Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista Jot Down Smart número 20
Los medios de comunicación adoran las novedades y el cambio, pero saben también que son fundamentales ciertas rutinas para reconfortar al público mostrándole que, a pesar de todo, el mundo tiene un orden. Nuestro equilibrio psíquico requiere que al asomarnos cada día a ver lo que pasa ahí fuera constatemos que si es invierno hará frío, y entonces queremos noticias que nos cuenten que hace eso, frío, y que sí Pérez-Reverte ha creado una nueva polémica es por haber dicho algo característico de Pérez-Reverte. Imagínense que un día hace una declaración propia de Willy Toledo, eso nos desconcertaría, no estaría nada bien por su parte.
En ese paisaje mediático el ilustre científico Stephen Hawking ha adquirido entidad propia y si mañana se descolgase afirmando que nos espera un futuro luminoso al que abrazar esperanzados, cualquier persona razonable no debería hacer otra cosa que entrar en pánico y correr en círculos con los brazos arriba ante semejante ruptura del orden establecido: durante los últimos años ha pronosticado que una pandemia exterminará a la humanidad, que sufriremos una guerra nuclear, que el cambio climático destruirá la civilización, que si entramos en contacto con extraterrestres nos tocará el papel de indígenas, que el bosón de Higgs podría generar alguna reacción en cadena cuántica enloquecida que aniquilará el universo (no me pregunten detalles, él sabe explicarlo mejor) y también que un ordenador que tomase conciencia de sí mismo llegaría a rebelarse contra sus creadores, aunque aquí ya empezamos a sospechar que lo que empieza a contarnos en cada conferencia es la película que ha visto la noche anterior. La cuestión es que, sea de una u otra forma, nos quiere ver muertos a todos, ¿cómo puede caber en ese endeble pecho un corazón tan negro?
En realidad si nos cuenta todo eso es porque sabe que encontrará un público receptivo, no es cosa suya sino nuestra prestar tanta atención a las profecías apocalípticas. Podemos perdernos los cinco primeros minutos de una película, pero no soportamos quedarnos sin los cinco últimos, así que, si el mundo va a acabar —y nuestra experiencia nos hace intuir que todo tiene un final—, entonces que sea mientras estamos en él y veamos lo que promete ser el espectáculo definitivo. La historia es eso mismo, una historia, y como toda narración debe tener un planteamiento, un nudo y un desenlace. De ahí que resulte inevitable que sintamos tanta impaciencia por saber de una vez por todas cómo concluirá la existencia de nuestra especie. Un anhelo que en Occidente se ha materializado en una doctrina, el milenarismo, si bien no es exclusiva del judeocristianismo y, dentro de este, tampoco se ha dado de forma homogénea, disgregándose en ramificaciones a lo largo de épocas y lugares tan variadas como la que estudió con tanto detalle el antropólogo Juan Aranzadi en su clásico Milenarismo vasco: Edad de Oro, etnia y nativismo.
Pero si tuviéramos que señalar una raíz la encontraríamos en el mesianismo judío nacionalista previo a la era cristiana, que, tras sucesivos fracasos políticos y militares, a la vista de que el mundo real se le resistía, cayó en cierta melancolía espiritual definida por Aranzadi como «sustitución del combate armado por el ascetismo purificador, predominio de la espera sobre la acción e idealización del Reino de Dios». Características de las que a continuación se apropiaron los primeros seguidores de Jesús, pues eso les permitía interpretar el aparente fracaso que supuso su crucifixión como simplemente la primera etapa, siendo la siguiente su resurrección y segunda venida. Él mismo, cuando estaba con sus discípulos en el Monte de los Olivos durante su última semana de vida, ya lanzó una espeluznante profecía: «Y Jesús les dijo: “¿No veis todo esto? En verdad os digo: no quedará piedra sobre piedra que no sea derribada. (…) porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares. Y todo esto será principio de dolores. Entonces os entregarán para ser atribulados, y os matarán, y seréis aborrecidos de todas las gentes por causa de mi nombre (…) Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin (…) E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas”». (Mt 24: 2-29). Suena estremecedor, solo falta que además se caiga la conexión de internet y no podamos comentarlo por las redes sociales.
Una descripción tan vívida y generosa en efectos especiales no es de extrañar que cautivase a uno de sus discípulos, Juan, a quien la tradición atribuye la escritura del último libro del Nuevo Testamento, titulado precisamente Apocalipsis. En él contaba que mil años después Satanás sería liberado de la prisión en que se encontraba para enfrentarse contra Cristo en su Segunda Venida, se formaría un inmenso ejército maligno al mando de Gog y Magog que sería arrasado por una lluvia de fuego que caería del cielo y entonces tendría lugar el Juicio Final, momento en el que los muertos resucitarían para ser juzgados, siendo unos enviados al paraíso y otros arrojados a un lago de azufre y fuego. Ese periodo anunciado de mil años será lo que dé origen por tanto al milenarismo, la creencia en la literalidad de estos augurios.
Visto desde la perspectiva actual, es lógico suponer entonces que en el año 1000 de nuestra era muchos temieran estar a punto de presenciar el fin del mundo. Se trata de un cliché bastante inexacto, pero demasiado sugerente como para que eso importase: entre la realidad y el mito el segundo suele imponerse en cuanto le dan suficiente tiempo. El monje Johannes Trithemius, a comienzos del siglo XVI, fue el primero en popularizar esa imagen: «En ese año un terrible cometa apareció, que aterrorizó a muchos que temieron la inminencia de los últimos días, en la medida en que había sido predicho por algunos a partir de un cálculo erróneo, que el mundo visible terminaría en el año del Señor 1000». Desde entonces la idea no dejó de circular, quizá porque el temor que nos despierta el fin del mundo es comparable a la risa que nos provocan aquellos que lo temieron en vano previamente, y alcanzó su apogeo en la última década del siglo XX, en la que se repetía con insistencia aquella imagen de campesinos medievales aterrorizados por sus creencias religiosas, al tiempo que se auguraba aquel «efecto 2000» en los ordenadores que quedó en nada.
