Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista Smart número 34.
«Hay una razón por la que la reina es la pieza más fuerte en el tablero del ajedrez y una razón por la que ganas cuando matas al rey». (Diane Lockhart, en The Good Fight)
Lo crean o no, el mundo ha cambiado. Existe una nueva línea que fragmenta nuestro tiempo en dos periodos diferenciados. Es un acontecimiento concreto, aunque aquí la efeméride precisa importe menos: el bofetón. El de Diane Lockhart a Alicia Florrick mientras sonaba «Better», de Regina Spektor. Ceremonial, narrativo, circular. Un sopapo a mano abierta sobre el que fundar una religión.
Antes del bofetón (a. b. en adelante) el culto dominante era el florrickismo. Lo fue de 2009 a 2016, mientras The Good Wife estuvo en antena, con la crítica subida al guindo y las huestes de Alishos (1) vigorizándose cada semana. Un culto peculiar, donde la devoción por la líder no solo no era obligada, sino infrecuente. La progresiva antipatía que suscitaba Alicia Florrick era parte del encanto, y además permitía que ese vacío de idolatría lo rellenaran otros. Una, en particular. Ella: Diane. Los guionistas y padres de la criatura, Michelle y Robert King, fueron cuidadosos al ensamblar las piezas de la abogada demócrata: epatar, pero no opacar. Con el centro de atención orbitando sobre las pelucas de Alicia, su mentora se erigía en columna moral de la serie. Diane era nada menos que una impecable profesional, pero también nada más. Su personaje existía en la dimensión intelectual, con contados desvíos emocionales. Paradójicamente fue esa distancia impuesta por el protagonismo ajeno lo que hizo a Diane tan hipnótica, tan magnética. En una de sus miradas había capital suficiente para meterse en el bolsillo una escena y un capítulo entero, otra cosa es que lo hiciera. A veces sencillamente se reía, y esas carcajadas reverberaban como un fascinante interrogante. No solo era una secundaria carismática, había algo más que faldas de tubo, maxicomplementos y lingotazos de whisky. ¿De qué se ríe Diane?
Entonces vino el bofetón, la sentencia definitiva tras siete años de proceso al florrickismo. Lo propinó ella, la única que salió con la integridad intacta de aquel pasillo. En una ficción pocas cosas son casuales, esta aún menos. La era d. b. (después del bofetón) empezaba su andadura con una convicción sólida: si Hillary Clinton se las hubiera ingeniado para ser algo más que el «mal menor», no habría sido Hillary. Habría sido Diane Lockhart.
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Los tiempos de reivindicar The Good Wife como el drama legal más elegante, inteligente y sofisticado ya son cosa del pasado. Minimizar su bostezable premisa o decir que es «más que una serie de abogados» suena a mantra anticuado —porque lo es— y no queda por extender ni un solo certificado de calidad trascendental que la serie no posea ya. Hasta la alabanza más reiterada, «se parece a La ley de Los Ángeles pero sabe a The Wire», que tecleó Emily Nussbaum, es una reliquia. Hoy, en el segundo año d. b., estamos a otra cosa. En otro sitio.
Al matrimonio King le tocó reformular el futuro en tiempo récord, porque la realidad le escamoteó la posibilidad de que el antiguo personaje, protagonista de su nueva serie, siguiera, de alguna forma, los pasos de Hillary. Los primeros treinta segundos de The Good Fight consisten en un plano de una anonadada Diane tratando de digerir la realidad: Donald Trump está siendo investido presidente de Estados Unidos. Apaga la televisión antes de que jure el cargo y se dirige —cree— hacia su jubilación en la Provenza, tras gloriosas décadas levantando el bufete más grande del Medio Oeste.
Y se equivoca, qué otra cosa podría ocurrir. Porque ella también fracasa. A la pragmática Diane le toca asumir una estafa piramidal tipo Madoff, una bancarrota, un par de traiciones y un nuevo estatus de apestada, también en tiempo récord. Todo esto con el tema del (acertado) ataque de cuernos aún por zanjar, porque hay asuntos para los que el botón de reset es inútil. Sin trabajo, dinero, reputación, legado ni marido. Al menos puede blasfemar, algo prohibido en la época a. b. Y drogarse. Y hacer kárate. Y reírse como una auténtica desquiciada ante una realidad que es demasiado surrealista para sobrellevarla con nada más que sobriedad.
