Ciencias

Vacunas y autismo

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Fotografía: CC0.

Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista Jot Down Smart número 23

En España la esperanza de vida al nacer pasó de 34,9 años en 1900 a 83 en nuestros días, más del doble. Distintos factores influyeron en este éxito sin precedentes pero entre ellos están, sin duda, los antibióticos, el agua corriente sanitaria y las vacunas. Las vacunas han acabado con la viruela a nivel mundial —solo en el siglo XX murieron trescientos millones de personas de esta enfermedad— y están a punto de hacerlo con la polio (en 1988 había poliomielitis endémica en ciento cincuenta países, hoy solo queda en dos: Afganistán y Pakistán). Otras enfermedades erradicadas en España gracias a las vacunas fueron la rabia (1960), la difteria (1975) o el sarampión (1998). Antes de la existencia de esas vacunas decenas de miles de niños morían o quedaban con graves secuelas, ceguera, parálisis, etc., a causa de las enfermedades infecciosas. La lucha contra las enfermedades sigue sin detenerse y las vacunas siguen siendo una de nuestras mejores bazas: tenemos una vacuna reciente contra el ébola que es eficaz al 100 % y otra contra el virus del papiloma humano que, tras diez años de uso en Estados Unidos, ha mostrado unos índices excelentes de protección. Eso significa que cientos de miles de mujeres no sufrirán cáncer de útero en los próximos años.

Tras la implantación de cada nueva vacuna el número de enfermos cayó en picado, pero, desgraciadamente, en los últimos años estamos viendo un repunte de algunas enfermedades que creíamos erradicadas para siempre. El 27 de junio de 2015, Pau, un niño de seis años, moría de difteria en Olot. Sus padres no le habían vacunado. Este último invierno miles de niños europeos enfermaron de sarampión. La mayoría no estaban vacunados y unas decenas han muerto —veinticuatro tan solo en Rumanía— a causa de esta enfermedad infecciosa. Y no solo mueren niños sin vacunar por decisión de sus padres, sino que se dan casos de adolescentes como Ines Sampaio de Portugal, fallecida el 19 de abril de 2017 a los diecisiete años, que por tener un sistema inmunitario dañado no han podido recibir la vacuna y que dependen de la defensa del grupo que les rodea, la llamada protección de rebaño. Esa barrera se rompe cuando las falsas creencias quiebran ese pacto social en el que cuidándonos cada uno cuidamos también de los demás.

El principal culpable de esas muertes es el movimiento antivacunas, una mezcolanza de grupos y personas que no es fácil de acotar. A veces detrás de su postura hay conflictos de intereses —quieren vender su producto alternativo—, otras veces sencillamente son individuos que desconocen por completo los mecanismos de las infecciones, las epidemias y las vacunas, pero que creen que saben más que los principales expertos internacionales. Entre ellos hay incluso alguna persona con formación sanitaria, pero no debe sorprendernos: todos los profesores tenemos estudiantes que pasan por la facultad pero parece que la facultad no pasa por ellos. Frente a estas excepciones, el dato clave es que una abrumadora mayoría de médicos y profesores, así como los investigadores más prestigiosos, no solo recomendamos la vacunación, sino que, de hecho, vacunamos a nuestros hijos. Decir que estamos al servicio de las farmacéuticas es un insulto gratuito y torpe. ¿Alguien puede creer que estemos dispuestos a poner en peligro la vida de nuestros hijos por dinero? La realidad es que la mayoría somos empleados públicos y estamos al servicio de la sociedad, de usted.

Un aspecto importante de ese movimiento antivacunas son los periodistas poco rigurosos y los famosos y famosetes que dan pábulo a estas teorías que la ciencia ha descartado hace décadas. Entre los norteamericanos, Jim Carrey, Martin Sheen y ¡Donald Trump! Como ven, algunos de los científicos más respetados del planeta… Lo curioso es que hablen de temas que no conocen sin preguntar a nadie que sepa del asunto, pero ¿no es lo que hacen algunos todos los días? El último en España ha sido Javier Cárdenas, quien, hace unos días, volvió a poner sobre la mesa una falsa creencia, la que vincula los trastornos del autismo con la vacuna triple vírica (sarampión, paperas y rubeola), una de las principales vacunas de la infancia. Sin informarse debidamente, retomó esta falsedad («El autismo se ha convertido en una epidemia. Para que veas hasta qué punto algo se está haciendo mal, seguro, desde un punto de vista de vacunas») y la difundió, haciendo con ello un daño enorme al alimentar la confusión.

Frente a esto, ¿qué podemos hacer sino seguir contando, explicando, combatiendo la desinformación? Hablemos por tanto de las vacunas y el autismo, y de cómo surgió esta errónea asociación entre ambos. Verán que la historia es aleccionadora y que revela algunas de las claves que hay detrás de estas falsas creencias: falta de rigor científico, una estremecedora ausencia de escrúpulos y, cherchez l’argent, intereses económicos.

