Esta entrevista fue publicado originalmente en nuestra revista Smart número 38.
Dos cafés negros y tres carcajadas mansas. Ese es el balance de Emmanuel Carrère (París, 1957) en una conversación larga, en la que él impone un ritmo pausado, generoso en silencios. El escritor francés es frío o, por lo menos, es frío en estos días en los que todos le preguntan por la puesta en libertad del asesino Jean-Claude Romand, el personaje de su célebre obra El adversario. Le da igual y así lo suelta. Aquello, como Limónov, era no ficción, o autoficción, ese género del que se ha convertido en paladín. Eso también le da igual. Al escritor de primera persona le agotan las definiciones ajenas. Sabe que le tienen por altivo y narcisista, y es reacio al desmentido.
Carrère es un hombre de sonrisa complicada, en línea recta y de amplitud controlada, pero a cambio responde honesto, masticando cada sílaba. En una acrobática posición de loto, habla sin pudor del bloqueo creativo, de la depresión, el sexo y la religión. También de su relación más compleja, la que mantiene con la realidad. En el marco de la entrega del Premio Formentor de las Letras y las Conversaciones Literarias organizadas por la Fundación Santillana y patrocinadas por el Hotel Formentor, Carrère se presta a hablar de Carrère. Que, paradójicamente, es de lo que menos certezas tiene.
¿Cómo le sienta que haya siempre tanta atención con respecto al género en el que escribe? ¿Que las idas y venidas entre la novela, la no ficción, el regreso al periodismo generen tanta atención, tanto análisis?
[Asiente, poniendo los ojos en blanco] Sí, es cierto. Es una obsesión constante lo de analizar mi trayectoria en esos términos, es francamente agotador. Pienso que en lo que se refiere al género en la escritura no es necesario enmarcarse en un cuadro específico, siempre lo he pensado. Lo que intento hacer, aunque quizá sea banal decirlo así, es explicar mi experiencia personal, mi percepción de la vida, mi comprensión de mi entorno y de mi vida en general. Creo que es algo que todo el mundo hace, aunque yo lo hago de forma escrita y desde mi punto de vista. Hay otras personas que se centran más en la vida que les rodea, o en la vida política, o en lo que contemplan… pero yo tengo la impresión de que simplemente trato de darle forma a lo que vivo. A veces a través del periodismo, de la novela, o del ensayo. Nada más. Pero no entiendo esta obsesión con los géneros.
Ha dicho alguna vez que le preocupa mucho más el futuro del periodismo que el futuro de la novela. Que no cree que esta vaya a morir, por mucho que siempre se anticipe su fallecimiento.
Es que yo no creo que la novela esté en crisis, me da igual quién lo diga. Es un formato que se ha ido desarrollando en distintas formas. Lo que quizá sí que esté en crisis es la novela realista del siglo XIX, pero eso lo podríamos aplicar a la poesía también, por ejemplo. Ha existido siempre, y siempre existirá, y quizás lo que ya no se da es el soneto clásico. Ocurre lo mismo con el teatro, donde no se lleva la tragedia clásica ya, pero eso no ha impedido que el teatro siga existiendo y evolucionando. En mi opinión, la novela seguirá cambiando, adaptándose, porque por definición la novela es basta y es impura. Necesitará renovarse siempre. El tipo de libro que yo escribo, lo que llamáis «no ficción», es novela. Quizás tiene una vertiente más periodística o documental, pero novela al fin y al cabo. Así que no me preocupa su futuro: la novela seguirá yendo bien.
El futuro del periodismo sí que es más preocupante. Como bien sabes, para que tenga lugar un buen periodismo es necesario tiempo, espacio y presupuesto. Y eso es algo que hoy en día está en entredicho, porque el periodismo no tiene esas tres fuentes a su disposición como las ha tenido en el pasado, cuando yo empecé a trabajar, en los años ochenta. He tenido la suerte de poder hacer reportajes que hoy en día no se podrían hacer, de eso estoy seguro. Internet ha puesto muchísima información a disposición del público de forma gratuita, como ocurrió con la música, que también entró en crisis. Lo que tenemos que atacar es la esencia: la gente está poco dispuesta a comprarse un periódico cuando puede encontrarlo todo online.
