Hace dos años Encarna Fernández celebró su centésimo cumpleaños. Natural de Lorca, Encarna ha sido conocida como «la niña del gancho» en el ámbito baloncestístico. El pasado 10 de marzo, con ciento dos primaveras, fue homenajeada en el descanso del partido que disputaron el FC Barcelona y el San Pablo Burgos con motivo de los festejos del Día Internacional de la Mujer del 8 de marzo.
Encarna fue jugadora de baloncesto antes y después de la guerra civil. En el apartado de baloncesto femenino del libro Historia del baloncesto en España de Carlos Jiménez Poyato (Círculo Rojo, 2016) la suya era la primera entrevista. Comenzó jugando en la calle, en 1931, con los que poco después se convertirían en su marido y su cuñado.
Con 1.54 centímetros, su primer equipo fue el Atlas Club, donde fue máxima anotadora de las categorías masculina y femenina; club que tuvo que abandonar porque sus terrenos fueron vendidos para hacer pisos. De ahí recaló en el Layetano. Tras la guerra civil fue primero entrenadora del equipo de la Sección Femenina de Falange para fichar por el FC Barcelona después, en 1944. Club del que se retiró casi una década después, en 1953.
En un documental de Raquel Barrera disponible en Filmin titulado La niña del gancho, su hermana, Maruja Hernández, que también fue jugadora de basket entre 1941 y 1950, recordó cómo las llamaban «pelotaris» porque nunca antes habían visto a una mujer jugar a ese deporte, ni siquiera a un hombre. «No sabían de qué iba, jugar al basket o ir en moto estaba mal visto, eras una machote», explicó. Pero cuando jugaban en el barrio de Les Corts los vecinos se asomaban a la ventana para verlas. Causaban expectación entre sus vecinos.
Encarna, nacida en Murcia, acabó en Barcelona porque su familia, como tantas otras, emigró allí a buscar trabajo detrás del primogénito de la familia, que fue el primero en dar el salto. Todos juntos allí fueron testigos de la inauguración de la Exposición Mundial de 1929.
No había siquiera equipos de hombres, se jugaba en campos de tierra. Tenían que sacar las piedras echando cubos de agua antes de jugar, luego pintaban las líneas con cal y se iban a almorzar antes de jugar. Era un proceso. Las mujeres, en sus partidos, iban con blusa y falda al principio. Tras la guerra, las obligaron a ponerse falda-pantalón o incómodos pantalones bombachos.
El documental, en esencia, recoge los últimos homenajes que ha recibido la centenaria deportista y sus encuentros con Amaya Valdemoro y Laia Palau, las dos jugadoras que más veces han vestido la camiseta de la selección nacional de baloncesto femenina.
Pero la parte más relevante e interesante de la película fue la relativa a los recortes de prensa y el trabajo de documentación que realizó la directora para poner de manifiesto cuál era la situación en la que estas mujeres tuvieron que saltar a la cancha.
El baloncesto era presentado en los medios como el «último juego exótico y feminista». Durante los años treinta, de hecho, así fue. Se consideraba que era más un deporte propio de mujeres que de hombres, más centrados en el fútbol. Aunque un artículo citado en la película se quejaba de que las mujeres, que tenían que estar presas dentro del ideal femenino, tuvieran fuerza física y llevaran al límite su resistencia. Decía así: «¿Hay algo más feo que esos gestos duros y de supremo esfuerzo que adquieren las campeona de saltos, de fútbol, cross-country, rugby o demás deportes viriles, donde más que rasgos de mujer adquieren los del hombre y pierden así su aspecto suave y delicado, ese algo que toda mujer debe poseer?».
Al paso salía una información posterior con este lenguaje: «El deporte no forja marimachos. Ved aquí a la campeona Torrents, espíritu y muy femenino y silueta muy elegante». E incluso se abogaba por la autonomía de la mujer deportista: «Se ha escrito mucho acerca de la participación de la mujer en el deporte. Se escribirá todavía más. Se establecerán clasificaciones en nombre de la estética, de la moral y de la higiene. La mujer no por ello dejará de seguir haciendo lo que le dé la gana».
Fueron tiempos en los que jugaban con un balón de cuero muy similar al de fútbol. Hasta 1935 no se celebró el primer encuentro femenino bajo techo y en parqué. Por el desorden reglamentario, en Madrid se llegó a jugar con seis jugadoras por equipo con el campo divido en tres partes que debían ocupar dos rivales de cada equipo. Así se pretendía evitar el contacto físico, los golpes y los empujones. Lo poco femenino. En el resto de España sí que se permitía jugar con cinco, pero de nuevo se cuidaba de que no hubiese contacto. Las chicas tenían que ocupar puestos fijos, dos atrás, una de central y dos por delante. Los lanzamientos a canasta se hacían «a cucharón» o por detrás de la cabeza. Era un juego estáticos, marcado por los pases y con tiros muy poco afortunados por la falta de una técnica apropiada que fue llegando después.
En su noventa y siete cumpleaños, en una entrevista en El Mundo Deportivo, Encarna explicó lo que significó para ella el horror de la guerra civil: «Fue terrible. Cuando veo a esos gobernantes que mandan hijos a la guerra a matar a otros hijos… Estuve tres años sin saber nada de mi marido, que fue de primer reemplazo, lo cogieron prisionero, pasó calamidades, él era un chiquillo de veinte años, se me murieron tres hermanos por la guerra…».
Con Franco, lógicamente, todo cambió y también en el mundo del baloncesto. Se siguió promoviendo el deporte femenino, pero el objetivo tenía fines políticos y sociales. Gracias al basket se podría «obtener de la mujer una nueva raza sana y robusta que produzca para nuestro futuro hijos fuertes que habrán de ser el día de mañana los defensores inmortales del Imperio».
La Sección Femenina de Falange se encargó de la organización del deporte femenino. Las camisas azules de Pilar Primo de Rivera decidieron que determinadas pruebas atléticas y el ciclismo no las disputarían mujeres por ser poco femeninas. Se les permitió, en cambio, jugar al hockey, voleibol, tenis y baloncesto. Esas entendían que sí eran saludables.
En la prensa, a la hora de la verdad, cuando tenían que dar la noticia de los resultados de sus partidos eran cada vez más pequeños. Muchas veces inexistentes. Lo mismo que ocurre ahora, que el deporte femenino se despacha con un breve. En el documental se muestra claramente la vergüenza y el bochorno que le producen haber llevado una carrera prácticamente invisible por el hecho de ser mujer.
Cuando se retiró pensó solo en tener su hijo. Según comentó en la aludida entrevista en El Mundo Deportivo, había perdido uno tirándose a la piscina en trampolín cuando no sabía que estaba embarazada. Estaba claro que el deporte y la actividad física eran su vida.
Con el homenaje que le ha realizado el Barça, se cumple con su trayectoria, pero sobre todo se repara una injusticia. En 2014, Encarna decía: «El Barça ni se acuerda de que estuve allí ni saben que tuvieron basket femenino. Un día fui al museo y no hay ni una copa. Y en el Museo Olímpic hay muy poca cosa. ¡El museo lo tengo yo en mi casa!».
Otro buen articulo de jotdown sería una semblanza de esa gran jugadora, inmarcesible, a la fuga de etiquetas e inclasificable que fue Marisol paíno.
Mi abuela también fué una de esas pioneras jugando al basket para el FC Barcelona en esa época y practicando atletismo. Ahora me pregunto si se conocieron. Probablemente si.