Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista Jot Down Smart número 24
Según se deduce de las últimas reivindicaciones de los hispanohablantes, la RAE es machista, xenófoba, clasista y, tras la anunciada nueva incorporación de la forma «iros» (de la que me resisto a hablar, porque ya está todo dicho al respecto), si se me permite la metáfora y no se me enfadan los perroflautas, es también una especie de perroflauta de la lengua, a la que, en vez de dar esplendor, desaliña con una alevosa anarquía y falta de responsabilidad.
No se trata de dar cabida a cualquier cosa que se nos caiga de la boca a los hablantes, del todovalismo al que aluden los catones de los académicos para poner el grito en el cielo porque la RAE recoja el iros al que no quiero aludir. Este iros del que ya se ha dicho todo será una variante de un idos con el que, al parecer, todos estábamos familiarizadísimos, y, torpes de nosotros, nadie se había dado cuenta de que constituye una anomalía, puesto que el imperativo plural, que efectivamente acaba en -d, acostumbra a perder esta letra cuando se añade el clítico -os (decimos callaos, no callados, cuando queremos que guarden silencio). Así que la estamos liando parda porque nos van a dar la posibilidad de sustituir una extrañeza por otra, solo que la nueva extrañeza que estamos considerando intrusa sí se utiliza, y la otra es, más que un imperativo, una petición de colleja, porque no me digáis que no os entran ganas de golpear al que pronuncie semejante pedantería. Y quiero aprovechar estas líneas para mandar un mensaje tranquilizador: si sarao o tablao (de jipío hablamos otro día) campan a sus anchas por el diccionario sin que se haya visto resentido el resto de palabras a las que corresponde la terminación culta -ado (aunque la mayoría digamos atacao coloquialmente), con el iros del que no quiero hablar puede que pase algo parecido: no tiene por qué infectar al resto de los imperativos, así que sosegaos y relajaos, que el iros del que ya está todo dicho puede que sea un tumor benigno y que la salud de nuestro idioma sea recuperable.
El iros del que no quería hablar me lleva a recordar otra polémica memorable: la que montamos en Galicia, mi madriña querida, hace no mucho tiempo con la atribución de los significados de ‘tonto’ y ‘tartamudo’ a gallego. Desde mi punto de vista, sí tenía sentido remover el asunto del significado de gallego como idioma, puesto que no se le daba el mismo estatus que al catalán o al vasco. Pero yo, que soy más gallego que un depende bien dicho, sentí cierta desilusión por la pataleta que generó aquel gallego asimilado a ‘falto de entendimiento’. La RAE finalmente claudicó, y yo no pude evitar juzgar el acontecimiento más que como una conquista como una pérdida de uno de los rasgos más significativos de nuestra identidad —la buena disposición que tenemos para reírnos de nosotros mismos— o como el afloramiento de ese ridículo complejo de inferioridad, al que a veces le ponemos el velo del orgullo, que también es parte de nuestra idiosincrasia. No sé, igual en los lugares de Costa Rica o El Salvador en los que se usaba, si es que se seguía usando esta expresión cuando se eliminó (porque que ya no se use no quiere decir que no se pueda registrar si la expresión efectivamente existió), desde que se retiraron del diccionario esas acepciones hirientes, los que solían usar la palabra gallego como tonto reculan en el último momento o rectifican una vez la han pronunciado: «Hostia, para; te llamé gallego, pero gallego no, que carece de sentido en este contexto, porque ya no es un insulto para la RAE». Si esto ocurriese, yo sería el primero en festejar el logro y correría a manifestarme delante de la Academia para que se eliminasen todos los términos despectivos habidos y por haber, pues esto supondría matar al perro (las palabras recogidas en el diccionario) y acabar con la rabia (la desconsideración social hacia ciertos grupos); pero mis escasos conocimientos en psicología y sociología me hacen intuir que no, que las cosas no funcionan así, y que la falta de consideración hacia sensibilidades ajenas no depende de lo que plasme un diccionario. Por mucho que este recoja como sinónimos de sí mismo los términos amansaburros o remediavagos, lo cierto es que a casi nadie amansa y poco remedia.
En su momento, la eliminación de las acepciones ofensivas de gallego se justificó con la supuesta falta de uso y de documentación escrita, una aseveración que no tuvo un respaldo unánime. Algunos de los filólogos que promovieron la desaparición de las polémicas definiciones del gentilicio afirmaban que el significado despectivo lo conocieron generaciones de hace cincuenta años, pero desde entonces ya había caído en desuso. Aunque esto fuera así (lo cual, repito, fue rebatido por otros filólogos), no podemos obviar que según la RAE se recogerán acepciones con la marca desusado («desus.»), cuya última documentación es posterior a 1500, pero no a 1900, y acepciones con la marca poco usado («p. us.»), todavía empleadas después de 1900, pero cuyo uso actual es difícil o imposible de documentar, aunque en este caso, la marca puede responder, más que a un criterio estrictamente cronológico, a otro de frecuencia de uso.