Quizás no esté bien reconocerlo, pero lo que hace de la Diane Lockhart d. b. un personaje imprescindible y disruptivo es que —al contrario de lo que determina el canon de los grandes protagonistas de las cadenas de cable— no es una antiheroína torturada. Sus tragedias no la definen. Le sobran la afectación, la intensidad y la autocompasión… y también el cartel luminoso de «mujer fuerte». Es como si la hubieran escrito a cuatro manos entre Nora Ephron y Dorothy Parker mientras Aaron Sorkin les ponía las codas. Ya lo dijo su intérprete, Christine Baranski: «Diane es siempre la persona más inteligente de la habitación, su autoridad y su estatura moral son incontestables». Porque, al fin y al cabo, tanto The Good Fight como su ficción matriz no van de otra cosa: del poder, que no es lo mismo que la política, aunque sean vasos comunicantes.
No vamos a tomarnos ni un momento para celebrar que una mujer de sesenta y tantas primaveras esté al frente de una de las producciones más ambiciosas de la actualidad, ni que la escolten en el protagonismo una lesbiana y una negra. Porque eso —un triunfo en sí mismo— sienta las bases, pero no sustenta la serie, que es mucho más atrevida en sus planteamientos. Y en su discurso. Cuando se afirma que The Good Fight es no solo el primer, sino el mejor retrato del mundo tras la llegada de Trump (o d. b.) no es porque sus tramas toquen asuntos como el feminismo, los conflictos raciales o los escándalos sexuales. Eso sería quedarse en la orilla. Los King se zambullen y dejan que el agua les encharque los pulmones: hablan del #MeToo, de Aziz Ansari, de los abusos sexuales en los realities, del impeachment contra Trump, de la nula privacidad de Facebook, del linchamiento social… ¿Les suena? Jugar a la metarrealidad. Quiso hacerlo The Newsroom y se valoró la intención, pero aquello fue un disparo al aire. Con una frontera entre buenos y malos dibujada con tiza en el suelo y unos personajes superlativos siempre en pugna por lograr LA frase, cualquier cosa que oliera a discrepancia no podía ser más que un espejismo. En el Chicago de Diane las discusiones no parecen concursos de oratoria. Son sucias, a veces broncas y muy rara vez ejemplarizantes. Aquello es un despacho, no un plató.
Hay que postrarse ante Diane tantas veces que sale a cuenta contemplarla arrodillados. Una mujer que lee y parafrasea a Gore Vidal, a Tennessee Williams o a Gloria Steinem; orgullosa integrante de la EMILY’s List que se encapricha de un facha y se lo lleva al altar. Porque quiere. Si negocia su salario, le basta con decir «Quiero lo que valgo» sin que el mentón apunte al cielo. Alguien con el mejor armario de Illinois. Que no es guapa, ni joven, ni singularmente simpática, sin que nada de ello suponga una carencia, sino una virtud. «Es exactamente como luciría Angela Merkel si vistiera de alta costura y con stilettos», dice Baranski.
Discrepamos. La abogada es a la única que aceptaríamos haciendo un dueto con C. J. Cregg, interpretando «The Jackal». Un tándem para 2020 no solo en aquella Arcadia de El ala oeste de la Casa Blanca, sino en el 2020 d. b. Una ensoñación que, asimismo, serviría para pasarle la mano por la cara a su predecesora The Good Wife (¿Qué? ¿No es Fraiser mejor que Cheers, o Lou Grant mejor que Mary Tyler Moore?) en su concepción de la amistad femenina como algo frágil y extraño. Un camino que las presentes dos temporadas de The Good Fight ya han emprendido: entre Lucca, Maia, Marissa y Diane late algo que Alicia jamás logró entender. Aunque la abofeteara en la cara.
¿Se reía de eso Diane? No. En la era de la posverdad, cada carcajada es una tabla de supervivencia. «Da igual que el mundo esté loco, mientras mi pequeña parcela siga siendo un lugar cuerdo».
Sigue riéndote, Diane.
La reina, en el ajedrez, se convirtió en la pieza más poderosa porque Isabel I de Castilla se empeñó.
(1) La denominación y presidencia del culto le corresponde al crítico Alberto Rey.
Me sorprende la fascinación que ejerce este ambiguo personaje, en mi opinión sobrevalorado, por no decir mitificado. Como Isabel la Católica y su supuesta influencia en el ajedrez (tu afirmación final no es cierta, aunque podrías replicar que se non è vero è ben trovato).