Lo cierto es que a finales del primer milenio los calendarios estaban al alcance de muy pocos y ni siquiera existía consenso sobre la fecha en la que se materializaría dicho augurio, de manera que no puede afirmarse con rotundidad que hubiera una mayor expectación apocalíptica de la ya extendida en decenios y siglos tanto previos como posteriores a esa fecha en concreto. No se les puede culpar, fueron tiempos de enormes incertidumbres en los que cayeron y se erigieron imperios, y si el orden social se desmoronaba solo podía ser obra de un Satanás por fin liberado de su prisión. Los vikingos asolaban los enclaves cristianos al oeste del continente europeo, los musulmanes habían conquistado buena parte de la península ibérica y las feroces tribus húngaras atacaban por el este. Los corsarios árabes asediaban a las poblaciones mediterráneas para cometer secuestros con los que alimentar un enorme mercado de esclavos y los castillos que empezaron a proliferar en torno al siglo X hacían invulnerables a los señores ante el campesinado, al que podían someter de forma casi ilimitada gracias a sus despiadados mercenarios a caballo, quienes con el tiempo terminarían elevando su posición social y ajustando su comportamiento a un código moral que los transformaría en caballeros… pero esa es otra historia.
Ningún territorio, extracto social o institución parecía a salvo de la descomposición, el caos y, en definitiva, el influjo diabólico. Menos aún la Iglesia, pues al menos en su cúspide no abundaba precisamente la santidad: en el año 955 un adolescente fue elegido para la máxima responsabilidad bajo el nombre de Juan XII, también conocido como «el Papa Fornicario», lo cual nos da cierta idea de sus costumbres. Carente del menor interés por la espiritualidad o la liturgia, no había depravación que no practicara o que se rumoreara sobre él, desde convertir su palacio en un prostíbulo, a castrar curas o brindar por el demonio. Su muerte estuvo a la altura de su fama, ya que se le atribuye según una versión una apoplejía en pleno acto de adulterio, aunque otras dicen que fue asesinado por un marido cornudo. Mientras tanto, a los campesinos solo les quedaba la clemencia de los monasterios y, en realidad para muchos de ellos, la esperanza de que efectivamente se acabara el mundo y con él sus calamidades. De forma paradójica, o tal vez no, el emperador al frente del Sacro Imperio Romano Germánico durante la transición de un milenio al siguiente, Otón III, resultó ser un joven excepcionalmente devoto, consciente de su deber de redimir tanto su propia figura como su época. Ya durante su coronación en el 996 portó a sus espaldas una capa con escenas del Apocalipsis de Juan, y según un cronista de la época de nombre Tietmaro de Merseburgo: «en el interior de su conciencia sufría el peso de las numerosas fechorías de las que, en el silencio de la noche, trataba de expiarse sin cesar mediante vigilias, intensas oraciones y ríos de lágrimas». Y es que no le faltaron buenos maestros, como el monje Adalberto, del que se decía que podía detener el croar de las ranas cuando se ponía a rezar. No es un superpoder como para formar parte de los Vengadores o los X-Men, pero al menos es original.
También llamó mucho su atención un anciano anacoreta llamado Nilo, que se acercó a él pidiendo clemencia por el antipapa Filagato, a quien para entonces ya se le habían cortado la lengua, los labios y la nariz, y se le habían sacado los ojos, maldiciendo al papa y al mismo emperador si no eran capaces de darle el perdón. Otón III debió quedar impresionado por el atrevimiento de Nilo, que se convirtió en puro terror religioso cuando el papa murió al año siguiente, en el 999. Claramente era una señal. Así que partió en búsqueda del anacoreta en un viaje de penitencia en el que se detuvo en cada templo de su camino para entrar descalzo en él, hasta que finalmente se presentó frente al anciano, se arrodilló ante él y se quitó la corona. O eso afirmaban las crónicas, en un gesto realmente insólito para alguien de su poder. Hubo además una tercera figura religiosa inspiradora para el emperador, un ermitaño llamado Romualdo, del que se decía que tenía la piel de color verde debido al tiempo que había permanecido sumergido en una ciénaga. Irradiaba tal santidad que a punto estuvo de ser asesinado por el populacho para obtener reliquias de su cuerpo, aunque logró librarse fingiendo locura. Lo cual suponemos que no le debió costar mucho esfuerzo. A él le confesó Otón III su íntima convicción de enmendar todo lo que estuviera mal en su imperio, ir en viaje de peregrinación a Jerusalén y abdicar de su corona ante Cristo, quien debía gobernar en su Segunda Venida. Pero a comienzos del 1002, cuando apenas tenía veintiún años, una enfermedad le arrebató la vida impidiéndole cumplir su promesa. Ubicado en el epicentro del cambio del milenio y del temor milenarista como ningún otro, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico desconocemos si en su agonía se reconfortó o se atormentó pensando en la salvación y en las visiones apocalípticas que le acompañaron desde su coronación. Tal vez todos esos augurios fueran infundados o puede que su piadosa intercesión ante la divinidad logrará una prórroga para la humanidad, de tal forma que la verdadera profecía sobre el fin del mundo habría de llegar mucho tiempo después, en el siguiente milenio, mediante una voz robótica controlada por un físico en silla de ruedas.
Enhorabuena, esto es lo que se llama instruir deleitando! Admito que me he partido el O.G.T. con las obsesiones de nuestros ancestros… como nuestros descendientes se lo partirán con las nuestras, algún día…