Sociedad

El reportero accidental

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Jewan trabajando en Qandil, el bastión de la guerrilla kurda.

No tengo un recuerdo claro de cómo apareció en el hotel aquel día de agosto, pero sí de aquella mezcla de expectación y euforia en el ambiente. Tras más de un año de guerra en Siria, los kurdos acababan de liberar su territorio. Llevaba tiempo esperando la noticia, así que me planté en Erbil (Kurdistán de Irak) con la intención de cruzar la frontera y contarlo. Antes de seguir, quiero aclarar que no voy a hablar de mí mismo en las siguientes páginas, simplemente preparo el atrezo para que el verdadero protagonista de esta historia salte al escenario. Se llama Jewan. Su región, en el noreste sirio, había pasado desapercibida a la prensa, por lo que no había aún ningún colega a quien preguntar sobre los detalles para entrar. Mientras media docena de kurdos discutían entre ellos sobre cuál era la mejor opción para llegar a Siria, aquel chaval de veintisiete años me habló de contrabandistas que te pasaban de noche; me dio el contacto de uno y las instrucciones para llegar hasta él. Tomé buena nota de aquello, aunque al final no haría falta. Jewan me llamó a medianoche para preguntarme si podía acompañarme. Decía que llevaba tres años sin ver a su madre.

Al día siguiente, durante las cuatro horas de coche desde Erbil hasta el punto de paso escuché su historia. Tres años atrás había sido arrestado en Damasco por publicar una revista universitaria en árabe y kurdo, un «acto de sedición» para el régimen de Bashar al Asad. Lo torturaron durante veintisiete días y solo quedó libre tras sobornar su familia a un funcionario con dos mil dólares, veinte veces el sueldo de un mes en Siria. Era una historia recurrente entre muchas familias kurdas. Una vez en la calle, Jewan escapó a Líbano, que era la forma más rápida de salir del país; de ahí pasó a Turquía y luego hasta Erbil. Tres años después caminábamos de noche juntos al paso que marcaba aquel contrabandista. Él volvía a casa, y yo disfrutaba del inmenso privilegio de acompañarle. No me extiendo sobre las dificultades que entraña cruzar la frontera de Siria e Irak de forma ilegal porque se ha escrito mucho sobre ello y, sobre todo, porque resulta totalmente anecdótico ante lo que viene a continuación. Tomaríamos esa misma ruta varias veces más, pero aquel primer viaje fue, sin duda alguna, el mejor de muchos.

Dost, uno de los hermanos de Jewan, nos esperaba en el lado sirio. Condujimos de noche hacia el oeste, atravesando una carretera únicamente iluminada por columnas de fuego que dejaban entrever un puñado de extractoras bebiendo el petróleo del subsuelo, como las de James Dean en Gigante. Yazira, la región de Jewan, no solo es el «granero» de Siria, sino también su gasolinera. Llegamos de madrugada a Girke Lege, donde el ambiente era totalmente festivo: los colores de la bandera kurda —rojo amarillo y verde— eran omnipresentes en murales, banderas y grafitis; se oía música kurda a todo volumen desde tiendas y cafetines aún abiertos, y una pastelería frente a la que docenas hacían cola para comprar baklava (el dulce turco hegemónico en todo Oriente Medio) hacía el agosto. Jewan compró el postre para su familia con un puñado de dinares sirios que había guardado desde su huida del país. «La primera vez en tres años», comentó, con cara de no acabar de creérselo del todo. Sería algo que repetiría durante los días siguientes. Justo enfrente de la pastelería, un partido político kurdo inauguraba su sede. Los hombres se saludaban con cuatro besos, el primero en la mejilla derecha y los otros tres en la izquierda, aunque igual es al revés. Era un ritual que escenificaba el final de años en la clandestinidad para los kurdos. Décadas.

