Una de las obras de arte más fascinantes producidas en este país durante 2018 se llama Gris, está bañada en acuarelas de colores, y es un videojuego.
El menú inicial de Gris es una constelación de figuras circulares que brillan en una noche de acuarela. Al iniciar una nueva partida, una mujer llamada Gris canta sobre la palma de la mano de una estatua gigantesca hasta que, de repente, su voz se ausenta y la efigie se resquebraja en pedazos. Mientras ella cae al vacío la música lo envuelve todo, como las nubes envuelven a la protagonista en su descenso, y los créditos se presentan en la pantalla. En ese momento el jugador ya tiene claro que está sentado ante algo tejido con mimo, algo que en un principio prometía ser un juego de plataformas. Y algo que lo es, pero del mejor de los modos.
Aquella caída concluye sobre el suelo de un mundo de colores ausentes. Un territorio donde el usuario comprueba que Gris, el personaje del juego sobre el que tiene control, parece ser incapaz de obedecer sus órdenes por culpa de la pérdida: al dar tan solo un par de pasos la mujer se desploma sobre sus rodillas. Cuando por fin es capaz de ponerse en pie, el jugador toma el control por completo y Gris comienza a corretear entre mundos de colores que inicialmente están hermanados con su propio nombre, paisajes que poco a poco se irán tiñendo de otras tonalidades.
Un lienzo
Conrad Roset es un artista catalán, formado entre los lápices de la Escola Joso y la Facultad de Belles Arts de la urbe condal, cuyas pinceladas están encaprichadas con la belleza del cuerpo femenino. Un hombre cuyo trabajo comenzó a propagarse por internet con éxito, cultivando tanta fama como para acabar siendo fichado en la plantilla creativa de la multinacional textil Zara. Doce meses después, y tras haber asimilado el oficio, Roset decidió establecerse como freelance y echando un ojo a su currículo podría decirse que no erró demasiado con la decisión: sus trazos se han puesto al servicio de marcas como Custo, Adidas, Coca-Cola, Mango, Marionnaud, Nike, Roca Village, Skoda o el F.C. Barcelona; ha ilustrado libros (Ensueños, Little Chickpea o La princesa y el rey), publicado un recopilatorio de las Musas que le inspiran, elaborado ilustraciones para bandas como Nouvelle Vague, Samitier, The Last 3 Lines y creado el póster de la Blancanieves que ideó Pablo Berger.
En algún momento el artista conoció a Adrián Cuevas y Roger Mendoza, dos programadores con bastante experiencia en el terreno del ocio que batallaban en empresas de juegos como Square Enix o Ubisoft trabajando en franquicias potentes. Para Roset el mundo de los videojuegos era un hobby que en los últimos años se había vuelto mucho más interesante con la irrupción del fenómeno indie, algo en lo que quería participar pero para lo que no contaba con conocimientos. El encuentro no tardó en convertirse en alianza, entre los programadores y el ilustrador comenzaron a incubar la idea de desarrollar una criatura común, una que nació como un pequeño juego para móviles pero que crecería hasta convertirse en una aventura para pantallas más grandes. Cuevas se ausentó durante una temporada a Canadá, para trabajar en las oficinas de Ubisoft Montreal, y a su regreso se encontró con que Mendoza y Roset habían continuado regando la idea seminal. Y entonces todos lo vieron claro: abandonaron sus trabajos y fundaron Nomada Studios, su propia compañía de videojuegos. Para los programadores el salto era valiente: aquello suponía comandar a una decena de empleados, cuando ellos estaban acostumbrados a aplicarse en proyectos de la envergadura de FarCry, Assassin’s Creed o Rainbow Six, donde militaban en equipos de hasta seiscientos trabajadores.
Cuando aquel proyecto comenzó a crecer lo hizo bebiendo de todo tipo de influencias, desde las viñetas de Moebius hasta las creaciones de Alexander Calder, pasando por las esculturas de Theo Jansen y todos aquellos videojuegos que también le otorgaban un gran peso al arte y la forma de contar historias: artefactos como Journey, Limbo, Inside o Monument Valley. Gris nació heredando el nombre de una exposición del pintor Guim Tió donde varios rostros se cubrían de lágrimas coloridas, y a la hora de dibujarse lo hizo empapado en tinta: sus terrenos, sus habitantes y su protagonista están construidos a base de acuarelas y trazos de lápiz.
