Entrevistas Sociedad

Reed Brody: «No tenemos derecho a no tener esperanza»

Fotografía: Ricardo García Vilanova

Reed Brody para JD 3

La técnica de caza más antigua es la de persistencia: consiste en agotar a la presa. Se hace en grupo y en silencio, siempre tras el macho más grande. Hay que aislarlo del resto de la manada para no confundir sus huellas con las de otros miembros. Los cazadores alcanzan un estado de trance tras muchas horas concentrados en un único objetivo. Las huellas de su presa se pierden a menudo, por lo que hay que deducir el camino que habrá tomado. No siempre funciona, pero, a veces, la suerte acompaña y el animal queda la vista, expuesto. Es entonces cuando el tedioso tempo cambia: uno de los cazadores corre hacia la presa; esta busca árboles, arbustos, o cualquier sombra para protegerse de la vista del depredador y del calor abrasador; su cuerpo bombea sudor y sangre, pero nada funciona bajo el sol en su cenit. Y cae. Arrojar la lanza no es ya más que un gesto simbólico tras el que se rinde pleitesía al animal. El Kalahari ahora es el mundo, las horas son años, la presa es un monstruo y el grupo lo forman sus víctimas y un abogado. Se llama Reed Brody, y entre sus piezas se cuentan las de Augusto Pinochet, Jean-Claude Duvalier e Hissène Habré. Son tiranos cuyas rodillas acabaron quebrando ante una persecución tan tenaz como implacable tras la que no hubo pleitesía. Solo justicia.

Ese hombretón vestido de negro que bebe de pie café solo y sin azúcar es Reed Brody. Estamos en su casa de Barcelona, que comparte con la cineasta Isabel Coixet, donde él mismo arranca la conversación en el español que aprendió en América Latina. Para cuando nos invita a sentarnos ya hemos comprobado que su lugar de trabajo es un cubículo vacío, que sus gestos son pausados y que no sobran palabras en el discurso de este hombre aparentemente espartano. En esta etapa de su vida, este neoyorquino del 53 no necesita impresionar a sus contertulios con relatos inflados de épica, aunque tampoco tardamos en descubrir que esta existe. Brody es un ilustre exponente de esa generación de americanos que renunció a quedarse de brazos cruzados mientras su gobierno masacraba a vietnamitas, nicaragüenses, o a los propios negros que eran sus vecinos en su barrio de Brooklyn. Dice que lleva cinco décadas buscando justicia; durante las últimas dos, su idealismo ha fluido a través del cauce de Human Rights Watch, una ONG de referencia en el campo de los derechos humanos de la que ha sido portavoz y en la que sigue trabajando como abogado. Cuenta con tres cabezas de tiranos en su haber y confía en no tener que esperar demasiado para que el gambiano Yahya Jammeh se añada a la lista de dictadores a los que Brody y su gente han llevado ante la justicia. Son quizás sus victorias más icónicas, pero hay mucho más en la carrera de aquel niño que soñaba con cambiar el mundo. Empezamos por el principio.

Es usted «hijo de refugiado», según su perfil de Twitter.

Estoy precisamente en eso. Me he mudado a Barcelona hace dos meses y, en el traslado, he encontrado una caja llena de documentos de la vida de mi padre y mis antepasados. Mi padre era judío de un pequeño pueblo húngaro. Al comienzo de la guerra fue enviado por el gobierno colaboracionista de Hungría a campos de trabajos forzados, primero en Ucrania y después en Yugoslavia. Fue uno de los únicos supervivientes del primero porque la mayoría murió de frío y escapó del segundo antes del asesinato de miles de judíos. En la caja que te comentaba he encontrado cosas como el documento que le obliga a presentarse al campo, el que le dieron cuando depositó la ropa o el salvoconducto de los partisanos de Tito con los que luchó antes de participar en la liberación de Budapest con el Ejército Rojo, donde recibió un disparo con una bala en la pierna. Tengo la herencia de un superviviente nato.

Y acabó en América.

Sí. Llegó a Estados Unidos en el 47, con treinta y ocho años. Tras todo lo que había pasado su vida seguía siendo difícil. Fue vendedor ambulante de máquinas de escribir en Colombia, Panamá… Pero siguió estudiando y se doctoró a los cincuenta y nueve tras decir que tenía diez años menos. Acabó de profesor de universidad. Mi madre, Francesca, era hija de inmigrantes judíos ucranianos y rusos pero nació en Estados Unidos. También era profesora.

