Por las noticias que me han llegado, fui un chaval flaco, paliducho, bastante retraído, con algunas manías poco relevantes. Odiaba las espinacas, el queso y los sermones de los curas. Un temprano balón de cuero y el entusiasmo de mi padre, jugador del Granada y del Cádiz antes de la Guerra Civil, me inyectaron la pasión por el fútbol. Irredento hincha del Athletic, mi padre era un meticuloso lector de periódicos, tarea a la que podía dedicar dos y hasta tres horas al día. No dejaba una letra suelta.
Lo del periódico era un asunto muy serio. La lectura se establecía por un orden no sé si jerárquico, pero muy estricto. Comenzaba mi padre, le seguía mi hermano mayor y luego mi hermana, que era mayor que mi hermano, pero tenía que soportar las enquistadas ventajas masculinas. Mi madre, eficaz y brillante, aprovechaba los escasos momentos libres. Yo me moría por leer las páginas de deportes, pero era el último mono.
Esquivaba el problema como podía. Muy pronto hice una oferta que nadie rechazó, aunque conspiraba contra mi pereza. Siempre me he levantado tarde y mal. Cada día, antes de acudir al colegio, me prestaba a comprar el pan y la leche con un desprendimiento calculado. Mi madre añadía una peseta más para el periódico. El recado me concedía los cinco minutos necesarios para leer apresuradamente los deportes de El Correo o La Gaceta en el rellano de las escaleras. Era el mejor momento del día.
Soy periodista deportivo gracias a aquellas lecturas urgentes. De eso no tengo duda. Buscaba las noticias, pero sobre todo festejaba las crónicas y los artículos de José María Múgica, José Ramón Basterra, Julián de Sollube, Joma, Ángel Viribay o Tutor Larrea, el hombre que publicaba el último récord provincial de atletismo y a la vez nos trasladaba las hazañas de Ron Clarke, Mohamed Gammoudi, Kip Keino o Jim Ryun, los ídolos de aquel tiempo, un tiempo sin internet, con una televisión en blanco y negro, sin más espacio que el de nuestra imaginación. Así construí mis propios mitos, agrandados por la ingenuidad infantil y por la confianza absoluta en aquellos grandes periodistas.
El primer televisor, un Iberia, apareció en mi casa a finales de 1966, unos meses después de ver a salto de mata —con mi padre en algún bar o frente a los escaparates de las tiendas de electrodomésticos— el Mundial de Inglaterra, del que todavía guardo un recuerdo nítido de la imperial aparición de Beckenbauer frente a Suiza, del desconcierto que me produjo el brusco Inglaterra-Argentina, del partidazo del pelirrojo Ball en la final y del mostacho del linier Bakhrámov, el que concedió el famoso gol fantasma a Hurst en la prórroga.
Era una vida muelle que se extendía al colegio, donde sufrí un ataque de entusiasmo por la geografía. Dedicaba más tiempo a observar los montes cercanos a través de los ventanales que a atender a las clases. Enfrente emergía el trapezoidal Argalario, con su enorme bosque en la ladera que recordaba al mapa de Estados Unidos. Un poco a la izquierda, asomaba la cima del elegante Eretza. Al fondo, el más alto de la zona, el Ganekogorta, que medía novecientos noventa y ocho metros de altura. «De mayor llegaré a la cima, me pondré de puntillas y estaré a mil metros exactos», me daba por pensar. Pequeño sueño incumplido: jamás lo intenté.
Recuerdo ahora todo aquello porque me piden un momento que quisiera detener en el tiempo. Tengo bien identificado ese momento, al que llegué sin enterarme a través de la feliz irresponsabilidad de una infancia donde todo me parecía estupendo. Mi idea del viaje, con sus fascinantes descubrimientos, era un imprevisto día de playa —el Cantábrico es avaro con el sol— con mis hermanos. Descendíamos hasta el muelle de Altos Hornos, entre el espectáculo de las coladas de hierro fundido, cruzábamos la ría en el gasolino, tomábamos en Erandio el tren de madera hacia Plentzia y, cerca de una hora después, comenzábamos una larga caminata desde la estación hasta la playa. El paisaje era blanco, limpio, hermoso, un poco abrumador para un chiquillo que vivía en el Barakaldo gris y sucio de aquella época, acorralado por las grandes factorías químicas y siderúrgicas. La playa, a diferencia de las demás de Bizkaia, estaba defendida del oleaje por su forma de herradura. Era la playa perfecta para la chavalería. En las radios se escuchaban las melodías del verano: un año, «Sappore di Sale»; otro, «Black is Black», aunque ninguna me trae más recuerdos que «Ma Vie». La interpretaba Alain Barriere. Le encantaba a mi hermana.
Eran días, años, de partidos interminables. Partidos en los recreos, un enjambre de críos de todas las edades, de todos los cursos, persiguiendo balones en el campo de gravilla, todo el mundo detrás del suyo, del de su clase, con un fino instinto para no confundirse de pelota y los ojos bien abiertos para evitar los pelotazos en la cara. Partidos de mediodía, antes de comer. Partidos después de las clases, en cualquier callejón, con las carteras y los jerséis oficiando de postes, hasta el anochecer. Nombres inolvidables: Cholo, Luciano y su hermano Gorgonio, Manolín, Meléndez, Felisín, Giuseppe. Partidos que ahora solo juego en sueños.
