(O descenso indirecto a las catacumbas de París)
El 30 de mayo de 1780, después de una primavera particularmente lluviosa, un mesonero de París encontró la bodega de su negocio inundada de una sustancia grisácea, untuosa y maloliente. Desde ya le anuncio que esto va a ser muy asqueroso; si quiere saltarse dos o tres párrafos, nadie le culpará.
Una sustancia, decíamos. Una de las paredes se había venido abajo, vertiendo aquel magma mezclado con lodo al interior de la cámara subterránea. Pronto alcanzó el techo de la estancia y el suelo del local comercial, en el piso superior, comenzó a supurar también aquel fluido. No pudieron darle un nombre, no lo tenía todavía. Se lo puso el químico Antoine-François de Fourcroy después de estudiar minuciosamente las muestras que recogió precisamente en aquel lugar: adipocira. Su composición es parecida a la del jabón corriente. Es una sustancia que producen los cadáveres humanos.
Hoy sabemos que la adipocira se había descrito ya más de cien años antes. Lo hizo Thomas Browne en Hydriotaphia, Urn Burial (1), un tratado de 1658 en el que Browne documenta la excavación de unos restos funerarios de época romana descubiertos en Norfolk, Inglaterra. Aparecía donde correspondía que estuvieran los cadáveres, dijo él, con la forma de «masas de grasa con la consistencia del jabón de Castilla». La adipocira es el resultado de un proceso químico llamado saponificación, una forma de hidrólisis que sufren los ácidos grasos en ausencia de oxígeno. Cuando le ocurre a un cadáver (normalmente en terrenos empantanados) previene la descomposición e incluso la detiene completamente. Si se conservan después en esas mismas condiciones, los tejidos convertidos en adipocira pueden perdurar siglos, muchas veces con los mismos volúmenes que tuvieron en vida. Se comporta térmicamente como la cera o el jabón; en frío se endurece, pero el calor y la presión la licuan con facilidad.
Aquello fue lo que le ocurrió a la que había sedimentada bajo el cementerio de Les Saints-Innocents, o simplemente Les Innocents, en pleno centro de París, donde hoy está la plaza Joachim-du-Bellay. No sabemos cuánta era, pero en un artículo de Scientific American de 1852 (2) se dice que después del accidente en aquel mesón, cuya pared era adyacente al muro del cementerio, algunos comerciantes de la ciudad la reutilizaron «por toneladas» para fabricar detergente y velas. No parece exagerado. La necrópolis, la mayor de la ciudad, llevaba operativa desde la Edad Media y nos consta que tan pronto como en el siglo XIV ya era incapaz de acoger más sepulcros individuales. Tuvieron que excavarse varias fosas comunes en ella, cada una capaz de engullir cerca de mil quinientos cuerpos. Pronto aquello tampoco bastó, así que se levantó un muro de tres metros que circundaba el recinto y contra aquel se construyeron osarios, donde a su vez se vaciaba el contenido de las fosas para volver a utilizarlas. Tampoco.
Les Innocents era el cementerio de los vecinos de los distritos centrales de París, pero poco a poco lo fue siendo también de todos los parisinos cuyo camposanto no daba más de sí: en total, veintidós parroquias. Después lo fue también del Hôtel-Dieu, el mayor hospital de Francia. De la guerra de los Cien años, donde los franceses murieron a un ritmo formidable, diremos solamente que duró, en realidad, ciento diecisiete; y de la peste negra ya ni hablamos, se lo puede imaginar. Solo durante un breve repunte de la plaga en 1418 se vertieron cincuenta mil cuerpos en Les Innocents en menos de cinco años. Cuando los muros cedieron y los muertos empezaron a verterse en el local del pobre mesonero, se cree que aquella pequeña parcela de suelo pringoso era la tumba de dos millones de personas.
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Esto, lo crea o no, era un problema que se había solucionado ya.