¿Qué lengua se hablaba en su casa?

Inglés, aunque mi madre hablaba yiddish con mi abuela cuando no querían que yo les entendiera. Del lado de mi padre parece ser que eran de origen sefardí, pero él, como todos los húngaros, hablaba muchas lenguas. Con su madre, por ejemplo, hablaba alemán.

Imaginamos una infancia en la yeshiva (escuela hebraica), preparándose para el bar mitzvá y esas cosas.

En casa nadie creía en Dios. Recuerdo que era uno de los pocos blancos en mi escuela pública. El nuestro era un barrio de negros y portorriqueños. Hoy ha cambiado pero entonces era un gueto peligroso. Me impactó ver aquella pobreza y diría que desde muy jovencito era ya consciente de las desigualdades

¿Qué presencia tenía la shoa en casa? ¿Escuchaba historias de boca de su padre o era de los que se las guardaban?

Mi padre no habló de ello hasta que yo empecé a preguntarle. Eso sí, durante los últimos quince o veinte años de su vida no solo habló mucho de aquello sino que también escribió. Mi madre no lo vivió, claro, pero nunca compraba productos alemanes. En cualquier caso, era mucho más activa políticamente que mi padre; me llevaba a marchas, protestas… Con trece o catorce años yo estaba trabajando en mi barrio para candidatos progresistas. Iba de puerta en puerta, a casas donde había ratas y cucarachas. Aquello me llevó a entender aún mejor la realidad que me rodeaba. Llegamos a tener una «escuela libre» donde tuve mi primer contacto con el marxismo. Eran tiempos convulsos, con la guerra de Vietnam retumbando siempre desde el fondo. Fui líder del movimiento estudiantil contra la guerra.

Le pilló en la universidad, ¿no?

Eso es. Hice Ciencias Políticas en la facultad donde enseñaba mi padre y luego me matriculé en Derecho con la idea de cambiar el mundo. Durante aquellos primeros años me debatía entre el derecho y el periodismo, de hecho, me veía como corresponsal en el extranjero. Finalmente me decanté por las leyes. Era un camino quizá más claro, más consagrado, aunque probablemente fuera por falta de imaginación de la época. Yo quería ser abogado de los derechos civiles; no imaginaba por aquel entonces la vía del derecho internacional. Estaba más centrado en las cuestiones laborales, en minorías o en derechos cívicos.

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¿Cómo dio el salto?

A finales de los setenta. Cuando me faltaba un año para acabar Derecho pasé un año en Francia y ahí empecé a ver el mundo desde otra perspectiva tras conocer a anarquistas y activistas de todo tipo. Entre toda aquella gente había a un exiliado chileno con el que compartía piso. Luego volví, me licencié en Derecho y me fui a América Latina, donde pasé cinco meses. Aquel viaje me empezó a despejar el camino de lo que yo iba a hacer. Encontré unos curas radicales que me llevaron a conocer el Sindicato de Mineros en Potosí, Bolivia, y bajé a la mina de estaño donde no podía aguantar ni dos minutos. Había gente que vivía allí, y que tenía una esperanza de vida de cuarenta y dos años. Diría que fue entonces cuando relacioné por primera vez la riqueza de Estados Unidos con la pobreza de América Latina. Viajaba con una amiga argentina que me regaló Las venas abiertas de América Latina, el libro de Eduardo Galeano. Me impactó mucho. Eran los años de las dictaduras militares y me detuvieron en Argentina solo por tener el pelo largo y vaqueros y me quitaron el libro de Galeano. Estuve en el Chile de Pinochet, y luego volví a Estados Unidos muy sensibilizado con la democracia en América Latina. Entré a trabajar en un bufete de abogados [ríe]. Me sirvió para pagar mis deudas universitarias pero no aguanté ni un año. Nunca volví a ese mundo.

¿Y a dónde fue?

