Con la publicación en español de la correspondencia entre Stefan Zweig y Joseph Roth (2014) y más recientemente entre el propio Zweig y su primera esposa, Friderike (2018), la editorial Acantilado nos ha permitido asomarnos a la intimidad y el día a día de uno de los más grandes escritores del siglo XX. De hecho, y de manera no intencionada, ambos volúmenes forman de alguna manera un continuo: la amistad entre Roth y Zweig decae a partir de 1937 y acaba con la muerte del primero en 1939. La relación entre Zweig y Friderike continúa tres años más, hasta el suicidio del escritor en Petrópolis (Brasil).
Son dos modelos de relación muy distintos con un solo hombre como protagonista. La correspondencia con Roth es un prodigio de paciencia. Debía de haber algo realmente fascinante en Roth para que Zweig le aguantara todo lo que le aguantaba. Conocedor de los hábitos autodestructivos de su interlocutor, Zweig permite que Roth se ofenda cada tres por cuatro, le reproche cada detalle y no deje de pedirle dinero y asegurarle que va a morir pronto, en cualquier momento. Así desde 1931 a 1939.
Roth deja de sí mismo una imagen de hombre maldito, atosigado por las deudas y los compromisos, abandonado por las editoriales y los amigos, condenado a la miseria y el dolor… y Zweig aguanta el chaparrón como puede, enviándole dinero de poco en poco para que no se lo gaste todo de una vez, y recomendándole una cura en algún balneario. Por supuesto, Zweig sabe —y de hecho se lo intenta recordar en más de una ocasión, sin demasiado éxito— que esa imagen de Roth tiene mucho de fachada y poco de realidad: en su momento, a principios de los años treinta, antes de la llegada de Hitler al poder, la publicación de Job y de La marcha Radetzky entre otros títulos le habían convertido en un escritor de grandes ventas… y grandes anticipos.
El problema de Roth era su propio universo: dejó a su mujer medio abandonada en un sanatorio y eso, que le sirvió para seguir con sus viajes, sus libros y sus amantes, le supuso unos gastos fijos inmensos. Aparte, no se privaba de nada: se instaló en un buen hotel de París del que hizo su casa durante años y se permitió fiestas diarias de alcohol hasta las tantas de la madrugada. Tenía ese tipo de temperamento para el que nada parece bastante: excelente periodista y excelente escritor, sentía, por algún tipo de complejo interno, que no se le apreciaba ni valoraba lo suficiente, lo que desembocaba en frecuentes explosiones de rabia contra el mundo, a menudo injustas.
Lo que empieza como una cordial comunicación entre admirador —Roth— y admirado —Zweig— se va complicando año tras año y se desploma en barrena a partir de la llegada del Tercer Reich en Alemania y el golpe de estado de los socialcristianos en Austria (1933). Roth, judío como Zweig, ve como sus libros se queman, las editoriales le rehúyen y los anticipos dejan de llegar. Imposible de domar, se dedica a promover manifiestos a favor de la restauración de los Habsburgo y a firmar contratos a menudo dudosos con cualquiera que le prometa unos marcos para la siguiente botella.
De 1935 en adelante, a partir de la publicación de El anticristo, la correspondencia se limita a unas escasas líneas de Zweig y parrafadas de Roth en las que le ruega una y otra vez que vaya a verle, un eufemismo para pedirle que le traiga dinero. Zweig, por entonces ya exiliado en Londres, seguía gozando pese a todos sus problemas de un enorme prestigio y no andaba corto de efectivo. Su generosidad nunca fue valorada en su justa medida, desde luego. Poco a poco, inmerso en sus propios problemas profesionales y personales, fue abandonando a su amigo aun asegurándose de que le llegaba lo suficiente para vivir a través de terceras personas.
Este hombre paciente, educado, cabal y generoso, tal y como se muestra en la correspondencia con Roth no deja tan buena imagen, sin embargo, en su correspondencia con su primera esposa, Friderike. De entrada, hay que señalar que la relación entre ellos ya es rara desde un inicio: Friderike es la que inicia los contactos mediante un anónimo para proteger su condición de mujer casada y con dos hijas. Cuando a Zweig le pica la curiosidad —y le picaba con frecuencia, o esa sensación da—, se inicia un cortejo en toda regla y el inicio de una relación amorosa que acabará con el divorcio de Friderike con su marido, Felix von Winternitz.
Llama la atención cómo viven ambos estos años, un reflejo de lo que serán las casi tres décadas que pasarán juntos: él se regodea en su fama, no deja de hablar de Romain Rolland, de Sigmund Freud, de Richard Strauss… de las miles de personas que asistieron a tal conferencia o pidieron una firma para tal libro. Vive en su propio mundo, un mundo intelectual con alegrías habituales en forma de jovencitas, que eran a Zweig lo que el alcohol era a Roth. Mientras, a Friderike no le quedaba sino adoptar el rol de paciente. Aguantaba las infidelidades —cada vez con menos paciencia, como es lógico—, administraba el patrimonio de su marido, se resignaba a no verle más que unas semanas al año y abandonaba en la práctica su verdadera vocación como escritora, que retomaría una vez acabada la II Guerra Mundial.