En la mayoría de polis griegas no se permitía el enterramiento de cadáveres dentro del recinto urbano. En muchas también estaba prohibida la construcción de sepulcros de cualquier clase, incluso los que contuvieran cenizas, y solo se autorizaba la erección de cenotafios (es decir, monumentos funerarios sin restos biológicos). Con las reformas de Solón, en Atenas incluso se limitó la duración de los funerales. Ocurrió parecido en Roma a partir del siglo V antes de Cristo, cuando se promulgó la Ley de las XII Tablas (inspirada, precisamente, en la legislación de Solón): desde entonces, ni la cremación ni la inhumación se permitieron intramuros. Apunte importante: en esto, unos y otros contravinieron la tradición que les fue legada. Durante la Edad de Hierro se estilaron los sarcófagos en Grecia, fruto de la influencia jonia, y en Italia los etruscos excavaban las tumbas bajo el suelo de su propia casa. Pero con el crecimiento de las primeras grandes ciudades amuralladas, cuya superficie es limitada, aquella costumbre se demostró inconveniente, insalubre y peligrosa.
Para comprender cómo los cementerios volvieron a Europa tendrá que leer usted la primera carta a los Corintios (o prestar atención la próxima vez que acuda a un funeral; es la que se suele leer durante la misa). Contexto: a mediados del siglo I el cristianismo ya había prendido en Corinto, una de las mayores ciudades de Grecia, pero sus ministros no estaban contentos. En la ciudad abundaban, y cito (3), «los fornicarios, los idólatras, los adúlteros, los afeminados, los que se echan con varones, los ladrones, los borrachos, los maldicientes y los estafadores». También entre los cristianos griegos, que es lo que preocupaba a las cabezas doctas y moralísimas de Jerusalén y Antioquía. Tanta disolución de costumbres al otro lado del Egeo empezó a tener traslado en la visión doctrinal de la nueva religión, así que las iglesias de Asia tuvieron que ir a poner orden.
El encargado de hacerlo fue Pablo de Tarso, que al efecto viajó varias veces a la región y puso por escrito sus famosas cartas o epístolas, como también se las llama. En ellas trataba varios asuntos que habían sembrado la discordia entre los miembros de aquella congregación occidental y se ocupó de dirimir la que le pareció la divergencia más preocupante de los corintios: que negasen la resurrección de los muertos (4). Pero esto, que parecerá solamente religión, era principalmente política. Aquello implicaba enterrar a los difuntos directamente, no sus cenizas después de una cremación, y conferir estatus sagrado a su sepultura. Problema: la inhumación era una costumbre judía y los nuevos cristianos gentiles (que practicaban la incineración, tanto griegos como romanos (5)) veían aquello, más bien, como una imposición de las costumbres asiáticas (6). Pablo, de quien se suele decir que esperaba la segunda venida de Cristo para ya mismo, fue inflexible. Defendió la dignidad de la carne inerte, que pese a su imperfección es fecunda y no debe destruirse («se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción») y a propósito de aquello emitió aquella frase suya tan famosa (7): «Si es verdad que los muertos no resucitan, entonces, como algunos dicen: “¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!”» (si no le suena, que no le extrañe; justo esa frase se lee menos en los funerales).
Dos mil años después seguimos cumpliendo sus instrucciones. O seguimos practicando la costumbre judía, si prefiere verlo de esa forma. De las cinco congregaciones que dieron forma a la doctrina cristiana primitiva (las que acabaron constituyendo las cinco iglesias de la Pentarquía), en dos (Jerusalén y Antioquía) dominaban los cristianos de origen judío y otra (Alejandría) era capital de Egipto, donde la inhumación de los cuerpos era tradición incluso en tiempos helenísticos. Roma (y, más tarde, también Constantinopla) estaba en suelo pagano, pero las innovaciones en materia de enterramiento se abortaron eficazmente, ya lo hemos visto, nada más cruzar el Bósforo (8). De todo lo que estuvo en discusión en la Iglesia cuando en la Iglesia las cosas aún eran materia de discusión (9), y fue mucho, esto no lo fue realmente nunca: el muerto, al hoyo.
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Y el vivo, al bollo. De Les Innocents se responsabiliza al arzobispado de París, que cobraba por cada difunto que absorbía el cementerio, y en particular al tramo municipal de la jerarquía eclesiástica, que se negó a cerrarlo por más que se le requirió. Aritmética elemental: el singular crecimiento urbanístico de la ciudad había hecho que unas únicas instalaciones concentrasen la actividad que correspondería normalmente a muchos recintos. Pocos gastos, muchos ingresos. En las crónicas sobre aquello se suele librar de culpas incluso el gran supervillano de la época, Luis XVI, que durante su primer año en el trono, en 1775, ordenó la clausura de todos los cementerios ubicados dentro del perímetro amurallado de París (cosa, por cierto, que también había intentado su predecesor). Ni por esas.