Pasé a ser fiscal general adjunto del estado de Nueva York, que era un lugar para abogados progresistas, y en el 84 me fui a Nicaragua. Todos estábamos muy cautivados por la revolución sandinista y a mí ya me interesaba mucho tras mi experiencia previa en América Latina. Fui con una amiga cuyo hermano, Lyle, era misionero en un pequeño pueblo en la frontera entre Nicaragua y Honduras. Esa visita cambió el rumbo de mi vida. Quedé profundamente impresionado con la identificación de la gente con la revolución; decían cosas como que antes tenían que andar durante horas para llegar a un hospital, pero que ahora, «gracias a la revolución», tenían un puesto de salud en el pueblo. El problema era que, entretanto, llegaban soldados, mercenarios y, en definitiva, gente armada por EE. UU. que, según me decían los lugareños, estaban matando y cometiendo todo tipo de atrocidades. Me entrevisté con multitud de víctimas de la Contra y me hicieron prometer que contaría en mi país, el que financiaba a la Contra, lo que había visto. Aquello me hizo sentir una enorme responsabilidad personal. Pensando en cómo podía ayudar, decidí aprovechar mi experiencia como abogado para documentar y relatar aquello. No tenía formación en derecho internacional ni en derechos humanos, pero decidí dar el salto. Durante cuatro meses visité las zonas de actividad de la Contra, entrevisté a centenares de víctimas, tomé declaraciones juradas… Fue un trabajo muy exhaustivo y traté de mantener altos estándares de rigurosidad. Para moverme y llegar hasta esa gente aproveché la red de los sacerdotes. Iba con Lyle y otros curas en camionetas a los pueblos donde iban a predicar. Una noche, frente a una hoguera en las montañas del norte de Nicaragua, una mujer española que participaba en una brigada de recolectores de café me contó cómo su madre hablaba a menudo de las Brigadas Internacionales que habían ido a defender a la República frente a Franco. No creo yo que hubiera tenido el valor de empuñar un arma e ir a España de haber vivido entonces pero, en aquel momento, sentí que el frente entre el bien y el mal estaba en Nicaragua y que yo estaba donde tenía que estar.

De hecho, consiguió acabar con la financiación a la Contra. ¿Cómo lo hizo?

Al volver a EE. UU. la cuestión de Nicaragua y el Salvador era «el foco» de la política exterior americana. Reagan hacía lo imposible para ayudar a la Contra, a los que había calificado como «el equivalente moral de los padres fundadores de América». Washington les daba cada vez más ayuda y yo estuve en Nicaragua en un momento de máxima tensión. Mis más de doscientos declaraciones juradas se convirtieron en el eje central de la campaña que buscaba acabar con el apoyo de Washington a los paramilitares. Mi informe acabó publicándose en la cabecera del The New York Times, en la CBS… Luego lo presentamos en el Congreso. Tenía treinta y un años pero nunca en mi vida he estado frente a tantas cámaras. El impacto fue tal que se cortó la ayuda a la Contra.

Uno no suele salir indemne de victorias como esa. ¿Hubo represalias?

La administración Reagan me atacó con todo. Primero hicieron una campaña contra mí. Un articulo en Time Magazine me acusaba de estar financiado por los sandinistas y el propio Reagan llegó a citarlo para esgrimir que todo había sido orquestado por ellos. Entretanto, seguí viajando a Nicaragua, participando en campañas en EE. UU.… Creo que di charlas en más de setenta ciudades.

Una financiación externa para todo eso sí que parece una teoría plausible.

Sí, es lo que decían, pero a las charlas me invitaban y me costeaban los viajes. Los ataques de Reagan fueron muy duros y decidí salir del país. Me fui a Ginebra, pasé cinco años con la Comisión Internacional de Juristas, y allí me empapé sobre los derechos humanos. Hice contactos por todo el mundo y llegué a tomar parte en procesos como la redacción de la Constitución de Mongolia. Luego me llamaron para la ONU en el Salvador como jefe de DD. HH. de la misión de mantenimiento de la paz. También estuve en Tíbet, Timor, Congo, Haití…

Reed Brody para JD 2

Coordinó las intervenciones de Human Rights Watch en el procesamiento de Augusto Pinochet en 1998. En alguna ocasión se ha referido a aquel proceso como un «punto de inflexión».