Oro y escorpiones

La primera impresión del Kurdistán sirio bajo control kurdo era emocionante, pero mucho más lo fue ver a Jewan abrazar a su madre tras tres años sin verse. En casa solo Dost sabía que llegaba, por lo que la sorpresa fue mayúscula. Tengo esas imágenes grabadas en la memoria y también en vídeo. Las he visto más de una vez con Jewan y su familia porque, como decía, he seguido volviendo a Keshka, su aldea. No la busquen en los mapas, ya decía Melville que los lugares verdaderos nunca lo están. Una vez atravesada Girke Lege, hay que girar hacia el norte, en dirección a las luces que brillan desde el lado turco de la frontera; Keshka está justo en ese piquito nororiental de Siria, y casi equidistante de las lindes de Irak y Turquía. Uno sabe que se encuentra en el mismísimo corazón del Kurdistán porque los teléfonos móviles enloquecen:

Blip: «Gracias por usar Asiacell, la única con cobertura en todo Irak»; blip: «Navegue por la red de telefonía turca con Turkcell»; blip: «¡Bienvenido a Siria! Siéntase como en casa con MTN»…

El teléfono sirio raramente funcionaba, pero la comunicación nunca faltó. Del techo de la cocina en casa de Jewan colgaba un teléfono móvil turco, justo sobre una baldosa en la que uno había de permanecer inmóvil. Un paso en cualquier dirección y la comunicación vía Turkcell se esfumaba. En caso de urgencia, uno siempre podía coger la moto y acercarse un poco más a la frontera turca. Jewan siempre bromeaba con lo de «las luciérnagas de Keshka»; grupos de gente que alzaban sus teléfonos hacia la nada más oscura buscando cobertura.

Keshka es una aldea siria de granjas desperdigadas sin otro orden que el que marca el de las tierras cultivables. De existir un centro urbano, será el espacio comprendido entre la pequeña escuela, la explanada donde se despliega un mercado de ganado cada sábado y la panadería, propiedad de un tío de Jewan. Para comprar baklava, cambiar dinero o llenar el depósito del coche hay que ir a Girke Lege porque en Keshka no hay más que lo que la tierra da. Entre el trigo o las aceitunas, uno puede llegar a encontrar serpientes y escorpiones grabados en la roca en una zona junto al río, e incluso monedas de oro antiquísimas. La tierra rezuma Mesopotamia, y no habrá familia en Keshka que no tenga un puñado guardado en su casa. Un primo de Jewan —en Keshka casi todos lo son— se presentó un día con una Biblia aramea que podía tener más de mil años. Quisimos convencerle de que eso era suyo, patrimonio de la gente del noreste de Siria, aun sabiendo que aquellas palabras le sonarían huecas a alguien a quien la guerra le había robado su juventud. Probablemente hoy esté en manos de algún coleccionista privado en Europa o Estados Unidos.

Por Keshka y sus alrededores nos movíamos en moto, yo siempre de paquete, en busca de historias curiosas en aldeas vecinas, como la de aquel policía de frontera que no se atrevía a desertar, o, simplemente, para acercarnos lo máximo posible a la frontera turca para pillar la red 3G y enviar los reportajes. Durante aquel primer viaje la moto fue imprescindible para evitar los puestos de carretera de Al Asad a través de pistas que discurrían entre campos sembrados de grano. De vez en cuando alguien disparaba, pero Jewan insistía en que era imposible acertar a un blanco en movimiento a esa distancia sin el fusil adecuado. Fueron aquellas primeras semanas en las que el régimen seguía presente antes de desaparecer por completo de la zona.

Era raro: mientras veíamos las terribles imágenes de destrucción que llegaban de lugares como Alepo u Homs, yo asistía a cenas familiares en las que un tío de Jewan, que se declara «comunista y pro-Asad», compartía arroz y pollo con otro que decía esperar al Ejército Libre Sirio, y un tercero, comandante en las milicias kurdas. Apenas se hablaba de política, pero cuando salía el tema se discutía con una naturalidad que resultaba pasmosa para lo que un vasco está acostumbrado. Y la tendencia era la misma en lo religioso. Sin ir más lejos, la madre de Jewan es kurda yazidí y su padre musulmán suní, evidentemente muy moderado, teniendo en cuenta que se había casado con una «infiel». Durante el Ramadán, tanto Jewan como sus hermanos y hermanas hacen lo que les apetece: ayunar por convicción religiosa, por solidaridad con su padre, o comer con total normalidad.

