían comprar en las tiendas de alimentación dejaban mucho que desear. Es Brézhnev quien realiza una visita sorpresa a una tienda, ante la incredulidad de los que hacen cola, dice «lo que come la gente, lo puedo comer yo» y se encuentra el género en un estado lamentable. No lo puede ni tragar.
Aunque la serie no se esconda en temas sensibles y esté centrada en esa reflexión sobre el poder como un pacto con el diablo en el que Brézhnev quedó atrapado y no pudo escapar, se echa de menos, para completar el cuadro, que hubiera aparecido más su hija Galina Brezhneva.
De acuerdo con Kremlin Wives de Larissa Vasilieva era una bebedora pata negra apasionada de los diamantes. Se especula que su colección de joyas provendría de las cadenas de intercambio de favores y tráfico de influencias de las altas esferas. Muchas de estas historias fueron inventadas y exageradas, como se ha dicho, cuando el entorno de Galina cayó en desgracia, pero algo había. Cuando todos sus amigos fueron detenidos estaban en posesión de objetos de valor. En el funeral de su padre, Andropov, responsable del proceso contra su entorno, abrazó a su madre, pero no a ella. Un detalle que no pasó desapercibido para los que vieron el entierro por televisión. Cuando luego la policía y el KGB acudió con frecuencia a su domicilio a buscar objetos robados, se la solían encontrar borracha y le proponía a los agentes que bebieran todos juntos.
Hay muchas «leyendas de diamantes« sobre Galina Brezhneva. Uno involucró al museo en la ciudad georgiana de Zugdidi, que contenía dos reliquias, una máscara de muerte de Napoleón y la diadema de la reina Tamara. En 1975, Galina Brezhneva visitó el museo y se enamoró tanto de la diadema que exigió que los jerifaltes zugdidianos se la regalaran. El director del museo, enfadado y dolido, reunió valor para informar al primer secretario del Partido Comunista de Georgia, Eduard Shevardnadze, quien cogió el teléfono, llamó al gobierno y le dijo al camarada Brézhnev que, si bien Georgia respetaba profundamente a Galina Leonidovna, no le podían regalar su patrimonio. «¡Envía a Galina a casa!», Fue la respuesta de su padre. (Larissa Vasilieva)
Los disgustos que le daba su hija afectaron seriamente a la salud de Brézhnev. «El mundo te respeta, pero tu propia familia te avergüenza», dice Vasilieva, que se quejaba amargamente a sus camaradas, aunque también se le atribuye la frase «Nadie vive solo de su salario». Esa relación paterno-filial que le marcó hubiera redondeado al personaje.
Sea como fuere, estuvo quince años enfermo. Era adicto a los somníferos, gran bebedor y fumador —en la serie sale con sus paquetes de Marlboro escondidos por casa—, y con problemas de sobrepeso. Sufrió varios ataques. Tenía ya un historial de un infarto a comienzos de los cincuenta y otro en 1957. Durante la invasión de Checoslovaquia sufrió una obstrucción coronaria. En más de una ocasión los médicos le salvaron de la muerte clínica.
Con todos los medicamentos que tomaba, en sus últimos años, tenía problemas para moverse e incluso para hablar. Solo le apetecía ver la tele, como bien muestra la serie, pero la camarilla quiso mantenerle ahí, negó que estuviera gravemente enfermo, y le hicieron aguantar hasta el final. Esa es la tragedia humana que justificó esta cara serie, que fue rodada en el Kremlin. Una agonía prolongada por motivos muy similares a los que hicieron que Franco muriera, como dijo un alto cargo del régimen, «políticamente muy bien». Esa fase final en la que el poder absoluto se convierte en una condena para el que lo detenta.