El asunto de la creatividad en el eslogan da lugar a variadas, hilarantes y también falaces aristas en la vida política. Resume también a la perfección la crisis de verosimilitud política. Pero la gente encripta los mensajes-eslogan sin preocuparse de indagar la verdad, por lo que pretender desmontar prejuicios es prácticamente imposible. La propaganda es una de las armas más modernas. Su innegable malicia narrativa puede hacer zozobrar cualquier intento de explicación, pero esta siempre debe encontrar su lugar entre la ciudadanía responsable.
Los medios de comunicación han servido de caja de resonancia a la idea del cuponazo para referirse al concierto económico vasco, etiqueta que ha pasado a la jerga común con facilidad nada sorprendente. En este caso, el denominado cuponazo obedece más al arte de la elipsis informativa que a la metáfora, pues capta la realidad a través de una sensibilidad muy susceptible y ofrece un juicio de valor en bruto subjetivo. No obstante, la propaganda irreverente e irónica, a la vez que lúcida y escéptica, es uno de los grandes revulsivos políticos de nuestro tiempo. Como sostiene Zygmunt Bauman, el reemplazo de las rígidas ortodoxias por la heterodoxia y el relativismo es habitual. Pero la atmósfera de tolerancia se tambalea cuando están en jaque postulados partidistas interesados en demasía.
La tarea de la propaganda consiste en interesar a las masas sobre acontecimientos concretos y ganar su cooperación. Y para maximizar sus efectos debe omitir, distorsionar y desviar la atención. Por eso atacar con una etiqueta descalificadora es una fórmula habitual. El sarcasmo y la ridiculización son parte del ritual. Para mayor confusión, los conceptos políticos desplazan el sentido de la realidad histórico-política. Y esto genera reacciones simbólicas muy contradictorias. Entre ellas, la vedettizacion del «estado-espectáculo». Pero decidir una estrategia supone una elección de valores. Y ninguna estrategia está exenta de costes. No es baladí recordar, por tanto, que el sentido común debe primar en un dirigente.
Un eslogan sonoro
Memoria, realidad y deseo a veces se confunden. En torno al 20 de noviembre de 2017, la mayoría de la prensa publicaba que en el Congreso de los Diputados se acusaba al Gobierno de «pasar por encima de la igualdad» y haber entrado «en un cuarto oscuro» para pactar con el PNV. Convendría partir de datos fehacientes y situar el tema sobre supuestos histórico-políticos reales.
De entrada, el marco histórico que vincula el acuerdo residual no debiera obviarse. La abolición de los fueros vino de la aprobación de la Ley de 25 de octubre de 1839 (General Espartero), tras la victoria conseguida en la primera guerra carlista. En el artículo 1 de aquella ley, se decidía la vigencia de los fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra «sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía». Esa coletilla supuso el declive de los fueros, que tuvo su primera plasmación en la llamada Ley Paccionada de 1841 por la que Navarra perdió su condición de «Reyno», pasando a ser una provincia más aunque con un Estatuto especial, que dio origen a su Convenio Económico.
El concierto —recordémoslo— es una institución singular y diferenciadora de la autonomía vasca y la «clave de bóveda» sobre la que se asienta la misma. Una institución que posibilita definir las capacidades tributarias y financieras del País Vasco, en una relación bilateral con el Estado español, a diferencia de la que establecen las quince comunidades autónomas no forales, que es multilateral.
Ese decisivo «pacto», en lo que se refiere al primer concierto, tras la aprobación del Estatuto de Gernika, se hizo en 1979 de la mano del Consejo General Vasco, aunque no llegó a acordarse formalmente ningún texto. Negociado a lo largo de 1980, la comisión negociadora estuvo integrada por seis representantes del nuevo Gobierno Vasco y de las Diputaciones Forales, por un lado, y otros tantos de la Administración del Estado, en el otro lado de la mesa. El último de los artículos acordados se firmó el lunes 29 de diciembre de 1980, a las 22:30 horas, según recuerda P. L. Uriarte.
Dos sistemas y un Estado
En verdad, de los dos sistemas de financiación del Estado, en el régimen común, donde el recaudador es el Estado, este aplica la normativa fiscal y distribuye. En las comunidades forales estas legislan impuestos, gestionan, recaudan y pagan un cupo al Estado. La caja se mantiene en los Gobiernos autonómicos, y los impuestos son concertados con el Estado para su gestión, salvo una parte relativa a cuestiones de carácter estatal y europeo (aduanas, IVA, etc.). En las comunidades forales existe, obviamente, una legislación que mimetiza la del Estado; pero la recaudación corresponde al propio Gobierno autonómico, de igual manera que el Estado la ejecuta en el régimen común.
