Este artículo está disponible en papel en nuestra tienda online
Muchos años después de abandonar el nido familiar, pasar varias décadas a distancia en Francia y en Estados Unidos e incluso dar un par de vueltas al mundo, Georges Simenon regresa a la Lieja de su infancia y su primera juventud para acompañar a su madre, que está desahuciada y espera la muerte en el hospital. De niño y hasta que alzó el vuelo con diecinueve años de edad fue «un petit mal aimé», su madre prefería a su hermano. Todo está fijado en la infancia. Después del colegio ya podríamos morirnos pues ya allí aprendimos lo fundamental y ya nos fosilizamos en lo invariable. En el caso de Simenon, de aquella carencia infantil vendrían las casi doscientas novelas que escribió y las famosas diez mil mujeres con las que según sus cálculos se acostó a lo largo de su vida.
Después, ahora, entra en la habitación del hospital, la encuentra llena de gente desconocida que está allí acompañando a la anciana enferma, y esta le pregunta desde el lecho:
—Georges, ¿por qué has venido?
Una interpelación aterradora, dadas las circunstancias. Circunstancias e interpelación que empujaron al novelista a explicarse el porqué de la distancia y frialdad que habían caracterizado, definido, sus relaciones con su madre, y a corregirlas mentalmente, cuando ya era demasiado tarde, y en definitiva a comprender a aquella mujer en la que siempre había pensado con reproches y juzgado con severidad, para comprender por fin pero demasiado tarde, demasiado tarde para el amor, para el afecto, que al fin y al cabo Henriette Brüll solo había sido un pobre mujer, viuda, de un medio humilde, saturada de orgullo humillado, que había tenido que apañarse con lo que podía, tanto en lo relativo a los valores y mentalidad como en la persecución obsesiva de la seguridad material. No se le hubiera podido pedir más.
De este trauma y episodio sale el más interesante de los numerosos textos autobiográficos que Simenon escribió o dictó al magnetofón y que ocupan varios miles de páginas, la «Carta a mi madre»:
… tuviste otro gesto que por un lado me hirió mucho, pero, por otro, me obligó a admirarte. En mi despacho, me tendiste un sobre con todo el dinero que yo te había enviado, mes tras mes, durante más de cincuenta años.
Curiosamente, al poco tiempo de fallecer la madre, Simenon dejó de escribir sus mundialmente celebradas novelas, cuatro y seis al año por término medio, en las que el protagonista solía ser un alter ego del autor, un hombre de su misma edad, que vivía donde él había establecido su residencia, o en lugares que había entrevisto durante sus viajes de periodista VIP el tiempo suficiente para sugerirle una atmósfera, que compartía su visión del mundo desesperanzada, y que —esto a diferencia del autor— se veía envuelto en un crimen, como autor, como testigo o como víctima.
Él, pues, el prolífico novelista, el mujeriego desatado, empieza y acaba con mamá. Esas novelas fatalistas —«novelas del destino» llaman a las que no protagoniza el comisario Maigret—, todas cortadas por el mismo patrón estructural y protagonizadas por un pobre hombre de íntima e incurable soledad, corren en paralelo a una vida amorosa, o mejor dicho erótica, o para ser más exactos, fornicatoria, desmesurada, con la que mantiene una relación especular: igual que escribe tantas novelas y tan rápidamente, tumba a tantas mujeres, esposas, criadas, secretarias y sobre todo prostitutas, y ese conocimiento de naturaleza utilitaria del cuerpo ajeno se traslada al mundo novelesco, que es de un desolado autismo sin redención ni elevación, donde los personajes, como pobres animales sin moral, en un anochecer lluvioso buscan un rincón calentito junto a la estufa, y un poco de calor humano también, mientras esperan la llegada de la policía, que viene a prenderles, claro.
Quizá estoy aventurando una conjetura freudiana totalmente estúpida. Quizá sencillamente se trata de que Simenon escribió muchísimo, ganó muchísimo dinero y le pareció oportuno gastar una pequeña parte de él en fornicar sin tasa con mujeres de intimidad rápidamente accesible.