«Preferimos creernos cualquier mentira que concuerde con nuestra opinión a interesarnos por una información veraz que la desmienta». Lo dijo en Limónov hace ocho años.
Mientras lo decías he pensado «qué cierto», hasta que has dicho que la cita es mía. Estoy de acuerdo conmigo mismo, algo que no siempre ocurre [risas]. La cuestión de las fake news es algo que me produce mucho interés, ahora mucho más. Ya lo dijo Philip K. Dick, que dio forma narrativa a esta realidad virtual y alternativa del mundo. Hoy vemos el problema, pero él ya lo anticipó, como una especie de profecía; vivimos en el mundo que él ya anticipó.
Ahora las fake news tienen una base y un afán de totalitarismo, lo que enlaza también con George Orwell y su análisis de cómo convenimos, socialmente, que ciertas cosas son ciertas. Por ejemplo, la comunidad científica tiene claros, más o menos, sus consensos. Pero cuando hablamos de ciencia comunista o nacionalista, entonces se destruye esa idea de una realidad común y deja de haber interés compartido. Eso creo que es el punto de partida de las fake news, algo que se está amplificando, y yo creo que será un fenómeno que seguirá expandiéndose. No creo que podamos hacer nada, además de reflexionar sobre el tema.
¿Nada?
No, sé cómo ha sonado eso. Matizo: podemos intentar hacer algo a nivel individual. Como periodistas podemos tratar de ir a verificar los hechos, tratar de escapar de esas fake news a base de esfuerzo, pero no nos engañemos: no deja de ser una resistencia marginal. Hay que aceptarlo. Yo he tenido la suerte de vivir otro periodismo, el que hoy en día ya se ha convertido en «periodismo a la antigua», donde se tenía el tiempo, el espacio y el dinero para hacer las cosas bien. La Revue XXI, una revista que hace diez años que existe y en la que yo he trabajado, sigue haciendo un periodismo del que ya no se hace. Ahí empezó Limónov, por entregas. Pero esto no dejan de ser pequeñas islas de resistencia en un océano de algo que no está digerido y que no se puede frenar. Es mi sensación. Irreversible. Verificar los hechos es importantísimo… pero es difícil. ¿Dónde está el hecho en bruto? Porque los hechos también siguen una narrativa. Es un poco como lo que decía este gran patrón del capitalismo, ese visionario que es Elon Musk: que daremos con la realidad de base, la realidad pura, una vez entre un millón, y eso si tenemos suerte. No hablo de la realidad de los hechos, sino de la realidad en bruto. ¡Lo que antes se llamaba simplemente la realidad!
Elon Musk dice que vivimos en una especie de Matrix, en una simulación de la realidad…
Sí, es un revolucionario y un loco, pero tiene su punto de razón. Creo que parte de lo que dice es cierto.
Ha citado antes a K. Dick, ahora que en España relanzamos Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Dentro del atrevimiento que supone decirle a alguien que le entiendes, da la impresión de que es más fácil llegar a comprender a Carrère después de este libro, y también después de lo que cuenta en Conviene tener un sitio adonde ir sobre cómo llegó al escritor. ¿Buscaba psicoanalizarse usted a través de K. Dick?
Quizás sí, porque, como has visto, me siento muy vinculado a la figura de K. Dick, y no solo se trata de que me despierte simpatía. A través de cada libro, de cada personaje, estoy ofreciendo una realidad virtual de mí mismo. Como criminal o aventurero, como en Limónov; como un juez de gran altura moral, como amante salvaje y también como yo mismo. En este caso, resalto esa faceta de iluminado, de profeta, que de alguna manera me une al personaje que quiere ser igual que san Pablo. Es un místico en estado salvaje que no consigue hacer lo mismo que él, porque no funda ninguna religión, pero tiene ese deseo de hacerlo. Es un libro que tiene veinticinco años y sigo igual de apegado a él, al hombre que era.
