Somos muchos y lo seguiremos siendo. De hecho, nuestra especie, desplegada fastuosamente a lo largo del periodo Holoceno, siempre ha sido más cada día. Los siete mil seiscientos millones de almas que alberga hoy el planeta aumentarán en mil millones dentro de una docena de años, y rozarán los diez mil millones en 2050, según los últimos datos de la ONU, publicados el año pasado.
Dar de comer a todos ellos es una de las grandes preocupaciones de la comunidad científica y los organismos internacionales. Lo llaman «seguridad alimentaria», pero está resumido de manera más clara en el objetivo número dos de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas: «hambre cero».
Antes de seguir: hemos ido por buen camino. Según la mencionada Agenda 2030, hay ochocientos quince millones de hambrientos en el mundo, sí, pero son menos que nunca —si ahora son casi el diez por ciento de la población, hace treinta años eran más del veinte por ciento—y serán cada vez menos. Dos libros recientes recogen cifras sobre el tema difíciles de apelar: En defensa de la Ilustración, del canadiense Steven Pinker (Paidós, 2018), y Progreso. Diez razones para mirar al futuro con optimismo, del sueco Johan Norberg (Instituto Juan de Mariana / Value School / Deusto, 2017).
Norberg dedica el primer capítulo de su libro precisamente a la alimentación, y recalca, con números de la FAO en la mano, que la desnutrición ha disminuido un cuarenta por ciento en los últimos sesenta años: en 1945 pasaba hambre el cincuenta por ciento de la población mundial y en 2015, el once por ciento. No solo ha decrecido la desnutrición, añade por su parte Pinker, sino también las hambrunas mortíferas y las enfermedades asociadas con la falta de nutrientes, como el kwashiorkor (que provoca el vientre hinchado, icono mundial del hambre desde Biafra). Hasta el momento, en fin, y a pesar de los rezagos del diez por ciento de la población, comemos más y mejor, y la ciencia tiene las herramientas para que la tendencia continúe.
La descripción del segundo objetivo de la Agenda 2030 —son diecisiete en total—, también es clara al respecto: «Gestionadas de forma adecuada, la agricultura, la silvicultura [la gestión de los bosques] y la acuicultura pueden suministrar comida nutritiva a todo el planeta, así como generar ingresos decentes, apoyar el desarrollo centrado en las personas del campo y proteger el medio ambiente». Entonces, ¿de qué se preocupan? ¿Cuáles son las amenazas? El párrafo continúa con un «pero»: «Ahora mismo, nuestros suelos, océanos, bosques y nuestra agua potable y biodiversidad están sufriendo un rápido proceso de degradación debido a procesos de sobreexplotación». Es decir, no es que no se pueda dar de comer a todo el mundo, sino que no podemos hacerlo en las condiciones actuales, porque los recursos se nos agotarán antes.
El primero que esgrimió una amenaza semejante fue, se sabe, Thomas Malthus en 1798, en su Ensayo sobre el principio de la población. En él, sentenció que la población crecía a ritmo geométrico mientras que los recursos lo hacían a ritmo aritmético y, por lo tanto, pronto se agotarían (predijo la extinción humana ¡para 1880!). Malthus calculó doblemente mal: no contó con que la ciencia vendría a multiplicar los recursos con tecnología ni tampoco con el hecho de que, cuanto más próspera fuera una sociedad, menos hijos tendría (en el último medio siglo, por remitirnos a lo cercano, el número medio de hijos por mujer ha pasado de 6,1 a 2,6, siguiendo a Norberg).
Lejos de quedar derrotadas por la fuerza de los hechos, este tipo de profecías han vuelto a la discusión pública periódicamente, de la mano de teóricos tan respetables como John Maynard Keynes (Las consecuencias económicas de la paz, 1919) o Paul R. Ehrlich (La explosión demográfica, 1968), por nombrar solo a dos. El golpe en la mesa que pareció iba a acallarlas fue la llamada «revolución verde», que entre las décadas de 1960 y 1980 dio a luz distintas variedades de trigo, maíz y arroz mediante fertilizantes y herbicidas, impidió hambrunas en países en vías en desarrollo, hizo autosuficiente en trigo a México y aumentó la producción de grano mundial un doscientos cincuenta por ciento.
