Cuando terminó la película y se encendieron las luces en la sala de cine, llena hasta las incómodas butacas de la primera fila, quedó flotando un aire de decepción. Así que esto era la obra maestra mexicana en blanco y negro que todo Hollywood aplaudía, parecía decir el silencio mientras nos levantábamos y abandonábamos el cine. Que las expectativas eran muy altas se había notado en cierta excitación de la gente al entrar, en la variedad de edades y tribus sociales reunidas. La experiencia me recordó el gran estreno de El paciente inglés. Puede que esta vez los espectadores no sintieran como entonces que los habían conducido a una encerrona moral sino al final feliz más anémico de la historia del cine. Quizá los espectadores que compartieron sala conmigo para ver Roma no entendieron que, detrás de su aparente corrección política y de lo útil que le está resultando al ala demócrata estadounidense como arma arrojadiza anti-Trump en sus escaramuzas por el muro antipobres llegados de shithole countries, contiene un fondo moral de doble filo y que sus imágenes de apariencia naturalista encierran símbolos y plantean preguntas incómodas.
Que quede entre nosotros: la película me aburrió a ratos… bueno, con sinceridad, bastante. Después de todo, al cine puede que no vayamos a pasarlo bien, pero no vamos a comulgar. Algunos espectadores se aburrieron a fondo y lo han publicado a los cuatro vientos categorizando la película de estafa intelectual con una protagonista —Cleo, la joven criada india de la comunidad mixteca, que sirve en una casa de clase media-alta en la capital de México— dotada de una docilidad y una fidelidad casi perrunas.
Encima no hay argumento, dicen. La familia instalada en la colonia Roma la compone una pareja de profesionales treintañeros, cuatro niños algo sosos y una abuela corpulenta y dulce. Mientras el cabeza de familia se larga con otra mujer, el país estalla con las protestas estudiantiles y la criada queda embarazada de un patán que presume de samurai (como cualquier criadita boba y analfabeta del cine de los sesenta, es cierto). La acción del relato queda fechada por el episodio de los disturbios estudiantiles violentamente reprimidos por la policía con el apoyo de grupos paramilitares entrenados por el gobierno, episodio que los mexicanos enseguida identificaron como el Halconazo, o la Matanza de Corpus Christi de junio de 1971, mientras yo he tenido que indagar en páginas especializadas para tener una mínima idea de su sentido y alcance histórico.
Me aburría viendo a las dos menudas indias hablar mixteco —una de las lenguas de las minorías nativas—, hacer «gestos» de gimnasia en su cuarto, compartir risueñas complicidades sobre sus galancitos y corretear por la casa para atender diligentes a los señores y a su prole. Seguir a Cleo mientras realiza las tareas del hogar permite a la cámara de Cuarón presentar el escenario, mostrándonos así el territorio que es tanto de poder como de explotación de la protagonista. El tedio de las tareas repetidas —el balde de agua en el piso como eterno recomenzar— es lo propio de la servidumbre mientras el descanso en la azotea, con la colada secándose al sol, muestra, así como vemos en las azoteas vecinas a mujeres en tareas semejantes, el carácter serial, uniformador, vano, de la servidumbre doméstica. La imagen recurrente del avión atravesando el cielo establecía una oposición entre el quehacer de la criada y los avances de la técnica, su estatus humilde contrapuesto a los recursos que requería entonces comprar un billete de avión, pero también, de un modo que creo define la película, opone a una mujer de una raza que habitaba en el continente americano antes de la conquista española a uno de los símbolos del progreso y ruptura de fronteras que conllevó la invasión europea.
Los nativos de México y del continente americano apenas han recibido atención de las ficciones hasta la fecha, han sido figuras cómicas o idealizadas —Dolores del Río jugando a la india, como la que se disfraza en Carnaval y se ve preciosa—; la mayoría de veces son un número en el holocausto de las dictaduras de los setenta, como se ve en Insensatez, de Horacio Castellanos Moya. El tema del soldado y la criada, que también se escenifica en Roma, es un tópico de la ficción realista y ya está dicho que permite al autor que escoge este motivo recorrer de arriba abajo el cuerpo social de un país. También aquí ocurre.