Las historias que se cuentan sobre los últimos años de Les Innocents son verdaderamente truculentas (que la ropa perdía el color en el distrito de Les Halles; que los alimentos se pudrían en las inmediaciones del cementerio; que los sepultureros descuartizaban los cuerpos, destruyendo las extremidades, para que entrasen más en las fosas; que muchos difuntos no pasaban ni dos semanas en la sepultura antes de ir a los osarios), pero estamos, dese cuenta, en el París previo a la Revolución: si algo había en abundancia era eso mismo, truculencia. En cualquier manual de historia encontrará un epígrafe dedicado a las causas del levantamiento y en ese epígrafe, entre la crisis agraria y el régimen fiscal inclemente, encontrará la preceptiva mención a las condiciones de vida de las clases populares urbanas, penosas hasta la obscenidad. Eso sí: en lo que concierne a Les Innocents no recomendamos adherirse sin más a la teoría de que la Administración era muy buena, muy buena, y los curas, muy malos, muy malos. Dato: originalmente, cuando el recinto se llamaba Les Champeaux, este era el doble de grande, pero la Corona reclamó para sí la mitad del terreno y la Iglesia nunca lo recuperó.
Les Innocents echó el candado pocos meses después del accidente en aquel mesón (10). Se decidió que los restos humanos del recinto y los de todos los demás camposantos de la ciudad (11) fueran sepultados en una de las secciones más estables de las antiguas minas de París, la que discurre cerca de Montparnasse. Seguido empezaron las famosas procesiones de carros cargados con montañas de huesos mondos, que se repitieron cada noche durante más de dos años, y su vertido al nuevo macroosario de la ciudad a través de una apertura practicada en la Rue de la Tombe-Issoire. Llegaron por los pelos. La clausura de Les Innocents se decretó en 1780, su desmantelamiento comenzó en 1786 y se dio por finalizado (algunos precisan que en falso) a finales de 1788. Se procedió entonces con las esculturas y los cenotafios más valiosos, pero para ese momento los parisinos ya estaban levantando barricadas. Aunque algunas piezas llegaron a trasladarse, se perdieron para siempre en los disturbios que siguieron a la toma de la Bastilla en julio de 1789.
Nunca sabremos el efecto real que aquel trasiego de huesos, tan lúgubre y monumental, tuvo en el ánimo ya inflamado de los vecinos de la capital, pero se dice que no fue bueno. En realidad, cerrar los cementerios fue una de las últimas grandes empresas decididamente sociales que tuvo tiempo de completar la administración real en la capital. Nótese la ironía: lo hizo, como dice la canción, cuando la sangre de los mártires iba a volver a regar las praderas de Francia (12).
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En el último recuento (13), la Iglesia de Roma sumó cerca de siete mil santos, diez mil si se cuentan también los beatos. De una buena proporción de estos hombres y mujeres se conservan restos biológicos, muchos bien preservados o directamente incorruptos. No todos (ni siquiera una mayoría) se consideran fruto de un milagro, y a muchos solo se les confiere el estatus de leyenda pía; también abundan los cuerpos embalsamados, las entrañas depositadas en urnas selladas (como los precordi, el corazón y las vísceras adyacentes, que se extraen tradicionalmente a los papas) y otros órganos y miembros conservados no por mediación divina, sino humana. Da igual: todas estas reliquias, manufacturadas o no, se custodian en templos, monasterios y otras formas de suelo consagrado. Las formas de venerarlas son muchas (se exhiben, se llevan en procesión o constituyen el destino de una peregrinación, por ejemplo) y a no pocas de ellas se les atribuyen poderes sobrenaturales (con frecuencia, sanadores). A los creyentes no suele importarles realmente mucho que la Santa Sede haya certificado o no su autenticidad y a muchos religiosos les ocurre igual. Es lo que tienen las religiones que apelan a la fe; que luego cada uno hace lo que le dicta la suya.