En él, pero también en otros escritores a los que admira, se da la circunstancia de que tuvieron una infancia rara. Niños apartados, malos en los deportes, aficionados a la lectura… ¿Usted era así?
Totalmente, tal como lo dices. Yo me he sentido siempre más cercano a los niños con gafas, apartados, los que no jugaban al fútbol, que a esos líderes naturales, a los que siempre he mirado con recelo. No sé si con envidia.
Ayer, en su charla, repitió la anécdota sobre Charles Dickens que contó cuando recibió el Premio FIL. En ella, Dickens recibía una carta de una enana que se sentía ofendida por uno de sus personajes, y él acababa cambiando el texto para no herirla. Algo muy actual hoy en día. ¿Existe el derecho a no ser ofendido?
No creo que exista el derecho a no ser ofendido. Eso sí: es cierto que internet ofrece la posibilidad de que eso ocurra a mayor escala que antes. Todos podemos decir de todo sobre cualquiera. Se ha colocado un altavoz enorme y se ha sobredimensionado la posibilidad tanto de ofender como de ser ofendido.
¿Qué responsabilidad tiene un escritor cuando eso ocurre, cuando ofende escribiendo algo?
Es un dilema clásico, aunque ahora pueda verse resucitado y esté más presente. Cuando uno es escritor, cuando pone su nombre a una publicación, está asumiendo una responsabilidad sobre lo que dice. No es lo mismo eso que un comentario en internet, que puede resultar completamente dañino, ordinario u ofensivo a muchos niveles. Personalmente, creo que ser escritor no mengua en absoluto la responsabilidad de no ofender. Y en el caso de que lo haga, de que algo de lo que diga ofenda, debe asumirlo también. Ser escritores no nos confiere un derecho adicional a ser ofensivos. Pero si corremos ese riesgo hay que asumir la responsabilidad.
Es decir, que también habría retirado al personaje, como Dickens.
Quiero pensar que sí, por eso cuento la anécdota. Pero no me atrevo a asegurarlo. [Risas]
Hablando de Janet Malcolm, a quien también le profesa gran admiración, a ella le discute una de sus sentencias más famosas, la que afirma que «Todo periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que hace es moralmente indefendible».
Sí, la admiro, admiro su extraordinario talento, pero no estoy nada de acuerdo con ciertas cosas. Lo que ella dice es que cualquier periodista o escritor —que en este caso es lo mismo, porque es no ficción— que habla de personas reales siempre las está traicionando. Yo me rebelo contra esa tesis. Creo que como buena periodista que es sostiene un punto de vista un tanto masoquista. Yo no me siento así, no siento que haya traicionado a las personas que he retratado en mis libros. Ni a Jean-Claude Romand, ni a Limónov. Creo que siempre he sido muy honesto con ellos, siempre les he dicho cuál es mi posición. Creo que sí es posible hablar de personas reales sin traicionarlas, eso por un lado. Pero, y ahí estoy de acuerdo con Malcolm, se trata de aceptar que no podemos ser objetivos, que esa objetividad no existe, y no podemos pretender decir que no estábamos allí.
Lo incómodo, decía en un artículo en Le Monde, es «aceptar la idea de estar involucrados».
Exacto. Eso es importantísimo, y es lo que a mí me ha llevado a hablar en primera persona, lo que ha llevado a que me pregunten siempre (y te agradezco que no lo hayas hecho) si eso no es narcisismo, o deseo de protagonismo. Porque no, no lo es. O quizás sí, no lo sé. Para mí es una aceptación de que yo estoy allí, en esa circunstancia; una forma de aceptar esa responsabilidad, de que soy parte de lo que estoy contando.