Y eso es lo que sí sería una conquista: que, en vez de deshacernos de las acepciones denigrantes, estas siguieran figurando en el diccionario pero acompañadas de las marcas «desus.», «p. us» o «germ.», que indicarían que esas palabras existieron hace mucho tiempo, pero que han sido arrinconadas por su escasa frecuencia de uso, reflejando una cierta madurez en la sociedad y un progreso colectivo en las conciencias.
No voy a tirar del socorrido argumento de que la RAE actúa como un notario de lo que se dice, o de lo que se venía diciendo hasta hace cierto tiempo, pero no está de más recordar la advertencia que figura en su prólogo: «Al plasmarlas en un diccionario (las palabras), el lexicógrafo está haciendo un ejercicio de veracidad, está reflejando usos lingüísticos efectivos, pero ni está incitando a nadie a ninguna descalificación ni presta su aquiescencia a las creencias o percepciones correspondientes. Se diría que existe la ingenua pretensión de que el diccionario pueda utilizarse para alterar la realidad».
Sin embargo, a la RAE se le podría reprochar su falta de congruencia. Lo lógico sería mantenerse firme, atendiendo a razones como la expuesta en el párrafo anterior, ante las reivindicaciones de ciertos grupos que sienten su dignidad mancillada y no ceder a las pretensiones de estos; o bien, si se atiende a esas peticiones, habría que capitular en bloque. Si se eliminan las acepciones negativas de gallego, habría que, como mínimo, revisar términos como vizcainada, judío o judiada, y si se me apura hasta bárbaro, por no hablar de lo que se hace con la palabra gitano o gitanear.
Algo parecido ocurre con las, a mi juicio, poco fundamentadas acusaciones de machismo en el diccionario (mejor dicho, a los que hacen el diccionario; el diccionario claro que es machista, pues recoge manifestaciones de una sociedad que no ha dejado de ser machista). Se podrá debatir si la RAE es una institución machista, misógina o falocrática por factores como los sillones asignados, el trato entre sus miembros o los comentarios de estos, privados o institucionales, hacia el género femenino, pero es una aberración matar al mensajero, poner a parir al que dice que decimos sexo débil para referirnos a las mujeres. Es más, el argumento de que la Academia no impone el uso sino que lo certifica, de que es una suerte de cronista, se me queda corto: la RAE es el doctor de esta sociedad, despreciativa en general y machista en particular, y las palabras que recoge son radiografías de nuestra forma de pensar. Atacarla por mostrar nuestros usos lingüísticos es como rebelarse contra el especialista que nos informa sobre lo dañados que tenemos los pulmones debido a nuestros malos hábitos.
Revisar la definición de sexo débil o la de gallego es condescender, una forma de decir «vamos a darles lo que quieren para ver si dejan de montar follón». Porque, si nos alivia o incluso consideramos una conquista la retirada o revisión del sexo débil como «conjunto de las mujeres», es porque no nos hemos parado nunca a hojear un diccionario. Con un simple vistazo de diez minutos encontraremos una cantidad desmesurada de definiciones y acepciones bastante más ignominiosas para la mujer (y es para enfadarse, indignarse y organizar todos los guirigáis que haya que montar, pero quizás no precisamente contra la RAE). La cosa nos quedaría hasta simpática si no fuera el reflejo de algo muy serio, que es esa lacra histórica, el machismo, que la humanidad ha tenido que soportar desde siempre y que, a pesar de los recientes progresos testudíneos, no somos capaces de erradicar.
La primera palabra que muchos buscamos cuando nos regalaron un diccionario, puta, está hoy recogida como puto/a. Es un buen comienzo. Al menos hoy no hay discriminación. Incluso uno de sus sinónimos, prostituto, figura también en masculino. Pero las diferentes expresiones que se recogen con estas palabras ya empiezan a inclinar la balanza: casa de putas, hijo de puta… Zorra (y no zorro) es sinónimo de «prostituta». El aumentativo de puto/a, putón, que tiene entrada específica, ya se centra exclusivamente en lo femenino: «Mujer de comportamiento promiscuo y de indumentaria provocativa». Por lo tanto puede haber putos, mas no machos putones.