Pero que no le tiente pensar que la devoción por la carne es algo singular, o acaso característico, del cristianismo. En el santuario de las Leucípides de Esparta, por ejemplo, había un huevo que pendía de unas cintas colgadas en el techo: se decía que era uno de los dos que puso Leda después de yacer con Zeus (que al efecto se seducirla se había convertido en cisne). Pausanias escribió que todavía en su época, el siglo II, la cabeza de Orfeo se veneraba en Díon, Macedonia, tal cual se la arrancaron las bacantes al desmembrarlo, y que en Cime, Eolia, un templo decía custodiar los colmillos del jabalí de Erimanto, al que dio caza Heracles. En Epidauro se conservaba el cuerpo de Asclepio, al que se atribuía poderes sanadores, y en Atenas se decía que los restos de Edipo, guardados en el santuario de las Euménides, protegían a la ciudad. Parecido ocurría con los huesos del adivino Anfiarao en Oropo, uno de los oráculos más visitados de la Antigüedad, y con diferentes partes del cuerpo de Orestes, Teseo y Euristeo, por poner solo algunos ejemplos más (14). Téngalo presente la próxima vez que entre usted en una iglesia y observe la mano, el pelo o la cabeza de tal o cual santo conservada en un relicario: hasta eso se inventó en Grecia.
Los católicos tuvieron prohibida la cremación hasta el 5 de julio de 1963. No estaba castigada con penas sobrenaturales, pero al creyente que expresase su voluntad de ser incinerado se le negaban las exequias, empezando por las misas y acabando por la recomendación del alma. En aquel año, no obstante, Pablo VI aprobó la instrucción Piam et constantem, en la que, si bien se recomienda «vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos», se dice que la cremación en sí no es «contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural». En otras palabras: Roma no se opone a la incineración porque esta impida o acaso dificulte la resurrección de los muertos (15). Dios, comprenderá usted, puede resucitar a quien quiera, pues no faltaba más.
Esto, en realidad, tiene que ver más con lo tradicional que con lo doctrinal y con permitir una aproximación intuitiva, y no solo normativa, a la religión. Los tejidos incorruptos constituyen una de las poquísimas pruebas objetivas, palpables, de que dispone un creyente de que un régimen sobrenatural gobierna la física, y en concreto la parcela de la biología. Y, porque la incorrupción se concibe frecuentemente como recompensa a una vida de virtud, demuestra la trascendencia de la conducta. Dios no solo existe; también observa. Prueba: el fémur de Orestes, el brazo de santa Teresa. Si se cuenta usted entre quienes demandan modernidad a la Iglesia también en cuanto a la cremación, desengáñese: esto es una pasión humana. Mientras haya dioses, habrá cementerios.
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Seis millones de almas, seiscientos años de muertos, reposan en el subsuelo de la capital de Francia: todos los que acumularon Les Innocents y los demás cementerios clausurados a finales del XVIII y principios del XIX. Algunos dicen que podrían ser hasta siete millones (16).
Una precisión: de los trescientos veintiún kilómetros de túneles, colectores, galerías mineras, búnkeres militares y respiraderos que constituyen el gran laberinto subterráneo de París, las catacumbas propiamente dichas solo son una pequeña proporción. La entrada está cerca de la plaza Denfert-Rochereau, en la llamada Barrière d’Enfer, ‘Puerta del Infierno’ (lo crea o no, se llamaba ya así antes). Hay que descender una escalera en espiral de veinte metros de profundidad y después caminar cerca de un kilómetro y medio hasta un vestíbulo abovedado. Un pórtico de sillería recibe al visitante con gravedad y en el dintel, cincelado en mayúsculas, pone: «Arrête! C’est ici l’empire de la mort». «¡Detente! Este es el imperio de la muerte». El circuito que hacen los turistas es de ochocientos metros.
Y lo que hay allí ya se lo puede imaginar: huesos y más huesos. La mayoría dispuestos ingeniosamente en revestimientos de fémures, simpáticos túmulos y otras ocurrencias siniestras. De aquello fue responsable el jefe del servicio de inspección de minas que tenía París a principios del siglo XIX, un francés de nombre tan aparatoso como este: Louis-Étienne François Héricart-Ferrand, vizconde de Thury. No le atribuya motivaciones macabras, bastante tuvo el pobre hombre con estudiar una Ingeniería de Minas y acabar haciendo montañitas de calaveras. Se trataba, en principio, de adecentar la cripta, que tan pronto como en 1814 ya atraía a los primeros curiosos. Cuando el mausoleo acogió sus últimos huesos, en 1859, los más venturosos ya habían celebrado allí hasta conciertos y recitales. Las visitas para turistas empezaron en 1867. Uno de los mausoleos colectivos más jóvenes del mundo es, a la postre, una de las mecas turísticas más antiguas que existen.