No cree haber traicionado a nadie con sus libros, pero con Una novela rusa sí transgredió ciertos límites, o eso me ha parecido que ha reconocido alguna vez.
Vaya, es verdad. Ese libro es particular, como veo que sabes, es diferente. Ahí sí siento que he transgredido una regla moral en la que yo mismo creo. Soy una persona muy moral, pero eso no significa que me comporte bien. Con ese libro hice daño a dos personas, en concreto, a mi madre y a mi compañera en ese momento, de las que dije cosas que ellas hubieran preferido que no hubiera contado. Hice daño. La verdad es que lo asumo, lo reconozco, no lo volvería a hacer.
Entonces, ¿volvería a escribir Una novela rusa?
Sí. No me arrepiento de haberlo hecho. No es incompatible.
Sostiene que la diferencia entre escribir de uno mismo y de los demás es que cuando escribimos de nosotros mismos no hay límites, porque solo nos afecta a nosotros. Por eso se siente más libre de hacerlo. Esos límites existen cuando lo hacemos sobre los demás, porque tememos dañarlos. Pero ¿no hay responsabilidad en lo que nosotros contamos de nosotros mismos, no tiene influencia en quien nos quiere?
Quizá eso sea una salvedad a mi argumento. Sí que siento ese grado de responsabilidad de que lo que digo de mí mismo también influye sobre los demás. Lo que quiero decir es que en lo que uno escribe de sí mismo, uno es el maestro. Puede controlarlo, decidir qué cuenta, qué omite y qué suaviza. En contraposición, los demás no pueden controlar lo que escribes de ellos. Es una cuestión que me he planteado, cómo puede influir todo lo que escribo en mis hijos. Pero es que no creo que la mejor forma de educar a los hijos sea diciéndoles que los padres son perfectos, no hay que alimentar esa mentira, se puede prescindir bastante de mentir a los hijos. En todo. También te confieso que en mis libros, y también de forma general, hay cosas que no querría que ellos leyeran demasiado pronto. No querría que mi hija de doce años lea Una novela rusa antes de hora. Pero es una cuestión interesante, hasta qué punto uno puede mostrarse desnudo en particular frente a los hijos. Creo que les atañe a ellos más que a nadie.
¿Por qué la gente, cuando le dice que si no tiene pudor al escribir en primera persona y de forma personal, al final siempre se está refiriendo al sexo?
Eso es verdad. La principal transgresión, el principal tabú que transgredimos es escribir y hablar sobre sexo. Por razones que no veo claras, por razones oscuras, no sé por qué no podemos hablar de sexo de una manera más zen y más sana. Esto me lleva a pensar en algo que dijo Montaigne, que voy a citar de memoria: «¿Qué hizo la acción genital a los hombres, tan natural, necesaria y justa, para no osar hablar de ella sin avergonzarse, y para excluirla de las conversaciones serias?», y tampoco tengo la respuesta. Pero el sexo no es lo único con que se puede transgredir. Hay otros sentimientos que nos da vergüenza reconocer, como la envidia, que todos la vivimos en algún momento, o la mezquindad. Es difícil reconocer esos sentimientos, pero creo que es positivo hacerlo, porque también les hace bien a los demás verse reconocidos en esas maldades. Aun así, yo no siento ninguna afinidad por las obras literarias que hablan del sexo como algo oscuro, blasfemo, relacionado con la culpabilidad… como por ejemplo hace Bataille. Es un autor que odio. Tiene ese punto de vista como de cura, una forma imbécil de ver la sexualidad. Me horroriza ver el sexo así. Pero no pongas que considero a Bataille un imbécil, no es eso lo que digo [risas]. Solo que no estoy de acuerdo, siento una antipatía profunda hacia considerar el sexo como algo malo. Esa visión de él como algo pecaminoso.