Para explicar el origen de esta falacia que vincula vacunas y autismo, tenemos que retroceder a 1998, cuando la revista británica Lancet publicó un artículo firmado por un grupo de trece investigadores británicos donde se decía que los niños con autismo vacunados con la triple vírica tenían una mayor probabilidad de sufrir problemas intestinales que los no vacunados. El primer firmante del artículo, y por tanto quien encabezaba la investigación, Andrew Wakefield, fue aún más allá y afirmó que dicho problema intestinal generaba una permeabilidad anómala del tubo digestivo y que eso producía el autismo.

Aunque en el artículo se aclaraba que no podían afirmar que hubiera una relación causal entre vacunas y autismo, Wakefield apareció en esas fechas en un vídeo asegurando que el riesgo de sufrir este trastorno iba ligado a las vacunas múltiples y recomendó que se suspendiera el uso de la vacuna triple vírica y se sustituyera por vacunas únicas que se pusieran sucesivamente. La reacción al artículo fue inmediata, la prensa recogió profusamente aquella información que parecía explicar el aumento de casos de autismo y los padres empezaron a temer los efectos de las vacunas en vez de los riesgos que implicaba no estar vacunados, como había sido hasta entonces. La cobertura de las vacunas cayó en todos los países occidentales.

Sin embargo, pronto empezaron a salir a la luz detalles cuando menos «llamativos». Wakefield había solicitado una patente para una vacuna única contra el sarampión, por lo que, si se eliminaba la triple vírica y se sustituía por la suya, ganaría una fortuna. Por otra parte, ningún otro grupo de investigación conseguía replicar los resultados, un aspecto clave del sistema científico. Aquellos resultados extraños no le salían a nadie más. Un periodista, Brian Deer, habló con los padres de los niños incluidos en la investigación, revisó con su consentimiento los registros médicos y encontró falsificaciones en los datos del estudio. El siguiente paso en esa escalera de infamias fue cuando averiguó que Richard Burr, un abogado especializado en litigar contra las compañías farmacéuticas, había pagado a Wakefield 435 643 libras —más de 800 000 euros al cambio actual— para desarrollar argumentos contra las vacunas.

Por si esto fuese poco, cuando revisores independientes, esta vez científicos, comprobaron los datos de los doce niños incluidos en el estudio descubrieron que las supuestas evidencias contenían errores, mentiras e información fraudulenta. Salió a la luz también que Burr estaba pleiteando contra los fabricantes de la vacuna triple vírica y que parte de las familias de esos niños eran sus clientes. Los niños incluidos en el estudio no habían sido elegidos al azar, algo básico en cualquier estudio clínico, y había claros conflictos de intereses.

Al conocer estos datos, diez de los trece investigadores que firmaban el artículo en The Lancet se retractaron declarando que habían sido engañados. Finalmente, en 2010 la propia revista hizo una investigación exhaustiva, encontraron conflictos ocultos de intereses, fraude y malas prácticas, y decidieron retirar el artículo. Esta es la actuación más grave y contundente que se puede realizar contra una publicación científica; es decir, ya no es que el artículo sea discutible, es que es basura para la papelera. Finalmente, el Consejo Médico General del Reino Unido retiró su licencia a Wakefield, citando expresamente su desprecio por la salud de los niños en su investigación, y le expulsó de la profesión.

El veredicto final fue concluyente: el estudio era un fraude. ¿Y Wakefield? Se trasladó a Estados Unidos y continuó su campaña allí. Fundó una clínica, dijo que iba a fundar una universidad, hizo una película y fue jaleado por sus numerosos seguidores. Entre estos, por supuesto, no se cuenta la comunidad científica, que le considera un sinvergüenza, un estafador, un tipo despreciable que llegó a sacar muestras de sangre a los niños que iban a los cumpleaños de sus hijos, sin permiso de sus padres ni la aprobación obligatoria de un comité ético. La ciencia no es perfecta, pero está siempre dispuesta a corregir sus imperfecciones y debe aportar el máximo rigor y transparencia. Wakefield es lo contrario a un científico.

A día de hoy, y siendo conscientes de lo mucho que queda por descubrir, todo hace pensar que el origen del autismo tiene una base genética, y estudios con resonancia magnética o análisis de sangre permiten distinguir a la mayoría de los niños que desarrollarán autismo antes de que presenten ningún síntoma y antes de que se les ponga la triple vírica. Aun así, la supuesta relación entre vacunas y autismo resurge cada cierto tiempo, quizá alimentada por el hecho de que en muchos casos los primeros síntomas suelen hacerse evidentes precisamente en la edad en la que los niños reciben esta vacuna. Sea como fuere, este escepticismo hace que sigamos tirando tiempo y dinero en repetir estudios que siempre ofrecen la misma conclusión: no hay relación entre vacunas y autismo. La revista Vaccine publicó en 2014 un metaanálisis sobre vacunas y autismo con datos de ¡1,3 millones de personas! ¿La conclusión? No había ninguna relación. Otra revista de gran prestigio, el Journal of the American Medical Association, encontró que no había diferencias en la probabilidad de tener autismo entre miles de niños vacunados y no vacunados. Pero no se preocupe, cada cierto tiempo alguien sacará los datos de Wakefield o alguna otra patochada y dirá que es que «no hemos mirado la suficiente».

