Sus amigos le llamaban Mané, pero el mundo entero conoció a Manoel Fernando dos Santos por el apodo con que su hermana Rosa lo rebautizó cuando nadie podía imaginar que aquel muchacho medio lisiado, despistado y enamoradizo, se convertiría en uno de los mejores y más singulares futbolistas de la historia: Garrincha, la alegría del pueblo.
En 1950, mientras Brasil lloraba la derrota frente a Uruguay en el partido decisivo de la Copa del Mundo, una tragedia de dimensiones inimaginables en cualquier otro país donde el fútbol no comparta altares con la religión, un joven del municipio de Pau Grande regresaba a casa tras una tranquila y relajante jornada de pesca, completamente ajeno al drama que había conmocionado al país. Aquel muchacho que nunca parecía enterarse de nada y al que su hermana apodó con el nombre de un pájaro feo y cojitranco parecido a un gorrión sería convocado ocho años después para defender los colores del combinado nacional en el Mundial de Suecia y, al igual que sus compañeros de expedición, debió someterse al escrutinio de un test psicológico impuesto por unos dirigentes empeñados en modernizar las estructuras habituales del fútbol y reducir cualquier margen de incertidumbre. Garrincha logró una puntuación de treinta y ocho sobre una media de ciento treinta y el psicólogo concluyó su informe apuntando que el habilidoso extremo derecho tenía una edad mental de, aproximadamente, unos ocho años.
Quienes le conocieron aseguran que Mané Garrincha no tenía un pelo de tonto, tan solo era una persona despreocupada, absoluta y peligrosamente despreocupada. Una muestra de ello fue que, tras su muerte, se descubrieron docenas de cheques sin cobrar que la estrella había acumulado en un cajón de su antigua casa, ignorante de la caducidad de aquellos bonos. Su indolencia quedó patente en cientos de anécdotas que todavía hoy son relatadas en las cantinas de cualquier rincón de Brasil, como la que protagonizó en Chile durante el Mundial de 1962. Expulsado en el partido de semifinales por revolverse con cierta violencia contra un defensa contrario, y después de recibir una pedrada en la cabeza cuando se retiraba del campo, su presencia en el partido definitivo se convirtió en una cuestión de Estado. Final y felizmente indultado, Mané Garrincha se presentó en el despacho del entrenador minutos antes del comienzo del encuentro y preguntó: «Maestro, ¿hoy es la final?». Desconcertado, Aymoré Pereira respondió que sí, por supuesto que era la gran final. «Ah, con razón hay tanta gente», sentenció Garrincha.
Un espíritu libre, tanto fuera como dentro del campo, aprendió a jugar en un pequeño e irregular campo de tierra de su Pau Grande natal al que todos llamaban ‘O Maracanazinho’ y en el que regían unas normal muy particulares que Mané interpretaba como nadie. Quizás por esta razón, su relación con los entramados tácticos del fútbol profesional resultó de total y mutua incomprensión hasta el punto de que, un día, tras escuchar a uno de sus entrenadores explicar sobre una vieja pizarra un sinfín de instrucciones que debían ejecutar para contrarrestar al contrario, Garrincha se le acercó y preguntó: «¿Usted ya se puso de acuerdo con los rivales para que nos dejen hacer todo eso?». En uno de los muchos documentales inspirados por su leyenda se cuenta cómo, recién llegado al Botafogo, un miembro del cuerpo técnico se empeñó en acentuar la verticalidad de su juego y con tal intención dispuso una silla de madera sobre el terreno de juego, pasado el medio campo. Las instrucciones eran sencillas: una vez rebasada la silla, metáfora del defensa, el delantero debía encarar el área con la pelota controlada a la mayor celeridad. Ante la mirada divertida de Nilton Santos, lateral izquierdo y capitán del equipo, Garrincha terminó agotando la paciencia del preparador a base de regatear el mueble de todas las formas imaginables, una y otra vez.
Mané y Nilton se conocieron la misma tarde en que aquel joven desconocido y paticojo, empleado de una fábrica textil desde los diez años y que solía jugar al fútbol descalzo, se presentó sin demasiadas esperanzas a una prueba organizada por el Botafogo. Mientras se calzaba las botas con dificultad evidente, uno de los utileros del club se le acercó para advertirle de que su marcador sería Nilton Santos, la estrella del club y uno de los mejores zagueros del país, a lo que Garrincha respondió: «¿Quién? Para mí todos los defensas se llaman Joao». La tortura a la que el novato sometió al capitán, con su habilidad para el regate y su descaro infinito, provocó que Nilton Santos se dirigiese de manera inmediata a las oficinas del club e instase a los dirigentes a no dejar salir de las instalaciones al tan Garrincha sin firmar el correspondiente contrato. Apenas una hora más tarde, Manoel Fernando dos Santos estampaba una especie de firma sobre un papel en blanco, cuestión que tampoco le preocupó demasiado y se convertiría en costumbre durante la mayor parte de su carrera deportiva pues, al fin y al cabo, tampoco sabía leer ni escribir.
