Eros Ocio y Vicio

Sexo real

Marta Fernández y Màxim Huerta fotografiados por Luis Gaspar.

Este relato forma parte de nuestro libro Tócate.

Te lo estaba diciendo. Soy solitario, tengo tendencias suicidas. ¿Y qué más? Obsesivo, insaciable, peligroso, frustrado, violento, escurridizo, ávido de notoriedad, insaciable y me gusta el riesgo.

Has repetido insaciable.

¿Tú crees?

Quedé con Jean Beach en dos ocasiones, ambas en la cafetería de un hotel que ya no existe. La primera cita fue en diciembre y la segunda, unos meses después, un domingo de junio antes de subir al tren.

¿Por qué dices que no existe? ¿Para que no vaya?

Porque no existe.

Yo buscaba una historia para mi próximo libro y quedar con Jean me pareció perfecto. Había estado firmando durante toda la tarde y vi cómo ella dejaba pasar uno a uno a todos los lectores que hacían cola frente a mi mesa. Recuerdo que vestía ropa ancha de color azul marino, pero se adivinaba un cuerpo delgado, fibroso, de escaso pecho. Esperaba con nerviosismo, moviendo los pies y golpeando los dedos sobre su ejemplar. Se diferenciaba de los demás en que, cada vez que yo dirigía la mirada a la fila de lectores, estaba igual: cabeza agachada y mirada alta. Supuse que me miraba entre los pelos de las cejas, intuyéndome desde su sitio entre la timidez y la miopía.

En efecto, fue dejando pasar uno a uno a todos los que llegaban a la firma con alguna excusa. «Estoy esperando a una amiga». «Prefiero hacer tiempo». «Quiero hablar con él al final». «Pase». Intuí que buscaba excusas para quedarse hasta que ya no hubiera nadie. Se había sentido mejor después de leer mi novela, lo que la llevó a la certeza de que yo era con quien quería hablar sobre su vida. Al proyectarse en la protagonista, acabó aceptando que el novelista había dibujado el personaje espejo. ¡Qué satisfacción! Aspiras a que los lectores encuentren un lugar en las páginas y Jean encontró la aceptación y, según dijo en el café, unas revelaciones magníficas. Acepté que era producto de su extravagancia y que yo, con mi texto, había conducido su locura hacia el abismo. Siendo bastante audaz, ella era el personaje de la novela.

¿Te has follado al personaje de un libro?

No soy consciente. Estaba feliz. Cuando fui a pagar los vinos que Beach y yo nos habíamos tomado en aquel bar, asomó un gramo de coca que andaba entre mis billetes. Nos miramos. Volvió a hacerlo con la misma intensidad que en la firma de libros: cabeza baja, mirada alta. Cogió la droga, apretó el contenido haciéndolo polvo, machacándolo con la uña; lo abrió después con cuidado de cirujano y preparó dos rayas en la misma mesa. Lo hizo con tal naturalidad que el camarero que sirvió otros dos vinos no fue consciente de la coreografía de Jean. En el libro, el personaje era adicto y acababa entre dos hombres sirviendo de objeto sexual, ofreciéndose muerta para que abusaran de ella. Se agachó y aspiró la raya con el billete que esperaba junto a la cuenta. Hice lo mismo.

Jean y el personaje eran tan parecidos que podría haber citado sus palabras para saber cómo debíamos actuar.

—Quiero que me comas la polla.

¿Lo pediste?

Estoy copiando las frases exactas de la novela.

—Quiero que me comas la polla.

Quiero que te quites toda la ropa. Quiero que lo hagas poco a poco. Quiero que me vayas haciendo caso. Vas a estar callada.

Pero ¿continuabas en el bar?

Ya no. Habíamos subido a mi casa él y yo.

Habíamos subido a su casa ella y yo.

Aclara eso.

Léelo dos veces.

Cuando llegó la hora de que le firmara la novela en la librería hizo lo contrario: levantó la cabeza y bajó la mirada. Me puso el libro sobre la mesa y buscó una página, impar. Abrí mi libro como quien descapulla para que se la coman. Ella extendió el ejemplar con la mano ofreciendo las páginas abiertas. Bajó entonces la cabeza y levantó la mirada. Puse mi polla en sus piernas y fui a correrme bajo mi nombre impreso.