Pero hay otras palabras cotidianas, aparentemente más inofensivas, cuyo análisis no debería dejarnos indiferentes. El verbo regalar, por ejemplo, no hace distinciones de sexo en sus diferentes acepciones, hasta llegar a la sexta, que, según parece, se utiliza en Uruguay: «Dicho de una mujer: Manifestar sin disimulo su atracción por alguien». Lagartón significa «taimado», pero, si lo ponemos en femenino, además de «taimada» puede ser también «prostituta». Calzonazos es un hombre que se deja gobernar por su pareja. Buscando un paralelismo que nos pueda ofrecer una definición similar referida a la mujer que se deja gobernar nos topamos con bragazas, pero, vaya, no es más que una segunda taza del caldo que no queríamos: Un bragazas también es un «hombre que se deja dominar o persuadir con facilidad, especialmente por su mujer». Y es que cuesta encontrar (no me atrevo a asegurar que no la haya) una palabra que se use regularmente para reseñar el hecho de que una mujer se deje gobernar, quizás, elucubro yo, porque siempre se ha entendido que dejarse gobernar ha sido algo inherente a la naturaleza femenina, y un vocablo para designar esta circunstancia sería redundar innecesariamente.
Un copetinero es en varios lugares de Sudamérica «una bandeja o recipiente para servir aperitivos» (y en masculino no significa nada más), pero copetinera es «mujer de alterne». La analogía entre una y otra acepción pone los pelos de punta. Siguiendo con definiciones surgidas de analogías aberrantes, trapío es «buena planta y gallardía del toro de lidia» y también «aire garboso que suelen tener algunas mujeres»; pascón se refiere, entre otras cosas, a «un estropajo para fregar» y (a lo mejor soy yo el que tiene la mente sucia al establecer el paralelismo que se viene) «mujer que ha tenido relaciones con varios hombres». Derivado del verbo viltrotear, que significa «corretear, callejear», tenemos, ¡oh, sorpresa!, el sustantivo en femenino (no existe en masculino) viltrotera, como término despectivo. Pisco es «individuo de poca o ninguna importancia» cuando el género no se concreta, pero también es una «mujer de vida alegre»; podemos preguntarnos qué tendrá de malo la vida alegre, pero es que alegre está definida, en su décima acepción, como «libre o licencioso en cuanto a las costumbres sexuales», y aquí sí que le podemos recriminar a la RAE su falta de sensibilidad: con lo que cuesta encontrar una definición de carácter lascivo en la que no haya especificación sobre si el fulano libre o licencioso es hombre o mujer, y nos viene algún iluminado a poner como ejemplo «mujer de vida alegre», por si nos quedaba algún resquicio de esperanza.
¿He escrito fulano? habrá que aclarar que dicha palabra tiene varias acepciones que abarcan a los dos géneros, pero si de mujeres hablamos, fulana = «prostituta». Algo parecido ocurre con mala pécora, cuya definición parece ir por la buena senda, porque empieza sin especificar género («Persona astuta, taimada y viciosa…»), pero acaba desilusionándonos (o abriéndonos los ojos sobre nuestra distinta manera de juzgar a hombres y mujeres) con la puntilla «… y más comúnmente siendo mujer». Además, cómo no, una mala pécora es también una «prostituta», no «prostituto», y lo mismo ocurre con pupilo/a, que tiene numerosas acepciones concernientes a los dos sexos, pero relega a la mujer al relacionado con la prostitución. Yo no sé qué tendrán los prostitutos y los putos, que existen para los que elaboran el diccionario, pero qué difícil es encontrarles sinónimos.
Rabisalsera se dice de una «mujer que tiene mucho despejo, viveza y desenvoltura excesiva». Aquí lo que me mata, lo que me llega al corazón, es lo de «excesiva», porque, al menos yo, desde mi limitada capacidad de comprensión, infiero de esto que la desenvoltura de la mujer tiene un umbral (¿se puede achacar esto a un resbalón de la RAE?). También al hombre se le asignan en el diccionario excesos, pero generalmente de otro tipo. Fijémonos en gurrumino/a, que tiene unas cuantas acepciones negativas para los dos géneros, pero en la 5.ª es el «hombre que tiene excesiva contemplación con la mujer propia». No me digáis que esta definición no es una oda al machismo.
Mujercilla es «mujer perdida, de mala vida», mientras que hombrecillo es un «lúpulo», una planta inofensiva, no como malamujer, una «especie de ortiga» (no he encontrado malhombre). Para calibrar la distinta consideración hacia la «desenvoltura» en las personas, según estas sean mujeres u hombres, quedémonos con una palabra en la que poco se ha reparado: virguería, que es una «cosa realizada con gran habilidad y perfección». Virguería viene de virguero, que, como la RAE aclara en su apunte etimológico, procede de virgo y -ero, y era aplicado «en origen a los mujeriegos» —no neguemos que seguimos considerándolos unos artistas—, para los que curiosamente no existe un término del estilo de furor testicular que se pueda equiparar al furor uterino de las ninfómanas. Sin embargo, sí tenemos equivalente para ninfomanía: satiriasis. La RAE ha cumplido incorporando esta palabra.