Yo había entrado en HRW en febrero del 98 y casi lo primero que hice fue participar en la conferencia de Roma, que sentó los cimientos de la Corte Penal Internacional. Estamos en ese momento de la construcción de la justicia internacional. Al volver a Nueva York en octubre del 98 llega la noticia del arresto de Pinochet en Londres. Entendemos la importancia capital que tiene aquello y se decide que yo vaya a Londres. Lo que iba a ser una semana se alargó hasta seis meses. HRW fue admitido como ponente en la Cámara de los Lores. Ahí conozco a Baltasar Garzón y a Juan Garcés. Participamos en las tres series de audiencias. Teníamos un equipo de abogados y trabajamos con los abogados de la Corona que representaban los intereses de España con el juez Garzón a la cabeza. Insisto en que aquel era un momento en el que empezaba a madurar el derecho internacional de los derechos humanos. Todos esos principios que habíamos estudiado se ponen a prueba, y no en un caso cualquiera, sino en el de Pinochet, que era un dictador icónico. Sentí que se cerraba un círculo. La represión tras su golpe de 73 fue un reguero de muerte y tortura, y produjo centenares de miles de exiliados que nutrieron el movimiento de derechos humanos y Amnistía Internacional que luchó para la ratificación de convenios que, veinticinco años después, se utilizaron para detener a Pinochet. Víctimas, abogados, activistas… todos estaban en la Cámara de los Lores. El derecho internacional de los derechos humanos se hizo realidad. Yo era una de las pocas personas que acudía a las audiencias a diario, que entendía completamente lo que pasaba y que hablaba español. El arresto de Pinochet y las dos decisiones de los lores denegándole la inmunidad probaron que teníamos un instrumento para llevar ante la justicia a torturadores y tiranos que parecían inalcanzables. Y a partir de ese momento, con Amnistía y otros grupos, comenzamos a pensar quién sería el próximo.

El «kilómetro cero» de la jurisdicción internacional.

Exacto. Ahí vemos hasta dónde se puede llegar y que nosotros, militantes y víctimas, podemos lograrlo. No depende de una instancia supranacional, sino de nosotros mismos. Luego los chadianos (de Hissène Habré) se me acercaron diciéndome que querían hacer lo de los chilenos, y los gambianos (de Yahya Jammeh) lo que los chadianos. Fue un precedente. HRW adoraba mi cita de que el caso Pinochet fue «una llamada de alerta para los dictadores», pero no era para ellos sino para nosotros. El arresto de Pinochet no cambió la actitud de Robert Mugabe o Sadam Huseín, pero a sus víctimas les hizo soñar con la justicia.

Pinochet murió sin ser procesado, lo mismo que su siguiente objetivo, Jean Claude Duvalier, exdictador de Haití. Para el tercero en su lista, el chadiano Hissène Habré, hubo que esperar durante diecisiete años, hasta que fue juzgado. ¿Pueden esperar tanto las víctimas? ¿Cómo se gestiona la frustración?

En inglés tenemos la expresión justice delayed is justice denied, la justicia aplazada es justicia denegada. Para las victimas de tortura, para el que perdió a sus padres, el paso del tiempo sin justicia también es una tortura. Creo que vamos acortando poco a poco los tiempos, también con la Corte Penal Internacional. Cuando comenzábamos con las víctimas en el caso Habré nadie se lo tomaba en serio. En Chad nos decían: «¿Desde cuándo la justicia llega hasta Chad?». Ahora no, ahora dicen: «¿Cuánto tiempo hace falta?». En cualquier caso, los mecanismos siguen siendo imperfectos. ¿Vamos a poder llegar hasta Bashar al Asad? ¿O a George Bush?

¿Cómo se caza a un dictador?

El arma principal son las víctimas y luego hay que construir las condiciones políticas. Lo jurídico es más fácil porque, en general, los crímenes son claros, pero hace falta convencer a un tercer estado para juzgar a un guatemalteco o un chadiano. Hay que construir un relato a partir de las víctimas individuales. Stalin, supuestamente, decía que un muerto es una tragedia, pero que un millón de muertos es una estadística. Ahí está el cuerpo de Aylan Kurdi, ese niño kurdo ahogado en la playa. Hay que poner nombres y apellidos a las víctimas, contar su historia con detalle, como la de Souleymane Guengueng en Chad o Rigoberta Menchú en Guatemala. A Habré intentamos juzgarle en Senegal pero inicialmente no funcionó, así que probamos en Bélgica, ya antes de que fuera juzgado y condenado en Senegal. Fuimos a Bélgica con Souleymane, y allí, cara a cara con el ministro de Justicia, le expone su caso y el ministro llora. Yo no puedo conseguir el mismo impacto, pero cuando te lo cuenta una víctima es distinto. Luego están los hechos, lo jurídico, los medios de comunicación… Es un trabajo de años.