Los impuestos directos están, por tanto, sometidos a la normativa autonómica, actuando de acuerdo con principios de solidaridad. Desde una explicación muy somera, ha de tenerse en cuenta —en sentido estricto— que el sistema común sigue la vía orgánica del Estado, pero muchas autonomías que tienen este perfil en cuanto a su financiación adoptan lo que un amigo mío define, aunque parezca heterodoxo, como «la postura del egipcio». Un perfil que, mano hacia adelante y extendida hacia atrás, visibiliza una metáfora, cuya interpretación material no deja de ser igualmente provocativa. Es decir, el Estado da y puede compensarte mediante fondos de reequilibrio que solventan hipotéticos déficits.
El régimen foral parte de una legislación y una disponibilidad de «caja» mediante impuestos concertados y otras actuaciones que permiten distinguir una tipología diferenciada en materia fiscal, pero implica un riesgo unilateral: recaude o no, debe pagarse el cupo estipulado.
Evidentemente, cualquier ciudadano puede señalar en tono crítico las ventajas de una gestión más flexible, o las facilidades recaudatorias del régimen foral. Lo cual técnicamente es cierto. Pero históricamente, antes y después de 1981, se ha confirmado la eficacia del sistema recaudatorio, tanto en la fórmula de convenio de Navarra como mediante el concierto económico vasco. Es difícilmente cuestionable la calidad gestora demostrada en ambos casos. Pero, incluso siendo así, algunos nacionalistas muestran su insatisfacción por la autoimposición de un techo de gasto, con lo que hipotéticamente se cercenan las posibilidades de poder hacer más.
Con lo que recaudan las haciendas forales y con otras fuentes de ingresos, las instituciones del País Vasco desarrollan sus propias competencias (educación, sanidad, servicios sociales, seguridad ciudadana, carreteras, etc.). Pero hay otra serie de servicios públicos que desarrolla el Estado y se paga por ello. Esa cantidad importante es el llamado «cupo». La comunidad autónoma del País Vasco tiene la obligación de contribuir con un determinado porcentaje —el 6,24 % fijado en la negociación cerrada el 29 de diciembre de 1980— y que hoy todavía se mantiene.
Considérese ahora la cara oculta e interesada del asunto y la de quienes descalifican al sistema. En primer lugar, hay una dimensión del cupo que pocas veces se menciona.
Si el sistema recaudatorio falla o es menor, el cupo debe pagarse siempre al Estado. Exista superávit o no, toca literalmente aguantarse. Hay que pagarlo.
Consiguientemente, y a riesgo de que mi valoración parezca favorable a ultranza, también he de advertir que el denunciado cuponazo parte de un supuesto discutible: tachar de desigual al sistema, cuando no lo es en la práctica. Resulta bastante despiadado conceptuar la fórmula como si se tratase de una bicoca, cuando en el sistema de régimen común existen fondos de compensación que ni el País Vasco ni Navarra reciben.
Para dar algo de luz al asunto es preciso recordar que la negociación del cupo, según lo estipulado constitucionalmente, se lleva a cabo quinquenalmente como acuerdo bilateral, y constituye una ley del Estado tramitada en el Parlamento español. Cualquier modificación en materia impositiva (incluidos los impuestos creados por Europa) exige este trámite.
El cupo negociado es —literalmente— un pago a los servicios del Estado. El porcentaje contribuye a la totalidad de las competencias no transferidas (desde gastos de la Casa Real hasta la financiación de las Fuerzas Armadas o la representación exterior, entre otras). En el País Vasco se mantienen sin transferir desde el Estado treinta y siete competencias. En el supuesto de transferirse nuevas competencias al Gobierno autonómico, el cupo sería renegociado, lógicamente.
¿Cuarto oscuro?
A nadie se le oculta que la hipótesis de modificar la Constitución resuena entre los descontentos de muy distinto signo político, por unas y otras razones. Al calor de argumentos muy contrastados, la manera de negociar bilateralmente entre el Gobierno del Estado y el Gobierno Vasco ha sido criticada por su falta de transparencia.
La prensa especializada recogía no hace mucho las dudas formuladas sobre el cálculo del cupo y lo que supone el País Vasco en relación al producto interior bruto (aproximadamente un seis por ciento). La conclusión para algunos críticos era que, como mínimo, debería aportar unos cuatro mil millones de euros. Sin embargo, el PIB del País Vasco ha cambiado y sus gobernantes piden rebajar el porcentaje del cupo.
¿Es el síndrome del hijo pródigo? No. Es el hijo pequeño que durante ciento cuarenta años se ha visto obligado a resolver utilizando los mecanismos legales y políticos a su alcance.
Cualquier alusión a privilegios constitucionales resulta poco sostenible. Lo inmediato ante una actitud que imputa al sistema fallos sería preguntarse también cómo se calculan las inversiones del Estado por el Gobierno central y qué resultados se obtienen.
Pagar el 6,24 % de lo que gasta el Estado implica no hacer trampas de ninguna clase, al ser una cantidad pactada que el propio Estado estipula. Algo que, dicho con franqueza, contrasta con lo acontecido en otras autonomías, en las que el fondo de liquidez autonómica es —como se ha demostrado— un saco sin fondo.