En las galerías, aquella muestra de pinturas de Tió a la que este videojuego le había tomado prestado el nombre se presentaba de la siguiente manera: «Gris agarra algo dentro de nosotros, lo arrastra hasta el pensamiento más fino y lo convierte en el centro de todo. Esas caras no se pasean ante nosotros como si nada hubiese ocurrido, dicen cosas, esas lágrimas hablan. Como si hubiese una música ligera sonando de fondo, todo parece tener sentido». En la pantalla, aquel juego que comenzaba con un sollozo mudo lucía una banda sonora que le daba sentido a todo. Una partitura (que puede escucharse aquí) orquestada por la formación barcelonesa Berlinist (de la que el propio Roset era fan) que es capaz de envolver Gris de manera fantástica: dotando desde el mismo prólogo a la historia de un aura especial, anunciando la inminencia de tormentas de arena (que en realidad son de tinta) con notas tempestuosas o deslizándose sobre un piano y coloreando el ambiente al mismo tiempo que el universo que habita viaja entre tonalidades. El apartado musical de Gris se sabe tan meticuloso como para dotar incluso a las pisadas de la protagonista de matices musicales cuando camina sobre ciertas superficies.
En Nomada Studio, Cuevas y Mendoza se encargan de la gestión del equipo de trabajo, formado por gente que (en su mayoría) no se había sumergido antes en el desarrollo de videojuegos, mientras Roset se ocupa de la dirección y el empaque visual de la obra. De la distribución se encarga Devolver Digital, una de las compañías más interesantes (y gamberras, ojo a las locuras de sus anuncios oficiales) del mundo del ocio digital. En la pantalla, Gris es un lienzo hermoso y tan fabulosamente animado como para que resulte hipnótico contemplar el vestido de su protagonista ondeando con la brisa. También es un videojuego.
Un juego
Gris tiene ese alma de ciertos juegos contemporáneos que pulen con tanta delicadeza su apartado artístico como para que la audiencia comience a preguntarse si los museos del futuro necesitarán incluir gamepads entre sus paredes. Pero al mismo tiempo también se codea con los videojuegos que saben agarrar las mecánicas tradicionales clásicas y utilizarlas para contar algo que rompe aquello para lo que habían sido creadas. Hace cuarenta años que un fontanero italiano con bigote comenzó a brincar entre barriles en las máquinas recreativas compartiendo con Gris el mismo cimiento de mecánico: que el botón de salto es la forma de interactuar con el mundo. Pero en aquel seminal Donkey Kong el objetivo era rescatar a la princesa y tallar las iniciales en una lista de puntuaciones, mientras que Gris quiere contarnos una historia sin palabras sobre cómo luchar contra el dolor y la pérdida. Ambos son acercamientos perfectamente disfrutables, que comparten una base común pero que conducen a diferentes destinos.
A estas alturas, un juego que aspira a salirse de las rutas marcadas por el medio que habita no pilla a nadie de sorpresa. Porque desde principios de los dos mil la escena independiente de desarrolladores de videojuegos se ha dedicado a aventurarse por nuevos senderos, tan diversos como interesantes. En 2003, el estudio checo Amanita design lanzó Samorost, una aventura de puzles point & click (que se puede jugar aquí) con un apartado artístico surrealista y orgánico («Samorost» es la palabra checa para nombrar a los objetos decorativos tallados a partir de piezas de madera descartadas). Un pequeño juego que resultó tan cautivador entre el público como para hacer despegar al estudio y producir una pareja de secuelas que expandieron su universo. Tres años más tarde, los belgas de Tale of tales publicaron The Endless Forest, un videojuego multijugador online que se apartaba de cualquier tipo de concepción previa de los entretenimientos masivos, tanto como para que sus propios autores lo etiquetasen como un cuadro en movimiento o (bromeando) un salvapantallas social: The Endless Forest proponía adoptar el papel de un ciervo que vive en un bosque apacible habitado por otros jugadores, no existía ninguna meta real y la única manera de comunicarse entre los jugadores era mediante los sonidos y movimientos corporales de los propios animales.