Fue prematuro, a los trece años empezó su vocación literaria decidida y su inclinación al otro sexo. Luego se acentuaron las dos pulsiones, como cuenta en sus Memorias íntimas. «Mi padre murió cuando en Amberes, donde estaba como enviado de la Gazette de Liège, hacía yo el amor con una prima lejana en un hotel de citas. Al volver a Lieja encontré en la estación a Tigy [su novia] y a su padre, que me estaban esperando para darme con mucho tacto la noticia». Y poco después, el huérfano de diecisiete años ya se había desprendido «del reloj de mi padre, al que adoraba, para pasar una noche con una negra a quien deseaba ardientemente».
Curiosamente en un novelista lacónico, maestro en describir paisajes y estados de ánimo con economía extraordinaria de adjetivos, las Memorias íntimas, escritas para consolarse del suicidio de su hija y explicarse ante sus otros tres hijos, a quienes van explícitamente dirigidas y a quienes interpela de vez en cuando, constituyen un texto prolijo, divagatorio, moroso en el detalle insignificante y en la menudencia, incapaz de síntesis, salpicado de confesiones embarazosas, como cuando cuenta a sus hijos la primera noche que pasó con su madre, entonces ya internada en una clínica a causa de su demencia alcohólica:
Desnuda, resultaba más flaca aún de lo que yo me había imaginado. Tenía unos pechos de adolescente y el vientre surcado por una gran cicatriz de un rojo intenso.
Me abalancé sobre ella y apenas la había penetrado cuando empezó a gemir y a estremecerse. El gemido se convirtió en unos gritos que se debieron de oír hasta en la habitación contigua. Finalmente, la sacudió un espasmo y sus ojos quedaron en blanco, lo cual me asustó no poco.
Yo había conocido a muchas mujeres, pero jamás había visto a ninguna gozar de aquel modo. Por un momento, me pregunté si su goce no sería fingido, y no andaba equivocado. De hecho, tuve que esperar más de seis meses para verla gozar de verdad.
Leer fragmentos como este no es nadar en el romanticismo ni en el erotismo más excitante y sutil, ni parece que sea el tipo de recuerdos que vale la pena transmitir a los hijos, pero desde luego Simenon desconocía o desdeñaba el pudor y creía necesario que su escritura rindiese tributos continuos y honestos a la más llana realidad. Era un hombre al que le gustaba mostrarse sin disfraz ni embellecimiento. Sin vanidad aparente, a pesar de su éxito monstruoso. Capaz, a propuesta de una revista, de redactar su propia esquela en los siguientes términos:
Conocí momentos de felicidad en la mayoría de los países del mundo, me integré en todas partes sin dificultad, pero evidentemente lo que más me marcó fue mi infancia y mi adolescencia en Lieja. Creo que he escrito en algún sitio que hasta la edad de dieciocho años uno almacena, y que luego lo único que hace es utilizar lo inconscientemente almacenado. No me considero un gran novelista, sino un hombre que ha escrito muchas novelas, he empleado mis ratos libres en hablar ante el magnetófono, lo que ha dado pie a la serie de los Dictées. Luego, con grandes esfuerzos, he escrito mis Memorias íntimas, y después de eso he dejado de escribir y de dictar. He ido al Ayuntamiento de Lausanne y he hecho cambiar en mi documentación la profesión de «novelista» por la mención «sin profesión».
Esto es una autodefinición que procura la objetividad más seca, limpia de vanidad y autoengaño, alérgica a la pompa. El que, a pesar de su éxito extraordinario, declara que «no me considero un gran novelista, sino un hombre que ha escrito muchas novelas» demuestra, una vez más, que ni los triunfos ni las tragedias de su vida le infatuaron ni le desplazaron de un punto de vista objetivo. Se contemplaba a sí mismo con la misma intensa curiosidad y radical escepticismo con que observaba a los demás.