Creo que al darme cuenta de estos rasgos recurrentes estaba cumpliendo de manera bastante decente con mi papel de espectadora de cine. Aun así, me acordé de que la última vez que vi en pantalla grande a una actriz realizando las tareas domésticas a ese ritmo, capaz de provocar en el espectador un desasosiego rayano en la ira, fue en una película de 1976, Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, de la belga Chantal Akerman. Aunque atribuí algo del sadismo de la joven Akerman a Cuarón, el aburrimiento que me tenía en vilo y la sensación de déjà-vu me parecieron intrigantes.
Quienes descalifican Roma por aburrida, blanda, políticamente correcta, idealizante, y critican por todo esto el perfil de la explotada Cleo, parecen convencidos de que Cuarón exige nuestra identificación, casi fusional, con su marginación por raza, género, clase, edad y falta de instrucción, rasgos que la convierten en la quintaesencia de las clases subalternas y han decidido que el desenlace —ese anémico final feliz—, anula cobardemente la problemática de la explotación que la trama describe.
La chispa, es decir la clave, surgió con la escena más fastuosa de esta película que utiliza con enorme eficacia el formato panorámico, el blanco y negro y el diseño de sonido: la del entrenamiento a cielo abierto de un batallón de jóvenes lumpen que ensayan posturas más o menos marciales mientras siguen atentos las palabras de un gurú carismático. Esta especie de mamarracho utiliza el discurso yogui de la época con fines muy distintos de la liberación espiritual de sus discípulos. El descampado, el aspecto de los reclutas, el vestuario marciano del yogui, la cómica imitación de las posturas por parte de las mujeres, la tenacidad de Cleo al ir en busca del villano que se ha esfumado después de preñarla, son elementos argumentales y sociales que evocan el neorrealismo italiano. El título de la película, aunque elegido por descarte según cuenta Cuarón, no es inocente en sus connotaciones.
Se trataría, sin embargo, de un neorrealismo capitalista, como pasado por agua —también el blanco y negro de esta película es aguado, elegante y estilizado a diferencia de los fuertes contrastes intencionadamente dramáticos de la corriente italiana. Diría que Cuarón parte del conocimiento, compartido seguramente con una mayoría de espectadores contemporáneos, del fracaso de las corrientes ideológicas clásicas de izquierda, del marxismo como respuesta de clase a la explotación del patrón, y no ofrece, como hicieron los De Sica, Visconti, Rossellini, etc., un fatalismo catártico para denunciar la realidad económica y moral de la posguerra italiana sino, mediante el sorprendente episodio final en la playa, subrayar las ambigüedades que encierran los vínculos entre explotador y explotado en un concreto momento histórico.
Me temo que muchos espectadores no ven que uno de los temas fuertes de Roma es la defección del varón: las protagonistas son dos mujeres abandonadas, ama y criada, y la casa es propiedad de la abuela; los niños, como menores de edad, constituyen otra minoría social «subalterna» y la solidaridad que se establece en el grupo es, como quiere el buen discurso feminista, poscolonial, etc., una solidaridad entre oprimidos. La criada ha sido burlada por un patán que la insulta, como también lo ha sido la madre de familia, quien queda a cargo de cuatro menores y debe buscar un empleo de un rango socioeconómico inferior a su formación. Es la misma madre de familia —excelente la actriz María de Tavira— con estudios superiores y por estatus en contacto con la realidad social, quien describe con lucidez el momento de cambio político y de costumbres que sacudía el orbe occidental en los setenta: no es solo ese «las mujeres siempre estamos solas» sino cómo por su estatus sexual rebajado tras el abandono está expuesta a los avances eróticos de cualquier hombre atrevido. La nueva realidad resulta tan inaceptable que debe presentársela a sus hijos en forma de cuento, de fantasía. Uno de los niños al contar sus sueños utiliza tiempos verbales que mezclan futuro y pasado, insinuando plásticamente que el sueño, el cine, será el lugar donde se resuelva el conflicto que aún no sabe entender.
Como conviene al medio audiovisual, el director deposita en sus imágenes el mensaje que quiere transmitir. Al espectador corresponde interpretar el sentido de ese cochazo, símbolo fálico y de clase por excelencia, entrando a golpes en la casa-vagina donde todos —las criadas que preparan la entrada triunfal, el perro cagón, los niños alborotados, la madre enamorada, la abuela afable— celebran el regreso del cabeza de familia. Algo significará el cambio a un coche más manejable cuando la madre asume el liderazgo.