Puede que Friderike no aspirara a ser Stefan Zweig en términos de éxito y popularidad, pero desde luego aspiraba a que Stefan Zweig viera en ella algo más que una taquígrafa. No está claro si lo consiguió. En las cartas, es Zweig el que reprocha, el que exige, el que parece continuamente enfadado pese al poco tiempo que pasa en la casa familiar de Salzburgo. Este distanciamiento cada vez mayor se hace definitivo cuando la policía austríaca entra en la casa de Kapuzinerberg en busca de armas. Zweig lo interpreta como un aviso y se marcha a Londres con la excusa de buscar información sobre María Estuardo.
Friderike, en cambio, se queda. No solo se queda sino que se tiene que hacer cargo del mantenimiento de la casa, su posterior venta y organizar la correspondencia, porque si algo le gustaba a Stefan era escribir cartas, con una clara conciencia de estar haciendo historia. La relación entra en esa fase en la que todo lo que hace cada una de las partes está mal y el otro lo vive como una ofensa irreparable. Friderike aún se resistirá un par de años en darse cuenta de que su matrimonio está acabado, pero Stefan ya tiene nueva «secretaria» —Charlotte Altman— y su cabeza está en el fantasma que recorre Europa bajo el nombre de totalitarismo.
Lo que siguen son una cascada de decisiones apresuradas por las dos partes: Friderike acepta el divorcio, vende la casa pero no se da cuenta de la necesidad de abandonar Austria cuanto antes. Buena parte de los bienes propios y de su marido, tanto monetarios como intelectuales, acaban en manos de la policía nazi tras el anschluss de 1938. Para cuando Friderike tiene que salir corriendo junto a sus hijas, apenas tiene para mantenerse y ni siquiera la pensión que le había adelantado Zweig le sirve. Con ayuda de amigos —entre ellos, el propio Stefan— se instala en Nueva York, donde asistirá desde la distancia a la contienda europea.
Zweig, por su parte, empieza a recordar demasiado a Roth: los amigos le han dado la espalda por su condición de judío, su obra está prohibida en Alemania, y Austria amenaza con retirarle la nacionalidad. De viajero ilustre ha pasado a apátrida en pocos años. Su gran legado, sus libros, apenas encuentran mercado y tiene que buscarse la vida negociando con productores de cine y con editoriales extranjeras, principalmente estadounidenses. De hecho, toda su vida se convierte en una negociación: los pocos amigos que le quedan necesitan visados, permisos de residencia, pasaportes… solo Zweig, con sus muchos contactos, puede conseguírselos y a él recurren todos.
Pronto cae en una profunda depresión. Charlotte Altmann, ya convertida en Charlotte Zweig, también se viene abajo. Juntos parecen querer instalarse cerca de Nueva York pero el frío es excesivo para ella y buscan acomodo en Brasil. Zweig escribe y escribe. Es lo único que le queda. En los nueve años que separan su marcha de Austria de su suicidio, escribirá, entre otras obras, la biografía de María Estuardo, la de Erasmo de Rotterdam, el conflicto entre Calvino y Castellio en la Ginebra del siglo XVI, los viajes de Americo Vespucio, la obra de ficción Novela de ajedrez, el libro de viajes, Brasil, país de futuro y su autobiografía, El mundo de ayer, publicada después de su muerte.
No está mal para un hombre en ruinas.
Ni siquiera la entrada de Estados Unidos en el conflicto levantó la moral del escritor: en Petrópolis era querido, pero esa no era su tierra, esa no era su lengua y en realidad ese no era ya su mundo. En numerosas ocasiones refiere a su exesposa la sensación de que, por pronto que llegue el fin de la guerra, nada volverá a ser lo mismo. Cuando ni siquiera el fin histórico supone un alivio, lo que queda es el fin real, personal, definitivo. El 23 de febrero de 1942, pocos meses después del bombardeo sobre Pearl Harbour que variaría el rumbo de la guerra europea y la convertiría en mundial, los cuerpos de Stefan y Charlotte Zweig fueron encontrados sin vida a causa de la «ingesta de una sustancia tóxica».
Antes de morir, sin embargo, Stefan pudo despedirse. La última carta remitida a Friderike está fechada el día 22 y de alguna manera es un largo epitafio. La muerte de Altmann dejó además a la primera esposa como única depositaria del legado de Stefan, lo que incluía, claro está, su propia correspondencia. En 1951, se decidió a editarla y publicarla… pero con numerosas omisiones intencionadas. Todas las referencias a Charlotte fueron borradas de un plumazo, así como las frecuentes críticas de Zweig a las hijas de su exmujer por ser incapaz de casarse y así poder dejar de mantenerlas económicamente.
Todo ello se recupera ahora en español y nos ayuda a entender muchas cosas. Al hombre que le permitía todo a Roth y a la mujer que le permitía todo a Stefan. Aparte, un mundo fascinante, el de los años veinte, y un mundo hostil, descarnado y putrefacto, esto es, el de mediados y finales de los años treinta. Queda, por supuesto, la nostalgia del escritor. ¿Cuántas más obras había en la pluma de Zweig? Imposible saberlo. Tampoco podemos saber cómo habría encajado en la posguerra, ni si conseguiría encajar en la nueva élite literaria europea o quedaría como reliquia del pasado. Acababa de cumplir sesenta años, las incógnitas son infinitas.
Vaya a saber cuántas cosas tenía aún para escribir ese gran escritor. El horror del nazismo y fascismo se llevó también las cifras de personas asesinadas que podrían haber tenido valor en cualquier disciplina de la vida. Si hay algo que acomuna a las derechas cerriles es el odio a la cultura. Gracias por la lectura.
Quizá no sea un genade, pero es un escritor delicioso.