Si uno no sabe qué es una interrogación y acude al Diccionario de la lengua española (DLE) para calmar su inquietud, encontrará que una interrogación es una pregunta; si no quedara satisfecho con el hallazgo, porque también desconociera qué es una pregunta, y tuviera que buscar el significado de esta en el mismo DLE, se le dirá que una pregunta es una interrogación. Con sus definiciones de estas palabras («interrogación: pregunta»; «pregunta: interrogación que se hace para que alguien responda lo que sabe de un negocio u otra cosa»), nuestro principal amansaburros poca burricie puede amansar, puesto que nos deja igual de ignorantes que antes de que lo consultáramos.
Otro ejemplo de esta estructura circular lo podemos encontrar en vivir-morar-habitar. Imaginemos que alguien no entiende la frase «Vivo en Santander» y que pretende ahogar su insipiencia en el diccionario académico. La acepción que corresponde al verbo vivir en este contexto sería la de «Habitar o morar en algún país». ¿Y qué significa habitar? «Vivir o morar». De una ventanilla nos han enviado a otra, y de esta nos han vuelto a enviar a la primera. Es algo que nos ha ocurrido más de una vez a los que consultamos el diccionario.
Admiro el papel que la RAE viene desempeñando desde hace más de trescientos años como llámesele guardiana, inspiradora, guía, notario, y en todo caso referencia lexicográfica del español, pero hay cosas del DLE que desde hace algún tiempo me tienen hablando solo. Y, por si fuera cierto aquello de que pensar a solas es pensar a medias, quiero compartir mis dudas, por si, como decía Borges, otros dubitadores me ayudan a dudarlas. Hay muchos misterios para mí en este diccionario, y los expondré, no como erudito en la materia, ni mucho menos, porque ni siquiera soy lingüista, sino como usuario de a pie, ávido lector de los significados de las palabras y limitado, aunque persistente, pensador del sentido de las definiciones. En ocasiones, y sobre todo por razones que van más allá de lo idiomático, dirigimos nuestras consultas o juzgamos a la RAE con una airada actitud censoria, de reproche o haciendo gala de un retintín que refleja un afán malicioso por pillar a la institución en un renuncio. En la divergencia entre mi criterio y el del diccionario tiendo a pensar que es el diccionario el que lleva razón, aunque a veces yo se la dé con cierto recelo. Se trata, como digo, de dudar, no de señalar supuestos defectos.
Qué mejor lugar para empezar a dudar que el «planeta que habitamos». Esta es una de las acepciones para tierra. ¿No es un poco enigmático ese «habitamos»? Está generalmente aceptado que la definición, para ser tal, tiene que ser una información sobre todo el contenido y nada más que el contenido de la palabra definida, y, además, ha de aspirar a expresar una idea con la máxima precisión. Y a mí en «habitamos» me parece que hay bastante imprecisión, porque no sé si con esa primera persona del plural se quiere decir que los que habitan el planeta Tierra son los que trabajan en la Academia, o los hispanohablantes, o las personas que pueden leer; o si solo habitamos la Tierra el académico que escribe la definición y yo, que soy el que la lee, y el que con aquel forma parte del contexto comunicativo; o la humanidad; o el conjunto de todos los seres vivos, incluyendo animales y vegetales.
También el Oxford Dictionary incurre en la misma, a mi juicio, vaguedad: «The planet on which we live», pero el Dicionario da Real Academia Galega, por ejemplo, recoge que es un «Planeta do sistema solar (…) sobre o que existe vida». No me he memorizado todo el DLE, pero esa licencia de autoincluirse en una definición es algo, si no insólito, poco frecuente. No hay rastro de la primera persona en algunas palabras de cuyo concepto no hay la mínima duda de que el enunciador forma parte: es este una persona y no por ello define este vocablo como «los que formamos parte de la especie humana», ni humano como «los seres que tenemos naturaleza de ser racional», sino que respecto a estas mantiene una actitud de distanciamiento.