Ahora pregunto, ¿es también culpa de la RAE que la mayoría no hayamos oído en la vida la palabra satiriasis y, sin embargo, ninfómana nos sea tan familiar como conceptos como cuchara, libro o mesa? ¿Y es también culpa de la RAE el tono de voz despectivo que usamos cuando decimos la palabra gitano? Puta RAE y putos académicos…
Es curioso lo de «gallego», porque en mi entorno esa expresión, la de ser «gallego» o «muy gallego» significa «responder a una pregunta con otra pregunta».
Cosa que practico mucho, aunque servidor no sea gallego ni por cercanía.
Y no deja de tener razónn Ud. ¿O no?
Los tiempos comienzan a estar maduros para que, en los currículos de los aspirantes a cargos políticos o culturales también den a conocer el nivel de hormonas masculinas que han recibido durante su desarrollo. Luego, nosotros elegiríamos a quien designar. Desgraciadamente creo que, como varones, nuestro tiempo de actuación biológico ha comenzado a mostrar sus primeras contradicciones. No es que antes no lo hubiera hecho: prepotencia, guerras, altivez, astucia, crueldad, demostraciones de fuerza, racismo, intolerancia, casi todas manifestaciones masculinas ya existían, pero eran, digamos y de acuerdo al contexto, necesarias. Hoy ya no. Nuestro prepotente e inexorable velo masculino nos lleva a ignorar y, en la mayoría de las veces, a despreciar algo evidente: somos el resultado de una mutación genética, antiquísima, presente en los primeros organismos que, a un cierto momento tuvieron que afrontar el desafío del entorno, siempre hostil. Y he ahí que aparecimos nosotros, copias idénticas de la generadora que tuvieron que arreglárselas para transformarse en versiones más fuertes y astutas, idóneas para la defensa de aquella a quien debían la existencia. Creo que tendríamos que dar un paso al costado, y confiar en la evolución que eligió como propagadora de la vida al componente que llamamos “femenino” y a quienes, seguramente para ahorrar energías, privó de esos atributos ofensivos y defensivos. De las mujeres se podría decir que son fósiles del pasado ya que continuan a dividirse en dos. Tendríamos que retirarnos a los cuarteles de invierno para ver lo que hacen, bien despatarrados en nuestros sillones mirando box, rugby, lucha libre, películas eróticas y de guerras, carreras mortales y con una buena cerveza. Y estoy seguro de que no se escandalizarían tanto por los géneros usados por la RAE, total, estamos condenados al cambio antropológico. Gracias por la lectura.
Eduardo Roberto, que tú hayas decidido llevar a cabo una emasculación en tu persona y odiarte a ti mismo como hombre (muy loable, máxime en estos tiempos) no significa que el resto de la humanidad, hombres y mujeres, estemos tan desnortados.
En cuanto al artículo, a mí me parece muy cuestionable la praxis de la RAE. Considero que están empobreciendo el idioma con la aceptación de términos como «cocreta». Si bien es cierto, el idioma que hablamos actualmente no es sino el resultado de vulgarismos derivados del latín que harían tirarse de los pelos a los monjes cultos del siglo VIII, pero considero que precisamente, la creación de instituciones que estandarizaron la lengua allá por el siglo XIII deberían haber puesto límites a la vulgarización del lenguaje.
Otra cosa que no me gusta nada es la pérdida de la tilde en los monosílabos, así como la del «solo» cuando es adverbio. Creo que ayudaba a una lectura mucho más ágil, ya que de un golpe de vista sabías si era adverbio o adjetivo (o pronombre), en lugar de tener que perder un milisegundo escudriñando en el contexto. Además, en algunos casos como «guion» creo que la tilde ayudaba mucho a saber dónde iba el golpe de voz, si bien es cierto, otros como «fue» han salido ganando con el cambio. Quizá sea simplemente que estos cambios me han pillado ya adulto y no los he digerido bien, pero no me convencen para nada.
A tenor de los términos ofensivos, bueno, podemos ser todo lo copito de nieve que queramos, de piel fina, ofendernos por polisemia y connotación derivadas del uso de épocas y siglos pretéritos, pero a la hora de la verdad, todos seguimos usando muchos de esos términos. Sin ir más lejos, una de mis ramas familiares es romaní, y no por ello dejaré de exclamar «el muy gitano!» cuando alguien me trate de engañar. Y al que no le guste, que lo pinte de verde.
Asociaciones que estandarizaron la lengua allá por el siglo XVIII* .