Cuarón suele problematizar el tema de la maternidad y no hay película suya sin símbolo de muerte y renacimiento pasados por agua. A menudo también presenta a personajes que quedan marginados, flotando, despojados de un estatus y así arrojados a una realidad súbitamente incierta —desde la astronauta de Gravity suspendida en el espacio a la india Cleo, sin otro contacto con sus raíces y cultura que el de la compañera que sirve en la misma casa, los niños sin padre de Roma, o la mujer sin futuro (Maribel Verdú) de Y tu mamá también, etc—. Con frecuencia esos personajes se cuentan e intercambian historias, ficciones; el tiempo suspendido de los relatos no solo reproduce su condición flotante —así define Cuarón a Cleo y a la astronauta: gente que flota en la vida— sino que hace tolerable la incertidumbre.
El neorrealismo de Cuarón implica restar para mostrar mejor. A diferencia de los italianos, los personajes de Roma no son sexis. No hay maggioratas, no hay actrices despampanantes como símbolo de un país decidido a sobrevivir a toda costa, no hay monólogos desgarrados que enardezcan a una audiencia compasiva ya que no ideologizada. Lo sexy de Roma está en la producción lujosa, en la fotografía, en la publicidad desorbitada de Netflix y en su triunfo en Estados Unidos. Lo sexy de Roma es puro capitalismo.
Así, el desnudo del «samurai» en el cuarto donde ha consumado con la criada no busca excitar o seducir: vemos a un ejemplar del lumpenproletariado que se erotiza con la imagen de su nueva destreza con… un palo, convencido de rebasar los límites de su clase al encarnar una de las típicas figuras mitificadas de la masculinidad, el guerrero.
Y es que en la secuencia del entrenamiento de los «soldados» y después en la represión del Halconazo, Cuarón refuta, sin proponérselo, una de las afirmaciones más polémicas que, en esos años de disturbios estudiantiles y represión policial ordenada por gobiernos de corte ultraconservador, Pier Paolo Pasolini publicó sobre los protagonistas del mayo francés. Como sabemos, afirmó que los policías —en buena parte de origen campesino— encargados de reprimir a los estudiantes eran el grupo al que los universitarios, mayoritariamente burgueses, decían defender. Esa afirmación, esa denuncia, que le valdría al director de Mamma Roma un sonoro abucheo en la Sorbona, fue a la par de otro artículo durísimo sobre los «melenudos», donde atribuía la moda del pelo largo, de la fealdad buscada entre los jóvenes, de cierto hermafroditismo incluso, al éxito del capitalismo rampante para imponerse a través de la moda, del consumismo. Aunque Pasolini hace en sus artículos consideraciones muy elaboradas sobre los errores del marxismo para leer con verdadera astucia la penetración del camaleónico capitalismo industrial, sabemos que se equivoca sobre las protestas estudiantiles de mayo del 68 en Francia, pues un factor esencial de la insurrección fue el descontento de una clase universitaria consciente de que se la formaba para constituir la élite del futuro y, como élite, reproducir los esquemas de explotación de la boyante economía de la posguerra. De modo que el guerrero Fermín no solo no es un samurai al que adornan los valores nobles de esta figura sino un vulgar matón que ocupa la escala inferior de la milicia, sin sueldo ni uniforme ni legitimidad: lumpenproletariado.
En Roma se nos describe con crudeza el destino de los subalternos. Podían haber escrito un personaje femenino más dinámico, con más arrojo y vitalidad, pero Cleo es el grado cero de la subordinación, una joven que existe y se realiza en el amor a esos niños ajenos que cuida desde que nacieron. En el primer neorrealismo suele haber una mujer que simboliza a la donna angelicata a través de la cual un protagonista lumpen —así en Accatone, del mismo Pasolini— busca su redención. Cleo es, sí, figura políticamente alienada pero también el ángel del hogar, figura estable para los niños en un mundo en desorden. Cabe recordar aquí que el sociólogo Alain Touraine explicaba en El mundo de las mujeres (2000) que en las sociedades musulmanas, y no hace mucho en la española, las mujeres tenían una «seguridad social» en el matrimonio, en los vínculos familiares, de ahí la dificultad para hacer saltar por los aires unas estructuras atrasadas pero que garantizan una protección de por vida, algo en lo que el descarnado sistema capitalista fracasa.