La forma verbal que se utiliza en tierra es, según mi poco autorizado juicio, no solo imprecisa, sino que adolece de subjetividad, al no estar redactada desde un punto de vista neutro. Bien es cierto que lo que más preocupaba, y preocupa, sobre el aspecto de la subjetividad en la definición no es que el definidor no mantenga a raya la percepción de sí mismo, sino sus sentimientos, desvelos y pasiones. Existen numerosos ejemplos divertidos en diferentes diccionarios en los cuales no se oculta su punto de vista sobre lo que se está definiendo, a veces con tan brillante resultado como el de la definición de lexicógrafo incluida en el diccionario de Samuel Johnson, recogida en los Estudios lexicográficos de español, de Manuel Seco: «Ganapán inofensivo que se ocupa en descubrir el origen de las palabras y en precisar su significado», donde el autor reivindica la fatigante tarea del escritor de diccionarios.
Aunque en el DLE actual no aparecen casos flagrantes de subjetividad como el que se observa en «El himeneo poéticamente considerado por la luna de miel de los pobres tontos que se someten voluntariamente a la sagrada coyunda matrimonial» que, en el Diccionario nacional de Ramón Joaquín Domínguez, describe lo que es vínculo de flores, sí deberíamos fijarnos en algunos rasgos de las definiciones con los que, en mi opinión, se vulnera la neutralidad. Dice Manuel Seco (y si algo de lo que se dice en lexicografía puede ir a misa, con toda probabilidad ha de ser lo que diga Manuel Seco) que «las opiniones filosóficas, religiosas, políticas, estéticas, morales del redactor (…) deben desvanecerse detrás del tejido verbal de sus enunciados definidores» y en el DLE encontramos, o al menos a mí me lo parece, rasgos que están sujetos a una valoración estética personal, especialmente en lo referido a animales y plantas.
En la definición de taclobo leemos «Molusco lamelibranquio de gran tamaño y concha hermosa, que abunda en Filipinas…». Si yo veo un molusco lamelibranquio en la isla de Palawan, pero su concha no me parece hermosa, ¿he de descartar que se trate de un taclobo? Algo parecido ocurre con sietecueros, árbol de «hermosas flores cambiantes», o con plátano, cuya madera blanca rosada «ofrece un bello jaspeado». Diferente es que se incluya en la descripción algo como «cuyo canto es apreciado por su belleza» (porque puede ser un hecho objetivo que a la mayoría de la gente le resulta bello ese canto) que apuntar, como ocurre en el DLE, que el jilguero «canta bien» o que el satirio «nada muy bien» o que la moscareta «tiene canto agradable». Háblame de lo agradable que me resulta el canto de la moscareta si cada día me despierta sin que yo quiera a las siete de la mañana, sobre todo, si mi equipo ha perdido la noche anterior.
Quiero resaltar que esta falta de objetividad que yo encuentro, si realmente existe, es materia de chisme intrascendente y no debiera generarnos ningún tipo de conflicto ideológico. No son lo mismo estas calificaciones de las características de un animal o de una planta que aquellas (que extraigo también de los citados estudios de Manuel Seco) con las que se venía arriba R. J. Domínguez. Este, además de compadecerse de los pobres tontos que se iban a casar, catalogaba en su diccionario, uno de los más pasionales (y apasionantes) y subjetivos que nos podamos encontrar, el término alteza como «ridículo tratamiento», y en la definición de rey tampoco ocultaba su acritud hacia la figura real: «El que es magnánimo y noble en sus acciones, liberal, espléndido, generoso, munífico, etc., por suponerse gratuitamente que los monarcas tienen esas brillantes prendas…». El lío en el que se podía haber metido Domínguez si, en vez de en un diccionario del siglo XIX, hubiera escrito eso hoy en un tuit…
Reduzcamos, por lo tanto, a mera anécdota la presunta subjetividad de nuestros académicos, y que nadie use mi argumento, mi duda, mejor dicho, para acusarlos de moscaretistas por ensalzar el canto de la moscareta, mientras de otros pájaros, el cuclillo, por ejemplo, se abstienen de realizar juicio laudatorio alguno.