La pieza en su punto de mira hoy es Yahya Jammeh, expresidente de Gambia. ¿En qué momento se encuentra?

Jammeh está refugiado en Guinea Ecuatorial bajo la protección de otro dictador y Gambia no lo quiere de vuelta porque vive una situación todavía muy voláti. Una de sus peores matanzas fue la de cincuenta y seis migrantes que intentaban llegar a Europa, de los que cuarenta y cuatro eran de Ghana. Estamos intentando que Ghana, Senegal, Costa de Marfil y Nigeria le digan a Teodoro Obiang (presidente de Guinea Ecuatorial) que Jamé ha matado a sus ciudadanos y que presionen para que este último deje de protegerle. No va a ser fácil, pero he aprendido a no aceptar un «no» por respuesta.

Es autor de tres informes de Human Rights Watch sobre el maltrato de prisioneros en EE. UU. durante la llamada «guerra contra el terror» de George Bush hijo. ¿Se planteó en serio esa presa?

He participado en varios intentos en España, Francia y Alemania buscando justicia por Guantánamo y Abu Ghraib. En la Audiencia Nacional española se abrió un expediente y el juez quería escucharme como testigo. Son tentativas que han sido rechazadas por razones políticas. En EE. UU. no hay justicia para eso, en el sistema anglosajón las víctimas no pueden acudir directamente a los tribunales.

¿No hay justicia para las víctimas de los blancos?

Es muy difícil porque existe un doble rasero. La cuestión también es quién te protege: EE. UU. a Israel y a Arabia Saudí, China a Corea del Norte, Rusia a Siria… Y ciertamente es un problema para nosotros porque pone en cuestión toda la arquitectura de la justicia internacional si esta sirve para unos pero no para otros. Al final uno no tiene otra que trabajar con las realidades. No pierdo la oportunidad de hablar de los crímenes de Henry Kissinger pero hacemos lo que podemos.

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También parece que exista un doble rasero con las administraciones estadounidenses. ¿Por qué juzgar a Bush por torturas y no a Obama? Entre otras cosas, se sabe que las operaciones con drones se multiplicaron por diez cuando el demócrata llegó a la Casa Blanca.

Estoy de acuerdo y reconozco que no he investigado lo suficiente el tema de los drones. Es cierto que tendría que estudiarlo mejor. Los drones estadounidenses han matado a más de mil quinientos civiles desde 2004 en sitios como Pakistán, Yemen y Somalia. Algunas de estas acciones han violado las leyes internacionales y pueden haberse traducido en ejecuciones extrajudiciales o crímenes de guerra.

Ejecuciones extrajudiciales como la de Bin Laden. ¿Dónde se traza la línea que separa un acto de guerra de un asesinato selectivo?

También estoy de acuerdo. El deber del gobierno era capturarlo vivo siempre que fuera posible, y ni sabemos ni se nos ha permitido saber. Si fueron con la intención de matarlo, entonces hablamos de una ejecución sumaria, pero si fueron con la intención de capturarlo y opuso resistencia es distinto. En su momento emitimos ciertas reservas desde HRW y fuimos muy criticados.

Se ha significado públicamente en numerosas ocasiones contra Trump. ¿Teme que se pueda convertir en un dictador? ¿Lo es ya?

Sé algo de dictadores y Trump no se distingue de un dictador africano. En América tenemos una herencia democrática e institucional y una población más activa que nunca que impide que se convierta en un dictador, pero cumple ese perfil en su relación con la prensa o cuando no distingue entre su vida personal y profesional, por poner dos ejemplos.

Parece la tónica a nivel mundial. El fascismo sin complejos se extiende desde Brasil hasta el este de Europa, y ahora parece que levanta cabeza en España. ¿Pandemia?