No fue así. A la «revolución verde» le salieron pronto enemigos. Criticaban, por ejemplo, la calidad alimentaria de estas nuevas variedades, frente a otras semillas tradicionales; que la uniformidad de cultivos reducía la biodiversidad; que esta tecnología, cara, no estaba al alcance de los campesinos pobres y que los hacía dependientes y vulnerables; que los fertilizantes y pesticidas contaminaban los suelos, cuya fecundidad se terminaba agotando; que la cantidad de agua necesaria agotaba los mantos acuíferos, etc. No les faltaba razón. Lo paradójico es que estos mismos críticos también se opongan con vehemencia a la única herramienta que, hoy por hoy, está permitiendo superar los problemas de sobreexplotación y contaminación que planteaba la «revolución verde»: la biotecnología y los transgénicos.
Para Norman Borlaug, el ingeniero y biólogo que dio pie a esta magna transformación agrícola y que, por supuesto, fue firme partidario de la transgénesis hasta el final de sus días, en 2009, los críticos son «niños bien»: «La oposición ecologista a los transgénicos es elitista y conservadora. Las críticas vienen, como siempre, de los sectores más privilegiados: los que viven en la comodidad de las sociedades occidentales, los que no han conocido de cerca las hambrunas» (Entrevista: «Norman Borlaug. “La oposición a los transgénicos es elitista y conservadora”», por Javier Sampedro, El País, 12 de febrero de 2000).
Más allá de los opositores a los transgénicos, los titulares sobre un cataclismo mundial relacionado con la alimentación proliferan, de tal suerte que la percepción general es que cada vez estamos peor (uno de los últimos, «El sistema alimentario es la mayor amenaza para la naturaleza», en ABC, 23 de octubre de 2018). Johan Norberg, por cierto, culpa de la falta de fe en el progreso a los medios de comunicación. Es intrínseco al periodismo que solo las malas noticias son noticia —el viejo no news, good news, que puede leerse al derecho y al revés—, pero Norberg cita estudios que indican que la lectura de noticias negativas hace a la gente más pesimista, intolerante y conservadora. Otro ejemplo: «El planeta no podrá alimentar a toda la población dentro de treinta años», en El Mundo (10 de octubre de 2018).
Al grano: tales advertencias, ¿responden a una amenaza real o forman parte de un malthusianismo redivivo? La noticia citada de El Mundo era alarmista, pero se basaba en un artículo serio publicado ese mismo día por la revista Nature —«Options for keeping the food system within enviromental limits»—, que pone énfasis en la actuación individual, más que en la ciencia, para asegurar la alimentación en un futuro: modificar nuestra dieta, disminuir el consumo de carne, cuidar los desperdicios… ¿Significa esto que, sin el cumplimiento de estas sugerencias, poco podrá hacer la ciencia?
Es la primera pregunta que contesta Agustín López-Munguía, uno de los principales expertos en seguridad alimentaria de México (que, dicho sea de paso, es uno de los cinco países con mayor diversidad biológica del mundo y fue cuna de la revolución verde: en Sonora, Borlaug sembró por primera vez sus semillas modificadas). López-Munguía, bioquímico e investigador del Instituto de Biotecnología de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), es contundente: «No tenemos otra opción, y al mismo tiempo es la opción más poderosa, que cambiar de dieta». En una reseña publicada por la Academia de Ciencias de Morelos, «¿Qué tanto contaminas cuando comes?», López-Munguía se ocupa, de hecho, de un artículo de la revista Science, firmado por Joseph Poore y Thomas Nemecek, que hace hincapié en la misma cuestión («Reducing food’s environmental impacts through producers and consumers»). El artículo expone con cifras detalladas el daño ambiental de la industria alimentaria. «La conclusión es contundente», afirma en su reseña López-Munguía. «Si cuantificamos las consecuencias ambientales de producir cualquier alimento de origen animal, el más amigable con el medio ambiente (queso o huevos o carne de pollo, por ejemplo…), encontraremos que el impacto ambiental de producirlo es mucho mayor al que ocasiona producir cualquier sustituto vegetal del mismo, a tal grado que la producción de carne, huevo, productos lácteos y acuacultura ocupan el 83 % del suelo en el que se ubican las unidades de producción, contribuyen con 56-58 % de las emisiones, pero proveen únicamente el 37 % de nuestra proteína y el 18 % de nuestras calorías». No solo eso, añade por videoconferencia, sino que «la sociedad moderna se está enfermando al haber abandonado la alimentación tradicional».