Aquella no era la primera vez que Mané se presentaba a estas catas para nuevos talentos que, periódicamente, organizaban los grandes clubes de Río de Janeiro en busca de nuevas figuras con las que engordar su negocio y su palmarés. En una ocasión fue rechazado por el simple motivo de presentarse sin las preceptivas botas y pretender pasar la prueba con los pies desnudos. En otra, fue él mismo quien decidió abandonar antes de finalizar el test para poder montarse en el primer autobús de vuelta a Pau Grande y llegar a tiempo de salir a pasear con una de sus namoradas. Vasco da Gama, uno de los colosos del fútbol brasileño, lo descartó a primera vista por sus evidentes malformaciones físicas: tenía la columna vertebral desviada, la pierna derecha más corta que la izquierda y las rodillas alarmantemente torcidas, secuelas de una poliomielitis aguda que ni la cirugía pudo corregir. Y pese a que semejantes defectos lo acompañaban desde niño, el despistado Mané no fue consciente de sus deformidades hasta aquella tarde en Río de Janeiro, el día en que Vasco da Gama cometió el error más grande y lastimoso de su centenaria historia.
Fue en 1951 cuando Garrincha firmó aquel primer contrato con Botafogo y se convirtió en futbolista profesional. Se trasladó a Río de Janeiro y pese a estar casado con Nair, la madre de sus primeras dos hijas, su compañera en la aventura lejos de Pau Grande fue Iraci, su amante desde la adolescencia, casi una segunda esposa. El sexo y las mujeres fueron sus grandes pasiones hasta que la adicción al alcohol se impuso a sus propios deseos, muy por encima del fútbol, los pájaros y la música soul. A lo largo de su vida acumuló esposas, amantes oficiales y pasajeras, hijos e incontables demandas de paternidad que, en su mayor parte, atajó a base de dinero. En total, Garrincha reconoció a catorce hijos como propios: ocho con Nair, dos más con Iraci y una con Vanderleia, todas ellas niñas; de una noche de pasión en Suecia, embarcado en una gira promocional con el Botafogo nació Ulf, un sueco moreno y de piernas torcidas al que no llegó a conocer en persona pero con el que se carteaba con cierta frecuencia; Rosángela fue reconocida por el ‘ángel de las piernas torcidas’ después de que un juez ordenase una prueba de ADN y Manoel, el único hijo varón al que pudo abrazar, nació de su relación con Elsa Soares, unas famosa cantante de samba. Preguntada en cierta ocasión por el éxito de Mané con las mujeres, Elsa se echó a reír y concretó una cifra espeluznante seguida de la palabra «centímetros».
Elsa y Mané se conocieron en Chile, durante el Mundial de 1962. Ella había viajado como madrina honorífica de la Seleçao y Garrincha, la estrella absoluta del equipo y del campeonato tras la desafortunada lesión de Pelé, se le acercó una noche con un regalo muy especial: un disco de Billie Holiday. Se enamoraron y, unos pocos meses después, él solicitó el divorcio a Nair para poder casarse con Elsa. Inteligente y acostumbrada a negociar sus soldadas en un mundo tan canalla como el de la música, enseguida cayó en la cuenta del expolio al que era sometido Mané por parte de su propio club y sus continuas denuncias provocaron un terremoto en una institución acostumbrada a tratar a sus futbolistas como a famélicas fieras de circo. La respuesta no se hizo esperar y los medios afines al Botafogo aprovecharon la estrecha moralidad y la asfixia religiosa de la sociedad brasileña para estigmatizar a la artista. En lenguaje de internet, por aligerar la carga de las acusaciones, la estrategia difamatoria empleada podría resumirse de la siguiente manera: «depravada en tu zona busca varón débil de espíritu para destrozar familia cristiana». Las consecuencias no se hicieron esperar y la pareja se vio obligada a convivir con el insulto, la amenaza y el sonido de las piedras y las balas impactando contra las paredes de su casa.
Las crónicas de entonces aseguran que 1963 fue el último año en que Garrincha se comportó como Garrincha, al menos dentro de los terrenos de juego. Aunque todavía hoy quedan aficionados y periodistas que culpan a Elsa de su apagón futbolístico, lo cierto es que sus rodillas estaban devastadas por el exceso de partidos, la violencia de los rivales y las infiltraciones salvajes de cortisona a las que era sometido para asegurar la presencia en el campo de la gallina de los huevos de oro. Mané terminó pasando por el quirófano tras un tira y afloja con los dirigentes del Botafogo pero, lejos de lograr el efecto reparador que se buscaba, la cirugía tuvo consecuencias catastróficas: alejado de la obligación diaria de entrenarse y preparar el partido del fin de semana, Garrincha comenzó a beber de manera compulsiva. El gusto por la cachaça, el ron y la cerveza, que aseguraba haber heredado de su padre y que había comenzado a los cinco años de edad, se convirtió en una adicción severa al alcohol que lo acabaría llevando a la tumba, años más tarde.