Hay muchas otras mentiras sobre las vacunas. Por ejemplo, que el sistema inmunitario de un niño puede derrumbarse al tener que afrontar tantos antígenos juntos. Pero la realidad es que el sistema inmunitario de un bebé responde cada día a miles de sustancias novedosas y lo hace maravillosamente bien. Se ha calculado que si todas las vacunas de la infancia se pusieran el mismo día, eso solo ocuparía el 0,01 % de la capacidad del sistema inmune, una minucia. También se dice que las vacunas contienen mercurio. Es cierto que hace décadas una sal de mercurio, el timerosal, se usaba como conservante en las vacunas, pero desde hace tiempo usamos monodosis que no necesitan ese conservante. El timerosal fue eliminado en 2001, no para proteger a los niños, en los que no se había visto ningún efecto nocivo, sino para reducir la cantidad de mercurio que llegaba al medio ambiente.

Vivimos en una época de gran desconfianza en las instituciones, no creemos en las figuras que años antes eran respetadas como médicos o investigadores, cualquiera se cree con la capacidad para opinar sobre salud, sobre lo que sea, basado en lo que ha leído en internet o ha oído en el bar. Si un especialista, como la pediatra Laura Galán, una magnífica profesional, sale a explicar estas cosas, sufre una cadena de insultos que pone los pelos de punta. Si dices que las vacunas funcionan, es que eres un esbirro de las multinacionales farmacéuticas. Si discutes con un partidario de los remedios tradicionales chinos y le dices que, hasta que Mao llevó la medicina occidental, los chinos vivían veinte años menos, es que eres muy poco «holista», un estrecho, vamos. Y si te hablan de las bondades de las hierbas y tú le explicas que muchos de nuestros venenos más mortíferos son vegetales, como la cicuta o el acónito, es que eres un aguafiestas y no les dejas vivir en el país de las piruletas. Los científicos creemos que la medicina alternativa que funciona se llama medicina, y lo otro será alternativo, pero no es seguro ni eficaz, las dos características exigibles a un medicamento, y, por tanto, no es medicina. Seguro y eficaz, no pedimos más, y no me diga que tiene que ser al 100 % y todos los días, porque eso no lo cumple ni el cariño de una madre, que es lo mejor de este mundo.

En estos tiempos hay que dar un paso adelante y hablar con claridad. Las vacunas son, en mi opinión, uno de los mejores inventos de la historia de la humanidad: son baratas, seguras y eficaces. Decir que son baratas no quiere decir que producirlas salga gratis. Pero, en la mayoría de los casos, su bajo precio da a las farmacéuticas un margen de beneficio mucho menor que el que proporcionan, por ejemplo, las cremas antiarrugas o los medicamentos que favorecen la erección del pene. Es por eso que corremos el riesgo de desabastecimiento de algunas vacunas mientras que dispondremos de productos para disfrutar de buen sexo con una piel tersa.

Decir que las vacunas son seguras no quiere decir que no haya un porcentaje mínimo de peligro: tomar una aspirina o un cacahuete también conlleva riesgos, pero habitualmente consideramos que son tan bajos que su uso pautado y controlado por un médico es asumible y recomendable.

Finalmente, afirmar que son eficaces no quiere decir que solucionen todos los problemas de la infancia, sino que la protección es mucho mayor en la población vacunada que en los no vacunados. Las vacunas han salvado y salvan millones de vidas ¡cada año!

Ante las críticas que le llovieron por todas partes, Javier Cárdenas intentó negar que hubiese relacionado vacunas y autismo y borró sus rastros, pero este mundo actual tiene copia de seguridad, así que en menos de una hora le colgaron sus grabaciones para que no mintiera más. Solo queda esperar que no vuelva a cometer un error de este tipo y que la televisión pública penalice seriamente esta clase de declaraciones que van contra la salud pública. Por mí, que le manden a su casa o, al menos, que le manden a la escuela y copie cien veces «no hay relación entre vacunas y autismo».


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9 Comments

  1. Adrián

    Bravo!

  2. kilgore

    Si Cárdenas defiende una teoría, más vale mantenerse alejado de ella.

    • Sol Membrillo

      Sí, solo hay que oírle hablar para saber que su criterio no vale un pimiento. Además, se hacen necesarios subtítulos para entenderle. ¡Por favor, un logopeda urgente para este señor!

  3. Un lector cualquiera

    Antivacunas, leche cruda, tierra plana… estamos tan satisfechos y aburridos con todo lo que tenemos que hemos empezado a involucionar. Como dijo alguien muy sabio: «Darwin se equivocó, el hombre no viene del mono, vamos para allá».

  4. Carlos Manrique

    ¡Genial artículo!

  5. ¡Me ha encantado!

  6. quarlos

    Ovación en pie.

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