¿Qué es lo más eficaz que está ofreciendo la ciencia para la seguridad alimentaria en un futuro, pues? «Esta pregunta tiene dos respuestas», contesta López-Munguía. «Una es en cuanto a toma de conciencia, de información a la sociedad: cómo impacta al medio ambiente lo que comes y cómo le impacta al ser humano lo que come. Es decir, la ciencia está documentando la consecuencia de este abandono de la dieta tradicional. Se malinterpreta a veces lo de la “dieta tradicional”, que no es regresar a los sistemas de producción de antes, sino más bien pensar cómo incorporar todo el conocimiento científico a los sistemas de producción para regresar a una dieta básicamente rica en verduras y frutas, y sustituir la carne por fuentes de proteínas sustentables. Porque está documentado el impacto al medio ambiente, pero también a la salud de la población. Este es un elemento. El otro papel de la ciencia tiene que ver con las nuevas formas de producción, y ahí yo soy un defensor de la biotecnología moderna».
Y un ejemplo de lo que la biotecnología moderna puede lograr es la patente más exitosa del doctor Luis Herrera Estrella, principal investigador del Laboratorio Nacional de Genómica para la Biodiversidad de México. Se trata de un sistema para el control de malezas que consiste, no ya en crear cultivos que sean resistentes a los pesticidas —de manera que las malezas se mueran y el cultivo pueda crecer—, sino en modificar las plantas para que se sirvan de un tipo de fertilizantes inútiles para malezas, de modo que estas, de manera natural, no encuentran manera de crecer y el cultivo puede hacerlo sin competencia. Herrera Estrella defiende con pasión su invento: «Tiene dos aspectos muy importantes esta tecnología: el primero es económico, porque con una sola modificación se estaría evitando el gasto en herbicidas y se reduciría la cantidad de fertilizante que se tiene que aplicar al campo. Pero tal vez lo más importante es el aspecto ecológico, porque como no se matan las malezas, no se está alterando la biodiversidad de la zona, simplemente se evita que compitan con mi cultivo».
Sin embargo, siendo una idea brillante, aplaudida por toda la comunidad científica, no ha podido ser comercializada hasta ahora, porque necesitan ayuda económica para poder hacer pruebas de campo y un profundo proceso de desregulación, que hoy no existe. Esto, asevera, es lo que más complica la existencia de las plantas genéticamente modificadas. «Se han puesto tantos requisitos y tantos exámenes a los cultivos y a la tecnología que se utiliza, que sale muy caro». (En España, el panorama no es más alentador: el último informe anual de la Asociación Española de Bioempresas, publicado el pasado julio, advertía de que la biotecnología se había estancado en nuestro país y de que se necesitaba más inversión). Herrera Estrella ve, tajante, dos escollos a la hora de desregular: «Uno es la creencia irracional por parte del público hacia los transgénicos y otro es la voluntad política».
Hace dos años, más de cien premios Nobel arremetieron contra Greenpeace por oponerse a los transgénicos, acusando a la organización ecologista de cometer por ello un crimen contra la humanidad. ¿Por qué, a pesar de las pruebas incontestables, existe la reticencia generalizada contra la modificación genética de plantas? «Es un éxito de este movimiento ambientalista basado en temores infundados y en una visión del mundo natural que debimos haber rebasado hace mucho tiempo», se lamenta Agustín López-Munguía. «Esta cosa de la posverdad que se ha instalado en la mente de la gente de que esto es cancerígeno, que está dañando todo, la economía, la salud, el medio ambiente… Han sido muy hábiles». Para Luis Herrera Estrella, «la realidad es que ha habido grupos que se oponen a la tecnología que han ejercido presión política y los Gobiernos se han puesto a la defensiva. Desafortunadamente, la desinformación ha ganado la carrera a la información científica».
Herrera Estrella arremete, además, contra Monsanto, pero por razones distintas a las de Greenpeace: «La gente que está en contra de la tecnología —que más bien está en contra de Monsanto— lo que ha logrado es que pongan tantos requisitos que el costo sea tan alto que solo las empresas multinacionales lo pueden pagar. Monsanto está feliz de la vida de que le pongan ochenta requisitos más, porque eso encarece el proceso y ellos tienen el dinero para poder lograr la aprobación comercial de su tecnología, sin problemas, y eso les elimina la competencia de las instituciones públicas y de las empresas pequeñas, que no tienen los suficientes fondos para poder llegar a ese nivel comercial, como nosotros. Ellos esperan a que uno esté en una posición muy desventajosa y entonces adquieren la tecnología, ya sea para usarla o para meterla al cajón. En nuestro caso, pensamos que, si llegara a adquirir nuestra tecnología una empresa así, la meterían en un cajón, porque ya tienen resistencia a herbicidas, ellos mismos producen los herbicidas, tienen su cadena de comercialización, y no les interesaría introducir una tecnología que económicamente les sería menos rentable».