Sobre el diccionario académico decía el lexicógrafo colombiano Rufino José Cuervo «hay que generar debate para no tomar todas sus palabras como decisiones muy pensadas y definitivas». Y aunque debo insistir en que puedo estar (seguramente lo esté) equivocado, parece que esto ocurre especialmente en lo relativo a palabras de índole sexual. Me da la sensación de que, no sé si por un atávico recato, muchas se han escrito a vuelapluma, pasando por ellas de puntillas y, en la medida de lo posible, sin retocarlas durante largas etapas. Se despacha con dos palabras coito. Yo no pido que me explique un académico cómo se practica el coito, pero si para gato tiramos de sesenta y dos palabras, algo más del coito se me podrá contar. Se nos habla de la vida y milagros del animal (que si caza ratones, que cómo tiene la lengua), pero luego nos entra el laconismo cuando hablamos de coitos, cópula, penes y vaginas. Esta diferencia, no concretamente la referida a la extensión de las definiciones de gato y coito, sino la que se da en general a lo largo de todo el libro entre palabras según al ámbito al que pertenezcan, es uno de los blancos a los que los entendidos en la materia apuntan para criticar la falta de sistematicidad en el DLE. Y aunque está claro que no todas las ideas necesitan un número de palabras similar para ser explicadas, con una rápida ojeada al diccionario se puede verificar que hay acepciones muy largas que se apartan del propósito descriptivo e incurren en un enciclopedismo más propio de diccionarios específicos sobre materias concretas.
Volviendo al recato con el que parecen tratarse las palabras relacionadas con el sexo, se pueden apreciar varios casos en los que se emplea un lenguaje poco moderno, y dudo si esa ausencia de aire fresco en este tipo de vocablos es fruto de una actitud de mesura, timidez o falta de interés del definidor contemporáneo, que así como le viene la definición la deja, para no implicarse demasiado en un asunto incómodo: «Inclinación vehemente a la lascivia» —que, por cierto, es preciosa (la definición, digo), pero no sé si tanto como para hacerle un «no la toques, que así es la rosa»— es la única acepción de salacidad, y «propensión a los deleites carnales» es la lascivia. Ambas definiciones parecen sacadas de un sermón de un fraile del siglo XVIII. ¿Quién habla hoy así? Que la palabra definida fuera más frecuente en otro tiempo que ahora no quiere decir, hasta donde yo sé, que se la tenga que definir con palabras propias de otro tiempo. Incluso en algunas de estas palabras antiguas parece que quedan restos de juicios morales totalmente desfasados hoy.
En rabisalsera nos topamos con «Dicho de una mujer: Que tiene mucho despejo, viveza y desenvoltura excesiva», y la palabra cualquiera, que es común en cuanto al género en la mayoría de sus acepciones, tiene una específicamente en femenino para «Mujer de conducta moral o sexual reprobable». No sé yo si hay, con los cánones sociales que rigen en el siglo XXI, un momento en el que la desenvoltura femenina pueda, o deba, empezar a considerarse excesiva, pero todo apunta a que esta clase de apreciaciones son rémoras de épocas pasadas, porque es difícil encontrar definiciones en las que la desenvoltura masculina vaya ligada al término excesivo. Sí se asocia excesivo a una característica masculina, que también tiene tufillo a siglos pasados: en la séptima acepción de gurrumina aparece «condescendencia excesiva de un hombre con su mujer». Y no veamos más allá en el análisis de estas definiciones. Solo estoy haciendo notar un posible desfase, un anacronismo, quizás por descuido, o porque no es operativo sumergirse cada cierto tiempo en el dilatado océano de la lengua española para remover significados que, arcaicos o no, no dejan de ser correctos. Y este apunte no tiene relación con las polémicas recientes sobre la inclusión de términos discriminatorios que la sociedad actual utiliza, en las que parece que se culpa a los que recogen esas palabras en el diccionario de su existencia y uso.