¿Y cómo lo conjuga con la religión? En El Reino decía…
¡Por mi parte bien, porque no soy católico! [Ríe]. No me supone ningún problema. Pero reconozco que esa es la cara del cristianismo que más antipática me resulta, aunque eso no resume todo el cristianismo, que tiene otras cosas que sí me llegan, me tocan, me gustan. Pero todo ese peso oscuro de la culpabilidad que tiene la religión me estorba. Lo que me lleva a pensar en algo que decía George Orwell de que el conflicto radica no tanto entre la izquierda y la derecha, sino entre la libertad y la autoridad. Y, si miramos atentamente la historia del cristianismo, veremos que en sus inicios la figura de Cristo realmente era representativa de una extraordinaria libertad. Pero rápidamente aparece san Pablo, que introduce la figura de autoridad, y la Iglesia es construida sobre esa noción autoritaria. A mí me gusta mucho más la noción de libertad del Evangelio.
Por cierto, Malcolm también dice que los periodistas «no somos una profesión de ayuda. Si ayudamos a alguien, es a nosotros mismos».
Sí, y tiene su parte de razón, pero déjame precisar. Esa noción parte de una idea que es falsa de base: ni los escritores ni los periodistas estamos aquí para ayudar a nadie escribiendo su historia. Si pensamos eso, vamos a acabar escribiendo nada más que chorradas y cosas sin sentido. Pero, si aceptamos que no escribimos para ayudar a nadie, sino para contar una historia, una situación o mostrar unos personajes, admitiendo que estamos transmitiendo nuestro punto de vista, entonces tenemos la posibilidad de ser honestos. Querer intentar ayudar a la gente es la mejor manera de hundirlos. Eso resume bastante lo que pienso.
¿El periodismo no tiene que intentar ayudar a la gente?
No debe ser su intención. Tiene que contar.
Usted también es un gran fan del psicoanálisis, como Malcolm. En Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos prácticamente psicoanaliza a K. Dick. ¿Sigue creyendo en el método?
El problema es que no puedo saber realmente cuánto me ha ayudado. Porque no puedo saber cómo estaría ahora mismo si no lo hubiera usado. Y aunque ya hace tiempo que no hago psicoanálisis, tengo la impresión de que hoy en día, en la época en que vivimos, en este momento, hay mucha hostilidad hacia él. Hoy en día queremos resultados y los queremos ya, y eso es algo que el psicoanálisis no puede ofrecer, porque lo que lo hace fecundo es que no sabemos adónde vamos cuando nos adentramos en él. Es un camino de incierto resultado. Y podría hacer un paralelismo con la realización de documentales hoy en día, donde, si uno quiere presentar un proyecto, tiene que presentárselo a un productor, a una cadena de televisión… Y lo que te piden es que desarrolles todo el escenario del documental, y eso es contrario al principio del documental en sí, que tiene preguntas y no respuestas. Tiene mucho de imprevisto, puedes definir el punto de partida pero no adónde va a llegar. De eso se trata, de no saber el destino final. Con el psicoanálisis ocurre lo mismo. La mayoría de nosotros no queremos ir por ese camino de lo desconocido y de lo incierto, que es justo lo que yo encuentro interesante. Tanto en el psicoanálisis como en la escritura.
También hay una cierta proximidad entre el psicoanálisis y las enseñanzas del Evangelio. La gente que lo lee mucho, que lo utiliza como una forma de nutrición habitual, como hago yo, encuentra siempre alguna frase que les da la sensación de que ha sido escrita para ellos. Que es como un mantra. Hay una frase que aparece al final de San Juan, justo después de que Cristo resucite, que se dirige a Pedro y le dice: «Cuando eras joven tú mismo te ponías el cinturón y te ibas adonde querías. Pero cuando te haces mayor, alguien te pone el cinturón y te hace ir ahí donde tú no querías ir». Esa frase para mí dice mucho, porque es casi lo que espero de la vida: espero que la vida me conduzca allí donde yo no tenía previsto llegar. Ahí está lo más interesante. El psicoanálisis, en el mejor de los casos, es una experiencia de libertad. La libertad significa no saber hacia dónde vamos o llegar adonde no teníamos previsto ir. Es algo sobre lo que he reflexionado mucho. La libertad de ir adonde no queremos ir es algo peligroso, que da miedo. Pero, en el fondo, siempre he tenido esta noción de Dios como un extranjero. Lo que denominamos, en términos religiosos, «el abandono de Dios» también podríamos definirlo como «abandonarse al inconsciente». Dejar que nos conduzca, nos lleve, no querer tanto que las cosas sean así o asá, sino confiar en algo que está en nuestro interior y que es más grande que nosotros. Algo que nos resulta más desconocido.