Roma muestra, sí, el fracaso de los subalternos en su emancipación como clase. La pareja Cleo-Fermín coinciden cara a cara en la tienda de muebles representando cada uno el colmo de su enajenación, su esterilidad: cuando el subalterno abraza los intereses de la clase que lo oprime y renuncia a librar su propia guerra, vemos —al revés de lo que aseguraba Pasolini— al sector más bajo entre los desfavorecidos reclutado para reprimir a la vanguardia del país, los estudiantes y profesionales, los únicos capaces en esos momentos de pensar en términos de clase y plantear y articular soluciones interclasistas.
Me extraña, a fin de cuentas, que se califique de idealización el supuesto final feliz de la película. La estabilidad mental de Cleo es el fruto del afecto que da y recibe de los niños de la casa. Es el único vínculo no económico que tiene. No creo que se trate tanto de que está dispuesta a sacrificar a su propio hijo y a dar la vida por el hijo ajeno sino que, para mantener su equilibrio mental, no puede permitirse que el mundo de los niños, hasta entonces su eje de estabilidad en una vida «flotante», se connote de muerte de nuevo.
Analizamos Roma como si fuese una realidad del presente y no vemos que el tiempo jugó a favor de las mujeres de los años setenta. Que el niño que relata sus sueños seguramente representa al hoy director de cine. Si describe el presente, será como metáfora. ¿El propio Cuarón estaría describiendo su sumisión como director-autor a las condiciones de explotación que impone Netflix? ¿Solo existe como director de cine en la medida que abraza y rescata a los hijos ideológicos de su patrón? ¿Acaso no lo hace ya todo el mundo en el medio cultural?
El nivel del espectador medio nunca fue gran cosa, a pesar de la tentación que supone creer en que hace sesenta años, la gente que llenaba los cines – sí, aunque parezca mentira- disfrutaba con cosas parecidas a esta «Roma». Lo que ocurre es que llevamos décadas de insidiosa influencia sobre la manera de narrar por parte de publicitarios, «videocliperos» y demás gente de mal vivir; hoy en día y desde hace ya demasiado tiempo, te encuentras con indocumentados que te sueltan a las primeras de cambio que esta película «es muy lenta» y que «no pasan cosas». Ayuda bastante a percibir que SÍ pasan cosas, el hecho de tener muchos años cumplidos a cuestas y una mínima sensibilidad. Debe ser por eso que además de pasarme su metraje como un suspiro, no me aburrí en ningún momento con este excelente film de Cuarón.
Niños de papá que juegan a tirar adoquines en la Universidad sabiendo que cuando todo acabe no pasará nada (como así fue). Funcionarios públicos que cumplen órdenes -legales de un país democrático como Francia, no de una dictadura- para recibir un sueldo y dar de comer a sus hijos. ¿De verdad Pasolini no tenía razón?
Una pregunta (no he podido ver la película): ¿Fermín es policía o una especie de paramilitar?
una especie de… (y no desvelemos más)
Uy, entonces puede que la comparación del autor no tenga tanto sentido como la de Pasolini… tengo que ver la peli :)
Gracias Liu!
Maestro Ciruela, yo soy muy cinéfilo y percibo los subtextos que me quieren mostrar, con más o menos acierto determinadas películas. Cuarón quiere ser De Sica pero, o no ha visto «Ladrón de bicicletas» (cosa que dudo) o le queda muy lejos el maestro italiano. «Roma» es un absoluto, oceánico, intempestivo y soberano coñazo. Lo que más me asombra, sin embargo, es la sospechosa unanimidad de la crítica internacional para con semejante bodrio, aunque quizá se explique porque Netflix ha untado bien al colectivo. De lo contrario es incomprensible. Es lo más parecido a «El traje nuevo del Emperador».
Disfrazan de homenaje a la criada lo que no deja de ser un blanqueamiento de la clase media-alta de la que proviene Cuarón. Cuando Cleo se sienta con los niños a ver la tele y estos la abrazan saltaron todas las alarmas. En cualquier caso, lo que pretende contarnos es su infancia. El problema es que, contrariamente a lo que él se cree, su niñez es un absoluto aburrimiento y carece de emoción. No llego a comprender decisiones como la continua repetición de la entrada del coche en el portal pisando las cagadas de perro. Con mostrarlo una vez es más que suficiente (aun sin saber muy bien qué coño pretende explicarme con ello inlcuyendo las maniobras al aparcar), pero el genio mexicano lo vuelve a repetir 2 ó 3 veces durante el resto del metraje, ¿para qué? Insisto, si la película tuviera algún asidero emocional o algo de lo que tirar, esto no sería más que anecdótico, pero como no es así resalta más todavía en el aspecto negativo.
pues en el artículo le doy una idea del significado del cochazo… se ve que algunos solo leen los comentarios ;D Y si se informara, sabría que sí, que vio Ladrón de bicicletas.
