He sucumbido al sueño reparador del viajero en Budapest, entreviendo brillos sobre las aguas del Danubio y luces en la otra orilla. He presenciado un arco iris colándose entre la lluvia que rociaba Edimburgo a mis pies, desde un mojado cementerio junto a una iglesia en lo alto de una colina. He aterrizado en una Praga recién nevada y me he refugiado en sus cafés y tabernas buscando el especial calor humano que allí respiran. Crucé un puente romano hacia el Trastévere en una calurosa noche de agosto para cenar y luego perderme por sus callejuelas, y en Ámsterdam fui paseando desde las coffee-shops de Leidseplein hasta el Rijksmuseum transitando de un embeleso a otro muy distinto. He admirado la mezquita de Córdoba y la catedral de Santiago, el imponente puerto de Hamburgo y los insidiosos canales venecianos. Sigo sintiéndome empequeñecido cuando paso unos días en Berlín, París o Londres, y me fascinaron Dublín, Salzburgo, Bristol, Verona o Burdeos.
Iluso de mí, todavía quiero ser europeo. Me educaron en humanidades, esa maraña culta hoy extirpada de los programas educativos, y en consecuencia mi noción de Europa la forjaron, además del paisaje y las ciudades, el arte, la música y la literatura, Metropolis de Lang, La grande illusion de Renoir, Viaggio in Italia de Rossellini, Ordet de Dreyer, Vivre sa vie de Godard e Im Lauf der Zeit de Wenders. Fueron sin embargo dos producciones anglosajonas las que, en la adolescencia, me inculcaron la quimera de Europa como ente que conjuntase sus diversas naciones en un virtuoso equilibrio multicultural, un sueño actualmente declinado en pesadilla para muchos de sus habitantes censados o recién llegados, algunos huidos del infierno. Eran, naturalmente, Casablanca (1942), de Michael Curtiz, y El tercer hombre (1949), de Carol Reed, oráculos fílmicos que verían sedimentar y prosperar sus paradójicos discursos década tras década. Clásicos es decir poco, son ya parte consustancial de nuestra psique colectiva pues prometían y al tiempo negaban la idea misma de Europa.
«Si estamos en Casablanca en diciembre de 1941, ¿qué hora es en Nueva York? Apuesto a que en Nueva York duermen. Seguro que están durmiendo en todo Estados Unidos», bromea Rick Blaine por boca de Humphrey Bogart en Casablanca. Era una de las primera ocasiones en que Hollywood se atrevía a tomar partido y animaba a intervenir en la ofensiva que Hitler había puesto en marcha, primero veladamente y luego con el fulgurante impacto del relámpago. La película pretendía diluir en lo posible el fuerte sentimiento aislacionista que entonces vivía Estados Unidos, actitud comprensible tras el coste de su papel en la Primera Guerra Mundial y el recuerdo terrible de la Gran Depresión. La industria cinematográfica estadounidense rehuía posicionarse por otra razón de peso: el mercado europeo era a menudo básico para amortizar una producción, por lo que debía evitarse ofender a alemanes e italianos. La Liga Antinazi denunciaba lo que ocurría en el viejo mundo y la pasividad de la ciudadanía norteamericana, pero era tildada de institución eminentemente judía.
Casablanca refina la cautela con que se trataba la guerra en aquellos días aislacionistas. En la ciudad colonial, última puerta de salida en una Europa incendiada —como ilustra el recorrido por el mapa de los títulos iniciales del filme y su localización temporal en los largos meses del Gobierno de Vichy y la Resistencia—, un expatriado americano con un pasado que le impide regresar a su país afirma tajante que él no piensa dar la cara por nadie. Pero su Café Americain acoge y da empleo a un microcosmos de refugiados europeos, y él mismo confiesa haber luchado contra la epidemia fascista en España y Etiopía. No hace falta recordar que la llegada de Ilsa Lund (Ingrid Bergman), una antigua amante, y su actual compañero Victor Laszlo (Paul Henreid), buscado miembro de la resistencia checoslovaca, obligará al avinagrado Rick a tomar partido. En una escena de enardecida pugna entre ambas facciones europeas, Blaine permitirá al fiel pianista Sam que toque «La Marsellesa» cuando poco antes le ha soltado al mayor nazi Strasser: «Su negocio es la política, el mío regentar un bar».
