Hubo un antes y un después en el globo terráqueo que penosamente habitamos cuando Neil Jordan estrenó Juego de lágrimas (The Crying Game, 1992). Ya nos las sabíamos todas sobre el terrorismo, especialmente los que lo hemos padecido, no tenía que llegar una película a descubrirnos lo que leíamos cada día en el periódico, pero Jordan se marcó un what if valiente; atrevido porque le metía el dedo en el ojo a lo más sagrado y lo hacía invocando tabús. No siga leyendo si no le gustan los destripes. El director irlandés planteó la atracción entre un terrorista del IRA y la amante de un soldado, su víctima, que era una mujer transgénero. No va tan lejos Jonny Campbell con su miniserie Informer, pero una de sus subtramas está justamente en esa línea. La del policía infiltrado en una red de ultras que se mete tanto en su personaje que le cuesta abandonar el romance que tiene con una señora mayor de extrema derecha.
Esas escenas hacen que me olvide de todo el argumento del terrorismo islamista, que es muy actual y muy emocionante, pero no tanto como ese detalle. El policía se había concentrado durante años en representar el papel de un nazi británico para infiltrarse en un grupo de extrema derecha con capacidad para atentar y, sobre todo, dar palizas a troche y moche. En los años que estuvo, para ganar credibilidad lo mejor que pudo hacer fue iniciar una relación sentimental con la dueña del bar donde se reunían todos ellos, una mujer mayor, de cierta edad. El policía simuló la muerte de su padre solo para poder llorar en sus brazos y darle más credibilidad a su personaje. El resto del tiempo se acostaban juntos, pero todo era por la misión. Las horas libres el hombre tenía su familia y su hija en un adosado con jardincito.
Está en la más pura esencia de lo que uno espera del cine ese sentimiento turbio que se experimenta cuando la miniserie expone que ese hombre no ha podido librarse de su personaje una vez completada la misión. Lo seguía ejerciendo en la intimidad, sin dar parte a sus superiores. Escapaba para tomarse unas cervezas con sus amigos fascistas, volvía a tener sexo con esa señora. Los había delatado a todos, rechazaba sus asquerosos planteamientos, pero de ser otro, ese otro, no podía librarse. Lo seguía interpretando por una extraña inercia atractiva y repulsiva al mismo tiempo. Su otro yo quería a esa fascista, fanática pero sensible, y su otro yo era él, es él.
Solo por eso Informer parte la pana. Vaya por delante que también por ser una miniserie. Tragarse semejante melodrama en doce capítulos de una hora en tres temporadas hubiese sido tortura, un innecesario martirio. Vivimos en una época en la que hay una inmensa cantidad de series buenas, lo que se traduce en una evidencia: que son mediocres. Dada la situación solo merece la pena comprometerse con las que son realmente excepcionales y el resto de propuestas, si vienen en cofre de miniserie, pues mucho mejor.
Informer trata un tema actual que muy bien podría haber aparecido en una novela de Hanif Kureishi. Él tuvo un acercamiento similar. En El álbum negro escribió la historia de un grupo de jóvenes musulmanes que se ha radicalizado y quiere cometer un atentado. El protagonista, sin embargo, no era un buen creyente, andaba liado con una profesora y se ponía de MDMA. En esta serie la policía busca jóvenes paquistaníes pringados en algún delito por drogas o con familiares en situación irregular para obligarles a infiltrarse en grupos radicales y obtener así información de sus planes.
A través de su experiencia, el espectador se sumerge en el mundo del hampa en el que operan los radicales. Durante la mayor parte de la serie, una banda de albaneses, veteranos del UCK, Ejército de Liberación de Kosovo, son los principales sospechosos de mover el dinero para los atentados. Llama la atención que uno de los albaneses destacados esté interpretado por un serbio, Nikola Djuricko. Por sus tinglados mafiosos, esta miniserie ha sido comparada con The Wire, pero está bastante lejos.
