Cine y TV

La luz roja

Fotografía: Ben (CC BY-NC-SA 2.0).

Al encenderse la luz roja, se apagaron los murmullos. El silencio en el estudio era total.

En el teleprompter no había nada escrito. Era un pozo negro, salvo un guion blanco que parpadeaba. Presionó el pedal bajo la mesa, y el guion se desvaneció. Pero seguía sin aparecer ningún texto.

Se aclaró la voz. Miró los papeles: la escaleta estaba borrosa, y parecía del día anterior. Ni una línea sobre el programa de hoy. Acarició el ratón del portátil que tenía a un lado: trató de introducir su clave pero no la recordaba bien. La palabra password temblaba cada vez que se equivocaba, y dejó de intentarlo. Miró a su alrededor, los cámaras estaban en la sombra y no consiguió identificar a nadie. Aparentemente, la regidora tampoco estaba.

Se llevó los dedos al pinganillo que llevaba incrustado en la oreja derecha. Normalmente, ese gesto era suficiente para llamar la atención del control, y en una fracción de segundo la voz cómplice del coordinador susurraba: «¿Qué quieres? ¿Metemos las colas ya? ¿Damos paso al vídeo? ¿Prefieres ir a publicidad?». Se necesitan horas de directo para comunicarse sin palabras desde el estudio, para interpretar correctamente un levísimo movimiento de ojos o de cabeza, pero al cabo del tiempo no resulta tan difícil. Solo que en esta ocasión no parecía haber nadie al otro lado. Sí escuchaba un pequeño zumbido en el oído, como cuando están a punto de gastarse las pilas.

Volvió a mirar los papeles, tratando de ganar tiempo. Empezó a sudar. Sudar en el estudio es mala señal: normalmente, cuando empieza el directo, el cuerpo y sus necesidades se evaporan. Ni tos, ni estornudos, ni gases, ni temblores, ni exudaciones, ni hambre, ni ganas de orinar. Le vino a la memoria esa vieja película —¿cómo se llamaba?—, sí, aquella en la que Holly Hunter era una productora de televisión que lloraba un rato todas las mañanas, aquella en la que Albert Brooks sustituye al presentador y no puede parar de sudar como un pollo en directo, y empapa la camisa y resulta desastroso.  

De repente, fue consciente de que había un invitado de última hora. ¿Quién se lo dijo? Lo supo poco antes de entrar en directo, así que no tuvo tiempo de preparar la entrevista. No encontró a nadie del equipo que le explicara por qué precisamente ese entrevistado, o que le echara una mano para googlear cuatro datos apresurados. Pero era un peso pesado, recordó. No podía meter la pata, no podía no hacerle las preguntas obligadas. Tiraría de oficio, pero… ni siquiera recordaba ahora su cargo actual, solo que era un ex. Y que era inteligente. Y muy borde.

Pensó en las redes y sintió una punzada en el vientre. En unos minutos, sería el cachondeo nacional: #notienesniidea, #quévergüenza #jubílateya #dóndeestudiasteperiodismo #eresunfraude. Vio sus torpezas y sus tartamudeos dando tumbos por los programas de zapping, viralizándose en internet, carne de memes y montajes, a cada cual más ingenioso, más divertido, más cruel.

La habían dejado completamente sola.

Carraspeó de nuevo, buscó el vaso con agua para aclararse la voz. Tampoco había agua. Decidió improvisar como fuera, lo importante era arrancar. De repente, fue consciente de su error. No estaba en un estudio de televisión, sino en uno de radio. No había cámaras, solo micrófonos. Tampoco había nadie a su lado, pero sí distinguió público sentado al fondo, en silencio. El enorme ventanal del control —cosa rarísima— estaba empañado. ¿Estaba en directo? Sí, no, bueno, a punto, porque sonaban ya las señales horarias.

Pi, pi, pi pi, piiiii… Y, de nuevo, la luz roja.

Abrió la boca pero no consiguió articular ningún sonido.

El corazón se le salía del pecho. Esta vez había sido peor, más largo de lo habitual. La oscuridad era casi total y estaba empapada. Alcanzó el móvil: la pantalla azulada marcaba las 3:37. Todavía faltaba una hora larga para que sonara el despertador, pero supo que ya no volvería a dormirse. Qué más da: con una buena capa de maquillaje las ojeras no se notan.

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2 Comentarios

  1. Lo de fingir un soponcio, ¿qué…? ¡ El sudor ya lo tenía, así que a echarle morro!

  2. Esta experiencia onírica es ya un buen motivo para iniciar cualquier programa mientras se acomodan los hechos y las personas que tardan en llegar. Una manera de salir del sueño hacía la imagen o el sonido. Muy buen relato claustrofóbico. Gracias por la lectura.

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