Creo que estamos viviendo el momento más difícil que yo he conocido. A Trump hace quince años lo habríamos absorbido mejor con una Europa más fuerte y una fuerza democrática global más sólida. Ahora le tenemos que sumar lo que pasa en Brasil, Europa, Turquía, Rusia… De todas formas, no temo por el futuro de EE. UU., aunque sí creo que los dos años de mandato de Trump han puesto a prueba sus límites. Temo por el futuro de la humanidad en su conjunto; creo que estamos perdiendo tiempo ante el suicidio colectivo que representa el cambio climático. Perdemos el tiempo en Trump, en Bolsonaro, en el separatismo, en cosas muy secundarias como raza humana cuando tenemos un imperativo que es unirnos ante los retos existenciales. En EE. UU. recuperaremos el rumbo, pero habremos perdido dos, cuatro, ocho años en la guerra más importante, y eso me deprime muchísimo. Trump era minoritario cuando ganó. La estrategia republicana consiste en suprimir el voto y cambiar las reglas electorales y de circunscripción, y la retórica de la inmigración participa en el intento de retrasar el cambio demográfico en Norteamérica y mantener la supremacía blanca en el gobierno. Se está provocando el odio contra el diferente y para alguien como yo, que ha pasado cincuenta años en la lucha por la justicia social, es muy deprimente. En la Marcha de las Mujeres el pasado enero recuerdo una anciana con una pancarta que decía: «No me puedo creer que todavía tenga que protestar contra esta mierda». Cuando podemos estar perfeccionando nuestras sociedades con feminismo, inclusión, transición climática, tenemos que seguir comabatiendo a los nazis y al odio. España ha estado a salvo pero entre Cataluña, Vox y el desgaste de los partidos tradicionales quizá se encuentre en la antesala de lo que hoy es Italia. Y Steve Bannon está en Europa para transmitir las técnicas antidemocráticas y el discurso populista que hicieron ganar a Trump.

Pocos conflictos habrá más asimétricos que el de Gaza, pero parece que a Netanyahu solo se le juzgará por corrupción.

Ahí puede entrar en juego la Corte Penal Internacional porque Palestina ahora es reconocido como estado parte de la CPI y le ha dado la autorización para investigar. Esto es lo que en parte ha provocado la reacción violenta de la administración Trump contra la Corte Penal Internacional. Mientras esta se ocupe de los africanos todo bien, pero ahora está investigando en Gaza, en Afganistán… Veremos si se abre una investigación completa porque, de lo contrario, no habrá justicia.

¿Cuáles son los límites de la justicia internacional?

Hay dos ejes de la justicia internacional, uno la corte penal internacional y el otro las jurisdicciónes nacionales. He vivido el auge y la caída de la ley belga de Competencia Universal, que estaba bien para los africanos, pero cuando se apuntó a Israel y EE. UU., Rumsfeld llegó a Bélgica en 2003 y con todo el descaro dijo: «Si los dirigentes de los países de la OTAN no se sienten seguros en Bélgica trasladaremos la sede de la OTAN». Y eso fue un castillo de naipes. En España pasó lo mismo; la ley es muy buena para Argentina o Chile, pero si se toca a China por Tíbet, Israel o EE. UU. ya es otra cosa. Ahí vemos los límites políticos. La Corte Penal Internacional tiene otro límite que es el de su propia competencia jurídica. Llega hasta los países que la han ratificado como España o en situaciones remitidas por el Consejo de Seguridad de la ONU. Siria no la ha ratificado y Rusia y China ejercerán su poder de veto en el Consejo de Seguridad y no permitirán sorpresas.

El de las ONG parece un mundo lleno de claroscuros. En el caso de las más grandes pesan los sueldos inflados de las directivas y casos que van desde corrupción más clásica hasta la explotación sexual y la prostitución, como lo de Oxfam en Haití. Esto no te lo cuentan cuando te abordan en la calle pidiendo tu contribución.