Sin embargo, a pesar de los riesgos y contratiempos, a pesar de las predicciones oscuras, ambos científicos son optimistas. López-Munguía porque, dice, no le queda más remedio: «Porque parte de la promoción de la ciencia tiene que estar basada en el optimismo, en lo que la ciencia nos ha permitido avanzar». Herrera, «porque se están desarrollando muchas tecnologías que van a permitir reducir el impacto ambiental. Tenemos las plantas transgénicas y viene la edición de genomas, que nos va a permitir de una manera verdaderamente espectacular acelerar y optimizar los procesos de mejoramiento genético de los cultivos para tener variedades más resistentes a enfermedades, que no requieran insecticidas, como la que nosotros desarrollamos».
—Pero ¿y si proliferan políticos que se dejan llevar por la visión irracional sobre los transgénicos?
—Entonces no será culpa de la ciencia.
Muy interesante este artículo y bien documentado. Y sobre todo valiente: necesitamos que haya periodistas capaces de mirar las cosas con datos, desde la evidencia científica, sin dejarse mecer por los tópicos facilones dominantes. Gracias, Yaiza, por este trabajo tan serio.
El mismo artículo de siempre soslayando un debate tan necesario. Porque, claro, como dice el texto, hay que, «por supuesto», apoyar el uso de los transgénicos. Como si este tema se pudiese empezar a analizar con la profundidad necesaria en un artículo de esta longitud. No pasa nada, quienes están de antemano a favor, lo aplaudiran, y se sentiran parte de la comunidad científica del progreso y, quienes tenemos críticas, no nos moveremos ni un ápice de nuestra posición al apreciar, tan claramente, el sesgo del artículo. Al final, todas tan contentas y, a la vez, tan enfadadas.
No voy a entrar al debate, me veo falto de energía y ganas. Pero si tengo que decir algo sobre esta frase, que tanto ha calado a base de propaganda (como la de este artículo):
«La oposición ecologista a los transgénicos es elitista y conservadora. Las críticas vienen, como siempre, de los sectores más privilegiados: los que viven en la comodidad de las sociedades occidentales, los que no han conocido de cerca las hambrunas». Tremendo cinismo… por aportar algo, en esta línea, que es a lo que venía. ¿Quienes de ustedes conocen La Vía Campesina? Más aún, ¿cómo es posible que no haya sido nombrada ni una vez en este artículo ? Para quienes no: se trata de un movimiento internacional que se estima agrupa a más de 200 millones de pequeñas agricultores en todo el mundo. 200 millones. Sus propuestas no las esconden ni un instante y llevan décadas luchando por ellas. Y no son, desde luego, sectores privilegiados de las sociedades occidentales.
Más aún (joder, al final me pongo pesado, el horror, os pido disculpas), en el último informe de la FAO (también realizado por un equipo muy amplio de científicos) que leí sobre seguridad alimentaria, aunque es de hace cuatro o cinco años, se indicaba muy claramente, aunque en letra pequeña y al final del informe, (y no creo que la FAO sea sospechosa de radicalismo para nadie), que sus recomendaciones para un futuro mejor pasaban por una economía de pequeña escala y ecológica.
Por último, ¿de verdad escogen 1945 para comparar la situación de hambruna en nuestras sociedades con la actual? No parece, así de primeras, un año muy neutro.
Me gustaría, sinceramente, das las gracias por el artículo, pero no puedo, me parece demasiado manipulador (para que no sea solo palabra, recomiendo echar un vistazo al párrafo 8). Aquí solo se da voz a unos pocos protagonistas de la historia, pero en defensa de la Ciencia, eso sí, que valentía. De hecho, en el citado párrafo 8 se plantea parte del importante debate para que la autora lo cierre, ella misma: » No les faltaba razón. Lo paradójico es que estos mismos críticos también se opongan con vehemencia a la única herramienta que, hoy por hoy, está permitiendo superar los problemas de sobreexplotación y contaminación que planteaba la «revolución verde»: la biotecnología y los transgénicos.». En fin, vaya tela.
Un saludo atento
pd: como dato curioso: La agricultura ha sido una labor mayoritariamente femenina (y lo sigue siendo) y, sin embargo, en el texto no aparece la opinión ni el nombre de una sola mujer (salvo la autora, por supuesto).