Fue durante aquel primer viaje cuando coincidimos con un equipo de la BBC en la capital provincial. Tras entrevistar al entonces líder de los kurdos de Siria, cambiamos teléfonos con la mismísima Orla Guerin (metan su nombre en Google). La veterana irlandesa decía que era mejor permanecer en contacto porque éramos los únicos periodistas en la zona y nadie sabía cómo reaccionaría el régimen ante informadores sin permiso de Damasco. Tampoco sabíamos, ni habríamos podido llegar a imaginar, que Jewan acabaría trabajando con ellos tres años más tarde. Enseguida entendió en qué consiste el trabajo de un fixer y, por ende, cómo se hace un reportaje. En realidad, es mucho más sencillo de lo que parece. Cuando un colega me pedía contactos yo siempre le pasaba su nombre. Jewan salía a Erbil y volvía a casa una y otra vez, ya fuera acompañando a periodistas independientes o a cadenas de televisión, llegados de diferentes lugares desde Holanda hasta Nueva Zelanda. En una de esas, su camino se cruzó con el de Jim Muir, otro veterano de la BBC, y el escocés enseguida vio que al joven kurdo se lo acabarían rifando. Además de hablar inglés, árabe, turco y kurdo, Jewan tiene esa fantástica capacidad de transmitir confianza mientras descifra las palabras clave para que ese miliciano desbloquee la carretera, o aquel imán ceñudo acceda a conceder una entrevista.

Círculo polar

Durante mis siguientes viajes a la zona nos íbamos pisando los talones, pero sin llegar a vernos: «Estoy en Qamishli recién llegado de Serekaniye», le decía a Jewan por teléfono. «Lástima, nosotros acabamos de salir», me respondía él… Imposible coincidir, porque los ingleses viajan siempre con una agenda muy apretada, así que me tenía que conformar con ver a Jewan antes de entrar o salir, siempre en su casa de Erbil. Era un bajo de dos estancias en una calle que se había repoblado con refugiados como él. Jewan vivía con Sinan, su novia, una kurda de Siria que trabajaba de voluntaria en un campo de Naciones Unidas. Un día apareció con una somalí embarazada de un yemení. Su marido la había abandonado, o eso decía. Desbordadas por los sirios, las ONG tampoco parecían tener sitio para ella, así que Sinan se la trajo a casa y compartieron con ella techo, comida y una letrina de agujero. Dos meses más tarde, la invitada retomó su periplo hacia ninguna parte. Esto, por cierto, fue antes de que Jewan empezara a trabajar con la BBC y después de que a Sinan la dejaran en tierra en Erbil tras intentar subirse a un avión que iba a Estambul (sus padres estaban allí) con un pasaporte falso. Dos mil dólares les costó la broma. Aún estoy viendo la cara de Jewan al ver a Sinan entrando de nuevo por la puerta. Fue un día impregnado de tristeza y derrota, pero no había desmayo. Los que huyen de una guerra no se permiten el lujo de deprimirse.

La suerte llegaría un año más tarde, cuando Sinan pudo volar a Suecia con los papeles en regla y el respaldo de ACNUR. Imagínense a la siria bajándose del avión en Umea, a 300 km del círculo polar y en mitad del invierno. Sinan, que estaba embarazada entonces, recuerda siempre el frío, «aquel frío», y que no salía el sol. En verano sería madre de una niña que llegaba al mundo en Suecia, pero con los preciosos ojos grises de su abuela yazidí. La llamaron Ti, que es el nombre de una diosa kurda; Jewan tuvo que esperar casi un año hasta poder cogerla en brazos. El que estuviera en nómina de la BBC no agilizó los trámites para un reagrupamiento familiar. Probablemente todos lo vivan así.

Él también voló a Suecia y no ha parado desde entonces porque sabe que, cada vez que guíe a la BBC en el desastre, no tendrá problemas para volver con la familia. Los anglos siguen puliendo ese diamante en bruto a base de trainings en lenguaje digital, audiovisual, narrativo… todo el paquete multimedia, con lo que, además de productor y traductor, Jewan también hace fotos o vídeo cuando le toca, o incluso prensa escrita.