Hay muchos factores pero uno es la relación de poder. Un internacional en Haití, de Naciones Unidas, de Oxfam… tiene mucho más poder que el haitiano. Yo he trabajado en Haití, allí se pone al desnudo la relación entre la pobreza de un país y el poder de los que deciden por él. Haití tiene un número brutal de mujeres embarazadas por soldados de Naciones Unidas. Mas de diez mil Haitianos murieron de cólera, que fue introducida en Haití por soldados de las Naciones Unidas. Todo ello sin una rendición de cuentas.. Yo lo vivo cuando trabajo en países pobres; la diferencia de poder entre lo que tú tienes y lo que tienen ellos es abismal. En primer lugar, hay que actuar con mucha ética para no abusar de esas ventajas y no hablo aquí de abusos sexuales. La pregunta es: ¿cómo organizamos nuestro trabajo de igual a igual? Yo voy a Gambia para ayudar a las víctimas en su lucha. ¿Cómo lo hacemos para no imponer mis ideas? Esto tiene su raíz en la desigualdad.

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Volviendo a la pregunta sobre la corrupción en las ONG, ¿qué pasa?

Creo que, en general, las personas que trabajan para las ONG lo hacen por ideología y por altruismo. En el caso de mi ONG, casi todo el mundo podría ganar mucho más haciendo otra cosa. La mayoría de mis colegas de la Facultad de Derecho de Columbia son millonarios. Las personas que conozco de Oxfam lo hacen por filantropía, es una elección vital, pero los problemas son estructurales. La ayuda paternalista tiene sus límites. Hay que replantear la cuestión de la gobernanza de las ONG, y hasta sus modelos económicos, para que la voz de los afectados predomine en sus políticas, y esto vale tanto para las ONG de derechos humanos, como la mía, o de ayuda humanitaria, como Oxfam. Decisiones que se toman en Nueva York o en Londres serían distintas si se tomaran en Puerto Príncipe o en Cairo. A Haití después del terremoto se la llamaba «la república de las ONG». No hay Estado y se transfiere la soberanía de tu país a gente en Nueva York y Washington. Los progresistas no podemos aprovecharnos de las relaciones internaciones injustas, que denunciamos por otra parte, para imponer nuestra visión de la caridad, de la solidaridad. Creo que puede estar justificada la intervención exterior siempre y cuando se haga con humildad y la sensibilidad de escuchar y de establecer una asociación genuina con la gente. Mi socia mas próxima en el caso Habré era una abogada chadiana, Jacqueline Moudeina. Teníamos una relación de igual a igual; nos pasábamos el día discutiendo, yo con mi perspectiva internacional y ella con su visión chadiana. La simbiosis entre nuestras visiones posibilitó nuestra victoria. A los siete u ocho años de trabajar en el caso se estrenó un documental en torno a mi figura, El cazador de dictadores. Aquello estaba muy bien para mi madre, pero a mí me ponía aquí arriba y a mis socios ahí abajo. Frente a ello, creamos una estructura, con Jacqueline al frente, con una ONG chadiana gestionando la mayoría de los fondos recaudados, y no HRW.

A HRW se la ha acusado de publicar informes «parciales» sobre América Latina.

Hace tres años los chavistas atacaron a Human Rights Watch acusándonos de tener vínculos con el gobierno americano. HRW me llamó como su «izquierdista residente» para defender a la ONG en el programa de televisión de mayor seguimiento entre progresista americanos, Democracy Now. Yo creo que HRW hace un muy buen trabajo y defiendo su labor. Es cierto que HRW tiene su sede en Nueva York y que, por muy internacionales que seamos, no dejamos de tener una visión «primermundista». Una organización similar con base en Asunción o en Kinshasa haría las cosas de forma distinta. En general, creo que el movimiento de derechos humanos está en crisis por el auge del autoritarismo en el mundo. Hay muchos, como el profesor Samuel Moyn, que acusan al movimiento de centrarse en las libertades públicas de un élite y no preocuparse lo suficiente de las desigualdades económicas que dan lugar a los populismos y los nacionalismos. Si bien es cierto que tenemos que luchar para una mayor repartición de las riquezas, no sé si es labor de las organizaciones de derechos humanos ocuparse de todos los problemas del mundo. Si fuera así, dejaríamos todo para luchar contra el cambio climático, pues ese es el gran desafío de la humanidad.

Organizaciones como la suya suelen estar en el punto de mira de muchos gobiernos. ¿Les han espiado?

Sí, los chinos y los sirios.

Por lo mismo, las ONG suelen ser una pantalla recurrente para agentes de inteligencia. ¿Les ha pasado?