Conocemos el desenlace, y el impacto sentimental que tuvo ese compromiso último de Rick sobre varias generaciones. Su decisión no contradice el aislacionismo anterior al ataque japonés a Pearl Harbor, pues actúa como individuo que no se adhiere totalmente a la causa, es el aventurero solitario e idealista. Sin embargo, hay en esos planos finales de Bogart una vaga promesa de que merece la pena luchar por las causas justas, aunque sea por simple y congénita decencia. En la apaleada Europa de la ignominia, tan romántica noción sería sin duda bálsamo ideológico —aunque la película no se estrenase en el continente hasta después de la guerra— como lo fue la icónica figura de Rick en las décadas posteriores, un apátrida libre de ataduras que finalmente asimila por catarsis romántica una cierta noción de Europa. O, lo que es lo mismo, sacrifica sus intereses personales por un supuesto bien mayor. Sin embargo, el verdadero protagonista ideológico de Casablanca no es Rick, sino Lazslo. Y ese hombre íntegro, dispuesto a dar la vida por una Europa democrática, se parece bastante al conde Coudenhove-Kalergi.
Nacido en 1894 en Tokio, su padre un diplomático austrohúngaro, su madre japonesa, Coudenhove-Kalergi redactó el manifiesto Pan-Europa. Origen del movimiento europeista que postulaba sustituir el viejo orden europeo por una social-democracia pacifista, aquel texto sentaría las bases de lo que hoy creemos ser los europeos. Con la ayuda de su amigo el barón Louis de Rothschild, Coudenhove-Kalergi logra financiación para desarrollar y publicar sus ideas, y el apoyo de Albert Einstein, Thomas Mann y Sigmund Freud, también de las logias masónicas europeas. «El himno a la alegría» sería el cántico de Europa y el inglés su idioma oficial, pero la utopía iba a chocar frontalmente con los intereses de Mussolini y Hitler. Este último despreció al ideólogo paneuropeo llamándole «cosmopolita desarraigado, mestizo elitista». Con la anexión de Austria en 1938, Coudenhove-Kalergi emigra a Estados Unidos, donde insistirá en sus tesis sobre un hombre futuro multirracial, libre y sin prejuicios. Esa nueva raza «sustituirá a los pueblos por una diversidad de individuos». Prometedor…
Tras la Segunda Guerra Mundial, el católico Coudenhove-Kalergi defendió la integración de las tres grandes religiones y argumentó intrépido que los judíos estaban llamados a ser la nueva aristocracia, pues el «proceso de selección artificial» que habían sufrido les convertía en una sublimada nación preparada y dispuesta para liderar el porvenir europeo. También advertía presciente de que la integración europea se estaba haciendo en los despachos gubernamentales, «pero no en el corazón de los ciudadanos». Los opinadores estadounidenses críticos con este «idealismo práctico», como le llamaba su autor, denuncian hasta hoy que su país tuvo que hacer frente al rodillo nazi, y más tarde a la amenaza soviética, para finalmente ver cómo una nueva aristocracia imponía su dudosa superioridad moral en una Europa desunida hasta hoy pese a su moneda única. El insidioso plan era anterior al Tercer Reich, sospechan.
Un conglomerado que muchos ven artificial, surgido de un pasado ungido en el acervo grecorromano y bizantino, anglosajón y eslavo, esta es la nunca plenamente consumada Europa. Esa misma idea central llevó a un equipo de cineastas británicos hasta una ciudad invadida, la Viena en ruinas de la posguerra, para el rodaje de El tercer hombre. La tenebrosa profecía, que el filme producido por Alexander Korda para competir con el omnipotente Hollywood proyecta sobre Europa, se resumía en la efectista sentencia de Harry Lime, improvisada en lúbrico cinismo por un grácil, teatral Orson Welles: «Recuerda lo que dijo no sé quién: en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, matanzas, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!».
Si en Casablanca se manejan los días convulsos en que el ejército alemán dominaba el continente rumbo a la simbólica conquista de Gran Bretaña, en El tercer hombre nos sumergimos en los efectos que la victoria aliada tuvo en una Europa destruida por las bombas de unos y otros. Una brumosa ambigüedad envuelve el triángulo dramático que dibujan el escritor de novelas del Oeste Holly Martins (Joseph Cotten), su presuntamente recién enterrado amigo Harry Lime y la novia de este, una refugiada de la Checoslovaquia soviética sin papeles, Anna Schmidt (Alida Valli). Conocemos el nudo y el desenlace de la intriga, el modo expresionista e iconoclasta con que Carol Reed adaptó a la pantalla la novela de Graham Greene. Puso el foco en quien no vemos, el turbio contrabandista Lime cuyos trapicheos con la penicilina han afectado letalmente a docenas de niños, y sin embargo este nos resulta más atractivo que el torpe y provinciano Martins, siempre presto a echar un trago. Anna emergerá con mayor fuerza de la esperada al conocerla, en una conclusión que Reed cambió para evitar un final feliz.