En 2007, Jason Roher amasó un puñado minúsculo de bytes para darle forma a Passage, un programa que se atrevía a empacar en cinco minutos toda una vida humana, un memento mori condensado en un pasillo pixelado que el jugador recorría tomando diferentes decisiones (avanzar hacia el futuro, tener una pareja, recoger tesoros por el camino) hasta que su tiempo se acababa. Passage (disponible gratuitamente aquí) utilizaba las ideas de los videojuegos como esqueleto pese a que en realidad los ítems recogidos, los mundos visitados y las puntuaciones obtenidas durante la partida no servían para nada ante la muerte. Una experiencia que resultó tan seductora e influyente como para asegurarse un puesto a perpetuidad entre las galerías del Museum of Modern Art (MoMA) neoyorquino. Con Game, Game, Game and Again Game, el poeta Jason Nelson combinó lirismo y plataformas con un juego compuesto a base de retos en mundos con garabatos enmarañados, niveles que representaban el flujo de conciencia de un ser humano. En 2008, Jonathan Blow dejó con la boca abierta a medio mundo al parir Braid, una deconstrucción de los videojuegos clásicos que, a partir de una idea tan fantástica como permitir rebobinar el tiempo, estaba repleta de puzles tan extraordinariamente inteligentes como cabrones y de una escena final tan lista como para retorcer todo lo que el jugador creía que estaba ocurriendo y sacudirlo en su cara. Limbo convirtió una pesadilla sin colores en una aventura. Dear Esther consolido el término walking simulator en 2012 al vestirse como juego pero carecer de reto alguno: en aquella historia tan solo era necesario contemplar el paisaje y escuchar al narrador. Y Journey de Jenova Chen aterrizó en PlayStation proponiendo algo poco usual en el mundo de las consolas de sobremesa: un viaje bellísimo a través de un desierto y junto a criaturas fantásticas, una expedición donde lo importante no era el destino sino el camino realizado y quién te acompaña durante el mismo.
Lo interesante de Gris es que mastica y asimila todas estas influencias recientes para hacer uso de ellas, pero también que Nomada Studio lo ha concebido a modo de auténtico videojuego. Se anuncia a sí mismo como la historia de una chica perdida en su propio mundo, enfrentándose a un suceso doloroso de su vida, pero también como una experiencia libre de peligros, frustraciones o muerte. Funciona como un juego de plataformas, respetando los engranajes clásicos pero llevándolos a su terreno: los mundos son lugares comunes en el género a los que se les ha otorgado una vuelta de tuerca, existe un villano (de diseño extraordinario) y los poderes que adquiere la heroína para afrontar su entorno se impregnan en su vestido, un manto que parece tener vida propia. El viaje contiene un buen número de puzles asequibles para el jugador medio, entre ellos una pareja de retos muy ingeniosos dentro de una caverna de cristal capaz de duplicar a la protagonista con un destello de luz, y la única pega que se le podría poner es ajena al juego: para los jugadores más experimentados, aquellos que se han destrozado las muñecas gracias a millones de saltos entre plataformas imposibles, el paseo es más contemplativo que desafiante. Gris tiene una duración ajustada (tres horas y media, probablemente el doble si el jugador se interesa por recolectar todos los coleccionables ocultos) y a pesar de ello no ha irritado a los consumidores actuales, gente demasiado acostumbrada a confundir calidad con cantidad. Y también está cargado de simbolismos, de niñas que pasean sobre constelaciones, de miedos convertidos en el graznido de un pájaro aterrador, de tinta viva y de música orgánica, pero no obliga nunca a tener que entender sus metáforas. Algunos jugadores se empaparán de la historia y su significado, otros la ignorarán por completo y disfrutarán superando sus niveles para contemplar lo que es capaz de dibujar el juego a continuación. Y ambos son caminos totalmente válidos.
Gris
En muchos videojuegos pulsar un botón hace saltar a sus personajes y las plataformas enrevesadas son retos a superar. Pero en uno concreto la pulsación de un botón hace suspirar a un personaje que se ha quedado sin voz y es posible deslizarse sobre los cabellos de una estatua resquebrajada por los miedos. Ese juego se llama Gris, y es una fascinante obra de arte.
Qué bonio, a ver si les va bien y hacen la versión para Play, si no habrá que jugarlo en Steam.
Te recomiendo Everybody’s gone to the Rapture, de la misma gente que hizo Dear Esther. Es un juego que no me canso de jugar, los gráficos siguen siendo una maravilla a pesar de sus ya 4 años y la música es, para mí, lo mejor. Es también un walking simulator.
Ahora estoy terminando The Witness. Te lo recomiendo si te gustan los puzzles. A mí me envició pero bien.
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