Las valoraciones se las dejamos a usted, porque las admite todas: los sensibleros admirarán su romanticismo; los más espirituales lo encontrarán de un cristianismo monumental, casi heroico; y los frívolos dirán que se trata de una hermosísima mamarrachada. Solo los más flipados le negarán su cualidad impresionante y dirán que allí, bajo París, lo de menos son los osarios. Y debe saber que de estos últimos hay muchos, tantos que hasta se han puesto un nombre: catáfilos. Entran y salen, celebran fiestas y happenings, pintan grafitis y acondicionan salas. No hace falta ni que vaya a verlo, con buscarlo en Google le bastará: hasta grabaciones pornográficas se han hecho sobre los osarios de las catacumbas que nunca se acondicionaron para las visitas comerciales. El subsuelo de París son sepulturas y laberintos, sí; pero antes que eso son un cachondeo, un vete y ven de gente. Arte, dicen. Contestación, dicen. Aventura, adrenalina, el único turismo bueno. Comamos y bebamos, se están diciendo en realidad. Que mañana moriremos. La última persona que murió allí lo hizo en septiembre de 2016 y no era un explorador extraviado ni un aventurero urbano al que moviese el romanticismo; era uno que se metió con los colegas a una rave y murió de sobredosis. Que no se entere Pablo de Tarso.
(1) El título completo es Hydriotaphia, Urn Burial, or, a Discourse of the Sepulchral Urns lately found in Norfolk. Es el libro al que alude Borges en la última frase de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: «… yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne». Es un clásico de la literatura lunática y un texto admiradísimo; se lo recomendamos encarecidamente.
(2) Scientific American v. 8, n. 7 (1852), p. 56. Su título es «Human Fat Candles and Soap».
(3) 1 Corintios, 6:9-10.
(4) En los Hechos de los Apóstoles (uno de los libros mejor documentados de la Biblia) se cuenta que, durante su estancia en Corinto, Pablo fue conducido a presencia de Galión, hermano del filósofo Séneca y procónsul romano de la región de Acaya. En 1903, el descubrimiento de unas inscripciones en Delfos permitió precisar que el proconsulado de Galión en Acaya tuvo lugar entre los años 51 a 52 o 52 a 53 de nuestra era, solo veinte años después de la muerte de Jesús. No debe extrañar que lo que hoy son dogmas del cristianismo, como la resurrección, fuesen aún materia de discusión incluso entre sus seguidores rasos.
(5) Con excepciones, lógicamente. El enterramiento en sarcófagos, por ejemplo, se puso de moda entre algunos paganos pudientes de Roma a partir del siglo ii después de Cristo, sin duda por influencia de las prácticas cristianas.
(6) Otros puntos de fricción entre cristianos de origen judío (predominantes en Asia) y los gentiles (que crecían en número conforme el cristianismo se asentaba en el resto del Imperio romano) eran el matrimonio o el consumo de carne sacrificial.
(7) Una de las más famosas citas autorreferenciales en la Biblia. Pablo está aludiendo a Isaías, 22:13: «Y he aquí gozo y alegría, matando vacas y degollando ovejas, comiendo carne y bebiendo vino, diciendo: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”». Aquellos que dicen «Comamos y bebamos, que mañana moriremos» son los herejes extranjeros que profanan Jerusalén.
(8) Las monumentales catacumbas de Roma son, seguramente, el mejor ejemplo del éxito tempranísimo de la doctrina judaizante en el cristianismo primitivo. Los primeros fieles, que originalmente constituían una minoría perseguida y pertenecían a los estratos más desfavorecidos de la sociedad, excavaron, no obstante, una red de galerías tan inmensa y perdurable como aquella, y solo con el objetivo de dar sepultura a sus muertos sin incinerar y de hacerlo bajo tierra.