Como es natural, los estímulos comenzaban a forjar opiniones, que vienen a ser la puerta que precede a la adolescencia. Vestida con un ajustadísimo mono de cuero negro, Diana Rigg, la protagonista de Los Vengadores, fue mi primer mito erótico. Prefería a Claudia, entregadísima novia de El Jabato, a Sigrid de Thule, la glacial rubia que seguía con cara de palo al Capitán Trueno por todos los mares. Escuchaba a Ángel Álvarez en Radio Nacional, a Carlos Arco, Ángel Mosterín y Cuno Cuetos en Radio Bilbao, a José Antonio Cayón en Radio Juventud, a Eduardo Sotillos —sí, ese Eduardo Sotillos— en Para vosotros, jóvenes, el programa vespertino de Radio Nacional. Y, naturalmente, comenzaba a tomar partido por las cosas.
Me entusiasmaban los Beatles desde que escuché «Girl», «Michelle», «Eleanor Rigby», «Penny Lane», «All You Need Is Love» y todas aquellas maravillas del pop. «In the Ghetto» me descubrió a Elvis. Durante bastante meses —tiendo a la adicción por naturaleza— no dejé de tararear el fenomenal «Reach Out, I’ll Be There», de los Four Tops. «Summertime Girl», de Los Íberos, fue mi canción favorita durante una buena temporada. Decidí que había llegado el momento de ahorrar el dinero necesario para comprar mi primer disco.
La elección caprichosa puede corresponder al mundo infantil. La deliberada, la que exige un compromiso, y el ahorro es un compromiso muy considerable, pertenece al universo de las responsabilidades, el de los adultos. Durante un mes guardé las pagas de los domingos y escuché las canciones del momento. «Yummy, Yummy, Yummy» contenía el pegadizo edulcorante de la música chicle. Eficaz, pero temible. La rechacé. Poco a poco comenzó a sonar una canción que recordaba los temazos de Phil Spector: gran orquestación, melodrama sonoro, una voz desgarrada. Era Barry Ryan, un australiano que pilló por sorpresa a todo el mundo con «Eloise». ¿Barry Ryan? No, de ninguna manera.
La decisión llegó en forma de una canción endiablada para la radio. Siete minutos de emisión parecían demasiados, incluso para los Beatles, pero la realidad era terca. «Hey Jude» llegó al número uno de las listas de todo el mundo. Era el bombazo de finales del verano, un nuevo hit de los Beatles con una coda que se quebraba en la radio. Yo no quería media canción, quería la canción entera. Y deseaba el disco con su sencilla portada: los cuatro Beatles en un pequeño plató, como en sus primerizos días, sin artificios, con la pequeña batería Ludwig de Ringo presidiendo la escena.
Recuerdo que un día de septiembre de 1968 conté el dinero. Por fin me llegaba para comprar un single. Acudí nervioso a Discos Serrano, en el centro de mi pueblo. Jamás me había atrevido a entrar allí, pero siempre me detenía para mirar las novedades en el escaparate. Esta vez entré sin pestañear: «Hey Jude, de los Beatles», dije. Fue mi primer disco. Tenía once años y sesenta pesetas en el bolsillo. Ese día me pareció que dejaba algo atrás. La infancia, probablemente.
Cuánta nostalgia, señor! Gracias por el momento.
En septiembre y primeros de octubre de 1968, lo que más se oía por la radio era «Those were the days» de Mary Hopkins y naturalmente, «Hey Jude». Recuerdo que un tío mío que había ido a Londres de turista por primera vez, me había anunciado que me regalaría el single comprado allí con esa manzana de Appel que por primera vez, era usada como fondo de los títulos . A su vuelta y tras entregármelo, me apresuré a ponerlo en el tocadiscos delante de él (yo ya podía cantar la canción hasta dormido, de tanto que la había escuchado en la radio). Cuando la oyó, se sonrojó ligeramente y sonriendo dijo textualmente: ¿Qué…? ¿Pero eso son los Beatles? ¡Pero si no hacíamos más que oír ese «Na, na, naaaa… hey Jude…» por todos lados, en tiendas, bares y comentábamos que de quién sería ese rollo!
Estuve a punto de echarle de mi habitación, decepcionado; él, que hasta entonces había pretendido pasar por ser un entusiasta de los de Liverpool, me salía con esas…
Le perdoné en seguida porque nos hizo reír mucho con sus anécdotas sobre Londres y porque intuí, a pesar de mis 17 años, que hubiera sido una gilipollez hacer otra cosa. ¡¡HEY JUDE!!
Pertenezco a una generación algo posterior, pero las sensaciones que he sentido al leer son similares. Como alguien dijo, la infancia es esa patria a la que siempre desearíamos volver. Al menos, en algunos momentos. Pero la adolescencia nos esperaba con sus luces y sus pequeñas y grandes decepciones. Gracias, señor Segurola.
Genial como siempre Santi. El gasolino entre Erandio y Baraka aún sigue en servicio;)
Bravo Segurola!
Me ha encantado leerte, auque yo de los Iberos prefiero “hidden behind my smile”
PD
Si fueras del Valencia ya serías casi perfecto.