El tercer hombre oculta en sus torcidas imágenes y humanos claroscuros una alegoría política, tan crítica con el bloque soviético como con los intereses de Washington. Esta desarrolla lo que Foucault llamó «heterotopía», es decir, espacios creados por la sociedad para protegerse a sí misma, lugares estancos dentro y fuera al mismo tiempo de la realidad, donde variados aspectos ideológicos pueden ser contrastados y discutidos. La Viena hambrienta, despojada de su resplandeciente pasado del filme es la tierra de nadie, Babelia repartida entre británicos, soviéticos y estadounidenses, en la que las imágenes positivas y negativas reflejadas en la sociedad surgida tras la contienda pueden racionalizarse, a ojos del espectador, según su bagaje cultural e ideológico.
La Europa desencajada de hoy, incrédula de su propia estampa y asolada por desigualdades y refugiados, es consecuencia de lo expuesto en El tercer hombre tanto como de aquella tarde de 1978 en que, sobre el sepulcro de Carlomagno, Giscard d’Estaing y Helmut Schmidt firmaron el tratado que años más tarde implantaría el euro. Una moneda cuyos billetes no reproducen ningún monumento real, pues la burocracia no quiso ofender a ninguna de las partes implicadas, sino puentes y arcos ficticios. Como suelta el viscoso capitán Renault, esencia de la ambigüedad burocrática, en Casablanca: «Arresten a los sospechosos habituales…».
Yanis Varoufakis, quien en un artículo publicado en 2014 señalaba esa paradoja, se refería a las protagonistas —polaca y francesa, ambas encarnadas por Irène Jacob— de La vida doble de Verónica (1991), la película de Krzysztof Kieślowski, al diseccionar la actual crisis. «La ironía de nuestro momento presente es que la erradicación de las fronteras y el triunfo de un mercado único han devaluado y fragmentado los bienes culturales de Europa —escribe—. Hoy Weronika podría conseguir un contrato discográfico en París o Londres, pero su música sería homogeneizada en un mercado global del arte y la música que no conoce fronteras y carece de centralidad. La música, el arte, incluso el teatro están bajo la égida de las fuerzas del mercado, guiadas por las instituciones subvencionadas de Bruselas y exhibidas en exposiciones o en ciclos de conciertos fuertemente promocionados, cuyas estrellas son comisarios posmodernos, célebres directores de orquesta y, naturalmente, sus sponsors corporativos. En resumen, en vez de estar unidas por la música, la emoción, la culpa y la cultura, Véronique y Weronika estarían unidas por un contrato redactado por alguna firma de abogados global. De hecho, es probable que Véronique temiese que Weronika se mudase a París y le quitase su… empleo».
La ironía última que destaca Varoufakis reside en el núcleo convulso de una Europa que se ha convertido en un feroz mercado único donde la solidaridad se mide por el tamaño de la mordida de los rescates financieros y donde el arte heterodoxo, radical y no valorable en cifras o cánones establecidos, es directamente repudiado. Pero volvamos al pasado una última vez y recordemos la excusa de Harry Lime —a quien Varoufakis menciona en su texto como ejemplo de una cultura europea bañada en sangre y asediada por conflictos— cuando desde lo alto de la noria confiesa su asumida incapacidad para la empatía, suelta el sonsonete nihilista de los Borgia y el reloj de cuco e intenta deshacerse de su molesto amigo Martins. Su carácter de paradoja didáctica resuena con rotunda actualidad: «Hoy en día nadie piensa en términos de seres humanos, los Gobiernos no lo hacen, ¿por qué nosotros sí? Hablan del pueblo y del proletariado y yo de los tontos y los peleles que viene a ser lo mismo, ellos tienen sus planes quinquenales, yo también».
Cuesta no dejarse vencer por tan desencantada reducción de la realidad, por muy europeo que uno crea sentirse todavía. Cuando ya no nos queda ni París, como enunció un acursilado Bogart, quizás llegó el momento de aferrarse a lo intangible. A esa Europa de los anhelos compartidos y las emociones análogas que jamás permitiremos nos roben totalmente políticos y burócratas, la Europa para la que sin duda serviría la lúcida reflexión de Anna sobre su añorado Lime:
Harry nunca se hizo mayor, fue el mundo el que envejeció en torno a él.
Es que Europa, aquella doncella hermosa y virgen
que un caprichoso Toro Zeus raptó sobre su lomo
como rehén de un mito no puede tener vida sosegada,
y donde está ahora no es su lugar de origen,
y bien se sabe que el desarraigo…
Siendo un sueño femenino como su nombre lo dice
confunde los ríos y mares en los cuales se bañaba
pero sabe que a pesar de todo tiene la bendición
de los dioses, pendencieros, vengativos, tránsfugas
pero al fin y al cabo piadosos como cualquier humano.