Arte y Letras Lengua

Los españoles y el inglés

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Fotografía: Alborzagros (CC BY-SA 3.0).

Paseo sin prisa por una carretera rural encajada entre muros de sillería tosca de granito cubiertos de verdín y mohos. El vial es tan estrecho que no hay aceras ni arcenes, apenas cabe un vehículo y las entradas a las fincas hacen de apartaderos oportunos para los encuentros que se producen ocasionalmente. Las lluvias de los últimos días se han llevado el petricor que trajeron las primeras gotas tras varias semanas de sequía, pero no han conseguido anular el olor a estiércol de estos pagos.

Aunque el calendario nos dice que ya estamos en plena canícula, por aquí la vegetación no llega a agostarse de verdad, de manera que hasta donde alcanza la vista la gama cromática abarca todos los verdes imaginables —musgo, prados, robles, castaños, pinos, tojos, mimosas—, salpicada solo por los grises de cielo, muros y viviendas. Pero de repente, tras una de tantas curvas, surge en medio del océano verde un reflejo fucsia. Me acerco con parsimonia, centrándome en el color intruso, intentando descifrar con mi vista cansada el elemento extraño. Es un cartel de metacrilato, de tipografía y diseño pulcros, cuidados hasta el último detalle, en el que destacan dos palabras: un apellido inequívocamente aborigen y el término hairdressing. Con caracteres de menor tamaño se indica que el negocio se encuentra a cincuenta metros. No puedo evitar preguntarme por qué, ya puestos, no dicen que está a cincuenta y cinco yardas. Sigo mi paseo rumiando y me pregunto cuántos de los clientes de esa peluquería serán hablantes nativos de inglés o, simplemente, cuántos podrían chapurrear alguna palabra de modo más o menos coherente —ya no pido ni corrección— en el idioma de Samuel Johnson. No puedo dejar de contrariarme al pensar que de encontrarme con un establecimiento de ese gremio en Oklahoma o en Essex muy probablemente no vería hairdressing, sino hairdresser’s.

Incomodado por esta elección lingüística, doy media vuelta, preguntándome qué habrá podido llevar a sus propietarios —de apellido autóctono, recordemos— a rotular en un idioma ajeno un negocio situado a solo unos treinta kilómetros del lugar donde el insigne lexicógrafo José Martínez de Sousa, autoridad patria indiscutible en su campo, nació y pastoreaba vacas. Me consuelo pensando que son los tiempos y las modas, y que de haberme topado con ese cartel en otro siglo acaso habría leído coiffure en lugar de hairdressing. Debe de ser nuestra naturaleza, como describió muy acertadamente ya en el siglo XVIII José Francisco de Isla en su Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes:

«La que nació en Castilla, aunque sea la nona maravilla, no se tiene por bella mientras no hable como hablan en Marsella; la manchega, extremeña o campesina afecta ser de Orleáns; la vizcaína, entre su Jaincoa y Echeco Andrea, nos encaja un monsieur de Goicochea, muy preciadas de hablar a lo extranjero, y no saben su idioma verdadero».

Tal vez, dentro de un tiempo, ese rótulo estará en chino, quién sabe. Llego a casa, abro el buzón y el correo comercial me anuncia que «estás a un minuto de vivir tu lado one»: en breve un nuevo gimnasio abrirá en el barrio y me hacen llegar unos pases VIP para que disfrute la experiencia por un día. El gimnasio está rodeado de topónimos como «xuncal», «muíño», «outeiro» o «caeiro», pero sus propietarios han preferido recurrir al inglés para darle nombre.

Salgo a cenar a una tapería cercana y en la mesa contigua un padre de familia sienta cátedra a voz en cuello —como suelen pontificar los menos y peor informados— aseverando que practising en inglés se pronuncia «practáising» y que la «s» del genitivo sajón se puede eliminar conservando el apóstrofe —sí, ha dicho «apóstrofe» y no «apóstrofo»— siempre que la siguiente palabra empiece por «s-». Sus dos hijos, aunque ya tienen edad para rebatir sus argumentos —los conocimientos, como el valor en el servicio militar, se les suponen—, optan por callar y centrarse, con toda la razón del mundo, en las almejas y el pulpo…

Pero ¿qué nos pasa con el inglés? ¿Qué obsesión tenemos con él? ¿A qué viene esta claudicación cada vez más generalizada, esta renuncia y desprecio gregarios por las raíces propias? ¿De dónde sale esta vergüenza de nuestro origen y de lo que somos, este complejo de inferioridad pueblerino? Esa falta de autoestima diglósica, que se extiende a algunas otras lenguas peninsulares, nos lleva a casos como el del padre que abomina en público y por escrito de las comunicaciones que en gallego le remite el IES en que tiene escolarizados a sus hijos mientras, simultáneamente, los matricula en portugués por los vínculos empresariales que mantiene con Brasil. Y sí, por si lo está pensando, estimado lector, soy muy consciente del nombre de la publicación que airea estas líneas.