He leído el artículo antes que escribir el comentario, y si usted ve el coche como un trasunto de falo que mientras pisotea y restriega mierdas de perro al tiempo que entra en el portal vagina le felicito por su imaginación y para que la contraten como guionista de Rick y Morty. Si usted llevara razón, ¿por qué recrearse varias veces en una escena tan inane? Cuando digo que Cuarón no ha visto o entendido en caso de haberlo hecho «Ladrón de Bicicletas» lo que pretendo evidenciar es la abismal diferencia entre una obra maestra del realismo y este pestiño infumable y pretencioso. Ver la metáfora del coche y no notar lo que pretendo deslizar me hace pensar que no ha leído bien mi comentario.
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El paciente ingles, pelicula que menciona la autora en la línea 6……una obra maestra por contraposicion a Roma
Ay amigo, es una pena que tu trabajo de peón de la industria cinematográfica en contra de Netflix haya impedido que disfrutaras los planos secuencias que sirven para contar una historia mas o menos real. La ignorancia sobre la cultura mexicana de los setentas se entiende, tu decepción porque no hayan aparecido maggioratas también, me imagino que te quedaste esperando un desnudo de Marina de Tavira.
Déjate de paternalismos y condescendencia. Para disfrutar de un plano secuencia no me hace falta ver lo virtuoso e impostado que se pone Cuarón (igual que su sobrevalorado compatriota Iñárritu). Cuando la forma prima sobre el fondo suele ser porque la historia es pobre y de alguna manera se quiere justificar que el emperador va en pelotas. Tu respuesta me recuerda al hilo de Twitter que salió cuando un mexicano dijo que para entender la película había que ser mexicano o haber vivido el México de los 70. Como comprenderás la rechifla y cachondeo ante argumento tan pedestre no se hizo esperar («No apreciais Titanic porque no viajabais en el barco» etc).
Iba más o menos bien el texto, hasta que llegó ese final, digamos, bastante ingenuo, quizás comparable al de la película.
Decir que «el tiempo jugó a favor de las mujeres de los años setenta» es ignorar una realidad que aún hoy en día se vive en México, principalmente, como en Roma, por la enorme brecha de las clases sociales. Si hubo un cambio social, a los mexicanos todavía nos resulta imperceptible.
Léase, por ejemplo, la ola de discriminación y clasismo que desató esta película y la figura de Aparicio en toda la República Mexicana.
Roma, en lo personal, me parece una película que no cumple con las expectativas, pero «si describe el presente» dudo en verdad muchísimo que sea a modo de metáfora.
Como casi todo el arte ,y muchas facetas de la vida igualmente;vease gastronomia,estetica,idiomas,arquitectura,naturaleza,politica,etc,el arte es cuestión de gustos. Esto es :la musica, la literatura, la danza, la pintura y escultura y claro esta el teatro y el cine. Somos dos parejas de amigos y cinefilos que solemos coincidir en casi todas la peliculas. Me refiero a que nos suelen gustar las mismas.Esta vez no. A mi mujer y a mi nos encantó Roma, a ellos no.Les pareció sobrevalorada y les aburrió.A ellos les encantó,o gustó mucho, Cold War. A nosotros,ni fu ni fa, Resumen de los hechos : cuestión de gustos. Sin entrar en e cuestiones tecnicas ,ni de guión,ni fotografia,ni dirección,ni actuación de actores. Estoy muy de acuerdo con lo que comenta Maestro Ciruela en el primer comentario. Igaulemente, alguien comenta que SI pasan cosas,y es cierto ;pasa toda una vida, una formade vida, una cuestión de clases, de generos (los aparcamientos del coche en la entrada de la casa) con acontecimientos reales e historicos incuidos.Una de los detalles que mas me gustó es la relación entre las dos «criadas» y que hablasen en su idioma.No es mas que otra opinión.La mia. Un saludo