Estuvo empotrado con la Golden Division, las fuerzas de élite iraquíes, durante la ofensiva de Mosul y, por supuesto, en Raqqa. También fue de los poquísimos que llegaron a Afrin cuando el enclave kurdo al norte de Siria estaba siendo invadido por los turcos. Esto último tiene un mérito doble, porque escapó de milagro cuando el convoy en el que viajaba fue bombardeado por los cazas de Erdogan. Jewan vio cómo reventaban, uno a uno, los coches de delante antes de saltar de su vehículo y echar a correr. Aun así, volvió a intentarlo, esta vez con éxito. Una de las diferencias entre periodistas locales y foráneos es que son sus primos, o los hijos de sus primos, a los que Jewan veía saltar por los aires. Después de aquello me confesó que estaba muy cansado del bang bang, que prefería hacer otras cosas.

Una vez le dije, medio en broma medio en serio, que se había convertido en uno de los periodistas más influyentes del mundo, y no crean que es algo exagerado: cuando la BBC da con una historia potente, el resto de los gigantes de la prensa (CNN, New York Times…) suelen ir detrás, y Jewan se ha apuntado más de un tanto estos últimos años. Como aquella terrible historia del sirio que perdió a toda su familia (nueve en total) intentando cruzar las aguas del Egeo. La competencia hacía cola para pedir sus datos a la BBC, y el Sunday Times, entre otros, publicó las fotos de Jewan. Y no olvidemos las exclusivas imágenes que ha sacado documentando en todas sus fases el infierno del tráfico de personas. Ahí juega con ventaja, porque antes que periodista fue refugiado; ha visto el drama desde todos los ángulos posibles. Cuando le conocí me dijo que había acabado en Kenia tras un intento, obviamente fallido, de llegar hasta Europa con una de las mafias. También recuerdo aquel paseo que dimos juntos por la plaza de Aksaray (Estambul) en 2015. Me impresionó verle saludar a kurdos que esperaban para poner sus vidas en manos de traficantes a plena luz del día. «Ese es de Afrin; esos dos son de Qamishli…», señalaba, antes de pararse a hablar con viejos conocidos. Muchos llevaban a sus hijos de la mano.

Uno de sus últimos goles para la BBC fue un encuentro en Siria entre Ricardo García Vilanova y sus secuestradores del Estado Islámico, los que le encerraron y torturaron durante ocho meses junto a una veintena de periodistas, entre ellos Javier Espinosa y Marc Marginedas. Otra vez comentamos que, en cierta medida, la guerra le había dado una oportunidad o, mejor dicho, que él se la había arrancado. Nadie olvida que en aquella casa de Keshka rodeada de luciérnagas solo quedan ya sus padres. Su hermano Mohamed vive en Dinamarca, Dost, Dilhar y Asma, en Alemania; Samira está en Bulgaria ahora mismo y Furat espera su oportunidad en Estambul. Así hasta un total de once.

Está claro que, a día de hoy, la boscosa Falköping es un lugar mucho mejor que Keshka para criar a los hijos. A sus cuatro años, la pequeña Ti aprende sueco e inglés en la escuela (habla árabe con la madre y kurdo con el padre); pronto aprenderá a nadar y este mismo invierno se calzará unos esquís de fondo por primera vez. Hay un circuito fantástico muy cerca de su casa, alrededor de un lago que se hiela en invierno. No obstante, a la niña ya le han sacado el pasaporte sirio en la embajada de Estocolmo (recuerden que nació sueca). Como el resto de sus hermanos desperdigados por toda la geografía, y el resto de los sirios, Jewan y Sinan siguen soñando con volver a casa algún día.

Llevo años oyéndole decir que le gustaría poner en marcha una escuela de periodismo en Qamishli. Sinan dice que echa en falta su casa, a sus padres, y el calor «en su sentido más amplio».

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Un comentario

  1. santiago vivanco

    Gracias Karlos. Sencillamente impresionante.

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