El año pasado confesó estar pasando una crisis creativa, sin un proyecto claro para escribir. Esto le había llevado a un momento personal terrible, una depresión. ¿Cree que hay aún un tabú al hablar de esto?
Sí, claro que sigue siendo tabú. Precisamente por eso encuentro interesante hablar de esas cosas, y no por mí, sino por los demás. Porque la gente dice: «Ah, a él también le pasa». Esa es también la virtud de la autobiografía, porque cuentas tus miserias y las das a conocer a otros que también pasan por momentos en los que se sienten miserables. Ese sentimiento toma formas distintas, y cada uno lo vive a su manera, pero hay una relación. Yo admiro a los escritores que acaban un proyecto, empiezan otro y siempre están al pie del cañón. Me encantaría que me pasara eso, debe de ser maravilloso, pero no es mi caso. Tengo crisis muy agudas entre un proyecto y otro, y conozco a otros muchos que son como yo. Haber vivido varias crisis hace que estés más acostumbrado, porque conoces el proceso, pero eso no las hace menos angustiosas. No nos engañemos.
Hay una frase que a mí siempre me ha llamado la atención de André Malraux, en la que habla de su encuentro con un cura. Malraux tiene mucha curiosidad por lo que este cura escuchaba durante las confesiones, y por lo que podía haber aprendido de ello sobre la experiencia humana, que también podríamos referir como psicoanálisis aquí. El cura le dijo que, después de cincuenta años de confesiones, solo había aprendido dos cosas: que las personas están mucho más malogradas de lo que creemos y que no existen los adultos.
Sus crisis suelen producirse cada siete años, y suelen coincidir con un cambio de género en su escritura. ¿Qué ha aprendido de ellas? ¿En qué punto está ahora?
Afortunadamente, ya he encauzado el rumbo, no estoy en ese hoyo. No esta vez, aunque creo que volveré a estarlo. De ellas he aprendido que no dominamos las cosas, eso lo primero. Segundo, que avanzamos en la oscuridad. Y, finalmente, que a pesar de todo hay que confiar en la capacidad de cambio, en la metamorfosis, por difícil que parezca. También que hay que dejarse guiar por la vida, por el inconsciente, y asumir que no podemos controlarlo todo.
¿Dejarse ayudar por los demás?
No, no creo mucho en eso de dejarse ayudar por los demás. O no en este tipo de crisis, es algo que uno vive solo, por mucho que estemos rodeados de amistades o de amor. Desgraciadamente, es un proceso muy solitario.
Dentro de poco Houellebecq publicará un artículo sobre usted, un perfil. ¿Siente que, a pesar de ser escritores radicalmente diferentes, es quien mejor le ha interpretado?
Sí, la verdad es que a mí siempre me ha gustado mucho lo que Houellebecq ha dicho de mis libros, la manera en la que ha llegado a la esencia de ellos. Y también ha sido al contrario, creo que él también ha disfrutado de lo que yo he dicho de los suyos. No somos amigos asiduos, no nos vemos a menudo, simplemente existe un gran respeto. Él sí que es un novelista de pies a cabeza, porque trabaja con personajes bien diseñados y sigue bastante la estructura de la novela clásica del siglo XIX. Pero, a diferencia de mí, tiene una perspectiva más amplia del mundo en el que vivimos, tiene una mente muy abierta. Y creo que eso es parte del éxito internacional que se ha ganado, su perspectiva y capacidad de ver la época presente en la que vivimos. Houellebecq, en ese artículo, dice algo que me gusta mucho sobre el problema del mal. El mal como algo que tratamos y de lo que hablamos regularmente, el mal como cliché. Él dice que también existe un «problema del bien», quizás mucho más misterioso e interesante.