Queremos parecer cosmopolitas, «ciudadanos del mundo», sin lograrlo y con frecuencia caemos en el ridículo más espantoso, porque, como dicen las malas lenguas, es el españolito un individuo que está siempre intentando aprender inglés, con los dos picos anuales que imponen la venta de fascículos y los biorritmos de los buenas intenciones de «curso (o año) nuevo, vida nueva»: enero y septiembre; insisten las mismas malas lenguas —que son las que nos suelen cantar las verdades, para qué engañarnos— que estos propósitos bienintencionados serán tan infructuosos como los euros que tirará el indígena carpetovetónico en esa cuota de gimnasio por el que solo pasará cuatro veces el primer mes, dos el segundo y nunca más a partir del tercero.

¿Cuál es el origen de este fracaso nuestro con el inglés? Ay, si yo tuviese la solución, estaría ocupando un puesto importante del Ministerio de Educación, pero hay ciertos extremos que deberían quedarnos claros y, antes de nada, hay que decir que el futuro es halagüeño —entre otras cosas, porque más bajo ya no podíamos caer—: falta relativamente poco para que al mercado laboral empiecen a llegar las primeras generaciones que han recibido clases de inglés desde la etapa infantil. Como poco ya tendrán más horas de vuelo que los cuarentones y cincuentones que ocupamos puestos directivos públicos y privados, y que empezamos a recibir nuestras primeras nociones de inglés dentro de la enseñanza reglada como muy temprano a los once años, con el armario empotrado de nuestro cerebro con sus divisiones y cajoneras bastante bien fraguadas y poco maleables. Cuando estas nuevas generaciones nos releven, pocos Rajoys quedarán ya que tengan que recurrir a la traducción simultánea o que se tengan que quedar, tristes, solos y abandonados para rechifla y escarnio patrios, en la mesa durante el recreo, mientras sus colegas europeos departen con la sonrisa en la boca y la guadaña en la mano, y aún menos Botellas nos provocarán la más escandalosa vergüenza ajena por mor de su acento y su retintín impostado, aunque la mayoría de los que los señalan con índice acusador no sabrían hacerlo mejor.

Tradición de doblaje de cine y televisión aparte, que siempre carga con las primeras culpas cuando se trata de encontrarle explicación a nuestra impericia con el inglés, en primer lugar debe quedar rotundamente claro que alcanzar con tres o cuatro periodos de clase a la semana en aulas compuestas por alumnos de nivel muy dispar ese nivel que envidiamos de otros países europeos es una utopía. Traigan la reforma educativa que traigan, porque en esos países europeos se distribuye al alumnado por niveles de competencia —no solo para la enseñanza de lenguas—, como se hace aquí en academias privadas de idiomas, EOI y facultades universitarias. Pero, ay, díganles ustedes a unos españolitos que entre dos o tres agrupamientos en la enseñanza obligatoria su hijo no figurará en el de mayor nivel. ¿Quién es el valiente? ¿Pero no habíamos quedado en que había que personalizar la enseñanza, adaptarse al educando y a su nivel de competencia para a partir de ahí ir sembrando? Continuemos pues con el café para todos, la igualdad en la mediocridad, y podremos seguir lamentando nuestra torpeza y a la vez regodearnos en ella. De la ratio de alumnos por docente ya, mejor, ni hablemos, ni del nivel y preparación del profesorado, otra de las madres del cordero: simplemente echemos un ojo a nuestra idolatrada Finlandia.

En segundo lugar, debemos desprendernos de ciertos complejos y dejar de mirar con envidia a esos países germánicos y escandinavos que tan bien hablan inglés. Simplificando se podría decir que sus idiomas son primos hermanos del inglés, o que este es una versión para torpes de aquellos. Aquí entra en juego la explicación más pintoresca que me he topado para justificar nuestra torpeza a la hora de aprender idiomas extranjeros: la que alude a nuestro pasado imperial. Nuestro inconsciente colectivo de potencia mundial en la que no se ponía el sol nos dificultaría el aprendizaje, convencidos de que con nuestra lengua materna, la segunda con más hablantes, vamos sobrados. Como ejemplo ponen a los británicos —y, por extensión, a los anglosajones en general— y a los rusos, dos pueblos tradicionalmente poco inclinados a aprender idiomas extranjeros. De hecho, no dejan de ser llamativos los aires de superioridad del anglosajón que va por el mundo exigiendo, que no preguntando, vehementemente «Do you speak my language? Do you speak my language? », por no hablar de aquellos afincados en nuestras costas e islas que afirman rotundamente que el personal sanitario del centro de salud se ha dirigido a ellos en español «por joder»… Sí, lo que les cuento es verídico.