(9) Nos referimos a los primeros concilios ecuménicos, donde se fueron asentando los preceptos doctrinales del cristianismo moderno. La Pentarquía, formada en la primera de aquellas reuniones (en Nicea en el año 325), está integrada por los obispos de las cinco sedes episcopales del Imperio romano, a los que se denomina, en este contexto, patriarcas. Son el papa de Roma y los patriarcas de Jerusalén, Antioquía, Alejandría y Constantinopla. Durante muchos siglos, el rango de estas sedes fue superior al de las demás.
(10) Algo que también se hizo en otras partes de Europa. En 1783, solo un par de años después del incidente de París, Carlos III hizo construir el camposanto del Real Sitio de San Ildefonso, el primer cementerio civil de España. El recinto, concebido para tener un efecto ejemplar en futuros cementerios, estaba cercado, alejado del recinto urbano y distribuido racionalmente. Poco después (con una real orden de 1784 y una real cédula de 1787) la Corona española prohibió los enterramientos en las iglesias. Aunque estuviera siguiendo el ejemplo de la legislación francesa, en la propia ley española se cita como factor detonante «la epidemia experimentada en la villa de Pasajes, provincia de Guipúzcoa, el año de 1781, causada por el hedor intolerable que se sentía en la iglesia parroquial de la multitud de cadáveres enterrados en ella».
(11) Entre ellos Saint-Étienne-des-Grès, el Cimetière des Errancis, el Cimetière de la Madeleine y Notre-Dame-des-Blancs-Manteaux. Debido a la expansión urbanística, muchos de los cementerios que se fundaron entonces fuera de los límites de la ciudad hoy están dentro. Entre aquellas nuevas necrópolis se cuentan la de Montmartre, Montparnasse, Père Lachaise y Passy.
(12) Literalmente, «The blood of the martyrs will water the meadows of France». Es un verso de «Do You Hear the People Sing?», uno de los temas más célebres de la versión en inglés del musical Les Misérables. No debe confundirse con los versos de La marsellesa que evoca esa misma línea: «Qu’un sang impur abreuve nos sillons» («que una sangre impura riegue nuestros surcos», en referencia a los surcos de arado). Les Misérables no se ambienta exactamente en la Revolución francesa sino en la rebelión de junio, un levantamiento acaecido en 1832, pero tendrá que permitirnos la licencia.
(13) La que recoge el Martirologio romano de 2005. Incluye todos los santos del cristianismo hasta el cisma de 1054 y todos los santos católicos reconocidos desde entonces.
(14) Solo unos pocos ejemplos de reliquias de origen biológico; luego de eso había un sinfín de atuendos, pertrechos de guerra e instrumentos que, se decía, habían pertenecido a los héroes y los dioses. Johann Beckmann, el mismo que acuñó la palabra «tecnología», hizo una lista completísima de reliquias de la Antigüedad en el epígrafe dedicado a la historia de las «Colecciones de curiosidades naturales» de su clásico Beiträge zur Geschichte der Erfindungen, 1780 (mucho más fácil de encontrar en su edición inglesa de 1797, A History of Inventions, Discoveries, and Origins).
(15) Tampoco nos haga mucho caso. En 2016, la Congregación para la Doctrina de la Fe (aquella que antes se llamaba, seguro que le suena, Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición), promulgó la instrucción Ad resurgendum cum Christo con el objetivo de «emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación». Entre las prohibiciones expresas (dividir las cenizas, conservarlas en casa o no darles sepultura) se enfatiza la de dispersarlas: «Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos». La instrucción no especifica qué penas sobrenaturales esperan al cristiano que contradiga el texto, pero he aquí una pista: se titula «Para resucitar con Cristo». A buen entendedor, pocas palabras bastan.
(16) No busque celebridades, confirmadas no hay demasiadas. Se da por sentado que por allí están los huesos, si es que llegaron a preservarse, de François Rabelais, Jean de La Fontaine y Charles Perrault, entre otros. Entre quienes reposan seguro en las catacumbas el más conocido es Robespierre, ejecutado en 1794 y enterrado en una fosa común en el Cimetière des Errancis. El contenido de aquella fue vertido en las catacumbas en torno a 1850.
Excelente texto.
Muy bueno.
¿Cuál es el sentido de tu vida?
Lo tiene… Sin duda.
https://dametresminutos.wordpress.com/2018/03/25/el-sentido-de-tu-vida/