Pero usted siempre dice que le resultan más enigmáticos y le interesan mucho más los «villanos» de la historia, como Jean-Claude Romand. Que ese es uno de los motores de la escritura.
Vale, es cierto. Pero lo digo como interés literario. Lo que dice Houellebecq conecta más con lo que decía Hannah Arendt sobre la banalidad del mal de Eichmann. El hecho de que el mal sea más común es lo que lo convierte en algo de lo que hay que hablar. Pero aspirar al bien también tiene algo de misterio, va en contra de la corriente humana porque nos es de más difícil acceso. El mal es más común. Y cuando me refiero al mal, hablando de naturaleza humana, no me refiero solo a su extremo de crueldad o sadismo. El mal también es algo tan sencillo como el miedo, el temor, el encerrarte en ti mismo, incluso no tener acceso a uno mismo. Por eso el personaje de Romand en El adversario es tan estimulante; es un personaje atemorizado, que se encierra en sí, sin acceso a los demás ni a sí mismo. Creo que ese es un mal compartido. Por eso escribo sobre ello.
El mal es una de sus obsesiones literarias, pero dice que sus dos grandes enigmas, los que no consigue descifrar, son la política y las mujeres. Precisamente ahora está escribiendo una película con protagonistas femeninas, y en las últimas elecciones francesas escribió un perfil sobre Emmanuel Macron. ¿Está exorcizando sus demonios?
¡Menuda última pregunta! ¡Artillería pesada! [Risas] Pues mira, en realidad yo no he dicho nada de lo que pienso sobre Macron, me limité a hacer un reportaje para The Guardian. No he expresado mi punto de vista, ni me he posicionado con respecto a él.
Le votó.
Sí, pero no lo apoyo, me limito a describir la forma de seducción que él tiene. Me resulta interesante escribir sobre política, pero no me posiciono porque, de alguna forma, no soy capaz de hacerlo. Sí me interesa ver cómo la política influye en lo cotidiano, en la vida de las personas y en particular en la mía propia. Precisamente porque, como yo no me comprometo a nivel político, no sé dónde ubicarme. Es algo que me gustaría cuestionarme. También lo hice en el reportaje sobre Calais, aunque de otra manera.
Y en cuanto a las mujeres… sí que he escrito un libro en el que el personaje central era una mujer, pero lo escribí hace mucho tiempo y he de reconocer que ni el personaje ni el libro son muy buenos. Es cierto que a lo largo de mi carrera me he centrado más en personajes masculinos, y quizá por eso ahora me hace una ilusión especial trabajar con los femeninos. Es algo nuevo para mí, y está muy bien que no sean solo personajes de lo imaginario. Son actrices reales. Por un lado está Juliette Binoche, grandísima actriz, pero por otro toda una serie de mujeres que actúan a su lado, sin ser profesionales. Y lo hacen todas en igualdad de condiciones. Aún no hemos empezado, pero estoy contando los días.
Joder Bárbara, que pasada de entrevista.
Mi sensei ?
Muchísimas gracias, Carrère me parece un autor de referencia hoy en día, y un personaje fascinante al mismo tiempo.
Usted lo ha dicho: un personaje.
Es un buen escritor, pero no alcanzo a comprender ese afán del intelectual francés talludito en despechugarse tan estupendamente (un cordial saludo para Bernard-Henry Lévy!!!).
Qué buena entrevista. Mis respetos y admiración por la obra de Emmanuel Carrère y por este gran trabajo de Bárbara Ayuso.
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