Simplificando de nuevo, se podría decir que la necesidad es fuerza mayor y que si hasta ahora no hemos aprendido inglés proficientemente es porque no nos hemos visto obligados; véase si no cómo, mal que bien, cualquier emigrante, incluso el que jamás haya pisado un aula, acaba entendiendo y haciéndose entender en la lengua del país que lo acoja. Quizá, ahora que vamos perdiendo por goleada la Tercera Guerra Mundial a manos de —aunque a lo peor lo más apropiado sería decir «a pies de»— Frau Merkel, la troika y sus bárbaras hordas bárbaras, acabaremos aprendiendo todos nosotros, camareros y personal de servicio de las razas arias, parece ser que ubérrimas en lo económico gracias a su productividad y laboriosidad legendarias, inglés a toda velocidad.

Disfrutan además muchos de esos idiomas de unos sistemas vocálicos amplísimos que les facilitan —y aquí tengo que volver a referirme a nuestro fortísimo acento y a nuestra organización mental— la asimilación de los doce fonemas vocálicos ingleses. Lo de los diptongos lo dejaremos para mejor ocasión: téngalo claro, lector, el español es también ese individuo al que se detecta fácilmente cuando habla un idioma extranjero por su acento indisimulable, porque lo primero que distingue al hispanoespañolito al abrir la boca no es el elevadísimo volumen al que habla, no, sino la reducción vocálica a la que le condena la organización de la zona que hemos reservado al lenguaje en nuestro lóbulo temporal. Nacemos con el cerebro casi en blanco. Es un disco duro por formatear en el que solamente se ha consumido el espacio imprescindible para el sistema operativo, un armario empotrado por dividir. Como nuestro idioma cuenta con solo cinco sonidos vocálicos, cinco son los anaqueles que les reservamos para exhibir clara e inequívocamente nuestras a-e-i-o-u; en principio esos anaqueles tienen la frágil consistencia del yeso, lo cual no es un perjuicio, sino toda una ventaja, de ahí la importancia de que el aprendizaje de un idioma se inicie a la menor edad posible. Poco a poco nos vamos asentando en nuestros esquemas y, al tiempo que lo nuevo deja de llamarnos la atención y perdemos capacidad de asombro y por tanto de aprendizaje, los materiales en los que hemos depositado las vocales se van endureciendo: del yeso pasamos al adobe, de este a la madera y de aquí al hormigón armado más tenaz.

A todo esto hay que añadir nuestra proverbial vagancia para pronunciar el último sonido consonántico de cualquier palabra —siempre estamos tan «cansaos pa’ pronunciar esos complicaos» sonidos consonánticos— y nuestra incompetencia para distinguir entre la «b» y la «v», que ya llevó a que hace dos mil años los legionarios romanos que nos conquistaron ataviados con faldita y sandalias se mofasen de nosotros diciendo «Beati hispani quibus vivere est bibere».

No hace falta leer a Chomsky para darse cuenta de que el hispanohablante de alrededor de diez años de edad —cuanto mayor, peor— que se enfrente por primera vez al inglés tendrá unas dificultades tremendas para hacer encajar doce sonidos —al menos la mitad de ellos completamente nuevos y ajenos— en únicamente cinco baldas. ¿Cómo que hay dos íes? ¿Qué me quiere usted decir? ¡Pero si i solo hay una! ¿Y la «b» y la «v» no se pronuncian igual? ¿Y tres aes, dice usted? Venga, venga, venga, por favor, con una me basta para arreglármelas. ¡A relaxin cap of ti, plis, que is beri díficul todo esto!

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12 Comentarios

  1. ¿Y lo «bonito» que es, Álvaro?

    Reconocer a un peninsular no luso, allende las fronteras, al chapurrear el idioma de Chespir.

    Mi yeso resultó ser de lo más solido, porque sí que conocí a la señorita Schwa (la primera mujer de Arnold) mucho antes de descubrir placeres onanistas, pero nunca me gustó impostar acentos, ni siquiera tejanos.

    Ya perdimos las matrículas provinciales y hay que confiar en la publicidad invasiva del concesionario de turno para portar el regionalismo con dos endebles remaches.