Tenemos personal de más de setenta países, y también gente que ha trabajado con los gobiernos de EE. UU., Brasil, Chile, Nigeria, Suecia, Costa Rica, Perú, Reino Unido, Australia y muchos otros. Una vez descubrimos que uno de mis excolegas hacia recomendaciones políticas a su gobierno que no eran acordes con las recomendaciones de HRW sobre la materia y fue sancionado. Quiero pensar que todavía somos lo suficientemente pequeños y profesionales en la contratación para evitar problemas.

Vivimos un momento de éxodos casi bíblicos, desde América a los Balcanes, pasando por el Mediterráneo central. ¿Qué se hace con esto?

La riqueza en el mundo es suficiente para todos y eso es incontestable. El reparto es el problema: hay que revertir y devolver. Trabajo mucho en África, donde todos sabemos que no hay oportunidades económicas. No voy a disertar sobre el saqueo de África por los europeos, pero sería mucho menos costoso un gran plan Marshall para el continente que las políticas actuales porque, mientras aquello no cambie, seguirán intentando llegar a Europa. Siempre habrá alguien sin perspectivas con un vecino que recibe dinero desde Europa. No podemos abrir las fronteras pero sí ofrecer oportunidades porque, de lo contrario, nos enfrentaremos a una situación cada vez más grave.

¿No podemos abrir las fronteras?

Yo no soy quién para decirle a un gambiano que se quede en su casa. Cuando se ejerza una política justa se podrán abrir porque, generalmente, nadie quiere emigrar. Casi todo el mundo quiere vivir donde nace, pero abrir hoy las fronteras no es factible.

¿Era más fácil migrar cuando su padre llegó a Brooklyn?

En su día reconocimos a las víctimas del nazismo que lo merecían, y hoy pensamos que no dan el perfil. Hoy, desde Trump hasta Vox, existe un política de generar el odio hacia el otro. El odio es rentable políticamente. Uno de los grandes fallos de la democracia es conseguir votos despreciando al otro. Veo difícil con los líderes actuales organizar un reparto más justo de las riquezas del planeta pero, si queremos salvarnos y evitar un desafío cada vez mayor, eso es lo que hay que hacer.

Conocemos sus trofeos, ¿cuáles son sus cicatrices?

He perdido muchas más batallas de las que he ganado. En el 97 era jefe adjunto de una investigación de la ONU sobre masacres en el Congo. No se hizo nada con nuestro informe. Veinte años después en el Congo vemos los mismos crímenes, los mismos actores y la misma impunidad. En Haití intenté llevar a juicio a criminales del gobierno de facto y fracasamos. Cuando miro a la Nicaragua de hoy… Hay que gestionar mucha frustración. Eso sí, la condena de Hissène Habré fue la vindicación de diecisiete años de trabajo. Fue un alivio inmenso, pero también entendí la inmensa suerte que teníamos. La obsesión y el talento no son suficientes, hace falta suerte. Habré podía haber muerto antes del juicio, por ejemplo. Tengo suerte de poder mirar atrás y decir que mi trabajo ha aportado su granito de arena, aunque se trate de logros que empequeñecen frente a la situación que estamos viviendo. No tenemos el derecho de no tener esperanza porque, si no tenemos esperanza, no hay esperanza. Hay que batallar con optimismo. Aunque cueste.

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3 Comments

  1. Rosendo Bartola

    Reed Brody… Hasta el nombre, tiene fuerza y determinación. Por cierto, ¿de dónde sacarán las personas como él las ganas de luchar contra todo lo que está mal en el mundo?
    Hay hombres que luchan un día y son buenos
    Hay otros que luchan un año y son mejores
    Hay otros que luchan muchos años y son muy buenos
    Pero hay los que luchan toda la vida
    Esos son los imprescindibles
    Bertolt Brecht

    Se ve que yo nací cansado y ya derrotado, porque a duras penas me he visto capaz de luchar ni medio día a lo largo de mi vida para cambiar cosas que siempre me han parecido imposibles de cambiar por mucha lucha que se metiera por medio. ¡Qué fracaso ha sido mi paso por el mundo, y me doy de bruces con ello cuando leo cosas como esta!

  2. No todo está perdido. Muy buena entrevista. Gracias por la lectura.

  3. Muy buena entrevista. Buenas preguntas, buenas respuestas. El tema de las ONG es peliagudo.

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