Los guionistas, Rory Haines y Sohrab Noshirvani se conocieron en una escuela de escritores de Nueva York donde el profesor les recomendó que empezasen a trabajar juntos, algo que llevan haciendo más de diez años. Con Informer, la novedad que querían aportar era la de hacer una ficción centrada en los chivatos, los chotas de la poli. Un tipo de personaje, según ellos, con poca presencia y frecuentemente negativa. Pero aquí al protagonista también lo absuelven, no da una imagen negativa, no es chivato por vocación. Se ve obligado a informar a la policía porque su madre no tiene papeles.
Podría haberlo hecho, si de lo que se trata es de mostrar un realismo sucio, a cambio de libertad para poder traficar con drogas o regentar un puticlub en paz, como es más frecuente en la realidad, pero han tenido que justificarle para que lo quieran los espectadores, supongo. En España, en unas grabaciones que salieron a la luz, a una ministra le parecía estupendo que un comisario montase un negocio de prostitución para obtener información, aunque tal vez eran audios manipulados, se añadió. No obstante, la realidad en estas lides es bastante más prosaica y lo que se plantea en la serie es directamente extorsión.
Lo cierto es que la figura de este tipo de informadores es clave para la policía antiterrorista. Por ejemplo, nosotros no deberíamos olvidar que gracias a un soplo en el último momento la guardia civil desarticuló en 2008 una célula de Al Qaeda que iba a atentar en el metro de Barcelona. Un ataque que pretendía ser más letal que el 11M. Pero lo original es que el tratamiento de esta figura no es en género de espías, sino dramático, humano. Incluso melodramático.
En este aspecto, la miniserie es mejor cuanto más se parece a las aludidas novelas de Kureishi. El protagonista es de origen paquistaní, pero se siente inglés. Se coge a Inglaterra en la Play Station ante la mirada indignada de sus amigos islamistas. Sin embargo, para los ingleses es un moro. Cuando hay un atentado, tiene que tener cuidado al ir por la calle para que no le den una paliza. Está rodeado de llamadas al islam, pero a él lo que le gusta es ponerse de eme en las raves y bailar magreándose con sus amigas. Es una tierra de nadie su identidad real como la vida misma. Es mucha la gente, no necesariamente musulmanes, que tras los movimientos migratorios que se han producido en Europa son sospechosos en los países donde han nacido y extranjeros en la nación de la que proviene su familia.
Como contraposición a estos chicos, se muestra a estudiantes de arte británicos. Chavales que creen vivir al límite con sus cuadros y poesías, pero que luego cuando ven un paquistaní o un negro básicamente les tienen miedo. Si contra alguien cargó las tintas Kureishi en sus libros fue contra los ingleses del mundo del arte, los de la enseñanza universitaria o los de extrema izquierda. Su sentencia era demoledora en El buda de los suburbios, donde les describió de esta manera: «No podía soportar ese torrente de palabras, tanta seguridad, tanta charla vana sobre Cuba y Rusia y la economía, porque bajo la sólida estructura de las palabras se abría un abismo de ignorancia, de ceguera y, en cierto modo, de no querer saber».
El coguionista Sohrab Noshirvani es iraní estadounidense. Sabe lo que es crecer con la misma dualidad que su protagonista. En su caso, admite que al final ha terminado viéndose a sí mismo como Sohrab, no como un americano ni como un persa. Se queja de que en el mundo hay 1,8 millones de musulmanes y son todos diferentes unos de otros, que se ha perdido, explica, la perspectiva creando a la gente un conflicto entre cómo uno se considera a sí mismo y cómo le consideran los demás.
El guion está lleno de trampas y coincidencias, pero como su principal encanto es la vertiente humana, tal y como hizo por ejemplo Eytan Fox con el conflicto árabe israelí, el espectador no debería sentirse estafado. Cuando menos, Raza, el protagonista es un personaje tan bien compuesto que solo por él merece la pena la serie entera. Y, por supuesto, deglutida del tirón.