    A mí me gusta reconocer a un teutón, un flamenco o un balón hablando inglés.

    En Kuala Lumpur, hace casi diez años, me dijeron que hablaba un inglés muy raro. Es una de las cosas más bonitas que me han dicho en esta década, que ha sido bastante fea.

    Quien no se consuela es porque no quiere, vivere est bebere.

  2. O que manda moito carallo na Habana è que te sorprendas de que a xente rotule nun idioma alleo os letreiros dos seus negocios se dis que vives no Rosal. Sempre se fixo. Os vellos en castellano e os novos em inglés.
    Se queres saber os motivos pregúntalle a teus pais por que os seus lles falaban en castellano.

  3. Me ha encantado. Si se perdió la oportunidad de aprender otro idioma de niños aún hay otra cierta oportunidad de adultos: llevarse el diccionario a la cama.

  4. Apostrophe, gran disco de Frank Zappa?

  5. Del amor por mi lengua doy prueba sobrada,
    y vayan estos intentos pa’guantar la payada:
    nací con mamá, papá, abuela, perro, leche y teta
    y con estos humildes inicios construí la sofisticada
    manera de hablar, y también, porque no, gesticular
    en peninsular manera sin recurrir a una receta,
    tal vez solo aquella que comenzaba cada noche
    con el había una vez de las fábulas, en este caso
    un idioma de los pagos del Latio, Lazio hoy
    según Dante del cual ya casi no queda nada,
    solo vívidos fantasmas sonoros en libros viejos
    a los cuales recurro, como cuando voy al cementerio
    a visitar a los que fueron y se fueron con más o menos
    mi misma y entrañable estructura palato alveolar,
    sabedor que otros nostálgicos vendrán a visitarme,
    por curiosidad sobre todo y dirán lo mismo que yo
    al leer la fría lápida: pero mirá vos cómo hablaban,
    no se les entiende nada.
    PD: agradecería saber qué es un muro de sillería y petricor. Y muchísimas gracias por la edificante lectura

  6. Pingback: Los españoles y el inglés | Jot Down Cultural Magazine – World in Spanish

  7. eduardo roberto, no sé si te entiendo. Petricor es el olor a lluvia cuando el suelo está seco. En España hay quien dice «olor a ozono», pero no es eso. A ozono huelen las fotocopiadoras. Un muro de sillería es un muro de piedra. En la Patagonia chilena petricor no se entiende porque nunca hay ese olor pero sí saben lo que es un sillar, a lo mejor porque suelen ser de granito y allí hay harto. Eso es lo más cerca que me he acercado geográficamente de un «vos».

  8. Debemos observar que también ahora se cambia expresiones en español, usadas por décadas, por neoanglicismos, como en el caso de «marketing» en lugar de «mercadeo», «environment» en vez de «ambiente», «performance» en vez de «función», «operación», «desempeño» y otros; en la industria del espectáculo se ha impuesto recientemente «play back» en vez de «fono mímica» o «fono mimo» o simplemente «mimo», como se decía en la mismo campo hasta no hace mas que veinte años, época en que a «The Beatles» se les llamaba «los bitles» en el mundo hispanohablante.

    Me ha sorprendido escuchar en medios españoles que a la ciudad de Girona la nombran «LLirona» en vez de «Jirona», un exceso irrespetuoso.

    ¿ Que el español no tiene sonidos que hay en el inglés ?
    Pues en el inglés no existe la «ñ», en el italiano tampoco está el sonido de «LL» y tanto el inglés como el español carecen de sonidos guturales propios del francés. Cada idioma es único y diferente de todos los demás.

  9. Gracias, José. En la RAE no figuran. Petricor me evocaba, además del nombre de una empresa de combustibles, olor a petróleo. Con respecto a sillería no lo hubiera adivinado jamás porque para mí las sillas tienen cuatro patas. Gracias otra vez.

  10. ¡Petronor! Ja ja ja

  11. Aprendí inglés en Canadá, con un montón de japoneses con los que hice amistad. Nos hacía gracia que en español y japonés es a-e-í-o-u y ellos tienen el eibisidi que no explica nada. Una japo le preguntó a un canadiense cuántas vocales hay en inglés y no supo la respuesta. Junto a esto, en general, los estadounidenses y canadienses aprenden español sin acento o con muy poco, pero los británicos ya pueden llevar viviendo en un país hispano más que en su casa y no pierden el acento inglés. No suena mal, al revés, ni tampoco muy mal el acento español en inglés, pero ahí dejo ese misterio.

  12. Pingback: ¿Cuánto sabes sobre el idioma inglés? - Jot Down Cultural Magazine

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