Pese a que Garrincha volvería a jugar al fútbol después de la operación, su vida se convirtió en un infierno de cristal y los tragos sustituyeron a los regates como sus señas de identidad. Una tarde, Elsa encontró docenas de botellas y garrafas enterradas en el jardín de la casa. Asustada por el bloqueo alcohólico en el que parecía sumido su marido, le hizo una promesa: si dejaba la bebida, ella le daría lo que más había deseado en la vida, un hijo varón. Él aceptó, ella cumplió y lo primero que hizo Mané al enterarse del nacimiento de Manoel fue salir a celebrarlo con una borrachera formidable. Unos meses más tarde, Garrincha apareció en la casa con un coche recién comprado y la intención de visitar a sus hijas en Pau Grande. Olía a alcohol y Elsa trató de disuadirlo de que condujese en aquel estado. Ante el empeño de su marido y la imposibilidad de acompañarlo por motivos de trabajo, la madre de Elsa se ofreció a ir con él y, con su nieta en brazos, fruto de una relación anterior de la artista, se montó en el coche y se despidieron. En la autopista, a gran velocidad, Garrincha empotró su nuevo Ford Landau contra la parte trasera de un camión: su suegra falleció en el acto y la niña pasó meses ingresada en un hospital de Río de Janeiro recuperándose de las graves lesiones sufridas. Fue condenado a dos años de cárcel por homicidio imprudente pero no llegó a ingresar en prisión.
Lejos de intentar redimirse, Garrincha pasaba más tiempo al abrigo de las cantinas que en el calor del hogar, ausentándose durante días o semanas enteras, hasta que algún camarada de parranda o algún vecino que lo reconocía derrumbado en la calle remolcaban su cuerpo ahogado en alcohol hasta el jardín o la puerta de su casa. Los episodios de violencia doméstica se sucedieron y los periódicos de la época se hicieron eco del ocaso de Mané Garrincha, el héroe nacional que «regateaba defensas y los dejaba con el culo en el suelo, en fila y disciplinados», como dijo Didí, compañero suyo en la selección y exjugador del Real Madrid. Desesperada, Elsa le planteó un ultimátum: no entraría en casa ni se acercaría al pequeño Manoel mientras su aliento oliese a alcohol. Mané Garrincha no volvió a ver al niño nunca más y regresó a su pueblo natal, donde se fue apagando poco a poco, apenas amparado por algún amigo de la infancia y el amor incondicional de Iraci. El 20 de enero de 1983, Garrincha moría en un hospital, solo, después del enésimo ingreso en sus últimos tres años de vida, víctima de una cirrosis hepática: tenía cuarenta y nueve años.
Su entierro fue multitudinario y caótico. Llegó al cementerio de Raíz da Serra en un ataúd sujetado con cuerdas a la escalera de un camión de bomberos, rodeado por una marabunta que creía haberlo olvidado pero que recordó el profundo amor que le profesaba al enterarse de la triste noticia. Todavía hoy se percibe un cierto remordimiento nacional por no haber sabido cuidar del ídolo, de aquel ángel de piernas torcidas que hacía explotar los mismos estadios que Pelé enmudecía. Sus restos descansan en una tumba prestada y, junto al nombre de su legítimo dueño, se puede leer una placa en la que dice: «Aquí descansa en paz aquel que fue la alegría del pueblo». En un documental que recoge la visita de su hijo Ulf a la tierra de su padre, en 1985, uno de los sepultureros del cementerio se lamenta de que tan solo la lluvia y el viento visitan, ya, la tumba de Mané. «Mi vida es una lucha entre el bien y el mal en la que siempre pierdo yo», dijo en una ocasión, casi a modo de epitafio perfecto. «Yo no vivo la vida, la vida me vive a mí».
Gracias. Voy con la pasta justica para contribuir en este momento. Pero no quiero dejar de reconocer el artículo y a su articulista. He reído y he llorado. He disfrutado.
Exelente artículo, como comenta Juan a mi también me han saltado algunas lagrimas. Mil Gracias.
Enorme, Rafa. Qué historia tan bella y tan bien contada.
Vive tu vida. No dejes pasar los años. No se trata de matar el rato…
https://dametresminutos.wordpress.com/2018/03/25/el-sentido-de-tu-vida/
https://www.youtube.com/watch?v=4mS21i5OZgY
No entiendo muy bien por qué bebía tanto. ¿Exceso de timidez, quizá? Creo que a Best le pasaba algo parecido: al margen de que le gustase la bebida, bebía tanto por ser muy tímido. La timidez excesiva está asociada a diversas adicciones. Hay una película en que se explica: «Dead Ringers», de David Cronenberg. Es muy buena. Pero el tímido de Cronenberg abusa de las drogas.
El ídolo del pueblo; pero el pueblo no estuvo allí para echarle una mano. La alegría del pueblo; pero, cuando él estuvo triste, ningún miembro del pueblo se acercó para ser su alegría. La historia es parecida a la de Mohamed Ali: cuando cayó en desgracia por negarse a ir a Vietnam, todos los sacacuartos que lo frecuentaban salieron volando. Leí algo parecido en relación con Garrincha: sacarcuartos y gorrones, aduladores y compañeros de parrandas dándose el piro cuando el astro no tenía nada que ofrecer. Y, al final, se queda solo, con dos o tres amigos de la infancia.