Pagando lo que toca, según el sistema de concierto, se subvenciona también al resto del Estado. Y, al respecto, el desinterés demostrado por algunas autonomías sobre la posible aplicación de un sistema similar pone al descubierto otros intereses. ¿Café para todos? Algunos Gobiernos autonómicos como los de Andalucía, Extremadura y la misma Galicia han venido a demostrar en su conducta un «no, gracias».
Evidentemente, la negociación en coyunturas políticas tan dispares como las gestionadas por las administraciones Suárez, González, Aznar, Zapatero o Rajoy, es decir, fuera quien fuera el partido dominante, ha puesto de manifiesto que era preciso un pacto. Si durante el régimen del concierto en la política del siglo XIX las conexiones políticas de los partidos —aquí y allá— se mostraron favorables para alcanzar el consenso gubernativo, en el régimen constitucional de nuestros días se exige otro tipo de estrategias. Por ello, los prejuicios de quienes no manifiestan deseo alguno por explicar en totalidad la clave del sistema son una estrategia como otra cualquiera. Expandiendo eslóganes como «España nos roba» o «el cuponazo vasco» solo se consigue despistar, pero a la larga la historia no absuelve a quienes mienten, se diga lo que se diga.
Otra cosa es el blindaje de las normas forales, pero el debate franco, evitando la visceralidad del que embiste más que piensa, lleva a la gran pregunta. ¿El mantenimiento de un sistema de financiación divergente va contra el principio de igualdad? Los defensores del concierto económico razonan de este modo: yo contribuyo, quiero que se gaste el dinero para cosas útiles para la sociedad, por ejemplo, cubriendo servicios de sanidad eficazmente; no construyendo aeropuertos innecesarios… Priorizando, en suma. ¿Y qué es desigual? ¿Cualquier trato diferencial es discriminante? Algo que es diferente no siempre resulta discriminatorio. Resolver los problemas de las diecisiete autonomías no implica considerar a todos por igual. Eso sería negar la legitimidad histórica de un pasado incuestionablemente distinto entre las distintas comunidades autónomas, sostienen sus partidarios. Argumento que aún aflora pese a que quien lo desmonta apela a postulados políticos de carácter totalmente divergente en materia de modelo de Estado.
En la Constitución se diseñó inicialmente un texto que hacía compatible la existencia de dos sistemas, reconociendo dos «nacionalidades» y «regiones». Ese federalismo asimétrico no hacía más guapos ni más altos a unos que a otros. Toda la concepción de una nueva ciudadanía para la España democrática implicaba la identificación inevitable de elementos diferenciales. Para muchos, seguramente, el término diferencial chirría y prefieren sustituirlo por el de discriminatorio. Sin embargo, no puede olvidarse que la disposición adicional primera de la Constitución española reconoce este trato diferente.
De modo que, siempre que no se haga trizas por interés espurio esta disposición adicional primera, la virtualidad de esta cláusula —la cláusula angélica, al decir de los juristas, ante su interpretación plagada de ambigüedades—, el sistema no tendría por qué ir hacia una deriva mayor que la que Cataluña ha experimentado al tratar estos y otros asuntos.
Hay que leer hasta el final el texto de la Constitución, me decía un experto foralista, y llegar a esta deducción: si el Estado te necesita… negociemos.
En definitiva, existe una legislación especial para las comunidades autónomas forales. El marco legal se justifica y esta disposición adicional en la legislación española establece un amparo innegable para los fines previstos. Al menos hasta la actualidad.
Si se fuerza una modificación constitucional, el futuro de este régimen especial, que no funciona como un privilegio como tal, acarrearía, muy probablemente, efectos que repercutirían en todo el conjunto definido constitucionalmente como autonomías. Y, puestos a hablar de apuestas, cualquier jugador sabe que si juegas a la primitiva siempre existe un riesgo. Más aún, confiar ante la falta de aciertos en atinar al menos con el joker es confiar en una probabilidad aún más incierta.
Naturalmente que es legal el «cuponazo» vasco y navarro. La pregunta es si es justo para la totalidad del estado, cosa que no aclara la articulista. Define españoles de dos categorías, las del «cuponazo» y las demás. Los índices de inversión por habitante en servicios sociales lo demuestran. ¿Son superguays los del «cuponazo», o sencillamente insolidarios?
Ahora resulta que el cupón estaba escrito ya en los diez mandamientos, y el pobre «hijo pequeño» parte además de una situación de desventaja. Increíble.
Puede usted escribir artículos tan densos como quiera, pero es una situación injusta y absurda en un país moderno. Le sugiero, además, que en vez de mencionar a la casa real o el ejército, mencione por ejemplo a salvamento marítimo o la guardia civil, cuerpos que pagamos todos y de los que las empresas y ciudadanos del País Vasco y Navarra se benefician desproporcionadamente tanto dentro como fuera de la región.