En realidad la idea de Simenon es un poco triste, como la memoria de sus novelas, en las que no recuerdo que haya una sola escena humorística. Al margen de episodios encantadores, como la juvenil navegación de 1929-1931 en una barca de cinco metros de eslora, en compañía de su mujer, de su criada y del perrito por los canales de Francia, conociendo el país desde la perspectiva de sus patios traseros, de sus salidas al agua, del tráfico de las gabarras, deteniéndose unas horas cada día para teclear furiosamente unos folios, no hay nada exaltante en esa vida, por otra parte tan peculiar. Quizá estuvo en lo cierto el filósofo alemán Hermann von Keyserling, que poco antes de la guerra le convocó a Darmstadt para someterle durante tres días y tres noches a una batería de preguntas, de las cuales sacó la conclusión de que el novelista «es un imbécil con genio».
A lo que este respondió: «Soy ininteligente. No imagino. Solo tengo una excelente memoria».
Lo más interesante es el sistema que le permitió escribir ciento noventa y tres novelas, muy parecidas entre sí pero muchas de ellas excelentes. No le molestaba explicar cuál era ese sistema, con sinceridad comprobada por la investigadora Claudine Gothot-Mersch al estudiar numerosos reveladores documentos del archivo Simenon, según expuso en «Le rituel de l’écriture» en Simenon: l’homme, l’univers, la création (1993) y que resumo a renglón seguido:
Todo empezaba, según contó en alguna ocasión, por una sensación de «encontrarse incómodo consigo mismo», señal de que se hallaba «en estado de novela», en gestación. A partir de ese estado inicial salía a dar largos paseos, rumiando y observando, hasta dar con algo que le despertaba algún recuerdo:
Hoy hay un poco de sol aquí. Esto podría recordarme tal o cual primavera, quizá en alguna pequeña ciudad italiana, o cierto lugar de la provincia francesa o de Arizona, no sé, y luego, poco a poco, me vendrá a la mente un pequeño universo, con algunos personajes.
La rumia podía durar algunas semanas. Cuando notaba que uno de esos personajes cobraba vida propia, el escritor le buscaba un nombre que le cuadrara, seleccionando de las largas listas de nombres y apellidos que había confeccionado a partir de unas cuantas guías telefónicas. Una vez definido el ambiente, el protagonista y cómo se llama, y algunos detalles más, la siguiente etapa consistía en apuntar en un sobre amarillo —superstición que mantuvo toda la vida para conjurar el éxito de la primera novela y el primer sobre amarillo— el título y los nombres y datos de los personajes principales, :
Primero toda la familia del personaje, hasta el abuelo y la abuela (…) Necesito saber todo el pasado, la infancia de mis personajes, a qué escuela fueron, cómo vestían a los dieciocho años. Necesito un plano de su casa, su número de teléfono, su dirección, saber si tienen cuñados o cuñadas, si se ven a menudo…
Una vez decidido el decorado y el personaje, pasaba a pensar en la intriga:
«Dado este hombre, el lugar en el que se encuentra, dónde vive, el clima en el que vive, dada su profesión, su familia, etcétera, ¿qué puede sucederle que le fuerce a ir hasta el fondo de sí mismo?». Un acontecimiento que de repente cambie el curso de la vida del héroe —o, mejor dicho, antihéroe—. Este acontecimiento, que puede ser una enfermedad, una muerte, el descubrimiento de un secreto, será el tema del primer capítulo de la novela. Y al día siguiente, con una idea más bien vaga de lo que sucederá en adelante, Simenon se pone a escribir, con una estricta economía de vocabulario y alternando de forma libérrima el desarrollo de los hechos con las evocaciones retrospectivas de la vida del protagonista.
Escribía en estado de trance en una habitación con las cortinas corridas un capítulo al día, en menos de tres horas, desde las seis y media de la mañana a las nueve, y directamente a máquina. Al cabo de una semana la novela estaba terminada, a falta solo de algunos días más para corregir, retocar, pulir.
Quizá no es el único autor que sigue este procedimiento: primero definir el ambiente, luego al protagonista y los personajes, en tercer lugar el hecho traumático, y a continuación se trata de dejar que estos elementos conduzcan naturalmente a su conclusión lógica.
Receta en la que falta, claro está, un ingrediente inefable o dos, el talento, el azar.
Pingback: Simenon el excesivo - Multiplode6.com