Leí su nota escrita a lápiz.

Me gustaría quedar con usted al acabar. Si quiere, escriba aquí dónde nos podemos ver. Si no, ponga solo su firma. Me iré.

¿Qué hiciste?

Correrme.

Debo precisar que en aquel libro había trazado las trayectorias de la vida y la muerte con un escenario de riesgo, un conductor de carreras que nunca tiene bastante con quemar rueda y gasolina. Con algún libro anterior había intentado hablar de la pausa en una montaña. El lector descubría que daba igual esperar o acelerar, que las circunstancias en ambas novelas dependían de otros individuos, no de nosotros. Doté a ambos personajes de las mismas aspiraciones, temperamentos similares y físicos parecidos. Un peatón en las montañas y un flàneur sobre ruedas. Tras los contrastes de los escenarios y de las velocidades, el lector se dejaba llevar por el resplandor de la evocación. El afán de enclaustramiento o de liberación corresponden al mismo motor, y la génesis suele ser paralela. Huir. A medida que las novelas avanzan, el lector también lo hace y muchas veces es a otra velocidad. ¿Quién corre más? ¿El escritor o el lector?

¿Qué respondiste?

Puse la dirección de mi hotel.

Me corrí en sus piernas.

¿Qué es real y qué no?

Oh, lector. Te dije que Jean Beach se había aprendido las frases de mi novela y las repetía como si fuera la protagonista.

Se quitó la ropa lentamente.

Me quité la ropa lentamente.

Me chupó la polla.

Le chupé la polla.

Me lamía los huevos hasta el culo.

Le lamía los huevos hasta el culo.

Tenía las venas hinchadas. Estallaban.

Tenía las venas hinchadas. Estallaban.

Yo solo quería que me comiera la polla, sin moverme del sofá.

Él sólo quería que le comiera la polla, sin moverse del sofá.

Metí la mano en sus bragas y noté el escaso pelo en su coño. Palpando sus labios con toda la palma, introduje el dedo corazón para follarla. Estaba ya muy mojada. Dijo que no. El dedo lo moví dentro como si fuera mi polla que en ese momento reventaba fuera de mi pantalón. Chúpame la polla. Todos los personajes de la novela empezaron a comérmela mientras me arrodillé y le abrí las piernas, me lamí el dedo mirándola y me puse después a succionarle el clítoris como si me alimentara de ella para otras fantasías.

Pajéate.

¿Te lo pidió ella?

Pajéate. Quiero verte.

Empecé a pajearme con fuerza, sin cerrar los ojos. Para verla. Después me senté entre sus piernas y empecé comerle el coño. Mi saliva era su semen. Yo me quería correr.

No te corras.

Dejé de pajearme y soplé en su vulva.

Chúpame la polla. Quiero correrme en tu boca.

El libro abierto sobre la mesa tenía la dirección del hotel anotada. ¿Qué hacíamos en su casa? ¿Cuánta cocaína llevaba encima? La mesa estaba sucia, con dos billetes enrollados, restos de varias rayas y condones sin usar. Mi letra flotaba sobre la página impar, imposible de juntarse con la par que esperaba caliente. El libro abierto. Sus piernas abiertas. Metiéndose el dedo ella y yo en pie mientras me chupaba el capullo soltando saliva. Me pajeé en su cara, haciendo lo que ella quería, darle golpes con mi polla en sus labios abiertos… Soltaba saliva. La saliva le caía a los pechos. Yo quise correrme.

No te corras ahora.

Cogió el libro, lo puso sobre su coño caliente y húmedo.

Hazlo ahora. Córrete.

Y solté todo mi semen sobre mi letra. Me corrí. Jean pasó la mano extendiéndolo por toda la página, luego se chupó la mano como si fuera mermelada y siguió pajeándose mientras yo me mantenía tembloroso en pie.

¿Quieres que haga algo más?

Cierra las piernas, le dije.

Y Jean cerró el libro. 

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