En este sentido, no solo es lógico, sino hasta útil, que esas palabras figuren en cualquier obra lexicográfica, para que sepamos qué tenemos que reprocharnos a nosotros mismos por hacer que subsistan. Pero, a lo mejor, los académicos sí que podrían tener una cierta consideración con aquellas palabras y expresiones que arrastran sedimentos de aspectos sociales que hoy nos afanamos en desechar, y asociaciones como «desenvoltura excesiva» o «conducta sexual reprobable» aplicadas a la mujer, que se usan en el DLE para definir otros conceptos y que seguramente hace doscientos años estaban abocadas a surgir en infinitas ocasiones con convencimiento y espontaneidad, hoy no deberían aparecer con la misma naturalidad.
Y no puedo terminar mis dudas compartidas sin referirme a una palabra que nos toca (nunca mejor dicho) a casi todos de cerca: pajillero/a, que para la RAE es una «persona que masturba o se masturba». Párenlo todo, porque esto es más serio de lo que parece. ¿No se echa de menos un «mucho», un «frecuentemente» o algo por el estilo que no nos meta a todos en el mismo saco? Vamos a ver: en borracho hay una acepción que incluye «habitualmente» para la acción de emborracharse (aunque también figura la de «ebrio» sin más), que permite diferenciar al que se pilla una cogorza la noche de fin de año del que se pasa media semana bebiéndose hasta el agua de los floreros. Para glotón tenemos «que come con exceso…», no «que come» y ya está. Al menos en mi círculo, esa palabra, pajillero, que en un adolescente es redundante, aplicada a un adulto siempre se ha usado teniendo los factores frecuencia (lo hace mucho) y soledad (se masturba, que masturbar a otra persona, por mucho que lo hagas, ya te da un cierto caché que no se ajusta en absoluto al que sugiere la palabra pajillero) muy presentes. Quizás lo que ocurrió con esta definición fue que se «utilizó», a modo de plantilla, una antigua referida a la pajillera como «prostituta que masturba a sus clientes» (acepción que hoy ya no aparece, pero que hemos conservado para adaptarla). En este caso, al ir la actividad (masturbar) asociada a una profesión (prostituta) no hace falta especificar que se hace con frecuencia, pero cuando se trata de un término con el que caracterizamos a alguien, además de manera despectiva, habrá que matizar que la iteración, la inoportunidad, la importancia o la circunstancia que sea juegan un papel determinante.
Y si se incluye el definidor en la definición de tierra, si en ese caso a este no le importa decir que él también habita ese planeta, que dé la cara y se incluya aquí también el que escribe en la de pajillero, porque si esto es realmente como se cuenta en el DLE, que tire la primera piedra, con la mano que tenga menos cansada, el que no masturba o se masturba.
Estrepitoso! Y es un buen descubrimiento constatar que aún existen personas para quienes no es superfluo buscar el pelo en el huevo o la quinta pata al gato, y el todo con gran despliegue de una minuciosa, veraz y circunscripta explicación. Y he aquí a nuestro Don Quijote lexicógrafo a quien con gusto acompañaría como escudero. Y ya en paños de admiración le confieso mi estimado señor, no sin un ligero respingo de vergüenza (ya que no pongo en duda de que todos son santos varones) que cada vez que pienso en los directores de la RAE una idea peregrina e impertinente me asalta: los veo que, antes de aprobar la definición de una palabra se persignan, o antes van a misa y piden perdón por algo que no han podido enderezar. Y todo esto se debe a un recuerdo en particular. Leyendo mi amada enciclopedia en busca de una definición me encontré con: «mal sonante o desaconsejada». Pero a quién se le ocurrió dictaminar que una palabra es malsonante? Las palabras, todas, suenan y en cualquier contexto. Con ese criterio puedo decir que también es malsonante «palangana». Para mí es horrible, o esas retahílas de artículos y pronombres como por ejemplo «el que de la» o «para el que de la». Son subjetividades que la Emérita debería evitar. Muchísimas gracias por la divertida y mordaz lectura.
Fantástico, brillante, genial artículo. Felicidades al autor. Añado que soy otro al que le preocupan estas cosas.